Darius se irguió sobre el perfil de la cordillera mientras el viento se arremolinaba a su alrededor. La capa, provista de capucha, se le abría bajo la lluvia. Se sentía… tranquilo. Saboreaba cada pequeño chasquido de las nubes. El terral colisionaba con una brisa salada y fresca proveniente del mar. Las nubes luchaban con las montañas oscuras y arrojaban espuma sobre ellas, ascendiendo poco a poco por el cielo dentado y sucio, dando a luz rayos y gimiendo truenos.
Todo aquello se estaba fraguando en su interior.
La pequeña y pálida ciudad que avistaba ante él era un pueblucho comparada con Bizantemo. Pero aquello no era más que el comienzo.
La tormenta que había originado se había extendido ya cientos de kilómetros. Si quería, podía concentrarla y hacerla caer sobre la ciudad con un golpe demoledor que enviara los añicos de las murallas directamente al océano. Podía reducir su vida a arena.
El viejo Darius habría tenido prisa por destruir todo aquello pero, ahora, era capaz de contener su poder, aunque sabía que no podría retenerlo eternamente. El poder tenía que ser liberado. Tenía que destruir. Percibía el sabor de cada vida que pasaba a través de él, paladeaba cada ráfaga de viento, cada muerte.
Los refugiados que se hacinaban extramuros ya habían sido asesinados. En cambio, al menos cinco mil vidas aguardaban dentro de las murallas.
Cada vida tenía un sabor distinto.
Aquel era un pensamiento que no le pertenecía. Un pensamiento que él no había formulado.
Ella se había apoderado de su pensamiento. Estaba tras sus ojos. En todo su cuerpo.
Soy más poderoso que un gato, pensó.
Eres un perro.
Darius asintió, cerró los ojos y se llenó los pulmones de tormenta.
Yo soy tu bruja.
—Mi reina —dijo en voz alta.
Bajó la mirada en dirección a la frágil ciudad que había supuesto la caída de su ama. Era insignificante pero, aun así, un hombre proveniente de aquellas murallas le había arrancado los ojos. Y otro la había atado en las % tinieblas.
Con las uvas se pueden hacer dos cosas: puedes pisotearlas todas de una vez o puedes arrancarlas una a una y reventarlas con los dientes, humedeciéndote la lengua con su jugo.
Un rayo cayó dentro de las murallas como una espada. Un cuerpo invisible sucumbió bajo él, roto. Los truenos escalaban la cordillera y le estremecían los huesos.
Darius se relajó, contuvo el aliento y obligó a su poder a equilibrarse.
Hizo ondear los orificios de la nariz. Era agradable sembrar el viento. Cerró los ojos. Tenía que… contener… la muerte. Dentro de él.
Los jinetes habían resultado interesantes. Valientes necios que se atrevían a viajar por los caminos oscuros. Era como querer cabalgar por la boca de un dragón. Tan solo había sobrevivido un caballo. El animal había atravesado la llanura frenéticamente, con dos jinetes a lomos. Un poder ridículo que incluso había conseguido esquivar sus rayos.
En definitiva, no importaba. Tendría que rendir cuentas de cada vida tomada: de las de los habitantes de la ciudad, de las de los animales, incluso de las de los hombres que había en la parte baja de la cordillera, de todas, menos de las de algunos de los brujos más poderosos. Por lo demás, permitiría que los brujos más débiles acometieran contra las antiguas murallas encantadas y, si conseguían entrar, que así fuera. Pasara lo que pasara, su ira terminaría por caer y hasta los truenos se quedarían mudos de miedo.
Sonrió. Percibir la muerte de los brujos menores que los jinetes habían abatido le había resultado placentero, pero no tanto como percibir la muerte de los propios jinetes.
Darius levantó los brazos y extendió los dedos al cielo. Cuando lo hizo, una única flecha atravesó el viento, una saeta negra e inquebrantable.
