Unas manos colocaron de nuevo a Henry sobre el escabel. Un susurro de voces amortiguadas invadió la sala.
—Que el acusado se levante para que el comité pueda examinarlo —dijo Radulf.
Las manos lo aferraron de nuevo y lo obligaron a ponerse en pie.
Henry se tambaleó. Querían matarlo. Y estaba de pie ante cientos de personas, en ropa interior.
Braithwait paseó su corpulencia alrededor de la mesa, bajó de la plataforma y se dirigió hacia Henry. En la mano llevaba un puntero de madera.
El hada paró en seco y se mesó la espesa barba.
—¿Quién es tu padre? —preguntó Braithwait.
—No lo sé —dijo Henry—. Decídmelo vosotros, vosotros sois los que…
A Henry se le encogió la garganta. No solo se le encogió sino que se le cerró por completo. Desde su asiento detrás de la mesa, Radulf inspiró sonoramente.
—Limítate a responder —dijo Braithwait, y apuntó al pecho de Henry con el puntero. El hada dio media vuelta, marcando el paso—. De modo que, ¿no sabes quién es tu padre?
Henry intentó hablar, pero no pudo ni siquiera abrir la boca.
—¡Déjale hablar! —gritó alguien desde el público.
—¡Miradlo! ¡Está claro que es el hijo de Mordecai!
—¡Tienen la misma nariz!
Radulf golpeó con el mazo y frunció el ceño.
—Del aspecto caótico y desenfocado de tu… ehm… cómo decirlo, aura, deducimos que aún no has sido nombrado. ¿Es eso correcto? ¿Has sido bautizado o se te ha sometido a algún ritual de nombramiento?
Henry seguía sin poder hablar. Se encogió de hombros. Sabía que tenía un nombre, pero también estaba seguro de que obtenerlo no había implicado ningún ritual.
Braithwait se puso frente a él y se balanceó sobre las puntas de los pies.
—¿Podrías explicar al comité y a los aquí reunidos el significado del símbolo primitivo que tienes en el vientre? Parece que es una especie de marca, un signo de pertenencia a alguien. Te advierto que este tipo de símbolos están relacionados únicamente con la magia más oscura y corrupta y con la maldad. ¿Cómo lo adquiriste?
Henry se mordió la lengua. Le estaba empezando a doler la mandíbula. El miedo y la preocupación se estaban convirtiendo en pánico. Levantó la mirada en busca de Tate; el hada no estaba prestando atención. En su lugar, cortaba lonchas de queso.
—Has de saber —dijo Braithwait— que tu silencio será interpretado como una admisión de culpabilidad por este organismo —dijo. La voz del hada aumentó de tono, convirtiéndose en un rugido—. ¿Has sucumbido a la oscuridad? ¡Las cicatrices de tu cuerpo y tu rostro te delatan! ¿Acaso no desembocaron tus acciones, posteriores a las numerosas notificaciones de este organismo, en la liberación de una bruja, perdón, «la» reina bruja de Endor, sedienta de sangre, ira y locura? ¡Habla, muchacho!
Braithwait apuntó con el puntero en dirección al vientre de Henry.
El muchacho hizo una mueca de dolor y trató de doblarse sobre sí mismo, pero no pudo moverse. Intentó llevarse las manos al vientre, pero tenía los brazos inmovilizados. Lo único que podía hacer era bajar la vista y observar cómo la vara golpeaba, recorría y cruzaba la ardiente franja de cicatrices que le habían infringido en Bizantemo.
La multitud había empezado a susurrar. En realidad, más que un susurro, sus voces eran un rugido.
Henry cerró los ojos, tratando de absorber aquel dolor repentino, de alejarlo de él. Escuchaba los gritos y el sonido del mazo al golpear. Y, por encima de todo aquel ruido, podía escuchar la voz del Gordo Frank.
—¡Te cortaré la mano, Braithwait! ¡Vuelve a tocar al muchacho y lo haré!
Los hombres y las mujeres presentes gritaron, los bebés lloraron y el mazo cayó de nuevo.
En alguna parte, bajo todo aquel estruendo, se escuchaba el sonido de una máquina de escribir.
