CAPÍTULO 19

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La habitación estaba oscura, a excepción de un único rayito de luz cerca del techo. Aun así, Henry no veía nada. La oscuridad estaba plagada de movimientos fugaces y formas nervudas, pero nada de claridad.

Henry levantó la mano, buscando la quemadura dorada que tenía en la palma. Estaba allí, brillante, vibrante; cuanto más la miraba, más profunda y nítida se volvía y sus movimientos eran más rápidos. Mirarla hizo que le volviera a doler la cabeza; le palpitaban los ojos y la base del cráneo. Pero en ese momento, al mirar hacia arriba, pudo ver.

Las paredes eran sólidas, de barro en unas zonas y de madera tallada en otras. Si posaba los ojos en cualquier punto el tiempo suficiente, todo empezaba a dividirse en hebras que se entretejían, formando extrañas palabras que no era capaz de pronunciar, aunque sabía que podían ser pronunciadas.

—Hay tanta magia —dijo lentamente—. Todo, todo esto es mágico.

Monmouth gruñó en el suelo. Tenía un chichón en la frente, justo debajo del nacimiento del pelo. Surcos de suciedad le cruzaban el pálido rostro. Se llevó la mano derecha a la cabeza y Henry observó la marca que el joven tenía en la palma de la mano. Era verde, con un deje de plata chispeante y ondulado.

—Ahora estás en un montículo de hadas —dijo Monmouth—. En el mundo, todo tiene su esplendor secreto, su propia magia. En este lugar, ese esplendor se duplica, se triplica. Las hadas pueden hacer que las cosas sean reales en muchos niveles distintos.

Henry parpadeó y se preguntó cuánto tiempo podría mantener la segunda visión sin que le explotara la cabeza. La puerta estaba hecha de cañas fuertemente atadas. El techo era de arcilla verde y, del centro, pendía un único farol, sin cadena. Henry alcanzó a ver la maraña de hebras que lo mantenían suspendido, pero sabía que desaparecerían si se relajaba y volvía a usar la visión normal. Todo lo que había en aquel lugar lo haría.

Cerró los ojos para que su cabeza se recuperara.

—¿Qué vamos a hacer?

La voz de Monmouth sonaba cansada y dolorida.

—Aparentemente, tenemos que esperar a que el comité se reúna.

—¿A ti también te duele la cabeza siempre que…, que ves? —preguntó Henry.

Estaba clavándose los nudillos en las cejas y lo cierto es que el dolor que le producían lo aliviaba.

—No —dijo Monmouth—. Antes sí me dolía, pero te acostumbras. Ahora me duele la cabeza porque alguien me dio un garrotazo cuando nos arrastraron.

—¿Por qué?

—Porque me resistí. Trataron de dormirme las piernas, pero tuvieron que usar una técnica antigua.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Henry de nuevo.

—¿Henry? —dijo Monmouth—. Me voy a dormir.

—¿Por qué?

—Porque en sueños no me dolerá el golpe. Háblame allí.

—¿Qué? —preguntó Henry, pero Monmouth no dijo nada más—. ¿Monmouth?

Un momento después, la respiración relajada del joven brujo llenó la oscuridad. Henry se puso de pie, cambió de visión y trató de ignorar el dolor que le invadía el cráneo. Caminó hacia la puerta y la empujó. No tenía pomo ni picaporte, así que no había manera de tirar de ella.

Su dolorida cabeza pronto se convirtió en un problema difícil de ignorar y levantar la vista lo hacía sentirse mareado. Podía ver la habitación de tres maneras posibles: oscura y desordenada, limpia y fantasmal o rebosante de magia esculpida. Ninguno de esos puntos de vista le era de mucha ayuda, así que se tumbó en el suelo y cerró los ojos.

Sus ojos se lo agradecieron.

—Te he esperado —dijo Monmouth—. Tu sueño es potente. No pude mantener el mío propio cuando apareció.

—¿Qué? —preguntó Henry.

Ambos estaban sentados en el suelo, en el centro de la habitación, que era luminosa y estaba limpia. Nada vibraba en ella. Las paredes eran de barro y madera y nada más. Aquella imagen era mucho más soportable que la realidad.

—Tu imaginación es más fuerte que la mía —dijo Monmouth.

El joven sonrió y Henry se dio cuenta de que el chichón había desaparecido. Pero, en cuanto Henry pensó en él, Monmouth hizo una mueca de dolor y su mano salió disparada hacia la frente.

