En algún lugar tras las espesas nubes, el sol había salido y refulgía. Durante horas Caleb había arreado a su caballo para que cabalgara lo más deprisa posible, aminorando la marcha del galope al paso rara vez y solo cuando el terreno lo requería. Los huesos de Henrietta hacían el mismo sonido al chocar que las flechas del carcaj de Caleb. Le dolían las piernas y la espalda y el aroma a sudor de caballo lo impregnaba todo.
A pesar de las nubes, el día había pasado de templado a cálido y de cálido a sofocante. La brisa de la mañana había sido fresca durante unas horas, pero ahora se había convertido en un viento húmedo, culpable de que Henrietta sintiera la piel grasienta.
La hierba en torno a ellos se había vuelto marrón y, en algunas zonas, estaba rizada. Los árboles más pequeños habían perdido las hojas y el resto estaban moteados de gris. Solo los árboles grandes permanecían verdes.
Mientras cabalgaban, Henrietta había visto algunos pájaros y roedores muertos sobre el terreno. Incluso un cervatillo. Ahora los cadáveres de pequeños animales se habían vuelto una imagen tan frecuente como las oscuras rocas que salpicaban las laderas de las colinas. Y, cuando saltaban por encima de algún arroyo, sus ojos siempre se encontraban con los de un pez flotando de lado. Bancos enteros bloqueaban los pequeños remolinos que se formaban tras las rocas y las aglomeraciones de ramas, evitando que la corriente se los llevara.
El pensamiento de Henrietta estaba en Kansas, con su familia. Por encima de los variopintos dolores que sentía, por encima del calor, el cansancio y la extrañe-za del mundo que la rodeaba, por encima del miedo, lo que Henrietta sentía era una completa inutilidad. ¿Por qué no era capaz de aprender? ¿Por qué no se lo pensaba dos veces antes de hacer una de las suyas? Lo que realmente atormentaban sus huesos eran los remordimientos y una ira gélida hacia Eli. Ella se había comportado como una estúpida, pero él la había engañado. Quizá hubiera podido volver a casa, pero gracias a él, ya nunca sabría si lo habría conseguido. Y, aunque las brújulas marcaran la combinación de FitzFaeren, nadie podría ir a rescatarla. El dolor que le producía la llave clavándose en su pierna se lo recordaban constantemente.
—¿Qué hizo Eli? —preguntó.
Caleb no dijo nada. El caballo castaño galopaba por una pendiente, abriéndose camino entre las rocas.
—Magdalene dijo que Eli dio a mi abuelo algo que no debería haberle dado —añadió.
—No conozco la historia completa —dijo Caleb—, tampoco es que necesite saberla. Como materia de estado, el odio fraternal de los FitzFaeren era algo conocido. Eli era el hermano mayor de la familia real y Magdalene la hermana pequeña, seis años más joven. En los tiempos antiguos, FitzFaeren estaba gobernada por reyes.
El caballo aminoró del galope al trote.
—Pero los reyes siempre tenían ansias de expansión —continuó Caleb—. Incluso combatieron contra Hylfing y algunas fortalezas de los faeren. Perdieron mucho, tanto en comercio como en vidas y, tras el arrebato de locura conquistadora de tres reyes, todos muertos en el campo de batalla, una reina heredó el trono. Bajo su reinado, los dispersos FitzFaeren encontraron consuelo y alivio y alcanzaron la grandeza. Sus artistas, arquitectos, poetas y músicos fueron los mejores de entre muchas naciones vecinas. Aún guerreaban, pero nunca como agresores, y supieron alcanzar la paz con sus vecinos. Algunos de sus aventureros viajaron a través de las sombras de otros mundos y trajeron talismanes y reliquias, doce en total, y con el poder de estos amuletos construyeron los salones de FitzFaeren, que los protegían de cualquier enemigo. En aquellos lejanos tiempos, la primera reina madre nombró heredera al trono a su hija y a sus hijos los relegó a duques. Y así fue durante trescientos años.