La gruesa flecha se clavó en su pecho y, durante un momento, sintió dolor. Sintió que todo el poder almacenado en su interior se liberaba y rodaba pendiente abajo, aplastando a su paso árboles y rocas.
El brujo cerró la mano en torno a la flecha. El astil y las plumas se redujeron a cenizas que se llevó el viento. Darius introdujo los dedos en la herida y sintió cómo la punta de metal iba hacia ellos. Finalmente consiguió sacársela y la arrojó a las piedras que había a sus pies.
Había una vida que percibir y con la que terminar. Uno de los jinetes, sin duda. A una distancia de tiro de flecha. Darius cerró los ojos, pero no fue capaz de percibir más que el ridículo poder de los demás brujos.
Un susurro de vida. Quizá un animal, quizá un hombre con algún tipo de escudo protector.
Darius abrió los ojos y se quitó la capucha. Hacía tiempo que las rocas se habían amontonado en la loma y los árboles crecían en posiciones extrañas tratando de sortearlas para encontrar el sol entre ellas.
El cielo se partió en dos con un rayo que cayó sobre las rocas como si fuera granizo, arracimándose, uniéndose, desparramándose y dividiéndose en cargas más pequeñas y lenguas de fuego. Los árboles se vinieron abajo. Las rocas se hicieron añicos. Desde lo alto de la cordillera cayó una avalancha de piedra que rodó pendiente abajo.
Un trueno hizo temblar la cordillera. Hizo temblar a Darius. Su clamor derribó a los brujos al suelo. Darius dio un paso y cerró los ojos, mareado.
La tormenta volvió a ser un remolino creciente. Fuera lo que fuera, aquel susurro de vida ya había desaparecido, desvaneciéndose para siempre del mundo.
O de los sentidos.
* * *
A Henry le pitaban los oídos de la emoción y tenía la boca y los labios resecos. Inspiró profundamente y se apresuró a seguir a Frank y Roland. Tate lo seguía a él.
Habían subido y bajado muchas escaleras. Habían recorrido pasillos llenos de curvas cuyos suelos se combaban bajo sus pies.
Henry pensó que, si seguía corriendo a ese ritmo, terminaría por sentirse mareado.
Habían pasado por delante de un único grupo de hadas. Frank los obligó a ponerse contra la pared mientras él les preguntaba cómo estaban pasando la tarde. Todo el mundo contestó: «Bastante bien, gracias, aunque un poco aburrida». Nadie pareció sorprenderse demasiado, excepto dos de ellos que dieron media vuelta y echaron a correr, aunque no llegaron muy lejos.
Henry dedujo que Frank los había encerrado en un armario, aunque no estaba muy seguro.
Henry observó cómo el Gordo Frank se deslizaba a través de los pasillos, palpando cada esquina, cada peldaño y cada puerta según pasaban. A menudo el hada estiraba los brazos para poder tocar la pared o los paneles de las puertas con las yemas de los dedos.
Se mostraba tan ágil como durante la riña en el bote y su cabeza giraba constantemente, ladeándose incluso, como si estuviera olfateando más que inspeccionando. Roland estaba junto a él, avanzando con grandes zancadas. En comparación con el movimiento constante de Roland, su cuerpo flácido parecía lento y ridículo. Tate iba a la cola, con Henry, trotando y respirando entrecortadamente sin ninguna intención aparente de mostrarse sigiloso.
La puerta tras la que custodiaban a Monmouth no estaba siendo vigilada y el joven estaba dormido sobre el suelo cuando las hadas entraron en su mazmorra. Monmouth se incorporó, parpadeó dos veces y se puso en pie de un salto, sonriendo.
Desanduvieron el camino que acababan de recorrer y atravesaron nuevas salas, salas que Henry no había visto. Aquel lugar era como una ciudad subterránea y algunos de los pasillos que atravesaron eran tan anchos como autopistas, aunque Frank parecía evitarlos a toda costa y siempre que era posible. Aquellos canales de comunicación estaban abarrotados de voces, gritos e incluso cánticos.