Mientras el escándalo de la multitud disminuía a murmullos y quejas, Henry abrió los ojos y miró a su alrededor.
Escuchó una silla echarse hacia atrás y Tate se puso en pie, se subió a la silla y, desde allí, pasó a la mesa.
Radulf golpeó su mazo.
—¡El presidente se dirige a William Tate! —gritó.
—¡William Tate se dirige al presidente! —gritó Tate a su vez mientras sacaba la lengua.
—¡Rebeldía! —gritó Radulf—. ¡Que el acto de rebeldía quede reflejado en las actas!
—¡Eso es! —dijo Tate—. ¡Que quede reflejado! —Se volvió hacia la taquígrafa—. ¡Bertha Big-Foot! —dijo. Ella levantó la vista—. ¿Tienes un lapicero? ¿No crees que sería conveniente incluir un dibujo en las actas?
La multitud emitió una sonora carcajada y Tate empezó a realizar una serie de contorsiones, giros y muecas que Henry no había visto en su vida, movimientos que habrían resultado imposibles para las articulaciones humanas.
Las orejas de Tate se volvieron del revés. Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, los tenía blancos y casi fuera de las cuencas. Se le hincharon los labios y se le fruncieron en un gesto obsceno y, a través de ellos, emergió una gruesa lengua. Tate buscó en las profundidades de su garganta y escupió con fuerza un gargajo húmedo color frambuesa en dirección a Radulf. Después cayó bocabajo y rodó por la mesa. Al llegar al centro se desenroscó, se incorporó de un brinco y aterrizó sobre el mazo de Radulf.
Radulf se había puesto púrpura.
—Cualquier niño faeren —dijo cuando las risitas cesaron— es capaz de un espectáculo similar. Quizá hubo una época en la que las hadas se conmocionaban con tales despliegues, pero aquellos tiempos pasaron, William Tate. Murieron cuando lo hizo tu padre. Esto —Radulf sacó el mazo de entre los pies de Tate y lo agitó— no es un circo. De hecho, es una sesión de emergencia de suma importancia.
Tate se puso muy serio.
—Sí, por supuesto —dijo—, tiene tanta importancia como una meada de gatito. No me queda duda —Tate alzó los brazos en dirección a la multitud para acallarla, pero sin moverse de lo alto de la mesa. Cuando la habitación estuvo todo lo silenciosa que fue posible, habló—. Escuchad faeren, pequeños y grandes, gordos y flacos, tengo algo que decir —La multitud esperó pacientemente mientras Tate los examinaba—: Mordecai no murió. Y, cuando vuelva, como prometió, no pretenderéis que sea yo quien le explique lo que los faeren de uno de sus distritos le hicieron a su septugénito.
De repente se escuchó un golpe proveniente de la parte trasera de la sala y una nube de hollín surgió de la chimenea que estaba más alejada de la mesa. Algunas hadas se pusieron de pie de un brinco y salieron corriendo, abriendo un sendero entre la multitud.
Henry solo pudo ladearse para ver a la multitud agitarse y abandonar la sala.
De repente, frente a él, apareció el raggant, negro de hollín y expulsando pequeñas nubes de polvo por las narinas. El animal caminó derecho hacia Henry, cojeando levemente. Después se dio media vuelta, se sentó sobre la punta de los pies de Henry y estornudó.
Henry soltó una carcajada y la risa le desbloqueó la mandíbula.
La multitud restante observó en silencio.
Radulf golpeó con su mazo y gritó.
—El comité levanta la sesión para deliberar. El acusado debe ser enclaustrado en cuarentena y encerrado bajo tres sellos. La sentencia será publicada en el Salón Principal cuando se ponga la luna.
Los miembros del comité se pusieron en pie y salieron rápidamente por una puerta lateral. Se escuchó un ruido de bancos deslizándose cuando la multitud de faeren se inclinó hacia adelante para observar a Henry y a su raggant.
* * *
Arrojaron a Henry a una sala distinta. Esta era más pequeña, el techo era más bajo y de él colgaban dos faroles. Se tambaleó un poco sobre un tosco trapo que había en el centro del suelo y se puso boca arriba. Un hada lanzó su ropa y su mochila a los pies del muchacho. El raggant intentó entrar en la estancia.
