Henry se deslizó por el pasaje, rozándose las piernas tanto por la parte delantera como por la trasera al pasar, aunque se alegró de haber imitado a Tate.
Entonces, sintió el viento. Y la lluvia. El olor a agua salada lo rodeó. Estaba de pie en la oscuridad, pero una única rendija, una ranura llena de la luz gris del amanecer lo guió hacia la salida. Tuvo que quitarse la mochila para caber por ella y, de repente, se encontró en una playa cubierta de rocas redondeadas tan grandes como melones. Un pequeño embarcadero de piedra se inclinaba sobre el mar. De no ser por él, las olas ya lo habrían golpeado. A pesar de ello, el muelle estaba siendo azotado por la marea creciente y solo conseguía desviar levemente las olas del mar abierto. La espuma se elevaba hacia el cielo, alcanzando una altura mayor incluso que el acantilado que Henry tenía a sus espaldas.
—¡Henry! —gritó alguien.
Apenas oía nada. Se adentró un poco más en las ráfagas de lluvia y escrutó el acantilado. Monmouth y las hadas estaban en lo alto, haciendo un catalejo con las manos, buscando algo en la lejanía. Monmouth era quien lo había llamado.
Henry escaló por las rocas húmedas hasta que llegó junto a ellos. Monmouth señalaba algo con el dedo y Henry intentó mirar hacia allí protegiéndose los ojos del aguacero.
A lo lejos, sobre lo que parecía una península, se avistaba una especie de ciudad amurallada. Era pequeña y de color claro, del color de la arena, que resaltaba en comparación con las oscuras nubes que había tras ellos.
Los rayos arremetían contra la ciudad, ausentándose nada más que unos pocos segundos, pero el único trueno provenía de las olas.
—¿Ahora qué? —gritó Roland—. ¡Deberíamos haber aparecido más cerca!
—¡Demasiado tarde! —gritó Tate. Tenía el sombrero caído sobre las orejas a causa de la lluvia, pero el viento se ocupaba de mantener recta el ala derecha—. ¿Caminamos o navegamos?
Frank se abrió paso junto a ellos.
Todos se giraron para observar las montañas de espuma salada que surgían del mar y después, volvieron a mirar la pálida ciudad coronada de rayos.
—¿Crees que moriremos ahora o después? —preguntó Monmouth.
—¡Después! —gritó Tate—. El bote no conseguirá salir del puerto.
Henry se agachó y se acercó para escuchar mejor. Los demás se pusieron de espaldas al viento y se apretujaron.
—¡Las hadas se hunden! —gritó Roland.
Tenía la cabellera roja de punta, tiesa como el alambre, luchando contra la tormenta.
Henry se secó los ojos y se estremeció.
—¿Todos esos rayos los provocan los brujos? Están azotando la ciudad.
Monmouth asintió.
—La ciudad no resistirá mucho más.
Henry apenas entendió lo que acababa de decir.
—¡Ya lo veremos! —gritó Frank. A él se lo oía mejor—. Hylfing conserva algo de su antiguo poder entre esas piedras.
—¿Cómo vamos a entrar? —preguntó Tate, subiéndose el cuello del abrigo y metiéndose las manos en los bolsillos.
Nadie le contestó.
Henry desabrochó la cremallera de su mochila y sacó de ella una sudadera con capucha completamente empapada. Al menos le protegería de los aguijones de la lluvia y disminuiría un poco las mordeduras del viento.
Frank empezó a caminar por el borde del acantilado. La lluvia le rebotaba sobre la cabeza y los hombros, difuminándose en gotitas más finas. Mojadas, las hadas tenían un aspecto distinto. Las rebeldes cabelleras les colgaban sobre las mejillas y se les enredaban con la barba y las prendas mojadas se pegaban a sus huesudas piernas.
Frank estableció un ritmo apresurado que de vez en cuando se tornaba en un ligero trote e incluso en una carrera. Monmouth no parecía respirar con esfuerzo.
O al menos Henry no escuchaba síntomas de esfuerzo. Tate corría rezagado, detrás de Henry, resollando. Sus resuellos se escuchaban bastante bien.
El terreno no era muy escarpado. A veces la pendiente del acantilado aumentaba ligeramente, pero en general se mantenía constante. Tierra adentro, las colinas se convertían en verdaderas montañas, todas cubiertas de árboles. A pesar del frío y la lluvia, Henry se alegró por no estar caminando sobre tierra mojada. Estaban a unos tres metros y medio sobre el nivel del mar.
