Henry abrió los ojos y se encontró observando un rostro salpicado de sangre. Sobre él se arqueaba un bajísimo techo de piedra. La luz del día se colaba a través de la puerta abierta y por las rendijas de las ventanas. Ya no estaba bajo la lluvia, pero seguía sintiendo el viento. El rostro le sonrió; en la robusta mandíbula se dibujó una amplia sonrisa. Le recordaba a Henrietta.
—Soy tu tío Caleb —dijo el rostro—. Hace mucho que te esperamos.
Henry se incorporó con dificultad, pero el hombre lo obligó a tumbarse de nuevo. Tras él había dos hombres más. Henry los observó.
—¿Cruzó el puerto a nado? —preguntó.
Ambos asintieron.
El hombre miró a Henry a los ojos, como si quisiera ver a través de ellos.
—Hoy te has debatido a orillas de la muerte. Muy bien hecho.
Entonces el hombre se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
—Llevadlo a casa de su madre. Solo necesita dormir, sus primas pueden ocuparse de él. El resto de las reuniones deberán posponerse, pero enviad un mensaje a su madre, que está asistiendo a los heridos.
Los hombres echaron una capa sobre Henry, lo ayudaron a incorporarse sosteniéndolo por los costados y lo dirigieron hacia la puerta, donde se arremolinaba la lluvia. Descendieron un tramo de escaleras, cruzaron un pasillo abovedado y aparecieron en las calles de la ciudad. Los pies descalzos de Henry chapotearon sobre los adoquines de piedra y quedaron sumergidos bajo ríos de agua de lluvia.
Los tejados de los edificios eran redondeados y casi todos los muros estaban hechos de piedra. Las calles eran estrechas y tortuosas. La mayoría de las ventanas estaban rotas, reventadas, incluso las que habían cubierto con tablones de madera. Muchos de los edificios estaban derruidos y carbonizados. Algunas de las ruinas todavía despedían vapor de agua.
—Henry —dijo uno de los hombres—. Me temo que no podremos ausentarnos durante mucho más tiempo. Al caminar por las calles nos estamos exponiendo. Debemos ir más deprisa.
—No puedo —dijo Henry.
—De acuerdo.
Unos brazos se cernieron en torno a él y alguien se lo echó al hombro. Henry contempló los talones de los hombres mientras el agua de lluvia serpenteaba entre los adoquines de piedra. Los contempló hasta que sus ojos se cerraron y, entonces, se encontró mirando a los ojos oscuros de Frank Fat-Faerie. Unos dedos pequeños y rechonchos se clavaron en su barbilla mientras el hada se debatía entre abofetearlo de nuevo o besarlo en la frente.
Despierta a tu padre.
* * *
Cuando Henry despertó, se encontró bocabajo en una cama mullida. Ya no estaba mojado.
La habitación estaba a oscuras y el sonido de los truenos sonaba amortiguado. Escuchó que la lluvia repiqueteaba contra los cristales. Había un rayito de luz en la habitación, detrás de él.
Henry rodó sobre sí mismo.
A los pies de la cama había una mesita y, sobre ella, una lámpara de noche. Henrietta estaba sentada junto a ella.
Su prima sonreía.
—No ha sido para tanto —dijo—. Pensaban que te pasarías durmiendo todo el día. Solo son las dos.
Henry entornó los ojos.
—¿Henrietta?
Ella asintió.
—¿Cogiste el atún?
—¿Qué?
—Te dejé dos latas, como dijo tu padre.
—No entiendo nada de lo que dices —dijo—. ¿Sabes dónde estás?
Henry se sentó en la cama y miró alrededor.
—¿En Hylfing? —preguntó—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Es una larga historia. Llegué a FitzFaeren a través de las puertas —Se quedó reflexionando un momento—. ¿Sabes por qué está en ruinas? —No esperó a que Henry respondiera—. Fue porque el abuelo robó unas cosas que solían usar para defenderse de Endor.
Henry se frotó los ojos.
—Sí —dijo—. El abuelo las usó para hacer que las puertas funcionaran.
Henrietta ladeó la cabeza.
—¿Sabes lo de la flecha?
—¿La flecha? —preguntó—. ¿Qué flecha?
—Una flecha especial. No te puedo contar la historia tan bien como el tío Caleb, así que ni lo intentaré. Se llevó también la empuñadura de una espada y una piedra. ¿Cómo sabes lo que hizo con ellas?