Uno de los guardas se agachó y rodeó el vientre de la criatura con ambos brazos. El animal se escabulló, extendió las alas, golpeando el rostro del hada y formando un remolino de hollín. Aun así, el hada no lo soltó y el animal se revolvió, agitó la cabeza y le propinó una cornada en la mandíbula con su apéndice romo.
El hada se frotó la cara y dejó que el raggant se cayera al suelo. Dos hadas más se abalanzaron sobre él. La criatura se escabulló, resopló y batió las alas enloquecida, puso los ojos en blanco y bufó tratando de escapar como lo haría una pequeña locomotora con alas, negra, salvaje y enfadada. El raggant retrocedió de espaldas y la puerta se cerró. Desde dentro, Henry podía escuchar sus bufidos entremezclados con los gritos de las hadas, unos gritos que parecían de dolor.
En una esquina, hecho un gurruño, había un enorme cojín parecido a los que los perros domésticos usan de cama.
Henry cogió su mochila, la apoyó contra el cojín y se estremeció. La habitación estaba completamente inmóvil. No estaba muy seguro de qué se suponía que debía hacer a continuación, pero pensó que podía empezar por vestirse.
Se puso los vaqueros y la camiseta y se dejó caer sobre el cojín para concentrarse en los zapatos y los calcetines. Una vez los tuvo puestos, apoyó la espalda contra la esquina y observó la estancia. No tenía ni idea de cómo se desarrollaban las reuniones ordinarias del comité, pero estaba bastante seguro de que la que acababa de presenciar había sido un tanto anormal. La mayoría del público parecía estar de su lado o, al menos, se habían divertido con Tate y su extravagante actuación. Sin embargo, también estaba seguro de que ni a Radulf, ni a Braithwait, ni a Rip les importaba lo más mínimo lo que opinara la multitud.
Henry cogió la mochila y desabrochó la cremallera. Rebuscó dentro hasta que encontró el cuchillo de cocina y la lata de atún. Abrir aquello iba a ser toda una odisea.
Un rato después, cuando ya había mellado el cuchillo, Henry consiguió hacer una pequeña perforación más o menos en el centro de la tapa. Después la dobló con el cuchillo y la retiró con los pulgares. Henry se lamió los pequeños cortes que el reborde de metal le había dejado en los dedos.
Dejó la lata limpia en un momento; se comió hasta los restos que le habían quedado bajo las uñas y se bebió el líquido de conserva sin dudarlo siquiera. Eso, un par de mordiscos de pan y unos trocitos de queso iban a ser su comida, su cena y probablemente su desayuno.
Durante un segundo, se preguntó si aquello sería lo último que comería.
—No lo pienses —dijo en voz alta. Sentía que la preocupación y el pesimismo se cernían sobre él—. Piensa en otra cosa.
Pero, ¿en qué otra cosa podía pensar? ¿En el tío Frank? ¿En la tía Dotty? ¿En sus primas? ¿En el béisbol? ¿En Boston? ¿En la primera vez que había probado un refresco, en la primera vez que la pelota había golpeado sobre el punto dulce[11] de su bate?
Se puso de pie. Cogió el cuchillo y se aproximó a la pared de arcilla. Iba a escribir un mensaje.
La arcilla estaba más dura de lo que parecía, como si estuviera cocida pero, aun así, el cuchillo penetró en la superficie.
Desde luego, era mucho más fácil que abrir una lata de atún.
«HENRY PHILLIP YORK» fue fácil de tallar. Hizo la inscripción en lo alto de la pared, tan arriba como pudo. ¿Qué más podía escribir? ¿Las hadas son tontas? ¿Sigo teniendo hambre? Bajo su nombre añadió «(SEPTUGÉNITO DE MORDECAI)».
Henry se apartó de la pared y pensó. Nadie le había preparado para aquello. Todo el mundo debería tener sus últimas palabras preparadas. Deberían ponértelo, por ejemplo, de deberes en el colegio.
¿Qué diría el tío Frank en aquella situación?