—¿Ya Eli no le gustaba ser un simple duque? —preguntó Henrietta.
—Cuando la reina madre murió, su hermana era muy pequeña, una niña en realidad pero, aun así, las familias nobles la prefirieron antes que a él. No les importó que fuera un muchacho pacífico, un magnífico escultor y un gran académico. Durante la semana previa al nombramiento de Magdalene como reina, desaparecieron tres de los talismanes más importantes. Y, la noche de su coronación, FitzFaeren sucumbió al ataque de los Perros de la Bruja de Endor. Aquella fue la última conquista endoriana. La gente atribuyó la culpa a Eli.
—¿Y fue su culpa? —preguntó Henrietta.
—Eli vino a Hylfing y nosotros le dimos cobijo. A él y a algunos valiosos restos de la biblioteca que había conseguido rescatar de los salones en ruinas. Pero entonces descubrimos que estaba haciendo acopio de volúmenes de magia negra y estudiando las bases del antiguo poder de Endor, que no podían ejercer ni los hombres ni los faeren, solo los demonios. Alegó que los estudiaba únicamente para conocer mejor al enemigo, pero el enemigo ya había caído y algunos de aquellos libros fueron entregados a un hombre que tomamos por un vagabundo. Mi hermano Francis, tu padre, fue enviado a seguir a aquel hombre y desapareció.
Unas gotas de lluvia salpicaron la frente de Henrietta. La niña se las secó con la manga.
—De modo que, sí —continuó Caleb—, creo que Eli traicionó a los FitzFaeren, quizá sin intención de causar mal, pero haciendo gala de insensatez y grandes mentiras.
Henrietta tenía muchísima sed. Sacó la lengua con la esperanza de atrapar al menos una gota de lluvia. No cayó ninguna.
—Magdalene dijo que Eli entregó los talismanes a mi abuelo.
—Sí.
—Eso convierte a mi abuelo en una mala persona.
—Lo convierte, por lo menos, en un necio —dijo Caleb—, y quizá nada más que eso. Muchas personas tienen tendencia a entrometerse en cosas que sobrepasan su poder y su naturaleza. Son actos que pueden empezar como necedades y convertirse en sabiduría o, por el contrario, en maldad y destrucción. El deseo de tocar lo que no debe ser tocado es tan antiguo como el mundo, la raíz de todos los infortunios.
Henrietta se quedó pensativa un momento, preguntándose si era muy distinta a su abuelo.
—¿Cuáles eran las cosas que Eli le entregó?—preguntó.
Caleb suspiró. El caballo se revolvió bajo ellos. Estaban entrando en una alameda de árboles bajos. La lluvia empezó a caer con más fuerza. Las hojas secas crujían a su paso.
—Una piedra, una empuñadura y una saeta.
—¿Una saeta?
—Una flecha —dijo Caleb— adornada con las plumas de un serafín del desierto, cuya punta era una lasca afilada por el propio aliento de Dios y con madera extraída del núcleo del cayado de Moisés. Una saeta encontrada y traída a FitzFaeren desde los territorios de Ramot de Galaad, tumba de reyes.
Henrietta trató de girarse sobre el caballo para ver el rostro de Caleb, pero no lo consiguió.
—¿Tú crees en esa historia?
Caleb rió.
—No lo sé. Pero si me encontrara esa flecha tirada en el camino, no la tocaría jamás por miedo a que me matara.
—¿Y el abuelo se atrevió a cogerla? —preguntó en voz alta.
Aquella pregunta iba dirigida tanto a Caleb como a ella misma.
Caleb tiró del caballo y Henrietta sintió una oleada de alivio, aunque estaba segura de que la sensación no duraría demasiado. Estaban en un claro, rodeados de árboles pequeños y moribundos. En el centro del claro un árbol, aún verde, sobresalía sobre los demás. Los demás caballos pararon, formando un círculo en torno a ellos. Un momento después apareció el perro y se dejó caer sobre el suelo, jadeante.
—Seguid cabalgando —ordenó Caleb—. Os alcanzaremos.
