Henry miró a su alrededor. Llevaba puesta la mochila y estaba de rodillas en la entrada de un lugar con un aspecto a caballo entre una madriguera y una cueva. El joven brujo estaba a su lado y la rolliza hada justo enfrente. Henry miró hacia afuera y se encontró observando la falda de una colina, un bosquecillo de árboles y una playa rocosa tras la cual se extendía el océano. El bote había encallado allí. Ahora yacía de lado, con el casco reposando sobre las rocas. La vela aún ondeaba; no se habían molestado en recogerla.
Cuando volvió a mirar al interior de aquel lugar, por encima del hombro del hada, no estuvo muy seguro de si debía dar crédito a lo que veían sus ojos.
El techo de arcilla se combaba en una bóveda a poco más de un metro y medio del suelo y estaba completamente cubierto de caras esculpidas en barro. La mayoría de ellas representaban gestos groseros: lenguas sacadas en expresiones vulgares, carrillos hinchados y ojos bizcos. Una de las paredes también estaba cubierta de caras. La otra estaba empapelada de notas clavadas con ramitas. En el centro de la pequeña sala, sobre un suelo aceptablemente llano, había un barril que soportaba un tablero de mesa. Alrededor de él, cuatro hombrecillos diminutos sostenían naipes con una mano y chatos vasos de vino llenos de un líquido marrón, con la otra. Más allá de donde estaban sentados, en la pared del fondo, habían incrustado un marco de ramitas en el barro, rodeando una puerta que no daba a ninguna parte. La superficie de arcilla de aquella pared era lisa, el único lugar libre de esas extrañas esculturas.
A todos aquellos hombrecillos les nacía de la cabeza una mata de cabello alborotado y espeso. En la cabecita de tres de ellos, el pelo era negro, tan negro como sus ojos. Uno tenía barba, otro un grueso bigote que se unía con las patillas y el tercero unas patillas que descendían hasta su lampiño mentón. El cabello del cuarto hombre, el que estaba más cerca de la puerta, era del naranja más intenso y luminoso que Henry hubiera visto en su vida y tenía casi más pecas que cara.
—¿Estás chiflado, Frank? —dijo el hada pelirroja—. Ya sabes lo que dicen las ordenanzas.
—¿Frank? —preguntó Henry—. Ese es el nombre de mi tío.
Entonces, Frank, el hada, miró a Henry por encima del hombro.
—Debe estar muy orgulloso —El hada se volvió—. Este es el salón de reuniones de las hadas de este distrito. El acceso forma parte de nuestros privilegios sindicales, aunque el comité nos hace pagar una pequeña cantidad por las bebidas.
El hada pelirroja se puso de pie, dejando los naipes sobre la mesa. Sus pecas se oscurecieron.
—Ellos no deberían estar aquí, Franklin Fat-Faerie[5]. El comité te cortará las orejas.
—¡Cambio de cartas! —gritó una de las otras hadas—. Mandarán a Frank a los criaderos de morsas.
El corrillo de hadas estalló en carcajadas, carcajadas que pronto se convirtieron en una confusa coral de morsas de criadero.
Frank cruzó los brazos por encima de la panza y estiró las piernas.
—Ah, ¿os creéis muy divertidos, verdad? Conozco las ordenanzas y he pagado mis tasas sindicales, que ya es más de lo que puede decirse de vosotros, que no sois más que unos inútiles bultos cantarines. Como tesorero vicedelegado de este archipiélago, hay algunas conversaciones que tenemos pendientes. Podemos mantenerlas ahora, si así lo deseas, joven Loam —Frank hizo una pausa y miró al hada de las patillas negras—. O, si lo prefieres, podemos posponerlas un poco. ¿Te gustaría escuchar por qué los he traído aquí?
—Me trae sin cuidado —dijo el hada pelirroja—, en mi vida he percibido un subsidio.
Frank resopló molesto y clavó la mirada en el hada más alta.
—Joven Roland, te recordaré con quién estás hablando. Cinco años he pasado en Badon Hill mientras tú correteabas detrás de las cabras en este pequeño rincón perdido del mundo. Si oso traer sangre humana al salón de reuniones, ha de ser por una razón importante. Y si tu boca no es capaz de controlar tu lengua, prueba a hacerlo con los dientes.