—Ay —dijo—. ¿Te importaría dejar de pensar en él? Se supone que aquí no debería tenerlo.

—Lo siento —dijo Henry—, no era mi intención.

—Hazlo desaparecer, por favor. Para esto, también podríamos estar despiertos.

Henry lo intentó, pero no sucedió nada. No podía dejar de soñar con el chichón cuando su mente sabía que en realidad estaba allí.

—Lo siento —dijo de nuevo—, pero creo que no puedo.

Monmouth se puso de pie.

—Bueno, por lo menos aquí no duele tanto. He intentado salir de este agujero, pero han embrujado la habitación para mantenernos encerrados.

—Pero estamos soñando —dijo Henry—. ¿Cómo pueden mantenernos encerrados?

Monmouth sonrió.

—Eres más que un simple cuerpo, Henry York.

—¿Quieres decir que tratan de encerrar nuestras mentes? Con ellas es con lo que soñamos, ¿verdad?

—La mente es una parte de tu cuerpo. Pero esto es distinto; tú puedes darle forma a tus sueños, si lo deseas, pero los sueños reales provienen de tu interior. Tienes que aprender a viajar por ellos y a dirigirlos, obligándolos a parecerse a la realidad si eso es lo que deseas, o a la fantasía. Yo nunca he sido demasiado bueno en esto, pero hay docenas de libros y pergaminos antiguos en la biblioteca de Carnassus sobre cómo caminar por los sueños y he leído la mayoría.

Henry observó la habitación. Sus sueños siempre habían sido extraños. Ahora, después de que Darius lo hubiera expulsado de uno y que había sido un caminante de sueños en Badon Hill, estaba mentalmente preparado para creer cualquier cosa que Monmouth le contara.

Henry se acercó a la puerta y estiró la mano para tocar las cañas. En Bizantemo, Nella había mencionado algo sobre los sueños. Le había dicho que creyera en ellos. Pero, ¿cómo se cree en un sueño?, se preguntó. Los sueños no significan nada.

Al tacto, parecía que las cañas estuvieran fundidas unas con otras. Probablemente lo estuvieran. Henry se volvió hacia Monmouth. El brujo se masajeaba la cabeza. El chichón había disminuido, pero creció en cuanto Henry volvió a mirarlo. Después Henry vio a Monmouth. Vio cómo era en realidad.

Monmouth le devolvió la mirada, primero con ira y después con sorpresa. Algo cambió en el ambiente y envolvió lo que Henry estaba intentando ver, solo por un instante, pero no importó. Henry seguía «viendo».

Monmouth tenía el mismo aspecto que Nella, un cúmulo de hebras verdes, de palabras vivas que se movían lentamente, escritas unas sobre otras, atadas unas a otras, creciendo juntas. Pero, en algunos lugares, había oscuridad, dureza e inactividad; como si la muerte estuviera luchando con el resto.

Monmouth entornó los ojos.

—¿Qué ves? —le preguntó.

Henry parpadeó.

—¿Y tú?

No le dolía la cabeza. En sueños, podía ver sin sentirse mal.

—Veo miedo y confusión —dijo Monmouth— y dolor. Hay algo de fuerza también, pero no ha sido entrenada y no tiene propósitos concretos, por lo que está fuera de tu control. Y tienes un agujero en la cara, en la mandíbula. Es pequeño, pero en sí mismo es más poderoso que el resto del poder que hay en ti, y está creciendo. ¿Qué ves tú?

Henry tragó saliva, deseando poder ocultar todo lo que le había dicho Monmouth con su ropa.

—Yo… —Henry hizo una pausa—. No lo sé.

—No eres tan fuerte como pensaba —dijo Monmouth—. No pretendo ser grosero, es solo que había pensado que debías ser increíblemente poderoso si la bruja estaba tan desesperada por encontrarte.

Henry apoyó la espalda contra la puerta y se deslizó hacia el suelo, arrebujando las rodillas contra el pecho.

—Lo sé.

—¿Tu padre realmente derrotó a la bruja?

Henry se encogió de hombros.

—Nunca he visto a mi padre —Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás—. Voy a dormirme.

—No puedes dormir; ya estás soñando. ¿Por qué quieres dormirte otra vez?

—En un sueño, no tiene por qué doler.