Los caballos continuaron. Caleb desmontó el caballo castaño por un flanco, pidió a Henrietta que no se moviera y comenzó a caminar en dirección al árbol.
Henrietta tuvo la impresión de que el hombre no estaba en absoluto entumecido. Cuando llegó a la altura del tronco, posó las manos sobre la corteza y examinó las ramas. Henrietta podía oír su voz, aunque muy levemente, y le pareció que Caleb cantaba. Después dio un paso atrás y extrajo un puñal de su cinturón. El arma tenía la cuchilla recta y un mango de plata envuelto en cuero negro. Caleb echó el brazo hacia atrás con toda su fuerza. Henrietta se encogió sobre la cruz del caballo. Caleb había apuñalado al árbol, hundiendo la hoja profundamente en la madera. El hombre dio media vuelta y regresó al caballo, dejando atrás el puñal.
—¿Vas a dejarlo allí?
—Sí —dijo, balanceándose detrás de ella—. Este árbol servía de indicador en el camino, así lo establecieron mis padres. No me hubiera gustado tener que ver cómo el poder de su odiado enemigo lo secaba.
—¿Has hecho algo mágico? —preguntó Henrietta.
El caballo empezó a moverse de nuevo. Los ojos de Henrietta permanecieron fijos en el puñal.
—Hay quien lo llamaría magia —explicó Caleb—, pero solo porque no serían capaces de hacer lo que yo he hecho.
—¿Qué has hecho?
—Le he dicho que no se deje derrotar, que no entregue su fuerza vital.
Henrietta se secó las gruesas gotas de sudor de la cara y se recogió el pelo detrás de las orejas. Se sentía sucia. Necesitaba una ducha.
—¿Por qué le clavaste el puñal?
—Para que no esté en letargo. Ahora está despierto, todo lo despierto que puede estar un árbol.
El caballo volvió a cabalgar al trote. Estaban dejando atrás la alameda.
—¿Estabas cantando?
—De algún modo, sí. Le hablé de forma que pudiera entenderme.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso?
Caleb estaba distraído. Ahora, sobre el terreno había más animales muertos que antes, animales más grandes incluso. Una especie de gato salvaje yacía junto a una mofeta. Un poco más allá, Henrietta vio por primera vez un tejón.
—Mi padre me enseñó —dijo Caleb—. El era capaz de hacer muchas más cosas, yo solo aprendí algunas.
—¿De qué era capaz?
Henrietta escuchó algo chasquear a sus espaldas; Caleb acaba de sacar una flecha del carcaj.
—Él no estaría huyendo de este látigo de muerte, por ejemplo. Él se estaría enfrentando al látigo y le estaría pidiendo a todo lo que hubiera a su alrededor que resistiera. Él habría sido capaz de caminar al centro del mal, de hallar la fuente y su verdor lo habría invadido todo.
—¿Nosotros no podemos hacer lo mismo?
—No, nosotros no podemos hacer lo mismo.
Henrietta bajó la vista. Por el rabillo del ojo pudo ver que Caleb llevaba el arco en la mano izquierda y que sujetaba una flecha, con las plumas del astil ya dispuestas[10], con un solo dedo.
—¿Qué pasa? —preguntó Henrietta.
La voz de Caleb sonó distraída, como si estuviera palpando algo.
—Todo. Algo. Ya veremos.
Los troncos de los árboles se iban volviendo más finos y el terreno más escarpado a su paso. Caleb golpeó suavemente al caballo y le permitió que eligiera el camino por sí mismo. Desde donde estaban pudieron ver al último de los caballos del grupo desaparecer por una pendiente. El perro iba a la cabeza.
El brazo de Caleb ya no sostenía a Henrietta.
A través de los árboles, proveniente de una ladera, el relincho de un caballo aguijoneó el bosque. Al relincho lo siguió un bramido y después el aullido de un perro.
—Quédate quieta —dijo Caleb—. Agárrate con las rodillas y tírale de las crines si hiciera falta.
