CAPÍTULO 25

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Hyacinth estaba muy feliz. Pero era una mujer sabia y un antiguo enemigo había vuelto. No creía que su felicidad durara demasiado.

En su habitación había un ventanal, un ventanal enorme a través del cual era posible seguir la trayectoria del sol a lo largo de casi todo el día. Había dado a luz a nueve hijos y, por cada uno de ellos, había plantado un arbolito en el poyete del ventanal. Había tejido toda la magia de la maternidad en aquellos árboles y, cuando se hicieron lo suficientemente grandes, los plantó en el patio trasero de la casa. Ahora había Banco árboles en el patio. Tres habían muerto cuando sus tres hijos mayores sucumbieron. Los árboles de sus 'hijas florecían cada primavera y aún eran muy pequeños. Los árboles de sus tres hijos vivos tenían hábitos extraños. Sus hojas cambiaban de color y mudaban en otoño, pero no cuando la estación llegaba a Hylfing, sino cuando era otoño donde fuera que estuvieran sus hijos. Y cuando el sol primaveral bañaba sus rostros dondequiera que se encontraran, las hojas brotaban y crecían desafiantes, aunque en la casa de su madre fuera invierno. Pero aún había un árbol, más parecido a una ramita que a un pimpollo, que todavía ocupaba su lugar en una maceta sobre el poyete de Hyacinth. Era el árbol de Henry, aunque nunca había escuchado su nombre. Aquel retoño nunca tuvo hojas ni yemas pero, a pesar de todo, seguía vivo.

Hyacinth lo miró y acarició el tronco, tarareando. Era un retoño flexible que ocultaba una mecha de vida en su interior.

En el piso de abajo escuchó un ruido de voces y supo que los demás habían llegado. Hyacinth dio la espalda al retoño y bajó las escaleras.

* * *

El tío Frank y el tío Caleb cargaron a Monmouth hasta la casa.

Zeke y Henry se detuvieron bajo el umbral de la puerta y contemplaron la sala principal. Richard, vestido con ropas demasiado anchas, se acercó hasta ellos y se colocó a su lado. Habían traído unas mesas de alguna parte de la casa, las habían unido y preparado para el almuerzo. Había una polvorienta botella de vino, más grande que ninguna que Henry hubiera visto antes y unas bandejas enormes repletas de carne fría. La tía Dotty rodeó la mesa, ajetreada, llevando un cuenco de manzanas en cada mano. Tenía la cara roja, como la primera vez que Henry la había visto, y el pelo, que en algún momento había tenido recogido, le caía suelto sobre las mejillas.

Cuando vio a Henry, soltó los cuencos y corrió hacia él. Era más mullida que su madre y, al abrazarlo, el olor de las manzanas lo envolvió. Sonrió, lo besó, fue incapaz de decir nada y lo dirigió hacia una mujer de pelo cano sentada en la mesa. La mujer, ciega, repartía sonrisas por la habitación.

Sus primas y sus hermanas estaban sentadas alrededor de ella.

—Tu abuela Anastasia —dijo Dotty.

La mujer le palpó el rostro con las manos, le tiró de los carrillos y lo besó en la frente. La pequeña Anastasia estaba sentada junto a ella.

Monmouth se había tumbado y yacía tendido sobre unos almohadones que había en una esquina, dormido. El Gordo Frank rechazó el asiento que le ofrecieron y merodeaba impaciente junto a la puerta, mordiéndose las uñas.

Sirvieron el vino. La madre de Henry lo agarró por el codo y lo llevó hasta una silla, como acababa de hacer con Richard poco antes. Zeke estaba a su izquierda y sus tíos estaban sentados cada uno en un extremo de la mesa. Un cuenco de agua caliente y una toalla pasaron de mano a mano alrededor de la mesa. Frente a Henry también había un cuenco de madera lleno de agua y el chico se humedeció los dedos en él. El asiento a la derecha de Henry estaba vacío y su madre se quedó de pie tras él, apartándose el pelo del rostro resplandeciente. Estaba diciendo algo, pero Henry estaba un poco aturdido. Observó los rostros sonrientes, los rostros serios. Observó cómo el hada gorda se agachaba nerviosamente frente a la puerta.

Entonces, un hombre vestido de negro, un cura, apareció junto a su tío Caleb y habló mientras todos guardaban silencio.