Henry observó cómo la cara de Roland se retorcía, cambiaba de color y volvía a recuperar su tono original. El hada dio un paso atrás, se recostó en su asiento, cogió un vaso y lo vació de un trago.
En el salón se había hecho el silencio, así que Frank prosiguió.
—Los he traído porque el destino de un hada va más allá de agriar la leche de las cabras de los brujos gordinflones, ya bastante amargados de por sí. El nombre del chico es Henry, el del joven es Monmouth y, cuando miran, ven, si entendéis lo que os digo —Frank retrocedió y apoyó su diminuta mano en el hombro de Henry. La sala seguía en silencio—. ¿Voy a tener que explicároslo? ¿También os habéis olvidado del nombre de las estaciones del año? —La rolliza hada suspiró y habló muy lentamente—. Estamos ante una pareja de septugénitos que posee las dos visiones.
Las espesas cejas de Roland cayeron de pronto, cubriéndole los ojos. Miró a Henry, después a Monmouth, y se pasó un rato observándolos alternativamente. Otra de las hadas dejó caer un vaso, que se estrelló contra el suelo.
—El chico es un hijo de mendigo —continuó Frank—. Y aún hay más. Fuimos enviados a Badon Hill para esperar al muchacho, ya que se le había vetado transitar por la isla, igual que al resto de humanos sin la marca de nacimiento. Pero él posee la marca. Nunca se nos dijo que era un septugénito. Después, los brujos de Carnassus tendieron una trampa a los cinco que estábamos allí. Nos encerraron en un saco y, ahora, mis cuatro compañeros duermen el sueño eterno en el fondo de mar.
Roland se había quedado boquiabierto.
—¿Los brujos entraron en Badon Hill?
Frank asintió.
—Pero eso es una invasión frontal. ¿Dices que mataron a las hadas?
Frank asintió de nuevo.
—No me lo creo —dijo una de las hadas—. ¿Cómo podemos saber que dices la verdad, Fat-Faerie?
—Aún no he terminado —dijo Frank—. Tengo algo más que decir antes de que me acuséis de ser un embustero. ¿Se arriesgarían los brujos a adentrarse en Badon Hill por un muchacho debilucho y medio ciego, que es lo que a mí me pareció en un primer momento? ¿Se arriesgarían a la oscuridad por una nimiedad? Este chico es el hijo de cierto hombre, aunque carece del brío de su padre. No es necesario que llevéis mucho tiempo en este distrito para recordar su nombre. Seguro que habéis escuchado las gestas del hombre verde[6] llamado Mordecai.
Frank dejó de hablar. Las hadas seguían sentadas, en absoluto silencio.
—¿Es eso cierto? —preguntó por fin Roland, dirigiéndose a Henry.
Henry tragó saliva. No lo sabía. Al menos no a ciencia cierta.
—Lo es —dijo Monmouth, paseando la mirada por la sala—, los brujos lo capturaron en nombre de otro.
Las hadas lo ignoraron.
—Pero Mordecai solo tuvo seis hijos antes de desaparecer —dijo el hada de las patillas.
—Da igual, Loam, este muchacho es su hijo y no es ninguno de los seis que yo conozco.
Henry estaba empezando a cansarse de que hablaran de él y tenía casi tantas preguntas que hacer como las hadas.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Henry bruscamente—, quiero decir, ¿estás usando magia para deducirlo?
Roland se acercó hasta donde Henry seguía arrodillado. En esa posición estaban casi cara a cara. Sus manos pecosas se posaron en las mejillas de Henry y tiraron de ellas hacia atrás. De repente, Roland hizo una mueca de dolor y dejó caer la mano que palpaba la mandíbula del chico. Aun así, inspeccionó un poco más las cicatrices que tenía en la barbilla.
—De acuerdo, el muchacho es un proyecto de hombre verde pero, ¿me puedes explicar qué es esto? ¿Por qué tiene morticela el hijo de Mordecai?
Henry trató de girar la cabeza para liberar su otra mejilla de la mano de Roland, pero el hombrecillo se la apretó aún más fuerte.