El caballo corrió al galope, todo lo rápido que pudo, mientras sorteaba árboles y rocas. Henrietta se preguntó si aquel caballo realmente necesitaba que alguien lo guiara.
Acto seguido, los brazos de Caleb volvieron a rodearla. El izquierdo sostenía el arco negro, con la pesada flecha ya tensa en la cuerda. Los dedos de la mano derecha se cernían en torno a las plumas del extremo trasero. Henrietta no escuchaba más que el tamborileo de los cascos del caballo mientras se abrazaba al cuello del animal. Pendiente abajo, algo se aproximaba a ellos; era un caballo sin jinete. Pegado a sus cuartos traseros corría un enorme lobo gris. Dos lobos más lo flanqueaban, abalanzándose sobre sus patas y su cruz, golpeándolo en el cuello. Desde lo alto de la pendiente se acercaba otra silueta; el perro negro de Caleb. El caballo giró y coceó, pero el lobo le clavó los dientes en el lomo y la coz falló en su objetivo. El caballo relinchó de nuevo.
El corcel de Caleb aminoró el paso mientras sorteaba los árboles, repiqueteando con los cascos, dirigiéndose hacia los lobos. Estaban rodeando al animal con rapidez. Caleb giró el cuerpo para ponerse de lado. Henrietta se apoyó contra su pecho y agachó la cabeza al tiempo que su tío tensaba el arco. La niña vio cómo volaba la flecha y se abría camino rompiendo el viento. La saeta pasó justo por encima del lomo huérfano de jinete del animal y atravesó el cuerpo del lobo, perdiendo algunas plumas por el camino. El animal cayó limpiamente frente a los cascos del caballo encabritado y rodó por el polvo. Los otros dos lobos no perdieron la concentración a pesar de que Caleb los atacaba por un flanco y el perro negro los acosaba por el otro. El arco de Caleb volvió a tensarse, un segundo lobo cayó, golpeó el polvo y se retorció cuando las plumas de la flecha penetraron en su hombro. El hombre y la niña atacaron la pendiente al galope y escucharon un bramido romper el viento a sus espaldas.
—¿Qué hacemos con el otro lobo? —gritó asustada Henrietta.
—El perro puede ocuparse de él. Busca a Eli.
—¿A Eli?
—Ese era el caballo que robó.
Cuando llegaron a lo alto de la pendiente, Henrietta empezó a buscar a Eli frenéticamente. No vio nada. Caleb hizo que el caballo aminorara la marcha al paso y escrutó los laterales del camino mientras se abrían paso entre los árboles. Un poco más adelante vieron que el resto de caballos retrocedían. Caleb vio algo que Henrietta no percibió y cambió de dirección, haciendo que el caballo atravesara la maleza. Justo al otro lado, bajo un árbol, estaba Eli. Parecía herido, pero la única sangre visible le cubría las manos. Caleb desmontó del caballo y apoyó una mano en el pecho del hombrecillo. Eli abrió los ojos.
—Oh —dijo—, me he caído del árbol. Salté y me agarré a una rama. Los lobos persiguieron a mi caballo. Después, me caí.
—¿Estás bien? —preguntó Caleb.
—Eso creo —Eli pestañeó—. Nunca antes me habían atacado los lobos. No era precisamente la experiencia que estaba esperando.
—¿Qué estabas esperando? —preguntó Henrietta.
—Esperaba morir. ¿El caballo está muerto?
—No debería estarlo.
—¿Los lobos?
—Si conozco a mi perro, los tres estarán muertos.
—¿Y la loba?
—No he visto ninguna.
—La loba les iba a la zaga. Cuando me abalancé cabalgando sobre ellos, estaban rodeándola y rompieron el círculo. No sé cómo no me vieron llegar —Eli se observó las manos—. Ni cómo no me di cuenta de que estaban allí.
—Es difícil percibir nada ahora que cabalgamos sobre el clamor de la muerte —Caleb tensó su arco con otra flecha y se puso en pie—. ¿En qué dirección estaba la loba? —preguntó, y silbó entre dientes.