—Una mesa abarrotada de comida frente a las narices de nuestros enemigos —dijo.

Henry no escuchó mucho más. El hombre siguió hablando y, cuando terminó, todo el mundo rió. Henry también rió, aunque no sabía por qué. Tampoco necesitaba saber la razón, porque la risa era real y provenía tanto de su interior como del ambiente. La comida viajaba por la mesa de un comensal a otro. La gente sonreía y se servía. Henry sonrió también, pero escuchó muy poco de lo que dijeron. Sus ojos, su mente, estaban centrados en otras cosas. Escuchó la lluvia que golpeaba las ventanas y el viento a través de las grietas de la casa. Observó los truenos que hacían vibrar los cristales y sintió cómo el mar golpeaba la costa. Pero ninguno de aquellos ruidos superaba la risa de sus tíos. Zeke hablaba con Caleb; le dijo que le regalaría un arco. Hyacinth le sonreía y la abuela Anastasia miraba al techo. Su sonrisa había desaparecido y su comida estaba intacta. El tío Frank intentaba explicar los mecanismos del béisbol y qué era el ketchup a quien estuviera dispuesto a escucharlo.

Henry se dio cuenta de que él también estaba comiendo y bebiendo el líquido increíblemente rojo que había en su copa.

La comida terminó rápido. Las montañas de platos empezaron a disminuir. Henry se sentía lleno y efusivo.

Caleb se puso de pie y las conversaciones se acallaron.

—Mi sobrino, el hijo de mi hermano, come hoy con nosotros. La tormenta nos lo ha devuelto. Algunos de sus hermanos descansan bajo tierra, al igual que algunos de mis propios hermanos y, a los que aún viven y que hoy se encuentran lejos, los conocerá algún día si la tormenta amaina. Es el septugénito de un septugénito, pero también es mucho más que eso. Su herencia es grande. Espero que, durante su vida, la enriquezca aún más para los que están por venir. Su padre, perdido largo tiempo atrás, ha desaparecido, pero su madre tendrá la oportunidad de darle un nombre esta noche.

Todos los ojos, los de Henry sobre todo, se posaron en su madre. Ella se puso de pie muy despacio, pero su mirada era triste.

—Este hijo ha estado perdido para mí durante mucho tiempo y, aunque ahora sé lo que le sucedió, sigo sin saber qué fue de su padre. Sin embargo, ahora sé algo más acerca de su paradero y, en el fondo, me siento agradecida de que el destino se llevara a mi hijo cuando era niño, porque gracias a él hemos encontrado a un hermano, a un tío, desaparecido hace mucho tiempo.

Dotty se echó a llorar, pero Hyacinth prosiguió.

—Los nombres se otorgan para dar forma, para moldear el espíritu. Para establecer un destino. A pesar de todo, mi hijo ya ha encontrado su forma. Este no es el nombramiento de un niño sino el de un joven cuyos pies ya han recorrido una parte de su camino. Su nombre debe seguir siendo Henry. Es un buen nombre. Se ha criado lejos de nosotros, en el hogar de otro padre, descendiente de otra línea de sangre. Nuestra casa honrará ese pasado y no tratará de borrar la marca de su temprano exilio, pues ese exilio le dio forma y tejió su historia. Es por eso que debemos mantener el nombre que otros padres le otorgaron. Será Henry York. Pero aún le falta un nombre, el nombre con el que se hará fuerte, el río en el que navegaran sus otros nombres.

La abuela Anastasia empujó su silla hacia atrás y se incorporó, vacilante, sin dejar de mirar al techo. La anciana se dispuso a hablar y se balanceó al hacerlo.

—Este es Henry York, septugénito de Mordecai Westmore, septugénito de Amram Iothric, de la larga línea de los fieles al Viejo Rey, labradores de la tierra, maridos del mar. Que los reinos renazcan de nuevo a través de él. Que a través de él encuentre la tierra cura para sus heridas invisibles. No será un hombre sangriento, aunque se verá obligado a derramar sangre. No será un hombre iracundo, aunque lo harán enfurecer. Un antiguo enemigo se ha levantado contra él, pero él será su maldición. Este enemigo le marcará la piel, pero él le romperá la columna. Hemos de llamarlo Maccabee, porque su poder está oculto, pero se convertirá en un martillo que resplandecerá, verde y dorado, en la noche.