—Leí algo en su diario.
—¿Dónde están los diarios? —preguntó.
Henry inspeccionó la habitación.
—En mi mochila.
—¿Dónde está tu mochila?
Henry parpadeó y se frotó el rabillo de los ojos, reflexionando.
—En el puerto.
Henrietta seguía sentada, completamente inmóvil.
—¿Y los diarios están dentro?
Henry asintió.
Durante un instante, los dos se quedaron mirándose, pensando en lo que eso significaba.
Henrietta se deslizó una mano por la cara y se metió el pelo detrás de las orejas. Sonrió con los labios fruncidos.
—Me alegra volver a verte, Henry. Llegué a pensar que no volvería a veros. Nunca más.
Henry inspiró profundamente.
—Yo también me alegro de verte.
—La verdad es que este no es el mejor momento para estar aquí —dijo Henrietta—. Ni siquiera se nos permite salir de la casa. Pero… ¡Henry! —Henrietta se incorporó, se palmeó las rodillas y se inclinó hacia delante—. ¡Puedes ver! ¿Cuándo has recuperado la vista?
Henry rebuscó entre los recuerdos borrosos de los últimos días.
—En Bizantemo —dijo.
Abrió la boca para añadir algo, pero volvió a cerrarla. No sabía por dónde empezar y tampoco tenía ganas de contar su historia. No hasta que todo aquello hubiera terminado.
En ese momento la puerta se abrió y Henrietta se puso en pie de un salto.
—Está despierto —dijo, y se deslizó rápidamente fuera de la habitación.
La puerta se cerró tras ella.
—Buenos días —dijo una mujer.
Su voz era suave. La mujer pasó por detrás de la lamparita junto a la que se había sentado Henrietta, se dirigió hacia la pared oscura, recogió las cortinas y las retiró.
La luz gris de la tormenta se derramó a través de tres grandes ventanas. Las cristaleras de los ventanales estaban hechas de paneles redondos de vidrio soplado en los que se dibujaban remolinos irregulares. Por la cara externa del cristal, siguiendo el contorno de los remolinos, el agua corría a chorros.
La mujer se volvió y lo miró. Era muy alta. Tenía el pelo casi completamente negro, con algunas vetas de un gris claro. Llevaba un pesado delantal manchado de algo que parecía sangre. A Henry no le importaba lo que llevara puesto; no quería dejar de mirar su rostro y sus ojos, de un gris intenso.
—He venido a verte dormir un rato —dijo, y su voz denotó un punto de tristeza—. Otros pueden cuidar de los heridos en mi ausencia.
La mujer arrastró una silla junto a la cama y se sentó. Parecía hermosa y cansada. Su mirada era profunda, su voz, sus movimientos, eran profundos y estaban revestidos de una alegría lenta y terrible. Alegría a pesar de la tristeza. Una alegría edificada sobre la tristeza.
La mujer extendió uno de sus esbeltos brazos y le apartó el pelo de la frente para mirarlo a los ojos. Su tacto era frío.
—¿Sabes quién soy? —preguntó.
Henry asintió, abrió la boca y tragó saliva.
La luz que iluminaba los ojos de la mujer le sirvió de respuesta. Su mano descendió hacia la barbilla de Henry y le palpó las quemaduras con un dedo. Henry vio que el dolor cruzaba su rostro, pero no se apartó. Sus fríos dedos se quedaron inmóviles sobre la cicatriz y el muchacho sintió que los nervios y el miedo se desvanecían y eran sustituidos por un sentimiento nuevo, un sentimiento que no fue capaz de identificar.
Henry vio cómo las lágrimas brotaban lentamente de los ojos de la mujer. Las gotas saladas surgían y descendían por sus mejillas y ella no se preocupó de secárselas. Sus propios ojos se llenaron de calor e imitaron a los de su madre.
—Cuando desapareciste —dijo— no tenías nombre. Tu padre te estaba preparando para imponerte el que habíamos elegido. Se suponía que era el nombre perfecto para ti.
Henry se secó las mejillas.
—¿Cuál era?
Henry escuchó su respiración pausada y contempló a su madre mirándolo. Sus cejas se arquearon una milésima hacia abajo y sacudió la cabeza, negando.