—Son quemaduras —consiguió decir Henry— de sangre de bruja. Luché contra ella, pero consiguió escaparse.
Las hadas rieron al unísono. Hasta Frank sonrió.
—¿Qué bruja es esa, si puede saberse? —preguntó Roland con una sonrisa burlona.
—Se llamaba Nimiane —dijo Henry.
Una vez más, en la sala se hizo el silencio. Roland soltó inmediatamente la mejilla de Henry.
—Esa broma no tiene mucha gracia —dijo Frank en voz baja.
—No estoy bromeando —dijo Henry.
—Nimiane —dijo Monmouth— fue quien nos envió para atraparlo.
—¿Nos? —dijo Roland—. ¿Sirves a la magia oscura? —Se volvió hacia Frank—. ¿No solo es un brujo, sino que además es un esbirro de la bruja inmortal?
—Él nos liberó —dijo Frank— y nos ayudó a derrotar a los otros brujos. Se enfrentó al propio hijo de Carnassus. Y también es un septugénito.
—Creo que debería contároslo todo —dijo Monmouth, mirando a las hadas una a una, tratando de que sus ojos se cruzaran—. La verdad es que no tenemos tiempo para más dudas.
—Las ordenanzas no permiten que hables aquí —dijo Roland.
El hombrecillo dio media vuelta y se dirigió hacia la pared empapelada. Paseó las manos sobre el caos de notas y leyó en voz alta.
—Lavado de manos, racionamiento de cerveza, directrices para la ampliación de la sala de reuniones, proclaración sanitaria, aquí tenemos una de las primeras, el comité te ha mandado un par de versiones: «Henry York, también conocido como Niño Llorica, también conocido como NL (se adjunta muestra capilar), ha sido declarado Enemigo, Peligro y Percance Humano para todos los faeren de todos los distritos, de todos los mundos y de todos los caminos. Si fuera identificado, todos los faeren quedan autorizados para obstaculizarlo en sus empeños, entorpecerlo, detenerlo, dañarlo o destruirlo».
Roland cogió un pelo que alguien había pegado a la nota y se volvió.
—¿Por qué ordenaría tal cosa el viejo Radulf si este niño es hijo de Mordecai?
—Porque —dijo Frank Fat-Faerie— el viejo Radulf detestaba servir a Mordecai y se alegró inmensamente cuando desapareció.
—Esa afirmación suena a traición —dijo Roland.
El hombrecillo pelirrojo volvió donde estaba Henry, le arrancó un pelo de la cabeza y se lo metió en la boca. Roland saboreó cuidadosamente la muestra y asintió.
—La verdadera traición —dijo Frank— sería maltratar la sangre de Mordecai, teniendo en cuenta que era el hombre verde al que estábamos vinculados. Eso sí que sería una traición en toda regla.
A Henry le empezaban a doler las rodillas; deseaba tumbarse o levantarse. Cualquier posición distinta de la que estaba en aquel momento serviría.
Monmouth tosió sonoramente y sus rodillas se tambalearon. Su pálido rostro estaba rojo de enfado.
—Ahora voy a hablar —dijo—, no me importa lo que exijan las ordenanzas ni lo que diga el viejo Radulf, sea quien sea.
Las hadas del cabello negro se pusieron de pie muy despacio.
—Retira eso —dijo Roland.
—Venga, deja hablar al joven —dijo Frank—. ¿Qué daño nos puede hacer?
Roland frunció los labios y se pasó una mano por el pelo.
—¿Quién eres entonces, joven brujo?
—Mi nombre es Monmouth[7]…
—¿Cuál es el significado de ese nombre? —lo interrumpió Roland— ¿Montaña bocazas?
—Más o menos —dijo Monmouth—. Mi padre creyó que poseía magia cuando recibí la segunda visión. Me envió a ser aprendiz de los brujos hace cuatro años. Mi padre no reparó en lo mucho que los brujos odian a los septugénitos. Tuve que mantenerlo en secreto.
—¿Por qué? —preguntó Henry, de repente—. Por qué los odian, quiero decir.
Frank golpeó la mesa con uno de los vasos.