Henrietta escuchó un caballo yendo hacia ellos. El animal apareció de repente, encabritado y coceando. Tenía sangre en los flancos y arañazos en el cuello y la cruz. Eli estaba intentado ponerse de pie e indicarle a Caleb la dirección donde se encontraba la loba al mismo tiempo. Su tío se dirigió hacia donde apuntaba la mano de Eli y se abrió camino lentamente entre la maleza. Unos treinta metros más adelante, paró. Henrietta vio que delante de él se erigía una enorme roca. Después se agachó y desapareció de su vista. Henrietta se apresuró a seguirlo.
La loba era enorme y hermosa y tenía un pelaje gris oscuro casi sin trazas de otro color. El animal yacía exhausto en el suelo con la cabeza apoyada contra una roca; la lengua le colgaba flácida del hocico. A sus espaldas yacían tres cachorros, todos muertos. La loba posó sus ojos amarillos sobre Caleb, pero su lengua permaneció inmóvil, cubriéndole un lado del hocico mientras observaba al hombre. Henrietta vio cómo su tío dejaba el arco en el suelo y se acuclillaba frente al enorme animal. La loba frunció los labios y de su garganta brotó un gruñido casi inaudible. Henrietta contuvo el aliento. Caleb susurró algo y el animal dejó de gruñir. A continuación, su tío se arrodilló junto al animal.
Henrietta exhaló el aire contenido y se mordió el labio. Caleb estaba acariciando la cabeza de la loba. Muy lentamente, la rodeó para ponerse detrás de ella y apoyó la espalda en la roca. La hembra estaba tendida de lado, con las piernas estiradas y la cabeza sobre el regazo de Caleb. Todavía tenía la lengua fuera, pero había cerrado los ojos. No estaba muerta; Henrietta escuchaba su respiración. Caleb levantó la mirada hacia Henrietta, sin dejar de acariciar el cuello de la loba y sin dirigirle la palabra. El hombre se inclinó sobre el animal y le susurró algo al oído.
Henrietta se quedó callada. Creía que Caleb prefería que estuviera callada. En lugar de hablar, lo que hizo fue acercarse un poco a ellos y esperar a ver si Caleb le decía que retrocediera. El hombre no dijo nada, así que se acercó un poco más, medio a hurtadillas. La loba abrió los ojos y su cuerpo se contorsionó y sufrió un espasmo al intentar incorporarse. Henrietta se quedó petrificada y Caleb susurró de nuevo. El enorme cuerpo color carbón se relajó, Caleb miró a Henrietta y asintió con la cabeza. La niña se puso de rodillas y alargó la mano sobre el lomo de la loba. Sus ojos amarillos se abrieron de nuevo y la observaron, pero el cuerpo permaneció inmóvil, a excepción del leve movimiento ascendente y descendente de las costillas. Henrietta acarició el cuello y la cabeza del animal, le rascó con cuidado detrás de las orejas y, en un arranque de valentía, pasó las manos por sus patas, palpando sus flacos huesos y las almohadillas bajo sus garras.
Cuando Caleb le indicó con un gesto de la cabeza que se levantara, Henrietta no quiso hacerlo.
—Hemos de irnos —dijo.
No había usado un tono más alto de lo habitual, pero a Henrietta le sonó como un grito. Henrietta se puso en pie, se colocó el pelo detrás de las orejas y bajó la vista para mirar a los cachorros. Intentó acercarse a ellos, pero su tío sacudió la cabeza con un gesto de negación. Caleb se deslizó para apartarse de la loba, apoyó la cabeza del animal en el suelo, le pasó las manos por el cuerpo un par de veces y después le apoyó una mano en la cabeza y otra en las costillas.
—Ve —dijo Caleb en voz muy baja a la loba.
Henrietta observó cómo sus costillas se alzaban con una inspiración larga y profunda y después se hundían. El animal no volvió a respirar. Henrietta caminó delante de Caleb en dirección al caballo. Estaba haciendo todo lo posible por no llorar.