La habitación se quedó en silencio mientras la abuela volvía a recostarse en su asiento, sonriendo. Solo entonces empezó a comer.

El cura se puso en pie y rodeó lentamente a Henry. Dejó su copa en la mesa y cogió un cuenco de madera lisa lleno de agua. Henry se agitó en su asiento, levantando la mirada hacia el cura y su madre.

—Creo que me he lavado las manos ahí —susurró.

—Tanto mejor —dijo el cura.

—¿Es agua bendita?

El cura sonrió y acercó los labios a la oreja de Henry.

—Lo será cuando hayamos terminado.

El hombre volvió a incorporarse.

—¿Quién es el padre de este chico?

—Mordecai Westmore —dijo Hyacinth.

—¿Quién le dio a luz?

—Yo.

—¿Qué camino han de seguir sus pies?

—El único camino verdadero.

—¿Qué dios guiará sus pasos?

—El Dios verdadero será quien le guíe.

—¿Cuál será su verdadera vida?

—La muerte.

—¿Cuál será su verdadero fin?

—La vida.

—¿Cuál es su nombre?

Hyacinth hizo una pausa, mirando primero a Henry y después a la abuela.

—Henry York Maccabee —dijo Hyacinth—. Desde ahora mismo será un verdadero hijo para su padre verdadero.

Henry escuchó un zumbido y sintió un sabor metálico en la boca. Junto a la puerta, el hada se retorció y se tapó los oídos.

El cura introdujo la mano ahuecada en el recipiente y la elevó. El agua goteaba por ella.

Unas gruesas gotas se estrellaron contra su plato y, entonces, Henry sintió cómo la humedad contenida en la palma de la mano del cura se esparcía por su ya húmeda cabeza. La voz del cura se elevó en un cántico lento y breve, entonado en una lengua arcana y desconocida que a Henry le sonó familiar. Una canción que sus huesos reconocieron. En ese momento, el cura tendió a Henry su copa.

—Así es y así ha de ser —dijo el cura—. Ahora, bebed todos.

Con el agua todavía goteándole por la punta de la nariz, Henry bebió y vio que el resto de la mesa también bebía, incluso Zeke, la pequeña Anastasia, que tosió, y el policía.

El vino le hizo lagrimear.

Henry acababa de ser bautizado.

En el piso de arriba, sobre el poyete de la ventana de Hyacinth, había un retoño de árbol que ahora conocía el nombre de su dueño. Un brote solitario surgió de una de sus ramitas. Con la luz de la mañana, se convertiría en su primera hoja.

Henry contempló a los comensales sentados alrededor de la mesa y estos le devolvieron la mirada. No estaba muy seguro de qué acababa de ocurrir, pero estaba contento de seguir llamándose Henry; Maccabee sonaba un poco raro. La lluvia repiqueteó contra las ventanas y, una vez más, la risa llenó la mesa. Isa y Una se pusieron en pie de un salto para traer los pasteles, pero el viento les hizo frenar en seco.

La puerta que daba a la calle se abrió de repente y la lluvia y el viento entraron a raudales en la sala. El Gordo Frank se agazapó tras ella.

Mientras Henry observaba, una silueta alta, envuelta en una capa y encapuchada se introdujo por la entrada. Henry se quedó paralizado por el pánico.

Darius había llegado.

El hombre entró en la sala, chorreando, y miró a su alrededor. Nadie se movió. Henry deseó que Frank o Caleb hicieran algo. Tenía el corazón en la boca. La capucha se volvió hacia él y Henry atisbo bajo ella una cabellera oscura. El hombre lo estaba buscando.

La presión envolvía a Henry y lo mantenía paralizado, los mantenía a todos paralizados, como si algo mágico les impidiera moverse.

—¡El cuchillo! —escupió Frank—. ¡Lánzale el cuchillo!

Henry sintió que un peso enorme le oprimía el pecho y le obligaba a extender los brazos. Pero se resistió. Derrotó aquella presión. Henry se echó hacia adelante y agarró por la hoja un gran cuchillo de carne que había sobre uno de los platos. No sabía lanzar cuchillos, pero aquello no le importó. Tenía la mano ardiendo.

La hoja del cuchillo estaba incandescente. Se giró en la silla y arrojó el arma. El hombre miró a Henry.

—¡No! —gritó Caleb.