—Porque —dijo el hada— los septugénitos tienen el derecho innato de ejercer la magia para la que los brujos se entrenan. A ellos no les hace falta tanto galimatías. Los septugénitos, especialmente los hombres verdes, son como las hadas.
—¿Los hombres verdes? —preguntó Henry.
Monmouth le dirigió una mirada.
—Los septugénitos poseen una conexión especial con la naturaleza. Con las cosas verdes. Como tu diente de león, por ejemplo —El joven levantó la mano derecha y Henry observó la marca que bailaba en la palma de su mano—. Mi símbolo es el álamo.
Henry cerró el puño en torno a su propia quemadura. En el bote, cuando Monmouth la había visto, la reconoció al instante.
—No hace mucho tiempo —continuó Monmouth—, apareció una mujer en el Salón del Trono de Carnassus. Estaba débil y algunos advirtieron al anciano de que lo más sensato sería darle un fin rápido. Pero no lo hizo y, a medida que pasan los días, la mujer se va haciendo más fuerte. Ahora que todos los brujos sin excepción se han puesto a su servicio, no queda esperanza. La bruja succiona la vida de todo lo que tenga la capacidad de morir, del mundo mismo. Es un parásito.
Frank miró al resto de las hadas y arqueó las cejas. Uno de ellos asintió. Roland tomó la palabra.
—Hemos tenido noticias de lo que cuentas desde el lejano sur, pero nosotros aún no lo hemos sentido.
—No sé dónde estamos en el mapa exactamente —dijo Monmouth—. Atravesamos un portal que alguien preparó para nosotros y después navegamos hasta Badon Hill.
Frank se ajustó el cinturón debajo del abultado vientre.
—En línea recta, a pie o en bote, pasarían dos semanas antes de que pudieras volver a ver a Carnassus posado en su pajarera. Estamos en el lejano norte.
—No importa dónde estemos —dijo Monmouth, estirando las rodillas para evitar sobrecargarlas—. Todos los mundos terminarán sintiéndolo. La bruja absorberá toda la vida que pueda y derramará el resto. Hace dos días, quizá tres, llegó un nuevo brujo, mucho más poderoso que ninguno que haya conocido antes. Más poderoso que el propio Carnassus. Se hace llamar Darius y la bruja le ha inyectado aún más poder. Ahora, quizá en este preciso momento, o dentro de muy poco, lo enviarán acompañado por brujos algo menos poderosos a completar la destrucción. La bruja fue derrotada por Mordecai una vez y, en desprecio a su memoria, empezarán por destruir Hylfing, en el lejano sur. Después, tratarán de aliarse con el Imperio. La bruja encontrará un nuevo trono y fundará una nueva Endor. No sé si todos los brujos actúan movidos por el miedo, no sabría decíroslo. Lo que sí sé es que otros brujos y yo fuimos enviados para atrapar a un muchacho llamado Henry, hijo de Mordecai. La bruja nos dijo que su sangre debía ser la primera en ser derramada y que el derramamiento sería el bautismo de su segunda venida.
Henry abrió la boca, estupefacto. ¡Hylfing pertenecía a aquel mundo! Debía encontrar el modo de llegar allí, pero eso significaría echarse a los brazos de la bruja. Puede que destruyeran la ciudad antes de que lograra llegar allí y, con ella, a su familia. También puede que la destruyeran justo después de su llegada.
—Tardarán mucho en llegar a Hylfing —dijo Roland—. Aún pueden ser detenidos.
Frank resopló y se cruzó de brazos.
—Los senderos olvidados han sido reabiertos, idiota. Tardaron poco en llegar a Badon Hill.
Roland frunció el ceño en dirección a Frank y se volvió hacia Monmouth.
—¿Por qué deberíamos confiar en ti? Al fin y al cabo, colaboraste en la captura del chico y consentiste la muerte de cuatro hermanos faeren.
—Mordecai derrotó a Nimiane una vez, por eso quería encontrar a su hijo y ayudarlo —dijo Monmouth—. Ayudarlo a derrotarla de nuevo.
A Henry se le quedó la boca seca y se le formó un nudo en la garganta. Los ojos grises de Monmouth lo escrutaban como si quisieran atravesarlo.