Siguiendo la línea costera, a veces la ciudad desaparecía cuando rodeaban una bahía o un cabo. Pero siempre volvía a aparecer. Tras cada recodo, Henry deseó que la ciudad se viera más grande, pero parecía perpetuamente lejana. Finalmente, al bordear un pequeño promontorio rocoso, la ciudad creció de manera evidente. Henry vislumbró las siluetas de los edificios más altos; la aguja de una catedral, una torre con el tejado redondo. Y, mientras los rayos danzaban en torno a los edificios aún intactos, Henry escuchó los truenos.
—Mira —dijo Frank alegremente—: las torres resisten. Hylfing ya se ha enfrentado antes a la oscuridad. Hay palabras más fuertes que la piedra sosteniendo esas murallas.
—¿Cuánto más fuertes? —preguntó Henry.
Nadie respondió. El grupo se quedó quieto un momento, chorreando, viendo el ataque de la tormenta.
—Creo que estamos a punto de descubrirlo.
* * *
Después de que viera la ciudad, no hizo falta repetirle a Henry que se diera prisa. Sus agotados músculos ignoraron el cansancio y sus escocidos pulmones pactaron una tregua con el dolor. Henry se dio i impulso y hasta Frank tuvo que acelerar el paso para alcanzar su ritmo.
Si su verdadera madre estaba viva, estaba en aquella ciudad. Si tenía hermanos y hermanas, estaban tM*as aquellas murallas. Si sus tíos y sus primas habían sobrevivido, allí era donde habían dicho que se reunirían con él.
Henry no sabía qué podía hacer para ayudarlos. Solo sabía dónde tenía que estar, dónde se suponía que debía resistir.
A medida que se acercaban, los truenos empezar on a sonar más como la guerra que realmente se estaba librando. Sonaban como un látigo y retumbaban como artillería. Los rayos se dentaban y se retorcían con su propio eco. Finalmente, al rodear un cabo, el puerto se dibujó a los pies de la colina que había frente a ellos. Hylfing estaba en el lado opuesto.
Frank los llevó a guarecerse en un bosquecillo de árboles nudosos azotados por la brisa salada mientras dilucidaban sobre la situación.
Podían intentar nadar desde el puerto hasta los muelles de la ciudad, rezar para conseguirlo y que después los dejaran acceder. Podían intentar entrar por la puerta de la muralla, lo que parecía poco factible o podían intentar escalarla, lo que parecía menos factible aún .
Los mástiles de dos barcos se erigían sobre las aguas del puerto. Ni una sola nave surcaba la superficie.
—Me parece que tendremos que nadar —dijo Monmouth.
—Las hadas se hunden —le recordó Roland.
—Henry —preguntó Monmouth—, ¿sabes nadar?
Henry se encogió de hombros, tiritando y parpadeando para apartarse las gotas de lluvia de los ojos.
—Di un par de clases hace tiempo, pero hace mucho que no practico. Y eso de ahí es mucha agua.
—Creedme, no queréis enfrentaros a las aguas del puerto —anunció Frank—. Un golpe de mar podría mataros.
Tate se quitó el sombrero y lo retorció para escurrir el agua mientras más lluvia caía sobre él. Después, se dejó caer al suelo y apoyó la espalda contra un árbol.
—Supongo que este —dijo— no es un buen momento para preguntarnos por qué vinimos.
Los truenos pararon.
Nadie se dio cuenta al principio, pero cuánto más largos eran los intervalos sin truenos más raro les resultaba. Henry apartó unas ramas y paseó la mirada por la llanura que rodeaba las murallas de la ciudad. No vio nada. Dio un segundo vistazo y captó el movimiento de algo oscuro, un hombre envuelto en una capa que se alejaba de los lejanos árboles al pie de la cordillera que rodeaba la ciudad. Tras el primer hombre, vio un segundo. Y un tercero. Y una docena más de hombres que se dispersaban por la llanura, dirigiéndose a Hylfing.
Cuando los hombres de las capas estuvieron lo suficientemente cerca, de las murallas surgieron flechas lanzadas por arqueros invisibles que cayeron en picado sobre la avanzadilla de brujos. Los truenos resurgieron y las campanas de la ciudad tañeron en respuesta, mezclándose con los gritos de los defensores.