Eli estaba de nuevo a lomos de su caballo, rodeado por el resto de jinetes. Caleb montó de nuevo en su castaño, cogió a Henrietta y la aupó para que montara frente a él.
—Eli —dijo Caleb—. Eres un mentiroso, un cobarde y un ladrón. Como no tienes a quien servir, eres anárquico y ególatra.
Eli enrojeció.
—No tengo ningún amor propio.
—En ocasiones, el odio hacia uno mismo y la egolatría no son sentimientos muy alejados. Detestas el pequeño saco de huesos y rencores que eres, pero serías capaz de traicionar a cualquiera para salvar tu pellejo.
Henrietta estaba sorprendida. Vio cómo el rostro de Eli se ensombrecía y después palidecía de ira. El hombrecillo trató de abrir la boca, pero Caleb elevó un brazo para frenarlo.
—Jura lealtad a Hylfing ahora mismo —dijo—. Eli FiztFaeren, necesitas pertenecer a algo que no sea tu ampulosa persona.
—Yo… yo no sé si… —tartamudeó Eli.
—No es una petición —La voz de Caleb sonó dura como la piedra. A Henrietta le invadió el miedo y no se atrevió ni siquiera a mirarle a la cara—. Si no lo haces, te ensartaré en un árbol. Tu robo podría haberle costado la vida a uno de mis hombres. Si sentiste el incremento del peligro de muerte durante la noche y no nos lo advertiste… se acaban de sumar tres vidas más a tu cuenta. Jura —dijo Caleb, e hizo una pausa—. Ahora mismo.
Eli se incorporó, petrificado. Henrietta escuchó cómo su tío sacaba una flecha del carcaj.
—Por favor, no —dijo de repente—. No lo mates.
—Calma, Henrietta —dijo Caleb—. No te entrometas en las cosas que se escapan a tu entendimiento.
Henrietta se mordió el labio.
En ese momento, un trueno retumbó con lentitud en el cielo. Parecía que la lluvia había terminado de decidirse a caer y lo hizo con fuerza, aguijoneando y punzando, cálida pero, aun así, más fresca que el aire del ambiente.
—¿Eli? —preguntó Caleb.
—Juro —empezó a decir Eli en voz baja. Henrietta se irguió todo lo que pudo para no perder palabra—, ante Dios, estos testigos y todo lo que pueda en la naturaleza atestiguar, servir a Hylfing y procurar el bienestar, la pureza y la paz de su pueblo —Eli evitó los ojos de Henrietta y miró fijamente a Caleb—. ¿Con eso valdrá? —preguntó con aspereza—. ¿O tenías algo mejor en mente?
—Con eso valdrá —dijo Caleb—. ¿Sabes lo que te aguarda si rompes este juramento?
—Supongo que una flecha.
—Algo afilado, de eso no tengas duda —dijo Caleb—. Bien, entonces…
Caleb se volvió hacia los demás jinetes, pero Eli lo interrumpió.
no—Te darás cuenta —empezó a decir Eli de nuevo. Tenía el pelo lacio y húmedo— de que te recuerdo lloriqueando y pidiendo de mamar, envuelto en un montón de pañales sucios.
Caleb rió.
—Yo no tengo ningún recuerdo de ti. Absolutamente ninguno. Pero eso podemos cambiarlo.
El grupo de jinetes sonrió brevemente.
Caleb sacó un trapo de su capa.
—Vendad los ojos a los caballos. Estamos a menos de un kilómetro y medio del antiguo pasaje. El flujo de muerte irá empeorando a medida que nos acerquemos, así que no tendremos oportunidad de hacer una nueva parada. Nos enfrentemos a lo que nos enfrentemos, cabalgaremos hasta la puerta y la atravesaremos. Procurad no caer al suelo, pues allí es donde el flujo es mayor. Una vez hayamos atravesado el portal, si una montura o un jinete da un traspié, no tendremos tiempo para rescatarlos. No respiréis hasta que no volvamos a salir a la luz. Cabalgad pegados a mis talones con las armas dispuestas. No sabemos lo que nos encontraremos delante, dentro, ni al otro lado de la maléfica puerta.