—Yo no puedo hacer eso —dijo Henry—. Necesito llegar a Hylfing y encontrar a mi familia. Allí es donde se dirigían. Necesito sacarlos de aquí cuanto antes.
El hada rolliza enarcó las cejas y miró a las otras cuatro.
—Así que aquí vinimos —dijo Frank—, al salón de reuniones de los faeren más cercano. No se parece mucho a Mordecai, pero es su hijo, y la reina bruja y sus esbirros lo persiguen. Deberíamos ofrecerle algún auxilio.
—La toma de esa decisión corresponde al comité —dijo Roland en voz baja—. Mordecai nos abandonó y contra él —dijo al tiempo que señalaba a Henry con la cabeza—, se ha promulgado una ordenanza. No podemos ignorarla, aunque estemos en un puesto fronterizo perdido de la mano de Dios. La notificación debe ser derogada por el comité cuando se hayan interpuesto los recursos pertinentes. O quizá prefieran emprender otra acción. El comité decidirá. Debemos llevarlo al Salón Central. Radulf escuchará tu historia.
—Radulf —dijo Frank, elevando la voz— es igual de eficiente que un perezoso de un dedo[8]. El código sindical es muy claro en lo que respecta a hijos de mendigo y hombres verdes. Los hijos de mendigo fueron los que fundaron el primer sindicato. Ralph Radulf se limitará a alargar el proceso, a posponer mociones, a suspender las sesiones y después, lo enterrará vivo en alguna colina para llevar a cabo posteriores deliberaciones —La voz del hada aumentó aún más.
El hombrecillo se había puesto de puntillas—. ¡Endor está despertando, Roland! ¡Nimiane, hija de Nimroth, y todos los antiguos necrodemonios chupavidas lo están buscando, Roland! ¡La bruja está enviando a sus esbirros a Hylfing en este preciso momento, Roland! ¡Hagamos algo más que convocar al comité!
El hada volvió a apoyar los talones en el suelo, frunció los labios y agitó las manos por encima de la cabeza. Por último, el robusto hombrecillo sacó la lengua y se calmó.
Roland se mordió el labio inferior y se frotó la pecosa naricilla.
—Puede que tengas razón, Franklin, pero será mi cabeza la que esquilarán por la falta. Ese de ahí —dijo, apuntando a Monmouth con el dedo— es libre de irse, siempre que no vuelva con los brujos. Pero el NL debe ir al Salón Central. Tú y yo lo escoltaremos. Loam se quedará representándome en mi ausencia.
—Emborrachándose y jugando a las cartas en tu ausencia, querrás decir —murmuró Frank. Loam sonrió—. Bueno —prosiguió—, el deber es el deber. Prepara el portal, entonces.
—Yo también voy —dijo Monmouth.
El joven clavó su mirada en Henry. Roland se encogió de hombros.
* * *
Henry no se había fijado en los cubos que había detrás de la mesa. No sabía cuántos habría; Roland había sacado dos. Estaban abollados y oxidados. El hada colocó ambos sobre la mesa. Uno estaba lleno de un polvo negro y el otro contenía agua.
Canturreando bajito, Roland sumergió las manos ahuecadas en el agua, se volvió en dirección al marco fabricado con ramitas y dejó que el agua goteara dintel abajo. Sumergió las manos de nuevo y frotó una de las jambas del marco en el agua y después la otra. Cuando terminó, cogió un puñado de tierra negra del otro cubo y señaló a Frank con la cabeza.
—Dales la vuelta —dijo.
Frank no fue capaz de darles la vuelta, arrodillados y juntos como estaban en la boca de la madriguera. Así que los empujó al interior de la habitación y los obligó a levantarse.
A Henry le chirriaron los huesos, agradecidos, cuando se puso en pie. Le palpitaron los dedos de los pies cuando la sangre volvió a bombear por ellos. En cuanto estuvieron dentro, ambos se pusieron de espaldas a Roland y examinaron las esculturas de arcilla que rodeaban la entrada. Justo encima de ella, Henry reconoció el rostro del hombre que había visto en los sellos de las notificaciones que le habían enviado desde Badon Hill. Aunque ahora, las hojas de parra que surgían de los ojos y la boca del hombre estaban bastamente esculpidas en barro. Aun así, producían un efecto desconcertante.