En medio de todo el ruido, Henry escuchó algo a sus espaldas, algo que crujía entre la maleza. Voces.
Henry se volvió y vio que de entre los árboles surgían cuatro hombres envueltos en capas negras y armados con espadas.
Tate soltó una maldición.
Roland y Frank se pusieron en pie de un salto y un conjuro de los brujos retumbó en el aire. El conjuro cayó sobre ellos con una corriente de aire que los derribó de nuevo al suelo.
A Henry se le abrió la boca por el estupor. No podía moverse. Pero una mano, la mano de Monmouth, lo agarró y lo empujó detrás de un árbol. Los árboles y los arbustos crujieron y se quebraron bajo el poder de la magia, amortiguando los gritos de Frank y Tate y las extrañas voces que proferían extrañas palabras.
Henry cogió un palo largo y corto, se puso en pie y salió de su refugio tras el árbol.
El bosquecillo se había incendiado y, de repente, Henry lo percibió todo como si el momento se hubiera congelado; un remolino de fuerza, el nacimiento del fuego, un árbol que se partía en dos. Dos pequeños cuerpos, muertos. Uno de ellos llevaba un sombrero amarillo que todavía ardía. El otro yacía acostado bocabajo, con las extremidades extendidas de un modo antinatural. Su cabellera parecía una puesta de sol enfurecida.
Donde yacían las hadas había tres cuerpos más grandes, de brujos. De sus capas salía humo.
Henry se ahogaba. La conmoción, la ira, le cerraron la garganta.
Los cuatro brujos no estaban solos. Un numeroso grupo avanzaba con cautela. Henry vislumbró a Monmouth y Frank agachados tras los árboles. Ambos lo miraron estupefactos. Los brujos también lo miraban. Todos sin excepción.
—No —dijo Henry.
Sintió como si algo se hubiera roto dentro de él y un poder cálido corriendo por sus venas. Una palabra trepó por su sangre arrebatada hasta la lengua, una palabra viva. Henry la gritó a pleno pulmón y lanzó el palo a los brujos con más fuerza de la que nunca había usado para lanzar una pelota de béisbol.
El palo atravesó el aire y, al hacerlo, una llama verde y dorada lo recubrió y generó una galaxia giratoria de rayos y explosiones. El remolino envolvió a Henry. De sus dedos surgían chispas verdes y doradas que seguían la trayectoria del sol que acababa de lanzar: una silueta viva que reía como los dientes de león que crecen altos sobre el césped recién cortado, como los dientes de león que quiebran el cemento contando tan solo con la fuerza de sus raíces, como los dientes de león que crecen inconscientes de que pueden ser reducidos a cenizas, cortados o envenenados, siempre preparados para volver a renacer.
El palo se partió en dos al atravesar la espada que sostenía uno de los brujos en primera línea, golpeándolo en el pecho.
El brujo retrocedió; su negra capa, su negra vida y las vidas de los que lo rodeaban fueron engullidas por el color hambriento del diente de león. La llama estalló y atravesó el bosque, resquebrajando los árboles, centelleando entre las yemas y la corteza. El color abandonó las manos de Henry. Abandonó su sangre. Cinco brujos yacían sin vida junto a los cuerpos de Tate y Roland. El resto había conseguido escabullirse.
Henry se quedó allí de pie, debilitado y cubierto de sudor frío.
Monmouth y Frank fueron donde estaba el chico y lo arrastraron por la maleza, esquivando los árboles, en dirección al puerto. Una bola de fuego explotó y crepitó junto a ellos, derribándolos al suelo. Pero enseguida se incorporaron y siguieron corriendo, con el pelo echando humo y cargando a Henry entre los dos.
—Idiota —dijo Frank—. Idiota.
La llama crepitó de nuevo a sus espaldas, un poco más lejos.
—No esperaran mucho —dijo Monmouth, respirando entrecortadamente.
—No —consiguió decir Frank—. Pero puede que la idiotez de Henry los haya puesto nerviosos.
Henry tropezó y cayó cuán largo era y pestañeó, mareado. Sentía como si tuviera toda la sangre del cuerpo acumulada en los pies.
Habían dejado atrás la arboleda y ahora estaban en el borde del acantilado, junto al agua.
—Bobo —murmuró Frank.
El hada consiguió girar a Henry y lo abofeteó en la cara. Frank dejó de correr, Monmouth hizo lo mismo, sin dejar de escrutar los árboles que había tras ellos en busca de más brujos.