Los hombres hicieron acopio de pañuelos, trapos y vendas y los ataron en torno a las cabezas de los caballos, que se movían enloquecidas. Cuando los nerviosos animales se fueron calmando, los jinetes desenvainaron las espadas y prepararon los arcos y las flechas. Caleb alentó a su caballo para que trotase más deprisa con ayuda de las rodillas y lo guió a través de los arbustos.
El resto de la caballería lo siguió en fila india.
* * *
Henrietta tenía un nudo en el estómago. Ya no le dolía el cuerpo. O quizá sí le dolía, pero no se había dado cuenta. Durante aquellos días de aventuras enloquecidas, su nivel de templanza había aumentado. Ahora estaba cabalgando en dirección a un portal que tenía el poder de matarla. Ya habían tenido que envolver en mantas tres cuerpos.
Incluso el cuerpo de Caleb, que cabalgaba detrás de ella, parecía tenso. El perro negro trotaba junto a ellos con el hocico apuntando al cielo y las orejas tiesas.
La hierba que pisaban en aquel momento estaba más que rizada; mientras cabalgaban, pasó del marrón al gris y, bajo la lluvia, simplemente se reducía a polvo.
Henrietta tenía el pelo empapado y lamido hacia atrás y ni siquiera se molestó en secarse el agua que le corría a chorros por la cara; se limitó a absorberla con el labio inferior. Era lo primero que bebía en todo el día.
No le hizo falta preguntarle a Caleb dónde iban, ella misma veía el destino. Estaban dirigiéndose a un saliente de piedra rodeado de árboles carentes de hojas. Un camino de muerte gris se dibujaba ante ellos sobre el terreno. Muy pronto alcanzaría a ver el portal abierto.
Los truenos hacían vibrar el cielo en la distancia, pero Henrietta no vio ningún rayo. Tenía los ojos fijos en una boca negra que crecía a medida que se acercaban y que parecía demasiado simétrica para ser una cueva natural. Henrietta tragó saliva al notar un desnivel en el terreno. Terreno muerto. Terreno gris. Cada brizna de hierba se había convertido en una espiral retorcida, húmeda y deslucida, sin tersura. Ahora aquel amasijo apuntaba hacia el portal.
Caleb chasqueó la lengua y el caballo se agitó. Por primera vez, Henrietta reparó en los pájaros y alzó la vista al cielo entre la lluvia.
—Los liberé —le dijo Caleb al oído— hace ya mucho. Puede que vuelvas a verlos. Ahora, prepárate para contener la respiración. Si te mareas, expulsa el aire y aférrate al cuello del caballo. No te caigas.
Henrietta asintió.
—Sé obstinada —dijo Caleb—. Obstinada como una muía.
Henrietta apretó los dientes y se aferró a las crines del animal con los puños. Podía superar aquello. Sabía que podía.
Caleb continuó hablando, su voz parecía un cántico.
—Tu vida es solo tuya, tu esplendor es solo tuyo, pero los perderás si los conservas solo para ti. Conserva la vida por el amor a otros. ¿Qué harías sin ella? No dejes que la mujer demonio se apodere de tu vida. Deja de respirar.
El flujo de palabras no cesó, pero Henrietta dejó de entenderlas. Ya no iban dirigidas a ella.
La puerta se abría frente a ellos. El caballo aminoró la marcha, aunque no demasiado, mientras Caleb lo dirigía a través de ella. Henrietta contuvo el aliento y se adentró en la muerte, en la creciente oscuridad, con los ojos bien abiertos.