Henry soñó que se quedaba dormido. Y eso hizo.

* * *

Aquella vez, Monmouth no estaba allí. Durante un instante Henry pudo ver su vaída silueta desvaneciéndose, pero la bloqueó rápidamente. Su propia forma, igual de borrosa al principio, se hizo más consistente cuando se encontró mirando desde lo alto a Henry York, que dormía con las rodillas apretadas contra el pecho. En lo que respectaba a sí mismo, la variante de su ser con la que estaba observando su cuerpo no tenía ninguna forma concreta. Henry levantó lo que creía que eran sus brazos, pero no vio nada. Entonces, muy lentamente, la corola de un diente de león sin tallo apareció flotando en el aire.

Henry dio media vuelta, dejando su cuerpo atrás, y atravesó la puerta.

Fuera había un hada que hacía guardia de pie, apoyada contra una de las jambas de la puerta, bostezando. Tenía los brazos cruzados y un garrote con la punta podrida bajo un brazo.

Henry pasó por delante del hada y se adentró en un pasillo. Del techo colgaban unos faroles tan bajos que tuvo que agacharse para sortearlos. Se preguntó si, con esa forma corporal, agacharse sería necesario. Sentía que seguía teniendo cabeza, pero no estaba del todo seguro de ello.

Buscó escaleras o rampas, o alguna estructura que le permitiera subir. El pasillo era extraño y, aunque estaba enteramente construido en barro, no parecía sucio en absoluto. El suelo era de pizarra lisa, no como el tosco suelo de la sala en la que estaban encerrados, y la parte superior de las paredes estaba hecha de paneles de arcilla verde esculpida, intrincados frisos y, en algunos puntos, un amasijo de motivos que no seguían ningún tema concreto.

Dondequiera que fuera, la parte baja de las paredes estaba revestida con paneles de madera pálida, de un blanco que no parecía natural, como si estuvieran encalados, y lo mismo sucedía con la mayoría de las puertas. Algunas estaban hechas de cañas, como la que acababa de atravesar, también tintadas de blanco.

Cuando por fin encontró unas escaleras, las subió, encorvándose en el estrecho espacio en espiral. Dos hadas bajaron por las escaleras de caracol, atravesándolo sin problemas, aunque ambas sintieron un escalofrío al introducirse en su cuerpo.

Henry se elevó por los peldaños hasta que encontró un nuevo nivel de escaleras, bastante más concurrido que el anterior, y se dispuso a subirlo. El tono de la arcilla era distinto allí, de color gris humo, con vetas marrones y rojas en algunas partes, pero el resto de estructuras parecían hechas con el mismo molde, aunque los salones se elevaban, caían, se combaban y se enroscaban de modos que estaban fuera del alcance y de la imaginación de cualquier arquitecto humano que no estuviera encerrado en un psiquiátrico.

Finalmente, en el cuarto tramo de escaleras, pasó por delante de un grupo de hadas que reían y vio una puerta ancha y baja. En un primer momento el pomo le pareció de hierro, pero al mirarlo de nuevo le pareció que estaba fabricado de una madera a la que no le habían quitado la corteza, como si su forma, aunque perfectamente funcional, no hubiera sido tallada.

Del pomo colgaba un gran cartel de madera en el que alguien había pintado con mucho esmero unas letras negras. Curiosamente, las letras parecían querer ser una imitación de los tipos de una máquina de escribir, aunque parecía que el artista no había podido resistirse a añadir unas pequeñas florituras en la «T», y la advertencia estaba subrayada con una caprichosa línea.

PRIVADO

Prohibido entrar, llamar u obstruir la entrada.

(Las violaciones serán castigadas)

En un primer momento Henry se preguntó si sería un cuarto de baño pero, aún así, atravesó la puerta.

La habitación a la que conducía era muy lujosa. El suelo estaba cubierto por una alfombra roja, tan espesa como el césped sin cortar. En el fondo había una gran ventana redonda hecha con paneles triangulares. Allí las paredes, compuestas por paneles rectangulares perfectamente planos, eran de color verde pálido. En el centro de cada una de ellas había un rostro, siempre el mismo rostro, pero expresando variaciones de un mismo tema: la seriedad. O quizá la pomposidad. Tenía los carrillos carnosos y unas espesas cejas y, además de en las paredes, en el mundo real bebía de una copa, sentado en una ancha silla situada junto a la ventana.