—De acuerdo —dijo Roland—. Tráelos aquí, de espaldas. Loam, no te olvides de raspar bien la puerta cuando nos hayamos ido.
Alguien tiró de la mochila de Henry. Una mano distinta lo agarró por el brazo. Lo guiaron a través de la sala de reuniones, rodeando la mesa por un lateral. Monmouth cruzó por el otro.
Alguien retuvo a Monmouth. Hicieron pasar a Henry primero.
Henry observó cómo Loam sujetaba a Monmouth con fuerza, asegurándose de que no girara la cabeza.
Henry entró de espaldas en un lugar que olía a raíces y abono. Estaba rodeado por una negrura absoluta y soplaba un cálido viento subterráneo. Su mente se evadió y voló hacia Kansas, tras el granero. Vio la tormenta cerniéndose sobre él, vio dientes de león florecer a su alrededor, vio su fuego y escuchó las historias que contaban sus nombres. Vio Badon Hill y olió los árboles y el musgo y el penetrante aroma de la brisa marina. Se vio cayendo de un edificio en Bizantemo.
Henry abrió los ojos. Una luz resplandeció en un punto a sus espaldas. Parpadeó, pero no logró ver nada. Darius estaba en aquel mundo, dirigiéndose al mismo sitio al que él trataba de llegar. Se llevó la mano al vientre; las heridas, ya cicatrizadas, podían palparse por encima de la camiseta. No quería tener que volver a ver a Darius.
—¿ Roland ? —preguntó una voz—. ¿ Gordo Franklin ? ¿Qué estáis haciendo? ¿Quiénes son estos?
—Son hijos de mendigo, dos hombres verdes —dijo Frank—. Los hemos traído aquí porque necesitan nuestra ayuda.
Roland se aclaró la garganta.
—El Comité Central ha de reunirse en asamblea. No sabemos qué hacer con ellos.
Una voz dura y ácida crujió en el oído de Henry.
—¿Quién eres tú, Roland, para convocar al comité?
Una voz distinta habló.
—¿Desde cuándo convocan nada los provincianos?
—Señor Braithwait, señor Radulf, caballeros —se apresuró a decir Roland—, discúlpenme. Pero había una notificación que…
—Aquí llega —la voz de Frank resonó alta y fuerte— el anteriormente desconocido septugénito de Mordecai, empujado por una tormenta de oscuridad. Nimiane de Endor, antaño sepultada, ocupa ahora el trono de Carnassus.
—Sí —dijo la primera voz—, hemos sido informados. Pero ella no quiere pleitos con nuestro pueblo. Contra este muchacho, el más joven de los dos, se ha promulgado una ordenanza, ¿no es así? ¿No es el Niño Llorica que disturbó, desenterró, desempolvó y liberó el antiguo mal que acabáis de mencionar? Encerradlo en un distrito inferior. Encerradlos a ambos. Nos ocuparemos de ellos cuando sea el momento. El comité ha convocado una reunión a finales de semana.
Unas manos tiraron de Henry en todas direcciones. Trató de resistirse, pero unas extrañas palabras se colaron en su oído y sus piernas claudicaron. Henry cayó, pero no llegó a tocar el suelo. Unos hombros diminutos se insertaron bajo sus propios brazos. Lo estaban llevando a cuestas. O medio a cuestas, por lo menos; las rodillas le arrastraban por el suelo, detrás del cuerpo.
—¡A finales de semana! —escuchó que gritaba Frank—. ¿Has oído eso, Roland? Menos mal que hemos tomado medidas. Los ancianos faeren se reunirán en asamblea a finales de semana. El alivio es abrumador. Me pregunto por qué la reina bruja no se ha rendido todavía ante nosotros. Espero que tengamos un huequecito para ella en la agenda.
La voz desapareció a medida que Henry descendía a través de los túneles. Tenía los ojos nublados y borrosos. Independientemente de cuánto parpadeara, no era capaz de percibir más que un leve resplandor de vez en cuando a su alrededor.
Escuchó abrirse una puerta y lo arrojaron dentro. Poco después, un cuerpo cayó sobre él y la puerta se cerró de un portazo.
—¿Monmouth? —preguntó Henry.