En el mundo de las hadas, había algunas que eran más nocturnas que otras, pero Frank sabía dónde se congregaban.
Henry estaba empezando a sudar de tanto correr cuando Frank paró en seco, petrificado. Henry y Tate se acercaron a él por la espalda mientras Roland trastabillaba un poco antes de parar.
Frank sacudió la cabeza, disgustado.
—¿Qué os parece si tocamos el tambor mientras huimos? —preguntó en voz baja—. No nos queda mucho tiempo. Alguien advertirá al comité, si no lo han hecho ya.
Tate se secó la frente. No había sido un hada demasiado activa últimamente. Monmouth no parecía afectado en absoluto por el ejercicio. Henry sabía que no tenía un aspecto tan relajado como el del joven brujo y no era capaz de aplacar el pinchazo que sentía en un costado, ni de dejar de resoplar.
—¿Cuándo vamos a por el raggant? —preguntó.
Frank resopló.
—No vamos a por el raggant. No sé dónde está.
Tate dio una palmadita a Henry en la espalda.
—Nunca se debe buscar a un raggant, muchacho. Se sienten intimidados. Es como si les estuvieras robando el trabajo.
—Ya te encontró una vez —dijo Frank—, puede volver a hacerlo —añadió, sin dejarle tiempo para argumentaciones—. Ahora, si pretendemos dirigirnos a los pasadizos de salida, tenemos que atravesar el Salón Principal —Miró a Henry y a Roland—. Nada de tropezarse conmigo ni con nada, ¿de acuerdo?
Henry sonrió, pero Roland se puso rojo.
—Ahora —dijo Frank, llevándose uno de sus rollizos dedos a los labios.
El hada abrió los ojos de par en par y sacudió la cabeza con violencia. A continuación dio media vuelta, moviéndose silenciosamente pasillo abajo y girando en un recodo. Unos cinco metros más adelante, al otro lado del recodo, había una puerta enorme. Frank palpó las bisagras y, con un gesto de satisfacción, abrió la puerta una rendijita por la que solo cabría un lápiz.
Tate dio un paso al frente y golpeó levemente el brazo del Gordo Frank. Frank se volvió para mirarlo, Tate lo apartó, indicó a Roland que mantuviera a Henry y a Monmouth atrás y abrió la puerta de par en par.
Bostezando sonoramente, Tate entró por ella.
Henry se apretujó contra la pared. El brazo de Frank lo apretujaba aún más. Se volvió ligeramente para conseguir ganar un poco de espacio para su mochila. No veía nada, pero las voces eran perfectamente audibles.
—¿Quién hay ahí? —preguntó Tate. Sonaba cansado pero dispuesto a divertirse un rato—. ¿Eres tú, Colly? ¿Pius?
—¿Qué estás haciendo aquí, William Tate? —La voz sonó áspera y veloz—. El Montículo Central está cerrado, ya lo sabes. Hay una ordenanza al respecto. ¿Tienes el sello azul que permite el acceso nocturno?
—¡Ja! —dijo Tate—. No, joven Colly. No tengo ningún sello azul. Pero no quiero acceder al montículo. Solo quería entregarle un mensaje a Pius.
—¿Cuál? —preguntó la otra voz—. ¿Qué mensaje?
—El comité está listo para declarar. Deben estar promulgando la sentencia ahora mismo.
Henry no tenía ni idea de lo que pretendía conseguir Tate. Sin embargo, deseó poder ver su cara, porque su voz sonaba extremadamente exagerada. Si las voces guiñaran, la de Tate estaba guiñando frenéticamente.
—Necesitan a alguien que cuelgue la sentencia en todos los niveles —Guiño—. Alguien que entienda la suma importancia del caso—. Guiño. No añadió «Alguien que sepa escribir a máquina y falsificar un sello», pero bien podría haberlo hecho—. Así que —dijo Tate para finalizar—, ¿por qué no vas a echarles una mano, Pius? Un poco de disponibilidad no te hará mal.