El hada dueña del asiento era bastante delgada y su rostro de rasgos rollizos se equilibraba sobre un cuello esbelto. Tenía el pelo muy corto a ambos lados de la cabeza y la coronilla calva. Estaba afeitado y llevaba unos anteojos redondos. Lo que más llamaba la atención es que iba vestido con una bata fucsia satinada que, evidentemente, había pertenecido a una mujer antes que a él.

Henry rememoró su primer encuentro con Eli y se preguntó si habría algo en la sangre de los faeren que les hiciera sentirse atraídos por las batas ajenas.

Había dos hadas más frente a él, sentadas en sillas bastante menos cómodas. El rostro de una de ellas parecía joven, pero su cabello tenía el mismo color y textura que el cable de acero. La otra parecía más vieja y era muy gorda, mucho más gorda aún que Frank. Tenía una cabeza completamente calva que compensaba con una espesa barba que le cubría la barbilla, aunque no tenía bigote.

Los tres sujetaban unas copas llenas de un líquido espeso y amarillo que parecía ponche de huevo. Los tres contemplaban sus copas en silencio.

Un momento después, el más gordo de los tres tomó la palabra.

—¿Quién las ordeña? —preguntó. Para la cantidad de blandura que contenía su cuerpo, la voz que brotó de él sonó áspera—. A las yeguas, quiero decir —agregó, levantando su copa.

—Flax —dijo el hada de la bata fucsia.

Flenry reconoció ambas voces; eran las mismas que había escuchado en el pasillo cuando llegó allí. Las voces a las que Frank había gritado.

—¿Y la fermentación?

—Colly se ocupa de ella. Está mejorando.

El hada gorda asintió lentamente y, acto seguido, resopló por la nariz, se sorbió los mocos y bebió.

—Ralph —preguntó el hada joven—, creo que deberíamos hablar sobre el chico. No he venido aquí para catar leche de yegua.

El hada de la bata se volvió en la silla y miró por la ventana.

—¿Quién —dijo en voz baja— te ha autorizado a llamarme Ralph?

—Disculpas y reverencias —dijo el hada más joven, aunque era evidente que no las sentía—. ¿Presidente Radulf, señor Braithwait, qué pretenden hacer con el chico? Franklin Fat-Faerie está expandiendo rumores entre los sectores más jóvenes, afirmando que el niño es el septugénito de Mordecai. Necesitamos resolver este asunto con prontitud.

—Es el hijo de Mordecai, ¿verdad? —preguntó el hada gorda.

Henry estaba casi seguro de que era Braithwait. La otra debía ser Radulf, el faeren que le había enviado la «advertencia».

—Efectivamente, lo es —dijo Radulf—, aunque nadie ha sido capaz de explicarme cómo un niño fue capaz de escapar cuando su padre no pudo hacerlo —El hada suspiró—. Incompetentes.

Henry se acercó un poco más, cruzó sus manos oníricas por detrás de la espalda y se apoyó contra la pared.

—¿Ha sido bautizado? —preguntó el hada joven.

—Si así fuera, joven Rip —murmuró Braithwait—, no te haría falta preguntarlo. Muchas cosas habrían sufrido una regresión en estos salones.

¿Rip?[9] Definitivamente, tenía pinta de desgarrón, pensó Henry. O de alguien que hubiera desgarrado muchas cosas en su vida.

Rip, si es que ese era su verdadero nombre, se pasó una mano por la áspera cabellera y se rascó la cabeza.

—Sigo sin comprender por qué no matasteis a Mordecai.

Radulf dio un sorbo a su copa de leche y, haciendo gala de delicadeza, se secó el morro con la manga rosada.

—Estábamos vinculados a él. Matarlo hubiera acarreado… problemas.

—Romper el vínculo podría haber supuesto nuestra destrucción —dijo Braithwait.

—Sí —asintió Radulf—. Un encarcelamiento permanente era una opción mejor. Ahora los faeren esperan pacientemente su regreso mientras nosotros gozamos de una vida de libertad sin patrones humanos de ningún tipo, ejerciendo el autogobierno por primera vez en un siglo.

—Pero —empezó a decir Rip—, ¿estáis seguros de que el enclaustramiento no ha roto el vínculo? Además, habéis tratado de matar a su hijo.