El cuerpo gruñó.
* * *
A pesar de estar más cansada de lo que había estado en su vida, Henrietta no concilio el sueño fácilmente. Los montículos del terreno y la aspereza de la capa que le hacía las veces de manta no eran lo que le molestaba. El problema era la tumultuosidad de su mente. Caleb se había negado a responder a ninguna de sus preguntas. Se había limitado a sonreírle y a prometer que contestaría cuando estuvieran de nuevo sobre la silla de montar por la mañana.
Pero no había sido capaz de dejar de hacerse preguntas durante toda la noche. Incluso cuando por fin se durmió, no tuvo la sensación de estar soñando. Su mente onírica hacía tantas preguntas como su mente despierta. La única diferencia es que, al soñar, lograba imaginarse las respuestas.
Caleb era su tío. Aquel era el mundo de su padre. Estaba viajando para encontrarse con una abuela de la que nunca había oído hablar. Caleb simplemente le dijo que la anciana era feliz, aunque estaba algo enferma.
¿Tendría primos? ¿Cuántos? ¿Qué aspecto tendrían? ¿La odiarían? ¿Volvería a Kansas algún día? ¿Aprendería a domesticar halcones? ¿Qué sería lo que le había hecho su abuelo a FitzFaeren? ¿Era Eli realmente malvado?
Y, además, estaba todo el asunto de la bruja. ¿Sobreviviría al ataque su nuevo mundo? ¿O habría contribuido a su destrucción antes de tener la oportunidad de verlo?
Estaba sentada a lomos de un caballo muy alto, no tan robusto como el de Caleb, vestida con una capa gris, sosteniendo un arco fabricado con cuernos, sonriendo en dirección a Henry, Anastasia, Penny y Richard. Y a Zeke. En ese momento, se despertó con una sacudida.
Caleb estaba levantando su cuerpo. Su tío la puso sobre el madero. Henrietta se tambaleó y se incorporó.
—Quédate ahí —le dijo Caleb antes de dar media vuelta y echar a correr.
El cielo estaba gris, anticipando fríamente el amanecer, y los hombres gritaban. Los caballos relinchaban y coceaban.
No muy lejos de ella, una yegua moteada yacía de costado, muerta. El animal tenía los ojos en blanco y de uno de los orificios de la nariz le colgaba un coágulo de sangre seca.
—¿Caleb? —gritó—. ¿Qué está pasando?
En ese momento, vio la hierba que la rodeaba. Se\estaba rizando. Aún bajo la tenue luz del amanecer se dio cuenta de que las hojas de los árboles empezaban a secarse y jaspearse de gris.
Henrietta se levantó y se sujetó la capa sobre los hombros. Los cascos de los caballos aporreaban el suelo. Caleb se dirigía hacia ella rugiendo, corriendo junto a su enorme caballo castaño. Mientras se aproximaba, dio un gran salto y se montó a lomos del caballo. El animal no estaba ensillado, la montura estaba tirada en el suelo, cerca de los pies de Henrietta y, por supuesto, tampoco tenía brida. Tras los cascos del caballo trotaba el perro negro. El caballo coceó y resopló cuando llegó junto a ella y Caleb se agachó, la agarró por el antebrazo, tiró de ella bruscamente y la montó sobre el animal, delante de él.
—¡Dejad los arreos! —gritó Caleb—. ¡Coged solo las armas!
El resto de caballos y jinetes ya estaban huyendo al galope por la leve pendiente que se abría entre los árboles. Caleb chasqueó la lengua, el caballo dobló sus largas patas y saltó hacia delante. Henrietta creyó que iba a encabritarse y a lanzarlos por los aires. En cambio, el caballo empezó a bajar en picado por la colina. Caleb le presionaba la cabeza hacia abajo con la mano mientras quebraban ramas y saltaban por encima de un arroyo.
Los pájaros piaban enloquecidos en el viento y el gigantesco perro negro los dejó atrás y se puso a la cabeza del grupo, saltando los maderos antes de que ellos llegaran.