—No lo pronunciaré —dijo—. Decírtelo ahora sería mentir. No te entregaré un nombre nacido y enterrado hace mucho tiempo. No podíamos saber lo que el destino te deparaba. En nuestros brazos sostuvimos a un risueño bebé que pataleaba, que saltaba incluso cuando estaba en mi vientre al escuchar la voz de su padre y que chillaba cuando sus hermanas lo besaban.
La mujer sostuvo la mano derecha de Henry sobre la suya y observó su palma. Un momento después, levantó la mirada y sonrió.
—Tu sangre es verde y dorada —dijo—, y tiene el poder de los dientes de león —Se levantó—. Su poder reside en la risa, pues los dientes de león no temen a nada.
—Yo no soy así —dijo Henry.
Hyacinth se inclinó hacia él, lo envolvió con sus brazos y Henry supo que ya nunca lo dejaría marchar.
—Sí eres así —le dijo—, al menos para aquellos cuyos ojos pueden ver.
Su madre lo besó en ambas mejillas antes de incorporarse.
—He de irme, pero volveré pronto contigo. Tus hermanas están ansiosas por conocerte.
—¿Ahora? —preguntó.
Hyacinth sonrió de nuevo, pero Henry percibió su tristeza.
—Puede que no haya otra ocasión.
Su madre alcanzó la puerta y se volvió un instante para mirarlo.
—¿Cómo estás tan segura? —preguntó Henry—. Quiero decir, ¿cómo estás segura de que soy tu hijo?
—Porque soy tu madre —explicó—, y porque tienes el alma de tu padre.
Hyacinth abrió la puerta.
—Y su nariz —añadió.
—¿Voy a ser bautizado? —preguntó Henry.
Ella se quedó quieta, sorprendida.
—¿Ahora?
Henry.no contestó.
Los ojos de su madre brillaron.
—Sí —dijo—. Esta noche, aunque el mar traspase las murallas y los brujos sean nuestros invitados, me encargaré de que mi hijo sea bautizado. Necesitamos un poco de risa de diente de león.
* * *
Cuando su madre se marchó, Henry sacó las piernas de la cama, parpadeó sorprendido al ver los pantalones de lino que llevaba puestos y se estiró con cuidado.
No había ido a Hylfing para morir en la cama. Tate y Roland no habían muerto para eso. O, al menos, eso esperaba. Quería hacer algo. El Gordo Frank le había dicho que tenían que bautizarlo. No sabía por qué era tan importante, pero las otras hadas, Radulf, Braithwait y Rip lo habían mencionado en su sueño. Ellos no querían que lo bautizaran. ¿Qué era lo que había dicho Rip? Que no podían arriesgarse a un bautismo.
Aquello era lo que Ron y Nella habían visto, lo que le habían advertido. La razón por la que Ron lo recogió cuando cayó. Darius estaba en Hylfing. Allí era donde Henry debía resistir. Quizá aquel era el lugar donde se suponía que debía morir.
Henry inspeccionó el suelo buscando zapatos, pero no vio ninguno. Cuando se agachó para mirar debajo de la cama, escuchó risas fuera de la habitación y la puerta se abrió.
La habitación donde descansaba se llenó de niñas. De niñas y de Richard.
Penny lo abrazó antes de que pudiera replicar. Anastasia se unió al abrazo mientras Richard se sostenía sobre una pierna primero y después sobre la otra y se hurgaba con el dedo en la escayola azul.
Henrietta se quedó atrás con los brazos cruzados, evidentemente satisfecha de sí misma. Junto a ella había dos chicas más, una un poco más alta que Penny, con el cabello castaño, largo y liso, y otra más o menos tan alta como Henrietta con el pelo del mismo color que el de Hyacinth. Ambas sonreían, pero parecían preocupadas.
—¡Tienes hermanas! —gritó Anastasia.
—Y hermanos —dijo Penélope—, pero los conocerás luego.
Richard dio un paso adelante y estiró el brazo enfundado en la escayola azul. Henry rió y le estrechó la mano. Después fue él quien se acercó a las dos chicas desconocidas, tratando de parecer menos nervioso de lo que se sentía.
—Hola —dijo.
—Yo soy Isa —dijo la más alta, abrazándolo—. Recuerdo cuando padre y tú desaparecisteis.
—Yo soy Una —dijo la más pequeña, abrazándolo a la altura de las costillas—. Te pareces a James.
—Se parece a todos —dijo Isa.
—Pero al que más se parece es a James.