Finalmente, se dispuso a tallar la arcilla. No le llevó demasiado tiempo. Aquella era la única perla de sabiduría que atesoraba en su interior y que merecía la pena pasar a la posteridad.
HENRY PHILLIP YORK
(SEPTUGÉNITO DE MORDECAI)
SI EL LANZAMIENTO ES DEMASIADO RÁPIDO,
ACORTA EL BATE.[12]
De nuevo dio un paso atrás y miró la inscripción. Estaba bien. Muy al estilo del tío Frank. Y si aquellas no eran realmente sus últimas palabras, al menos sí eran un buen consejo. Casi sonriendo, Henry se sentó sobre el cojín y colocó el cuchillo junto a él por si se le ocurría algo más que escribir.
Estuvo un rato escarbándose los dientes. Después, cerró los ojos y trató de visualizarse en el granero, mirando los campos de trigo maduro con el raggant a su lado. Su mente formó rápido la fantasía, pero le costó mantenerla, ya que sus pensamientos se deslizaban constantemente a donde estaba realmente.
Su abuelo también había escrito sus últimas palabras. Le habían ocupado dos volúmenes enteros; eso debía decir algo del tipo de persona que era.
—No muy parecido al tío Frank —dijo Henry.
Aun así, hurgó en la mochila y sacó la bolsa de plástico que contenía los dos cuadernos unidos por una goma elástica.
La escritura de su abuelo siempre lo hacía sentirse impaciente, el estilo, la grandilocuencia, los rodeos.
Pero ahora tenía mucho tiempo por delante, aunque no sabía exactamente cuánto, y necesitaba distraerse.
Había ojeado ambos cuadernos muchas veces, dando rápidos vistazos, mirando detenidamente los diagramas (que no parecían tener mucho sentido) y buscando su nombre entre las páginas. Aquella vez abrió uno de los cuadernos por el último tercio de su extensión y se propuso practicar la lectura comprensiva.
Lo primero que hizo fue mirar el diagrama dibujado a lápiz con unas pocas notas a tinta en los márgenes. En lo alto, Henry reconoció un pequeño bosquejo de la silueta de su pared. En ella no había ninguna puerta, a excepción de un pequeño rectángulo en el centro con dos puntitos que debían ser las brújulas. En la parte baja de la pared, el suelo estaba dibujado para parecer tridimensional. No se había molestado en dibujar el resto de las paredes. El lapicero había trazado únicamente las escaleras del ático y después había pasado directamente a dibujar el piso de abajo. Debajo había un borrador de otro piso y un perfil de lo que Henry dedujo que debía ser la puerta que conectaba con los mundos en la habitación del abuelo. Desde allí surgía una línea de puntos que llevaba directamente a la puerta en el centro de la pared del ático. En el lugar en el que la línea de puntos cruzaba el suelo del ático, el abuelo había dibujado una flecha con un trazo tosco, casi infantil. De la flecha surgían otras dos líneas de puntos, una a cada lado de la pared, niveladas con la puerta de las brújulas. Una de ellas terminaba en un pequeño círculo y la otra en una «T» con el palo vertical redondeado y el horizontal más fino.
En el margen habían escrito: «Elemental, aunque un mayor detalle sería innecesario. Se necesitan tres para FitzFaeren, no más». Un poco más abajo había otra nota que decía: «Dos años de ajustes, incontables rituales antes de que más del 75% de las puertas sean funcionales».
Henry entendió lo suficiente de aquellas notas para darse cuenta de que la ilustración pretendía explicar cómo se accedía a las puertas del ático a través de la puerta más grande que había en la habitación del abuelo. Aunque lo cierto es que no hacía más que reafirmar lo que ya sabía: que las puertas eran mágicas.
Henry leyó rápidamente el párrafo que había debajo de la ilustración:
Eli me entregó unas reliquias de las cuales la flecha era sin duda la mas potente. Tubo que pagar un precio muy alto por ello y estoy en deuda con él desde aquel nefasto día de destrucción. A él lo he agraviado incluso más que a ti, Frank, y para todo el trabajo y tiempo que he invertido en estas empresas, he hecho muy poco bien con mis descubrimientos. No hay ni una sola alma, al menos que yo conozca, a la que estas puertas hayan beneficiado, con la única excepción del niño.