Henry contempló cómo el cuchillo se dirigía hacia la cabeza del hombre. El hombre ni se inmutó cuando su afilada hoja, impulsada por el poder dorado de Henry, pasó volando por encima de su cabeza y se clavó en la pared, sobre la puerta.

La presión desapareció. Los comensales boquearon, tratando de recuperar el aliento.

La abuela Anastasia soltó una carcajada.

El hombre se estiró y se quitó la capucha. Las facciones de su rostro eran duras y estaban enmarcadas por una cabellera empapada. Se asemejaba a Caleb, aunque parecía más joven y más viejo al mismo tiempo. También se parecía a Frank.

—No hay magia más poderosa que la de un nombramiento —dijo—. Pero solo mi hijo ha tenido fuerza suficiente para reaccionar.

—¡Mordecai! —gritó Hyacinth, echándose a sus brazos.

Junto a ellos, el Gordo Frank rompió a llorar.

* * *

Darius atravesó la llanura y el mundo se sumió en el más profundo silencio a su paso.

Ha regresado.

—Sí —dijo.

Da comienzo al fin.

* * *

—¿Cómo es posible, Mordecai? —preguntó Caleb, riendo—. Justo ahora, en este preciso instante, atraviesas la puerta de la casa que tan vacía ha estado sin ti.

—Magia de hadas —dijo el Gordo Frank, secándose las lágrimas—. Cuando escuché que el comité fae-ren temía un bautismo, comprendí inmediatamente lo que habían hecho: te enterraron en una colina, no me quedó duda de cuál, y dejaron a tu hijo sin bautizar, los muy idiotas.

Mordecai bajó la mirada en dirección a la oronda y bajita hada.

—Le ordenaste que lanzara el cuchillo —dijo—. Has traicionado a los tuyos y has revelado su magia.

El Gordo Frank resopló.

—¿Los míos? Tal como yo lo veo, fue el comité quien nos traicionó a nosotros. Y, por supuesto, a ti.

Mordecai sonrió y paseó la mirada por toda la habitación.

—¿Francis?

El tío Frank asintió.

—Ha pasado mucho tiempo desde los días en que tirábamos piedras al perro del obispo.

Mordecai rió.

—¿Y quién es ese brujo infecto de la esquina? —dijo señalando a Monmouth, que dormía.

—Es un amigo —dijo Henry—. Me ayudó a llegar hasta aquí. Me alegro de que el cuchillo no te haya alcanzado —añadió—. Tiré a dar. Pensé que eras Darius.

—¿Quién es Darius? —preguntó Mordecai.

Bajo ellos, el suelo empezó a sacudirse. Las copas de vino tintinearon y su contenido se derramó sobre la mesa.

Las campanas empezaron a tocar.

Mordecai miró a Caleb; su rostro expresaba confusión.

—¿Qué poder es este?

—Nimiane de Endor ha resurgido —dijo Caleb—. Ha poseído a un brujo llamado Darius. Su poder me supera. Lo alcancé una vez, incluso lo herí con la flecha que recibimos del Viejo Rey, pero se convirtió en cenizas al contacto con su carne.

Mordecai apoyó suavemente la barbilla sobre la cabeza de Hyacinth.

—El reencuentro tendrá que esperar. Prometo que no volveré a desaparecer.

Hyacinth lo soltó y Mordecai caminó con paso rápido en dirección a su madre, que seguía sentada, sonriendo, amparada por la ceguera. La besó y ella lo agarró por el brazo.

—Llevas un tiempo oculto —le dijo—, pero he caminado a tu lado.

—Es cierto —dijo—. Gracias.

Sus dos hijas seguían de pie, inmóviles en la entrada de la cocina. Se acercó a ellas.

—Erais demasiado pequeñas para acordaros de mí —dijo—, pero pronto tendremos ocasión de conocernos bien.

Las besó en la cabeza y después en las mejillas.

—Mordecai —dijo Hyacinth—. ¿No te sientes fatigado? ¿Crees que es conveniente que vayas a la batalla con las fuerzas mermadas?

—Durante estos años, lo único que he hecho ha sido reposar. La fatiga de mis huesos no desaparecerá con más descanso. Los hombres que puedan luchar, que me sigan. Padre, quédese aquí. Habrá heridos que necesitaran de usted. Hijo mío, tú y yo hemos vivido juntos una aventura que ya ha terminado. Viviremos otra, aunque más breve, esta misma noche. La última sangre de Endor nos espera.