—¿Quién es James? —preguntó Henry.
—Es el más joven —explicó Isa, y se metió el pelo detrás de las orejas exactamente igual que solía hacerlo Henrietta—. El más joven sin contar contigo, claro. Es marinero.
—Es bajito —dijo Una.
—¿James es bajito?
—No, tú eres bajito.
—Tú eres más baja que yo —dijo Henry.
—Sí, pero yo soy una chica, y soy mayor que tú. Tenía casi dos años cuando desapareciste.
—Ah —Henry no sabía qué más decir.
Las cinco chicas (y Richard) lo rodeaban, mirándolo fijamente.
—¡Henry!, Zeke también está aquí —dijo Richard de repente.
—¿Qué? —preguntó Henry—. ¿Cómo?
—Y un policía también —dijo Anastasia—. No me acuerdo de cómo se llama.
—¿Quieres que te contemos la historia completa? —preguntó Henrietta.
Henry sacudió la cabeza.
—Después. Ahora mismo quiero ver qué está pasando.
—No nos dejan salir de la casa —dijo Anastasia.
—¿Zeke está fuera? —preguntó Henry.
Sabía la respuesta pero, aun así, esperó a que sus primas asintieran.
—Entonces a mí también se me permite salir.
De repente se vieron envueltos por el sonido de unas enormes campanas que tañían.
—Yo no saldría —dijo Isa—. El tío Caleb nos avisó de que tocarían las campanas solo si los brujos traspasaban la muralla. Deberíamos quedarnos aquí.
Henry los miró.
—Necesito salir —dijo—. Es mi deber.
Su voz titubeó.
—¿Tienes miedo? —preguntó Isa.
Henry tragó saliva.
—Todavía no he vomitado —dijo, y salió de la habitación.
* * *
Darius tenía la cabeza enterrada en el pecho. Los setenta y siete brujos de su compañía habían caído, asesinados por alguien que montaba guardia fuera de las murallas. Era un número muy alto. Un número de bordes afilados. Pero Darius se encargaría de agitar el hormiguero.
El brujo levantó la mirada y contempló la llanura con los ojos cegados. Ya no los necesitaba. Hylfing había presenciado relámpagos desde su fundación. La ciudad había sido construida, reforzada y defendida por hombres que odiaban a los brujos y su hechicería. Con cada asalto, sus murallas se fortalecían aunque casas y edificios enteros ardieran tras ellas.
Con un gruñido, Darius liberó el poder que contenía a través de las yemas de sus dedos. Pronto se convirtió en una corriente y, después, en un torrente que le retrajo la piel de las manos, dejando a la vista el hueso. Dejó que la maldad que albergaba en su cuerpo se liberara, luchando contra sí mismo. Su piel cicatrizó. Transfirió el torrente de poder al suelo y este se canalizó a través de las rocas y la tierra. Cuando llegó a las murallas, aquella fuerza llamó a sus puertas emitiendo un sonido extraño, pronunciando un antiguo cántico de la tierra que el brujo no había escuchado antes.
El suelo se abrió y tembló bajo las murallas. La piedra de la que estaban hechas se quebró y una parte de ella se derrumbó sobre la ciudad.
Darius escuchó los gritos y el crujir de huesos. Las campanas empezaron a tañer, pero su mente las ignoró. Descargó un nuevo río de fuerza robada sobre la llanura y los crujidos y los temblores de la piedra marcaron el nacimiento de una segunda brecha.
* * *
Henry estaba en la calle, tiritando. Sus primas y sus hermanas, sus verdaderas hermanas, lo habían seguido por la casa, negándose a indicarle ninguna dirección. Cuando llegaron a la puerta, Una le tendió una capa y un par de botas que le venían grandes.
La casa estaba en lo alto de una colina. La calle adoquinada serpenteaba entre las casas y, al descenderla, Henry observó por encima de los tejados la muralla y el río que dividía la ciudad en dos. Vio las brechas en la piedra y la marabunta de hombres vestidos con capas oscuras que intentaban acceder a través de ellas. Al otro lado de la ciudad, en la torre de la catedral, las campanas tocaban en señal de alarma a un volumen que competía con el de los interminables truenos.
Por segunda vez en un mismo día, Henry se encaminó hacia la batalla. Pero esta vez no tenía ni siquiera un palo.