Frank escupió, se puso rojo a causa de la ira y las quemaduras, chorreando lluvia. Le metió dos dedos en la boca a Henry y consiguió bajarle la mandíbula. El apretón debió de doler pero gracias al dolor Henry volvió a enfocar.
—Dos hadas han muerto por ti, Henry York —dijo—. Otra está a punto de hacerlo —Volvió a abofetearlo—. Debes ir a la ciudad —dijo—. Encuentra a tu madre. Haz que te bauticen. Despierta a tu padre. ¿Me oyes?
—Están viniendo —dijo Monmouth—. Saben que hemos parado.
—Haz lo que te digo —dijo Frank— y puede que la ciudad siga aquí dentro de una semana. Si mueres, todos morirán contigo.
—¡Frank! —chilló Monmouth.
El hada agarró a Henry de la barbilla con más fuerza y atrajo la cara del chico a la altura de la suya.
—Escribe mi nombre en una lápida —dijo Frank, y besó a Henry en la frente.
Monmouth estaba empezando a retroceder.
Frank apoyó ambas manos en el pecho de Henry y lo empujó por el acantilado.
Henry estuvo a punto de ahogarse con su propio grito. El chico cayó de espaldas, con los miembros extendidos.
—¡Vive, Henry York! —gritó una voz.
Henry se estrelló contra el agua.
* * *
Bajo el agua, el mundo estaba tranquilo. No había brujos. Ni viento.
Ni aire.
Henry no estaba muy seguro de que eso fuera un problema. Podía quedarse allí abajo, dejándose llevar por la corriente. El mundo nunca volvería a ser un lugar de locos.
Henry estaba aturdido y confuso, pero sus pulmones estaban alerta. Con un destello, el pánico reemplazó a la confusión. Veía la superficie. Ráfagas de luz anaranjada resplandecían sobre ella. Pataleó hacia el reflejo y descubrió que no podía mover el brazo derecho.
Se le había enganchado con una de las asas de la mochila.
Henry se revolvió, se quitó la mochila, le dio una patada y nadó frenéticamente hacia la superficie. Al salir, el viento y la lluvia le golpearon el rostro. Boqueó y dirigió la mirada hacia el borde del acantilado. No se veía a nadie pero, a través del viento, se escuchaban gritos. Balanceándose y apartando el agua con los miembros casi inutilizados, hundiéndose, resurgiendo, tragando y escupiendo agua, Henry se volvió y contempló las murallas de la ciudad y el muelle a través del puerto. Había un largo camino y el agua, aunque menos brava que en mar abierto, distaba mucho de estar tranquila.
La cabeza aún le zumbaba a consecuencia de lo que había hecho en el bosque y, tras haber estado a punto de ahogarse, ahora le faltaba el aliento. A pesar de todo, consiguió quitarse los zapatos y empezó a nadar a crol en dirección a la jarcia del barco hundido más cercano.
Las olas crecían a medida que Henry dejaba atrás la protección del acantilado. Luchó por mantener el rumbo y la cabeza fuera del agua. En su vida anterior, nunca le habían permitido nadar sin un chaleco salvavidas. Lo odiaba, pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por estar envuelto en un artefacto naranja y mullido con una embarazosa correa en torno a la entrepierna. Pero, en su lugar, llevaba una sudadera que lo vencía hacia abajo. Podía haber intentado quitársela pero, exhausto como estaba, sabía que solo conseguiría enredarse con ella y hundirse.
Se dijo a sí mismo al menos una docena de veces que sus brazos no podían moverse más, que le iba a dar un calambre en las piernas, que debería parar y descansar. Pero no había dónde agarrarse para parar y el único descanso posible era el descanso eterno. Si intentaba flotar, las olas lo arrastrarían donde quisieran, y lo que las olas querían era hundirlo.
Desde el agua no podía ver lo que sucedía en la llanura, pero aún conseguía ver flechas coleando en el viento. Mientras observaba, su mano chocó con algo en el agua. No parecía algo vivo, así que lo agarró, escupió un trago de agua del puerto y contempló lo que acababa de encontrar.