—Mmm…
—Aguanta un paso —dijo la voz de Colly—. ¿Qué estás tramando? Tú no vas a ningún sitio, Pius, muchacho. Aquí nadie va a dar un cambiazo mientras yo esté de guardia.
Tate rió.
—Ridicula —dijo—. La idea, quiero decir. Bueno, si no lo haces, Pius, no será muy difícil encontrar a alguien que se cargue, ja, ja, ja, digo, que se encargue de publicar la ordenanza.
El Gordo Frank puso los ojos en blanco. Henry seguía sin entender nada.
—William Tate —dijo Colly—, tengo intención de arrestarte ahora mismo.
—¿Por qué razón? —Tate parecía sorprendido.
—Por anarquía, conspiración contra el comité y por entorpecimiento de la notificación de sentencia.
—Colly —dijo Tate, muy serio—. Estás sacando las cosas de quicio. ¿No te lo estás tomando todo demasiado al pie de la letra? ¿Qué he dicho que te haya ofendido? Pero no te preocupes, dejaré de molestaros. De cualquier modo, el comité necesita encontrar a alguien para que lo ayude, y no es demasiado fácil encontrar un voluntario a estas horas.
—¡Ah, no, no te irás! —chilló Colly. Tate gritó a su vez de dolor—. ¡Pius, vigílalo. No dejes que se levante del suelo hasta que vuelva con el presidente Radulf!
Roland y Frank obligaron a Henry y a Monmouth a esconderse detrás de la puerta. Se escuchó un ruido de pasos y un hada bastante grande pasó por delante de ellos con paso torpe, más torpe aún que el de Roland.
Antes incluso de que el hada desapareciera de su vista, Frank sacó a Henry y a Monmouth de detrás de la puerta y los obligó a atravesarla. Cuando hubieron pasado, Roland la cerró de un portazo.
La sala era un óvalo enorme y el techo era una cúpula de barro sostenida por enormes vigas. Si hubiera habido más luz (y más tiempo), Henry se habría percatado de que las vigas no tenían juntas y que el entramado de madera que unía unas con otras era un sistema de raíces. El montículo de las hadas estaba bajo un árbol gigantesco cuyas raíces habían sido sometidas durante siglos a la magia de los faeren.
Henry no se fijó en ello. Estaba concentrado en el centro de la enorme sala, donde Tate yacía bocabajo sobre el suelo de piedra, lloriqueando a los pies de un hada confundida. Junto a ellos había un agujero negro que no estaba protegido por ninguna barandilla. Por él descendían unas escaleras.
Tate se impulsó para ponerse en pie e hizo una mueca de dolor mientras se frotaba el cuello.
—Id abajo —dijo—. No tenemos mucho tiempo. Hasta el tonto de Colly pronto se dará cuenta de lo que está pasando.
—¿Qué está pasando? —preguntó la otra hada, confundida—. ¿Es este el chico?
—Este es —dijo Frank.
La confusa hada tosió, sus ojos se posaron en una de las hadas, después en otra, en otra más, en Monmouth y, finalmente, en Henry. En su cara se dibujó una expresión de pánico.
—¿Estás con Mordecai? —preguntó Frank.
El hada asintió.
—¿Estás con los faeren?
El hada asintió de nuevo.
—Entonces estás con él —concluyó Frank, sonriendo—. Ah, y el brujo es un amigo.
El hada miró a Henry, a Monmouth y, por último, a Frank.
—¿De verdad? —preguntó.
Tate y Roland asintieron a la vez que Frank.
—Bueno, entonces está bien —dijo el hada.
Roland cogió a Henry por el brazo y lo dirigió hacia el hueco negro de las escaleras.
—Espera un momento —dijo el hada confusa—. ¿Tenéis un sello azul?