Cuando cruzó el puente, comenzó a aminorar la marcha. Los arqueros habían hecho retroceder a los brujos que intentaban acceder por una de las brechas arrojándoles un enjambre de flechas, pero la oleada de capas negras de la segunda escisión no dejaba de crecer. Las llamas y las bolas de fuego se precipitaban sobre los escombros y a través de las calles.
Dondequiera que Henry mirara, los hombres se refugiaban detrás de las piedras caídas y bajo los marcos de las puertas, viéndose constantemente obligados a retroceder y a buscar nuevos refugios. A pesar de todo, Henry avanzó corriendo por el centro de la calle, tratando de no resbalar sobre los adoquines húmedos. Henry atravesó una puerta a unos cien metros de distancia de la muralla y observó cómo la batalla cambiaba de tornas.
Los escombros estaban salpicados de cuerpos con y sin capas negras y cuatro siluetas intentaban atravesar la segunda brecha. En el centro, un hombre muy alto tensaba un arco mientras corría. Junto a él había dos hombres más. Ambos iban armados con algo que parecían rifles. Uno de ellos era bastante robusto, iba vestido de policía y cojeaba. El otro era delgado y corría encorvado. El cuarto hombre era bastante más bajito y corría al frente de todos, cargando un escudo largo y rectangular.
Cuando se acercaron, los brujos se volvieron para hacerles frente. Henry observó, estupefacto, a Zeke Johnson golpeando los restos de la muralla derruida con el enorme escudo y a los hombres protegiéndose debajo de él.
El hombre alto fue el que resistió durante más tiempo y tres brujos asaetados cayeron sobre los escombros mientras el grupo de defensores formaba un corrillo. Las llamas los rodeaban.
El grupo se incorporó de nuevo y avanzó, protegido únicamente por las flechas negras que lanzaba el enorme arquero. Henry vio que llevaba tres carcajs a la espalda.
Más hombres de Hylfing avanzaron con ellos y las flechas repiquetearon frenéticas contra las piedras. Las que alcanzaban su objetivo, sin embargo, no hacían ningún ruido.
Henry miraba frenéticamente de un lado a otro. Una docena de brujos resistían en los escombros, aunando sus fuerzas. Los brujos del exterior de las murallas arremetían doblegando el viento, inutilizando las flechas de los arqueros al doblarlas con el poder que emitían sus brazos alzados y derribando a los defensores de la ciudad en cuanto se ponían a tiro. Henry vio que los brujos del centro del grupo invocaban racimos de relámpagos, látigos de luz que restallaban enloquecidamente contra las paredes tras las que se ocultaban los arqueros. Los hechiceros lanzaban esferas de poder hacia las calles, buscando vidas. Si alguno de los defensores se atrevía a acercarse demasiado, las esferas llameantes los perseguían.
El ancho escudo de Zeke se aproximó a los brujos lentamente, agitándose a merced del viento y los truenos, protegiendo a los hombres que se ocultaban tras él de los remolinos de llamas. Aunque los brujos lo intentaban con ahínco, los rayos no lo habían alcanzado. Henry vio que el hombre del arco se disponía a tensarlo, aunque su fuerza no era comparable a la de ninguno de los magos. Cuando Zeke bajó el escudo, las flechas del arquero volaron y retumbaron dos disparos.
Dos brujos cayeron al suelo con heridas que Henry no alcanzó a ver. Una larga flecha se abrió paso entre los jirones de viento y se clavó en el pecho de otro brujo. El grupo de capas ondeantes se retiró lentamente, dejando atrás los cuerpos caídos. Cuando lo hicieron, Henry avanzó.
Cayeron tres brujos más y Henry observó cómo la fuerza del viento disminuía, permitiendo que los hombres bajo el escudo siguieran conquistando terreno. Un osado brujo intentó atravesar la brecha en la muralla pero cayó fulminado sobre los escombros con una flecha entre los omoplatos.
Alrededor de Henry, docenas de arqueros salieron de sus escondites a las calles despejadas y empezaron a disparar. Henry escuchó el tañido de las cuerdas y el zumbido de las plumas y presenció cómo derribaban la última de las capas negras que había conseguido traspasar las murallas. El resto de los brujos escapó por la brecha y huyó a través de la llanura.
Los hombres corrían enloquecidos por las calles, protegiendo las brechas con una lluvia de flechas mientras otros movían escombros y apartaban cuerpos.
—¡Tío Frank! —gritó Henry.