¿El niño? Henry pasó la página y la escaneó con la mirada rápidamente.
A través de la puerta escuchó voces en el pasillo. Henry levantó la mirada del cuaderno.
—No ha ocurrido —dijo alguien, y la puerta se abrió.
—Por supuesto que no —dijo el Gordo Frank, entrando en la habitación.
Tate, ataviado con su sombrero amarillo, y Roland, pecoso y con el pelo llameante, se introdujeron en la estancia detrás de Frank. La puerta se cerró con un portazo.
El Gordo Frank sonrió.
—Es agradable volver a verte vestido.
Tate bostezó y se sacó del bolsillo del abrigo una pajita para mascarla.
Roland observaba la inscripción que Henry había escrito en la pared.
—¿Qué han decidido? —preguntó Henry—. ¿Qué me va a pasar?
Frank resopló.
—No parece que lo que decidan y lo que pase vaya a ser exactamente lo mismo.
Henry observó sus rostros, escrutándolos uno a uno.
—Todavía no han decidido nada —dijo Tate—. La luna no se pondrá hasta dentro de siete horas. Pero yo no estaría muy preocupado. Me parece que lo hicimos bastante bien.
Roland se tironeó de una oreja y se pasó ambas manos por el espeso cabello. Frank asintió en dirección a él.
—Yo… —dijo Roland. Estaba sonrojado pero, entre tantas pecas, era difícil notarlo—. Yo creí que era mi deber… en fin, ojalá no te hubiera traído aquí. No del modo en que lo hice.
—Bueno, una ordenanza pesaba sobre mí —dijo Henry.
Roland asintió. Parecía aliviado.
Frank se cruzó de brazos e inspiró haciendo bastante ruido.
—No seas tan blando con él, Henry York. Debía habérselo imaginado.
—Bueno, tú mismo quisiste arrojarme al mar con los brujos —dijo Henry—. Eso hubiera sido peor.
Frank enarcó las cejas. Las otras dos hadas lo miraron inquisitivamente.
—¿Yo dije eso? —preguntó—. Aunque, claro, hay un atenuante para ello. Acaba de escuchar cómo mis camaradas morían ahogados en un saco y me hervía la sangre a causa de la pelea. En momentos así no se pueden tomar las palabras al pie de la letra.
Las pecas de Roland dibujaron una sonrisa.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer yo ahora? —preguntó Henry.
—Esperar —dijo Tate—. El público está de mi parte. El comité no se atreverá a ir contra ellos.
—Deberíamos abandonar el distrito ahora —dijo Frank—. Antes de la sentencia. Puede que el jurado sea todo simpatía, pero eso no importará demasiado si Hylfing cae.
ffl—No deberíamos ir a Hylfing de ningún modo —dijo Roland—. Mucho menos tal y como se están desarrollando las cosas. ¿Escapar del martillo de los brujos huyendo justo delante de ellos? Sería más compasivo dejar aquí a Henry, a solas con el comité.
—Necesito ir a Hylfing —dijo Henry—, pase lo que pase. Allí es donde estarán mis tíos y mis primas.
—Por no mencionar a tu madre —dijo Tate—, y a tus hermanos y hermanas, aunque no sé cuántos quedan vivos.
A Henry se le descolgó la mandíbula de la impresión que le dio.
—¿Mi madre? ¿Está viva?
Las hadas intercambiaron una mirada. Tate se encogió de hombros y se puso a juguetear con la pajita, metiéndosela entre los dedos.
—¿Cómo se llama?
—Hyacinth —dijo Frank.
Henry dejó que el nombre rodara por su mente. Estaba experimentando una sensación completamente nueva, un nerviosismo desconocido. Una emoción que le puso la piel de gallina en todo el recorrido de la columna vertebral.
—Necesito ir a Hylfing —repitió.
—No podrás ayudar —dijo Tate—. Espera y podrás ir con el beneplácito del comité, quizá incluso con refuerzos para combatir a los brujos. No quiero tener que ayudarte a escapar de aquí.
—Tienes que intentarlo —dijo Henry.