No se escuchaban voces por encima del repiqueteo de los pesados cascos de los caballos y el sonido de sus patas atravesando la hierba y los arbustos. Un poco más adelante, un grupo de jinetes había parado. El perro corrió hacia ellos y después retrocedió, olisqueando la hierba en círculos. El animal golpeó una codorniz muerta con la pata y olisqueó otro cuerpo pequeño, un conejo o algún tipo de ardilla.
Caleb elevó el caballo. El animal se balanceó, piafó en dirección al suelo y frenó cuando dos jinetes más se unieron al grupo. Uno de ellos llevaba un cuerpo envuelto en mantas en la parte trasera del caballo. El otro jinete lideraba el grupo. Sobre su caballo había dos cuerpos más.
Cuando todos los jinetes estuvieron reunidos, Caleb habló.
—Comeremos mientras cabalgamos. Perdonadme todos, por favor. Deberíamos haber continuado la marcha durante la noche, pero no comprendí la gravedad del peligro. Hubiera sido mejor que los caballos se derrumbaran de cansancio que perder tres hombres —Caleb señaló los tres cuerpos con la cabeza—. Rezad por ellos mientras cabalgáis. No soporto la idea de saber que su fuerza ha sido absorbida por el enemigo —El caballo castaño giró y coceó—. Cabalgaremos más deprisa, pero si nuestras almas han de morir, deberían hacerlo más allá de las montañas.
Los hombres asintieron y se volvieron hacia sus caballos. Algunos iban ensillados, otros no. Los ojos de los animales estaban abiertos de par en par y los orificios de la nariz eran más grandes que el puño de Henrietta. Los rostros de los jinetes eran duros como la piedra.
Caleb chasqueó la lengua de nuevo y el caballo se recompuso y galopó por el claro que había entre los árboles, aunque no tan deprisa como antes. Una sombra negra irrumpió en el campo visual de Henrietta. La niña bajó la vista para observar al perro, que corría junto a ellos.
—¿Cómo murieron? —preguntó.
Tuvo que gritar para que la escuchara. Tenía la garganta cerrada.
Pasaron por encima de un tronco y de un arroyo pequeño y el rostro de Henrietta rebotó contra el cuello del caballo. Si Caleb la hubiera sujetado con menos fuerza, se habría caído al suelo.
Su voz sonaba tranquila.
—Ellos y sus caballos bebieron del arroyo. También han muerto dos aves.
Aquello no le aclaró demasiado las cosas a Henrietta. Todos los caballos se habían abrevado del arroyo la noche anterior. Hasta a ella le habían ofrecido un poco de aquella agua.
—¿Cómo está ocurriendo esto?
—Brujería —dijo Caleb—. La nueva señora de los brujos acomete en serio y estamos atrapados demasiado al norte. Si los caballos empiezan a ralentizar el ritmo, algunos de nosotros moriremos antes de que se ponga el sol.
—¿Nos persiguen?
—Todavía no, pero pronto lo harán. Mañana, o quizá en unas pocas horas, empezarán a hacerlo. No es muy probable que lleguen por detrás. Nos los encontraremos de frente, en las colinas que rodean mi ciudad —Henrietta escuchó como Caleb soltaba un largo resoplido—. La bruja es mucho más fuerte de lo que esperaba. Su poder de succión fluye por el terreno y a través de las corrientes de agua. Las criaturas más pequeñas han abandonado la lucha y su vida se ha desvanecido. Las más grandes están huyendo, de lo contrario morirán. No tocaremos ni una gota de agua hasta que el verde vuelva a florecer en este mundo.
Henrietta recordó la noche anterior.
—¿Viene Eli con nosotros?
—Tomó su propia decisión. Se puso la capa y escapó a lomos de un caballo robado, temeroso de que la muerte se lo llevara. Algo terrible perturba sus pensamientos.
—¿Y tú no le tienes miedo a la muerte? —preguntó Henrietta.
Ella sí que lo tenía.
—He cabalgado con la muerte, he caminado junto a ella. Algunos dicen que he ido en su busca, incluso. La búsqueda no habría sido demasiado complicada, pero antes anhelo la muerte de mis enemigos que la mía propia. Esa muerte es mucho más difícil de encontrar —Un momento después, Caleb continuó—. Cuando la muerte me llame, iré a su encuentro. Pero esa llamada aún no ha llegado.