Frank no lo escuchó. Estaba haciendo rodar una piedra para apoyarla contra la muralla. Henry corrió a su lado y levantó la mirada hacia su tío. Tenía la frente enrojecida y la lluvia le aplastaba el pelo chamuscado y blanco contra ella.
—¡Tapad la brecha! —gritó el hombre alto—. En formación de U.
—¡Henry York! —dijo Frank—. Mi hermano Caleb me dijo que estabas aquí —Sonrió—. Me alegro de verte mientras ambos aún conservamos el aliento.
—¿Caleb es tu hermano? —preguntó.
Frank sonrió.
—Y hermano de tu padre, también. No vas a poder librarte de mí. Sigo siendo tu tío, Henry. Tu tío de sangre.
Caleb se acercó donde estaban y Henry observó ambos rostros. Se asemejaban pero, en realidad, eran muy distintos. Henry se preparó para que lo mandaran de vuelta a casa, colina arriba, derecho a la cama.
—¿Puedes mover piedras? —preguntó Caleb—. Tenemos que tapiar las brechas.
Henry asintió. Zeke y el policía le dijeron algo desde la distancia, pero estaban demasiado lejos para que su voz fuera audible. Zeke dejó caer una piedra y lo saludó con la mano.
—¡Ataque a la vista! —gritó alguien.
Una ráfaga de gritos hizo eco a lo largo de la muralla, mientras los hombres se protegían tumbándose o poniéndose de rodillas en el suelo.
El fuego se introdujo de nuevo por las brechas de la muralla y los relámpagos derribaron a algunos hombres. Pero, esta vez los arqueros tomaron posiciones tras los muros de la ciudad y el cielo se cuajó de flechas.
* * *
Henry rodó, levantó y apiló piedras hasta que el sol se puso y la oscuridad, casi tan profunda como la luz activa de los faeren, se asentó sobre la ciudad.
Incluso al llegar la noche, Henry trabajó bajo la luz de los relámpagos, codo con codo con cientos de hombres desconocidos. Los huesos le vibraban con el retumbar de los truenos, que cada vez eran menos frecuentes. La tormenta empezaba a amainar.
Los brujos se habían batido en retirada. Y, aunque nadie entendía el motivo de la misma, su retirada fue bienvenida.
Henry estaba junto a Zeke. Ambos se miraban las manos en carne viva, en las que habían nacido y muerto ampollas en cuestión de horas. Las gotas de lluvia les aguijoneaban la piel al caer.
Zeke miró a Henry y Henry miró a Zeke. Henry se había quitado la capa para trabajar y ahora estaba tan empapado como cuando salió del puerto. Zeke había perdido la gorra de béisbol y tenía la cara manchada de humo y grasa. La lluvia le perlaba las mejillas. Sus ojos estaban más serenos que nunca, a pesar de la locura que habían presenciado, y tenía los antebrazos llenos de verdugones y quemaduras en las zonas que habían estado en contacto con el escudo incandescente.
—Aún estamos aquí —dijo Zeke.
Henry asintió y contempló la oscuridad que había más allá de la muralla. ¿Durante cuánto tiempo? En las colinas aguardaba alguien que tenía más poder que todos los brujos juntos. Henry creyó notar cómo empujaba al viento, aunque no alcanzaba a verlo. Ni siquiera estaba seguro de que los brujos que había visto morir hubieran sido capaces de invocar a los rayos por sí mismos. Alguien debía haberlo hecho por ellos.
Con los escombros habían erigido dos muros en forma de «U» que ponían las murallas relativamente a salvo. Los brujos que atravesaran las brechas se hallarían en un espacio completamente rodeado de piedra, a merced de los feroces arqueros apostados en la parte intacta de las murallas. «En formación de “U”».
El tío Frank y el policía caminaron hacia Henry y Zeke, cada uno cargando con su escopeta. El policía cojeaba.
—Quedan un par de cartuchos —dijo Frank.
El policía asintió.
—Seguro que los habremos gastado antes de la hora del desayuno.
—Henry —Frank apoyó la mano en el hombro del policía—. Este es el sargento Ken Simmons, que decidió acompañarnos cuando la casa de Kansas fue transportada a otro mundo. Es increíblemente bueno con la escopeta.
El sargento Simmons estiró la mano para estrechársela al muchacho, pero cuando vio los dedos en carne viva de Henry se lo pensó mejor y le propinó una palmada en la espalda.