—Sí, claro —dijo Frank—, pero lo tengo dentro del zapato y ya me he atado los cordones.
El hada confusa reflexionó un momento sobre lo que había dicho.
—De acuerdo, entonces —dijo—. Seguid adelante.
Frank avanzó y se puso de espaldas al hada. Su brazo se movió tan rápidamente que Henry apenas lo percibió, pero el hada confusa se derrumbó en el suelo. Las piernas se le doblaron bajo el cuerpo y su mejilla encontró reposo sobre la piedra. Lo cierto es que tenía un aspecto más feliz así tumbado. Como si, por primera vez en su vida, entendiera cómo funcionaba el mundo.
—Lo siento, Pius, muchacho —dijo Frank—. Pero al final esto será mejor para ti.
—Quizá —dijo Tate. Se puso las manos en las rodillas para equilibrarse—. Ese Colly pega duro.
—Tenemos que bajar por el agujero —dijo Frank—, en seguida. Roland, tú irás entre el chico y el brujo. Tate, si puedes, síguenos —Frank se volvió hacia el hada, que seguía tambaleándose, con una sonrisa—. Si no puedes, dale al viejo Radulf un besito de despedida de mi parte.
El Gordo Frank se aproximó a las escaleras y desapareció inmediatamente en la oscura garganta abierta en el suelo.
—Venga, vamos —dijo Roland—. Si es demasiado para vosotros, limitaos a cerrar los ojos.
—¿Qué? —preguntó Henry—. ¿Cómo que si es demasiado para nosotros?
Henry ya tenía los pies en el primer escalón. Roland cogió a Henry de un brazo y a Monmouth del otro. El agujero era grande pero las escaleras, que descendían en espiral alrededor de un eje, no eran anchas en absoluto y mucho menos para tres cuerpos.
—Vamos al centro del montículo —explicó Monmouth—. No está hecho para los humanos.
—No es tan terrible —dijo Tate—. Es como el tronco mágico de un árbol mágico. Los pasillos y los salones son las ramas y las bifurcaciones del árbol. Todo desemboca en el lugar a donde nos dirigimos.
Monmouth se tambaleó y cerró los ojos rápidamente.
—No lo mires, Henry —El brujo se frotó la frente—. Es demasiado intenso.
—Bueno, para nosotros es dulce como el vino —dijo Tate—, pero hay que tener cabeza para soportarlo.
—¿Hola?
La voz de Frank hizo eco en la negrura.
Roland empujó a Henry y a Monmouth hacia delante. Henry notó la mano de Tate apoyada en su hombro.
La oscuridad era tangible, fresca como una bruma, pero sin humedad. Ahora estaban envueltos por ella y el mundo se había quedado vacío.
—¿No podemos encender una luz? —preguntó Henry.
—No sería de mucha ayuda —dijo Tate en voz baja—. Aun así, no verías nada.
Henry tragó saliva y sintió cómo la niebla le bajaba por la garganta. Se cuidó de mantener el hombro contra la pared.
—¿La luz no atraviesa esta oscuridad? —preguntó. Solo quería apartar sus pensamientos de lo que estaba pasando—. Aunque el sonido sí lo hace.
Tate soltó una risita que aumentó de volumen hasta que llenó por completo la oscuridad.
—Para ser un septugénito, no sabes nada. Para ser el hijo de una leyenda faeren, tampoco. Estás atravesando tanta luz que habría suficiente para nutrir un bosque durante un siglo entero. Todo esto que te rodea es luz, luz en reposo. Es nuestro poder, la fuerza de nuestra gente.
—¿Monmouth? —preguntó Henry—. ¿Sabías que algo así fuera posible?
Monmouth guardó silencio un momento.
—No —dijo—. Todavía estoy asimilándolo. Esto me sobrepasa.
—Esa es la actitud —dijo Tate—. Un ejemplo para los brujos de todo el mundo. Os sobrepasamos.
Los pies de Henry se toparon con el suelo y el chico cayó de bruces.