—No hemos tratado de matar a su hijo —dijo Radulf—. Su hijo desapareció antes de que pudiéramos hacerlo. Y, si tuviéramos la oportunidad de levantar una jurisprudencia constitucional al respecto, quedaría demostrado que, manejar el asunto de Mordecai del modo que lo hicimos, pretendía única y exclusivamente mantener el vínculo. Teniendo en cuenta quiénes eran sus enemigos, creo que le salvamos la vida.

—Pero, ¿mataréis a su hijo ahora? —preguntó Rip—. No podéis arriesgaros a un bautismo. No sois suficientemente poderosos para contener el poder de un rito de nombramiento y estoy seguro de que Mordecai estará en pleno desacuerdo con vuestros matices constitucionales.

Radulf hizo girar la copa, dejando que el interior se cubriera con una película cremosa.

—No tendrá oportunidad de enterarse —dijo—. A finales de semana, Hylfing será destruida, hasta la última gota de su sangre habrá sido derramada y nosotros…

Radulf miró directamente donde estaba Henry. Henry retrocedió y se hizo a un lado. Los ojos de Radulf no se movieron, sino que se mantuvieron fijos en el lugar que había ocupado Henry un segundo antes.

Henry siguió la mirada del hada y casi se atraganta de la sorpresa. En la pared de arcilla sobre la que se había apoyado había surgido un enorme ramo de dientes de león y una docena de corolas brillaban en aquella espontánea floración.

Radulf se puso en pie.

—Está aquí. Rip, ¿acaso no estaba sellada la mazmorra?

—Estaba sellada de todas las maneras posibles.

La pequeña hada burócrata inspiró profundamente.

—Ve a buscar su cuerpo ahora mismo. Acaba de ofrecerse voluntario para un juicio exprés. Tenemos suficientes motivos para condenarlo.

Henry dio media vuelta y atravesó la puerta corriendo. Cuando llegó al pasillo no fue capaz de encontrar las escaleras. Así que cerró sus ojos imaginarios, bloqueó el resto de la realidad onírica y se imaginó con las rodillas arrebujadas contra el pecho.

Se soñó a sí mismo caminando.

* * *

El cuerpo de Henry se agitó, estiró las piernas y abrió primero un ojo y después el otro. Monmouth estaba acuclillado frente a él, mordiendo una pajita.

—Nunca había oído hablar de eso —dijo—, en ninguno de los libros —El joven rió y le tiró a Henry la pajita—. Estábamos soñando y, de repente, te acurrucaste y te desvaneciste. Traté de seguirte, pero me expulsaste del sueño.

Henry parpadeó para ver la habitación como realmente era, alternando los dos tipos de percepciones. Si se concentraba, era capaz de mantener la visión normal, en la que solo había barro y madera y ni rastro de la magia que envolvía ambos materiales.

—¿Has descubierto algo? —preguntó Monmouth, poniéndose de pie.

Henry asintió.

—Sí. Las hadas le hicieron algo a Mordecai, mi padre, o el tipo que todos creen que es mi padre —Su mente obvió todo lo demás y saltó a lo realmente importante—. Y están viniendo a por mí —añadió.

Ambos escucharon un sonido de voces un momento antes de que la puerta se abriera de un golpe. Cinco hadas, capitaneadas por Rip, entraron en la sala con una estampida. El hada empujó a Monmouth a una esquina y recogió la mochila de Henry del suelo. Las otras cuatro rodearon a Henry, cada una agarrándole de una extremidad. Aquella vez no habría necesidad de arrastrarlo ni golpearlo. Los brazos y las piernas se le pusieron rígidos en cuanto entraron en contacto con los cepos de las hadas y lo llevaron por el pasillo más tieso que un palo.

Henry intentó gritar, pero algo le selló la mandíbula. La puerta de la mazmorra se cerró de un portazo y Henry no pudo hacer más que observar cómo el suelo pasaba rápidamente bajo sus pies. Tras haber girado más esquinas de las que Henry fue capaz de contar, lo arrojaron por una puerta y sus extremidades se relajaron de repente. Antes de que pudiera moverse, unas manos ásperas lo agarraron y lo despojaron de sus ropas, calcetines y zapatos incluidos. Tiritando y en ropa interior, Henry trató de ponerse de pie, pero dos hadas lo empujaron hacia una silla que estaba frente a una mesa muy pequeña y se dispusieron a hacer guardia a sus espaldas. La habitación no era mucho más grande que un armario. Un único farol, suspendido sobre la mesa, arrojaba algo de luz sobre las paredes de arcilla de aquel diminuto espacio. Allí no había paneles de madera.