Caleb se estaba acercando a ellos. Sus tres carcajs estaban vacíos y, mientras caminaba, se paró a recoger las flechas. Deslizó la mano por el astil de cada una de las que recogía, murmurando algo a la punta y envolviendo las plumas con su aliento antes de guardarlas. Algunas, sin embargo, las devolvía al suelo.
—La calma no durará —dijo cuando los alcanzó—. Volved a casa y descansad mientras podáis.
—¿Y tú?
—Inspeccionaré el exterior de las murallas —dijo Caleb—. Hay un poder aún más fuerte detrás de todo esto y no sé exactamente qué está esperando. Pero, mientras espera, quizá encuentre una manera de derrotarlo.
—Su nombre es Darius —dijo Henry—. Es un septugénito.
Caleb levantó las cejas.
—¿Lo conoces?
—Me llevó a su mundo a través de las puertas —Henry sacudió la cabeza, pensando que Caleb no lo entendería—. Me secuestró y trató de convertirme en su hijo —Henry se levantó la camiseta y sus cicatrices,pálidas y húmedas, resplandecieron en la oscuridad—. Me escapé.
Caleb se agachó y pasó los dedos sobre la maraña de cicatrices que surcaban el vientre de Henry.
—¿Un árbol? —preguntó.
Caleb se incorporó y retrocedió hacia una puerta envuelta en sombras. Rápido como un relámpago, se giró, aferró algo que le llegaba a la altura de la cintura y lo sacó de las sombras.
Envuelto en un aura resplandeciente, apareció el Gordo Frank, arrastrado por la nariz, haciendo muecas de dolor, escupiendo de rabia y pataleando.
—¿Quién es este? —preguntó Caleb, en cuclillas.
—Ese es Frank Fat-Faerie —rió Henry—. ¡Está vivo! ¿Puedes verlo?
—Puedo olerlo —dijo Caleb—. Más o menos. No tengo poderes completos, pero tengo poderes suficientes para saber cuándo un hada se oculta de mí.
Caleb soltó la naricilla del hada y la agarró por las orejas.
—Escúchame bien, Frank Fat-Faerie. A las hadas no se les permite caminar por mi ciudad siendo invisibles, no en los tiempos que corren y mucho menos teniendo en cuenta cómo se comportan los comités de distrito. No me fío de los faeren. Muéstrate.
El resplandor desapareció. El tío Frank y los demás parpadearon. Caleb soltó las orejas del hada.
—¿Qué asuntos te traen por Hylfing ahora que los brujos nos atacan?
—Bueno, señor —dijo el hada—, los asuntos que me traen por aquí son salvar a su sobrino de los brujos, señor. Salvarlo de la corrupción de los faeren, señor. Salvarlo de los brujos de nuevo, señor. Traerlo a la ciudad de sus padres, señor, además de manifestar la extrema nobleza y lealtad de los faeren de otros modos y maneras.
El rostro del hada estaba rojo de ira. Miró primero a Henry y después señaló al tío Frank con la cabeza.
—¿Ese es tu tío Frank? —preguntó—. Me gusta. Mucho más que ese otro tío tuyo al que le encanta agarrar narices y hacer falsas acusaciones. Sin embargo, con un Frank es difícil llevarse mal.
Caleb rió y los demás rieron con él.
—¿Y qué otras cosas has escondido en esa puerta, Fat-Faerie?
—Un joven brujo, señor. Pero este es bueno. Tiene una herida grave en el vientre.
—¿Monmouth?
Henry se abalanzó sobre la puerta.
—Setas —dijo Monmouth en voz baja—. No es un árbol. El poder de Darius proviene de las setas. Su símbolo es venenoso.
—Setas —dijo Caleb—. Eso hace que la naturaleza de su poder cobre sentido, aunque no me es de mucha ayuda.
—¿Caleb? —gritó una voz.
Henry vio que el viejo Eli se aproximaba hacia ellos, corriendo entre las sombras.
—Eli —dijo Caleb—. Pareces limpio y puro. ¿Con quién has estado durante la batalla?
—Con Lady Hyacinth —dijo—. En el hospital. Pregúntale a ella si dudas de mí. Me ha enviado a informarte de que la mesa está puesta y de que el cura aguarda.
—¿El cura?
Eli asintió.
—Para el bautismo.
—Justo a tiempo —dijo el Gordo Frank.