—¿Estáis vivos? —preguntó la voz de Frank.
—Ambos lo están —contestó Roland.
—Perfecto. Bienvenidos a las raíces. Los pasadizos de salida están por aquí.
Henry fue empujado, una puerta se abrió y se cerró tras ellos, una nueva puerta fue abierta y cerrada de un portazo y prosiguieron la caminata en la oscuridad. Finalmente, empezaron a ver.
La luz brillaba a la altura de sus cabezas en el pasillo. La negrura empezó a disiparse y empezaron a vislumbrarse las paredes, quedando ocultos únicamente el suelo y los pies de Henry. Sentía como si estuviera caminando sin pies, sosteniéndose solo con las espinillas.
Frank encontró una puerta en una pared, la empujó para abrirla, entró por ella de lado y aguardó a que los demás lo imitaran.
Henry dio un paso al frente y tuvo que parpadear por la intensidad de la luz que había dentro.
La estancia era grande, circular y cubierta de estanterías. No había lámparas, al menos que Henry pudiera ver, ninguna fuente de luz. Pero la luz era tan cegadora como el reflejo del sol sobre la nieve.
—Esto es la luz activa —dijo Frank—. Eso quiere decir que es brillante.
Las otras hadas rieron, pero Monmouth y Henry agacharon la cabeza; las lágrimas les caían a chorros por las mejillas. Los ojos de Henry no se habían habituado a la luz, pero estaba seguro de que terminarían por hacerlo, así que levantó la mirada.
El suelo de la estancia se inclinaba gradualmente hacia el centro. Observando el punto más bajo del terreno, casi esperó ver un sumidero, como en algunos suelos que había visto en su mundo. En su lugar había una piedra ancha y lisa, de unos dos metros de largo con dos muescas poco profundas esculpidas en la superficie, a medio metro de distancia entre sí.
Las estanterías que rodeaban la habitación, cubriendo las paredes desde el suelo hasta el techo, estaban llenas de tarros. Junto a la puerta había un armario bastante grande, parecido a los ficheros de las bibliotecas. Tate y Frank estaban ocupados abriendo cajones y pasando rápidamente los tacos de tarjetas que había dentro.
Roland, cuyo pelo color calabaza chispeaba bajo aquella luz extrema, había recogido unos toscos palos de algún sitio y se dirigía hacia la lisa piedra que había en el centro de la sala.
Monmouth había terminado por levantar la cabeza y ahora estaba de pie junto a Henry, parpadeando.
—¿Raro, verdad? —dijo Henry.
Monmouth asintió con la cabeza.
—¿Por dónde llegamos aquí? —preguntó el brujo—. Este no es el lugar en el que aparecimos.
Roland apartó un momento la mirada de lo que estaba haciendo.
—Se entra por las ramas —dijo— y se sale por las raíces.
Introdujo dos palos más altos que él en las muescas de la piedra y colocó un travesaño nudoso sobre ellas.
Tate había encontrado el papel que estaba buscando. Frank y él estaban inspeccionando las estanterías.
Cuando dieron con el tarro correcto, Henry vio que las hadas volvían hacia la inestable puerta. Tate y Frank sumergieron las manos en el tarro, humedecieron los palos y formaron un pequeño charco entre ellos.
Tate se palmeó las mejillas con las manos húmedas y luego colocó el tarro en la estantería y la tarjeta en el armario.
—De acuerdo —dijo Frank—. Es la hora. No parece que nos dirijamos a una situación más agradable, pero allí hemos de ir. ¿Tate?
Tate asintió, se encaminó hacia el improvisado portal que acababan de fabricar sobre la piedra, se ajustó el sombrero amarillo en la cabeza, se colocó de lado y se introdujo por él.
Durante un segundo, Henry pudo verle al otro lado. Tate se volvió para mirarlos y se desvaneció.
—Roland —dijo Frank.
—Esperaré —dijo Roland.