La puerta se abrió de nuevo y un hada con un viejo sombrero amarillo entró en la sala con paso inseguro. El hombrecillo parecía cansado y sorprendido. El hombre mascaba un trozo de corcho, llevaba un abrigo sucio y gris y en su mano oscilaba una botella verde vacía.

—¿Qué es esto? —preguntó—. No se me ha notificado.

—Se te está notificando ahora mismo —dijo uno de los guardas y los dos salieron por la puerta—. Has sido designado representante por el comité, Tate —añadió unas de las hadas antes de cerrar la puerta tras él.

Henry tiritó de nuevo. En aquella habitación hacía mucho frío. El hada lo miró con una expresión que solo podía interpretarse como de decepción.

—Saben que hoy es mi día libre —murmuró—. Es mi semana libre. No he tenido un caso desde la última luna creciente —El hombre se sentó, se quitó el sombrero, lo colocó en la mesa, frente a él, y frunció el labio todo lo que pudo sobre el corcho para hablar sin sacárselo de la boca—. La última luna creciente, pero no de este año. Bueno —dijo, mirando a Henry a los ojos—. ¿Qué has estado haciendo para que Radulf se hiciera sus necesidades encima?

El hada no parecía mucho mayor que el Gordo Frank, pero parecía más cansado. Tenía la barbilla cubierta por una barba corta, de un rojo tenue, pero el cabello, aplastado en un anillo donde antes había estado el sombrero, era casi marrón. Se sacó un trozo de pan y unas lonchas de queso de un bolsillo y los arrojó sobre la mesa.

—No he hecho nada —dijo Henry—. Ha sido a mí a quien han atacado.

Cuando vio el pan y el queso, trató de recordar cuándo había comido por última vez, pero no fue capaz de ubicar el recuerdo. Cielos. Atún. Henry señaló la comida.

—¿Crees que podrías darme un poco?

—Claro —dijo el hada—. Por supuesto. Tengo más —El hada deslizó el pan y el queso sobre la mesa en dirección a Henry—. Mi nombre es Tate y probablemente lo mejor sea que me lo cuentes todo, hasta lo que no tenga importancia. La verdad raras veces funciona en este tipo de procesos y, si el viejo Braithwait y el pellejo malicioso de Radulf están contra ti, entonces, yo soy tu amigo. Y si lo que te pasa es que eres demasiado orgulloso para hablar, lo siento por ti, porque he de decirte que siempre se me han dado estupendamente los debates. ¿Qué estás haciendo?

Henry partió el pan por la mitad e introdujo dentro el queso. El primer mordisco ya daba vueltas dentro de su carrillo.

—Eso es realmente inteligente —dijo Tate—. Nunca lo había visto. ¿A qué sabe?

—Sabe a pan con queso —murmuró Henry.

—¿A la vez?

Henry asintió. El mordisco descendió garganta abajo.

—Se llama sándwich —De repente recordó una información interesante de sus solitarias partidas de Trivial Pursuit y añadió—, lo inventó el conde de Sandwich. Era adicto al juego e ideó esta manera de comer para poder jugar y comer a la vez.

Los ojos de Tate se abrieron de par en par y su boca dibujó una sonrisa satisfecha.

Henry dio otro mordisco y masticó.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —preguntó—. No pueden hacerme daño, ni matarme, ¿verdad? No he hecho nada.

—¿Matarte? —preguntó Tate—. ¿Por qué harían tal cosa? Los faeren no han ejecutado a un humano desde… ni me acuerdo desde cuándo. Han ejecutado brujos, pero eso no es lo mismo, ni mucho menos.

La puerta se abrió de repente y las hadas guardia-nas entraron de nuevo. El sándwich fue arrancado de la mano de Henry y lo obligaron a levantarse de la silla. Tate se puso en pie para seguirlos.

—Por supuesto, la sentencia dependerá de la acusación, pero supongo que esa información la tendremos muy pronto.

Aquella vez Henry no estaba rígido; sus piernas se arrastraban tras él mientras las hadas lo arrastraban por el pasillo.

—Lonchas de queso entre rebanadas de pan —escuchó que murmuraba Tate—. Fantástico.