* * *
Henrietta sintió el golpe inmediatamente, como si le hubieran clavado un gancho en las entrañas y estuvieran tratando de extraérselas. Cuando se quedó sin respiración, boqueó. Los cascos del caballo se precipitaron sobre la roca y las patas de los demás animales repiquetearon a sus espaldas. Anhelaba respirar, pero no podía abrir la boca. No podía. Sabía que si lo hacía, se le escaparía algo por ella. Algo importante. Sintió que la piel se le tensaba y se le cuarteaba. Estaban en una sala ancha y circular, más bien poligonal. En ella, cada pared era una puerta. A través de algunas de ellas se derramaba una luz tenue. El caballo castaño se revolvió cuando estuvo delante de una de la que solo salía oscuridad y Caleb trató de calmarlo, dirigiéndolo hacia otra de ellas. Henrietta notó cómo sus ojos se sentían inmediatamente atraídos hacia ella, como sus oídos…
La niña abrió la boca para respirar y se sintió invadida por el malestar. Se sintió revuelta, se tambaleó y estuvo a punto de caerse del caballo. Una mano fuerte surgió a sus espaldas, le cerró la boca y la aúpo a lomos del animal. Caleb la estrechó contra su pecho. Le escocían los ojos, así que los cerró.
Algo tras ellos hizo retumbar el suelo. Caleb y Henrietta atravesaron el portal y salieron a la lluvia, bajo truenos aún más potentes.
Henrietta vomitó a través de los dedos de Caleb. Caleb apartó la mano y la niña volvió a vomitar sobre la cruz del caballo y una vez más en el suelo. A continuación, se incorporó y se dio cuenta de que estaba llorando.
Caleb hizo girar al caballo para observar cómo los demás atravesaban el portal. Pasó un jinete, tosiendo. Pasó un segundo, más fuerte. Un tercero. El caballo que llevaba a lomos a Eli trastabilló. El animal empezó a tambalearse de lado a lado y se derrumbó en el suelo, contrayendo las patas. Eli rodó por la maleza.
—¡Eli, levanta! —gritó Caleb.
La lluvia y los truenos ahogaron el grito.
El caballo se aproximó donde había caído el hombre y Caleb desmontó por un costado.
Una vez en el suelo, Caleb levantó a Eli y lo montó sobre el caballo, detrás de Henrietta, antes de que ella tuviera siquiera tiempo de objetar. Tres caballos más irrumpieron bajo la lluvia. El cuarto cargaba a un jinete desmayado que cayó directamente al suelo. Ninguno más los siguió.
Caleb se puso de puntillas para alcanzar el lomo del caballo y abofeteó a Henrietta.
—¡Despierta! —gritó—. ¡Agárrate! Eli, llévala a la casa que era de mi madre. Rápido. No oses traicionar mi confianza.
—¡Espera! —gritó Henrietta—. ¿Dónde vas? ¡No nos dejes solos!
—¡Marchaos! —gritó Caleb—. Los brujos han atravesado el portal justo antes que nosotros. Están en la cordillera.
Caleb señaló hacia la cueva. La boca estaba situada entre unas rocas junto a una gran pendiente que desembocaba en una cordillera. Entre el viento y la lluvia, Henrietta no era capaz de distinguir nada. Sin embargo, de repente, vislumbró a lo lejos unas capas oscuras que se aproximaban al portal desde lo alto de la pendiente.
—¡Están llegando! ¡Marchaos! ¡Ahora!
Caleb dio una palmada en la grupa del caballo y Henrietta sintió los músculos del animal tensarse bajo su cuerpo. A ella prácticamente no le quedaban fuerzas para seguir agarrándose a él. Aun así, se aferró, tambaleándose. Caleb corría hacia el jinete que había caído al suelo con el arco en la mano y una flecha tensando la cuerda.
Henrietta se volvió, aterrorizada, aferrada al cuello del caballo y agitándose con el movimiento del animal.
Frente a ella se extendía una pradera ondulada surcada por un río. Sobre la desembocadura del río se erigía una pequeña ciudad de pálidas murallas y torres.
Tras ella, rugía el mar.
—Es la ciudad de tus ancestros —dijo Eli a sus espaldas—. Mi ciudad. Esperemos que sea capaz de capear la tormenta.
Justo a sus espaldas, cayó un rayo.