Parecía preocupado.
Frank sacudió la cabeza, negando.
Roland se aproximó al portal, resopló sonoramente y lo atravesó, cuadrando los hombros. Justo antes de que desapareciera, Henry juraría haberlo visto tropezar.
—Monmouth —dijo Frank—, nuestro brujo invitado especial. Si mi padre se enterara de que un brujo ha visto las raíces del montículo, se moriría. De todas maneras, ya está muerto, así que no sería una gran pérdida.
Frank señaló con la cabeza hacia la puerta.
Monmouth se colocó frente al portal y se inclinó unos centímetros hacia adelante. Era más alto que la estructura, de modo que agachó la cabeza, dobló las rodillas y se arrastró hacia la nada.
El Gordo Frank miró a Henry, frunció los labios y se frotó la naricilla con el dorso de la mano.
—Bueno —dijo—. Has sido un sinfín de problemas, para ser sincero. Espero que sepas cómo hacer que esto valga la pena. No quiero arruinar mi vida solo para ir corriendo a presenciar el fin de la tuya.
Ambos se miraron.
Henry caminó hacia el portal y se colocó de lado, como Tate había hecho. Se dirigían a Hylfing, al peligro. Estaba corriendo directamente hacia la bruja, a encontrarse de nuevo con Darius. Ronaldo y Nella sabían que lo haría. Se llevó una mano al vientre y se palpó las cicatrices, todavía frescas.
—¿Sabes? —dijo Henry. Lo que iba a decir se dirigía más a sí mismo que al hada, como si estuviera tratando de convencerse de algo—. Una vez un hombre me dijo que, a veces, ganar una batalla no es tan importante como mantenerte en tu lugar, enfrentándote a tu destino. Y, a veces, mantenerte en tu lugar implica terminar muerto. Pero eso es mejor que no resistir.
Henry se volvió para mirar directamente a los negros ojos del hada.
—Vaya —dijo Frank—. Eso es una filosofía demasiado oscura para un muchacho. Si piensas así, lo único que conseguirás es que esculpan tu nombre en una lápida. Lo que quiero decir es que no deberías jugar si no tienes posibilidades de ganar. Juega al ajedrez solo con idiotas, golpea solamente a perros que estén muertos y no te enamores de una mujer que no esté enamorada de ti, esas son las reglas básicas de Frank Fat-Faerie…
Henry había desaparecido.
Frank resopló y se sacó una cuenta del bolsillo.
—Bueno, Franklin, parece que ese chico no es la pelusa que pensabas que era —Se dispuso a ensartar la cuenta en uno de los palos que conformaban el portal—. Se hace una idea bastante clara del asunto y lo sabes. Lo único que vamos a conseguir es que nos maten a todos y, después, solo las gaviotas querrán nuestros restos. Pero —añadió, insertando con cuidado otra cuenta— moriré haciendo lo correcto, apoyando al hijo de Mordecai, aunque sea un poco tonto.
Frank dio un paso atrás e inspeccionó la estancia una vez más, tratando de buscar indicios que delataran hacia dónde se dirigían.
—No tiene sentido, Frank —dijo—. Eso es como decir que morir asesinado no está tan mal siempre y cuando sepas quién es la persona que va a matarte. Lo que tengo que hacer —dijo, encaminándose hacia el portal— es conseguirle a ese muchacho un buen bautizo, aunque solo le queden cinco minutos de vida. Ese es el objetivo, Franklin. Después, puede que todo sea pan comido, aunque lo dudo mucho.
* * *
El Gordo Frank se introdujo por el portal y desapareció. Entonces uno de los soportes se tambaleó y cayó al suelo. Las demás hicieron lo mismo, llenando de estrépito la estancia vacía.
Sin caminos que iluminar ni ojos que cegar, la joven luz se hizo menos intensa y se calmó, derramándose por los palos y sobre la piedra que había en el centro de la estancia.
Y, allí, la luz se durmió.