Unas puertas blancas de doble hoja se abrieron frente a ellos y Henry fue arrastrado por un enorme salón en el que había una cúpula cubierta de artesonado y cientos de faroles. En la pared del fondo de la sala había tres enormes chimeneas de piedra apagadas. También había cientos de faeren, mujeres, hombres y grupos de niños, sentados en bancos. Por las enormes puertas de la parte trasera de la sala estaba entrando aún más gente. Todos los ojos estaban posados en él. Henry escuchó un sonido de risas dispersas.

Henry sintió cómo se sonrojaba todo su cuerpo.

—¡El Comité Central de los Faeren para la Prevención de Desgracias, Distrito R.R.K., levanta la sesión! —gritó una voz—. ¡Reunidos en sesión de emergencia de acuerdo con el Libro de Faeren, sección sexta, artículo tercero! El señor Ralph T. R. Radulf Noveno, presidiendo la mesa.

Alguien arrojó a Henry a un escabel situado frente a la multitud. Dos hadas hicieron guardia tras él. Delante de él, había una mesa muy larga colocada sobre una plataforma. Tras ella se sentaban siete hadas. Henry reconoció inmediatamente a las tres que había visto en su sueño.

Radulf estaba sentado sobre una enorme silla negra. Tate estaba tratando de pasar por el estrechísimo hueco entre la mesa y las sillas para alcanzar un asiento libre.

Radulf levantó un mazo y golpeó la mesa con él cinco veces, provocando un sonoro estruendo.

—Que las actas ilustren a todos los presentes sobre el caso del muchacho que se hace llamar Henry, que se autoproclama hijo de mendigo, conocido como Niño Llorica, de aquí en adelante NL.

Un chasquido llenó el silencio de la breve pausa. Había una mujer rolliza sentada en una mesa baja al otro lado de la plataforma. Estaba mecanografiando la vista.

—¡Es el septugénito de Mordecai! —gritó alguien desde el atrio.

La multitud murmuró.

Henry inspiró profundamente. Estaba confundido, preocupado y asustado a partes iguales. Se planteó huir pero, ¿dónde? No sabía dónde quedaba la salida y estaba rodeado de hadas que, aparentemente, eran capaces de convertirlo en un trapo o en un palo de escoba a voluntad.

Radulf golpeó de nuevo con el mazo hasta que la multitud se acalló.

—William Tate, abogado designado por el comité.

Tate saludó a la multitud y se sacó del bolsillo otro mendrugo de pan y otro trozo de queso. Henry no se sentía demasiado defendido con el abogado designado. Mientras lo observaba, Tate extrajo una pequeña navaja de la chaqueta y cortó el queso en lonchas. Después partió el pan por la mitad y, soltando una risita en dirección a la multitud, se preparó un suculento bocadillo.

Radulf golpeó con el mazo.

—El presidente se dirige a William Tate.

Tate levantó la mirada, aún masticando.

—¿Sí, Señoría?

La multitud rió con disimulo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo exactamente?

—Estoy comiendo —dijo Tate al tiempo que elevaba su bocadillo—. Esta forma de alimento se denomina ludópata. La inventó un adicto al juego.

Radulf suspiró, se quitó los anteojos y los limpió, ceñudo.

—Que se lean los cargos.

Rip se puso en pie, sujetando un folio de papel con las manos.

—El Distrito R.R.K., actuando en nombre de la Región Zeta, afirma, alega y declara que el NL, a pesar de haber recibido notificación, amonestación y advertencia, persistió, con premeditación y alevosía, en la realización de actos que hicieron florecer y/o fueron de ayuda en el despertar de un demonio enclaustrado y que, debido a tales acciones, el demonio anteriormente llamado Nimiane, antigua reina-bruja de Endor, ha ascendido y se ha fortalecido y, en ese momento, se dispone a saltar el distrito humano hermanado con este en el sur, en la ciudad de Hylfing.

Henry sintió cómo la sala se quedaba sin aire. Tate soltó el bocadillo y miró detenidamente al niño.

—¿Qué pena considera apropiada el comité? —preguntó Radulf.

Rip se aclaró la garganta.

—El comité solicita humildemente la pena de muerte y la aniquilación completa y permanente de cuerpo y alma por los métodos tradicionales.

La habitación quedó en silencio.

Una mujer mecanografiaba.

Henry cayó de espaldas del escabel.