Era una cuerda. Levantó la mirada al mástil del barco, todavía a muchos metros de distancia y, después, miró la cuerda que tenía en la mano. Tiró de ella. No estaba tensa así que, al principio, tiró de un montón de cuerda floja que, a pesar de todo, lo impulsaba hacia adelante. De repente, la cuerda desapareció y Henry se deslizó por el agua hacia el mástil. Cuando lo alcanzó, se aferró al madero inclinado y dejó que sus piernas colgaran libres. Se volvió para ver dónde quedaban el acantilado y el muelle. Había recorrido más de la mitad de la distancia. El otro barco hundido estaba un poco más adentrado en la boca del puerto. Donde estaba ahora, la única posibilidad de no morir ahogado era nadar hasta la parte más larga del muelle.
Los rayos relampagueaban sobre la ciudad. Henry sintió un hormigueo mientras los rayos dentados caían en el agua y los truenos rugían bajo su superficie.
Si caía un rayo en algún lugar del puerto, probablemente moriría. Si además caía cerca, moriría con toda seguridad.
Henry enroscó las piernas en torno al mástil y consiguió quitarse la sudadera con dificultad. A continuación se aferró a él y se impulsó hacia el agua con toda la fuerza que le permitieron sus piernas.
Ahora, sin la sudadera, sintió los brazos libres, fuertes de nuevo, pero solo durante un breve lapso de tiempo. Sus músculos dejaron de utilizar oxígeno y empezaron a usar ácido. Se le estaba empezando a formar un nudo en el estómago tanto por el miedo como por el cansancio.
Henry cerró los ojos, intentó respirar con regularidad y siguió moviendo los brazos. Si caía un rayo en el agua, quizá ni siquiera se daría cuenta.
Hizo una mueca de dolor al escuchar los truenos.
Henry abrió los ojos y vio que se había desviado, pero estaba más cerca del puerto de lo que creía. Henry se deslizó por el agua para recuperar el rumbo, trató de reajustar el ritmo de su respiración y siguió nadando.
Cuando Henry llegó al muelle, inspeccionó el acantilado, justo al otro lado del puerto, buscando algún signo de vida.
En el borde había tres hombres vestidos de negro cuyas capas ondeaban al viento.
Henry intentó impulsarse para subir al muelle, pero la plataforma era demasiado alta y sus brazos habían dejado de funcionar.
En cambio, se desplazó de poste a poste hasta la pronunciada pendiente que se elevaba hacia las murallas de la ciudad. Cuando la alcanzó, buscó un punto de apoyo para las manos y otro para los pies y se impulsó con dificultad fuera del agua, gateando sobre la pesada superficie de tablones. Una vez en el muelle, rodó sobre sí mismo y se echó de espaldas, jadeando, con los ojos cerrados para protegerse de la lluvia y con los truenos zumbándole en los oídos.
Si hubiera tenido los ojos abiertos, hubiera visto cómo un rayo caía en el agua, justo donde él había estado hacía un segundo.
Un momento después rodó para colocarse bocabajo y se incorporó, primero de rodillas y, después, sobre sus pies descalzos. Se balanceó a merced del viento mientras avanzaba por el muelle hacia el pequeño tramo de escalones por los que se accedía a una puerta negra empotrada en la muralla.
Su único objetivo era golpear aquella puerta.
La muralla estaba hecha de piedra lisa y a Henry no le pareció que llevara mortero. Los muros eran muy altos. Alcanzó las escaleras y apoyó las manos en uno de los escalones para subirlos.
—¡Levántate! —gritó una voz.
Henry se apartó de las escaleras y se incorporó. Miró a su alrededor buscando al dueño de la voz. En el techo, sobre la puerta, había unas pequeñas oquedades. A través de una de ellas, Henry vislumbró la punta de una flecha.
—¿Santo y seña? —preguntó la voz.
—Mmm —dijo Henry. Volvió a sentir que se tambaleaba—. Yo… yo solo quiero ver a Hyacinth.
Aquel nombre le supo extraño al deslizarse por su lengua.
—La ciudad está sitiada. No abriremos la puerta sin el santo y seña.
Los truenos retumbaron e hicieron crujir las bisagras de la puerta.
—Acabo de atravesar el puerto a nado. Necesito verla. —Tragó saliva—. Soy su hijo.
—¿Cuál de sus hijos? —preguntó la voz—. No te conozco.
—Henry. He estado desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Desde cuándo?
Henry reflexionó sobre la respuesta.
—Desde siempre —dijo. Se tumbó en los escalones.
A sus espaldas, la puerta se abrió.