Las cejas de Tate se elevaron casi hasta su sombrero y su mandíbula barbuda se abrió de par en par.
—¿Tengo que ayudarte? ¿Por qué razón tengo que ayudarte?
—Porque —empezó a decir Henry— no sé durante cuánto tiempo seguirá existiendo Hylfing y, aunque espere —añadió—, no creo que el comité se muestre muy amable conmigo, aunque las hadas me apoyen. Los escuché hablando en un sueño. Esa fue la razón de que adelantaran mi juicio, o lo que haya sido eso.
—¿Saliste de la habitación caminando en sueños? —preguntó Roland—. ¿Cómo?
—La verdad es que no lo sé —dijo Henry—. Soñé que estaba soñando en la mazmorra y, en el segundo sueño, salí de ella.
Roland dio un paso atrás y ladeó la cabeza.
—La verdad es que la metodología no importa demasiado —dijo Frank—. ¿Qué escuchaste?
Henry les recitó la conversación palabra por palabra, de memoria. Al principio entornaron los ojos, escépticos, pero pronto los tuvieron abiertos de par en par. De par en par se les abrieron también las bocas y Roland se quedó pálido bajo las pecas. La nuez se le movía arriba y abajo como un yo-yo.
—Santo cielo —dijo Tate.
Frank no dijo nada. Tenía la boca perfectamente cerrada y los ojos húmedos de rabia.
—Santo cielo —dijo Tate de nuevo—. Que el Señor tenga piedad.
Roland se sentó en el suelo. Henry se sorprendió al ver las lágrimas que le corrían por las mejillas. Ni siquiera se molestó en secárselas.
—Lo traicionamos —dijo en voz baja—. Hemos pasado todos estos años a la deriva por habernos deshecho de nuestra buena ancla.
Frank inspiró profundamente.
—¡El bautismo! —dijo de repente, dando una palmada—. Todavía hay esperanza si lo que temen es un bautismo. Sí, Henry York, te quieren muerto, porque a estas alturas es tu vida o la suya.
Roland levantó la vista y se sorbió la nariz. Tate estaba inmóvil, reflexionando.
—¡Tenemos que ir a Hylfing ahora! —dijo Frank—. ¡Ahora! ¿Cuál es el salón de reuniones más cercano en esa parte de la costa?
—Hay uno justo a la salida de la puerta sur, pero debe estar abarrotado de faeren. Todos hostiles.
—Entonces, ¿dónde podemos ir?
Los ojos de Tate volvieron a enfocar. Miró primero a Henry y después a Frank.
—Yo solía ir a pescar a aquellas costas, un poco más arriba de la bahía. Incluso tengo un bote allí, todavía. Desde allí podemos ir a Hylfing a pie o navegando.
—De acuerdo —dijo Frank—. Allí iremos, entonces. ¿Quién está de guardia en el Salón Principal?
—Pius y Colly —dijo Roland mientras se incorporaba—. Pius demuestra entereza, pero puede que Colly esté del lado de Radulf. Necesita que lo distraigamos.
—Esperad un momento —dijo Frank, y salió por la puerta.
Henry escuchó su voz, amortiguada, mientras hablaba con los guardas. A continuación se escucharon tres sonoros golpes y el Gordo Frank entró de nuevo en la estancia.
—Me han pedido que los dejara inconscientes, así les será más fácil quedar impunes —explicó—. Ahora, arriba.
Henry recogió los diarios y su mochila. Volvió a guardar el cuchillo, pero dejó la lata de atún vacía en el suelo.
Frank lo guió hacia la puerta.
—Monmouth —dijo Henry—. No podemos dejarlo aquí.
El Gordo Frank arrugó la cara en un gesto de irritación.
—Ni tampoco al raggant —añadió Henry.
El hada puso los ojos en blanco, pero a Henry no le importó. Le palpitaba el corazón a toda velocidad y una avalancha de preguntas que no tenía tiempo de contestar invadía su cabeza.
Henry pasó por encima de las piernas de las hadas guardianas y atravesó el recibidor. Cuando la puerta se cerró tras él, volvió la cabeza para mirar la estancia por última vez.
—Acorta el bate —dijo en voz baja, y echó a correr por el pasillo.