Darius se encontraba en el centro del silencioso Salón del Trono. La humedad y el aire frío se colaban a través de las altas ventanas, envolviéndolo. Sus sentidos vibraban. Podía percibir el poder de las piedras bajo sus pies; estaban listas para explotar, llenas a rebosar de una vida que no les pertenecía. Una gota más de vida y empezarían a moverse solas.
Inspiró profunda y lentamente, saboreando cada gota del aire que llenaba sus pulmones. Estaba completamente lleno, también, henchido con los sabrosos esplendores de prados, arroyos, insectos y árboles de troncos nudosos que había atesorado. Una parte de todo aquel poder se había entretejido en torno a las vidas que el brujo había absorbido, envolviéndolas, tratando de evitar que Darius saltara en pedazos. Pero en el fondo, en algún recóndito lugar de su ser, Darius sabía que no había vuelta atrás. A pesar del aire fresco, tenía la amplia frente perlada de sudor. Su propia chispa de vida había desaparecido, su cuerpo se había convertido en un mero recipiente de vidas robadas, y así sería ya por siempre, siempre ansiaría absorber aún más.
Darius se volvió lentamente para observar las puertas negras, cubiertas con cortinajes, que rodeaban el salón, tratando de percibir cada una de ellas. Una de ellas era por la que había llegado a aquel salón, la que conectaba con la extraña casa en la que tenían prisionero a su hijo adoptivo.
Sin embargo, ninguna conectaba con el mundo que él conocía. Ahora estaba en un mundo que para él había sido siempre legendario, un lugar del que había tenido conocimiento a través de las notas garrapateadas en los márgenes de los viejos e incomprensibles libros que atesoraba su propio padre adoptivo, Ronaldo Valpraise, un hombre al que una vez había considerado sabio, pero que resultó ser un necio temeroso del poder verdadero.
Lo que tenía ahora era poder verdadero. Nimiane, hija de la inmortal Endor, estaba sentada en el trono, a unos doce pasos de él. Su rostro, adorable y terrible a un tiempo, lucía tranquilo mientras descansaba. Tenía los ojos cerrados, pero sostenía un gato de rostro blanco sobre el regazo que vigilaba, acechante, mientras la pálida mano de su dueña le acariciaba el pelaje oscuro. Darius miró al animal fijamente a los ojos y supo que Nimiane le devolvía la mirada. La bruja había poseído al animal, remplazando su visión por la de ella.
Darius sintió una vida aproximándose y después escuchó un sonido de pasos subiendo lentamente las escaleras que llevaban de la antesala a la enorme estancia de piedra.
Carnassus, el viejo brujo, arrugado y marchito, con la piel ajada como la de una seta mustia, apareció de repente, apoyándose en un cayado y adentrándose en el Salón del Trono, rebosante de vida. Tenía un cuello robusto en comparación con su cuerpo menudo y lucía una larga barba cana que le nacía de la punta de la barbilla. El anciano observó el cielo gris a través de los ventanales y paseó la mirada por las puertas.
—El chico —La voz de Nimiane sonó plana. Mantuvo los ojos cerrados—. Aún no han traído al chico.
—No —dijo Carnassus—, no lo han traído. El trayecto hasta el portal es corto, pero el mar a veces es bravo.
—No volverán —dijo Nimiane en voz baja—. Hubiera deseado poseer al chico primero.
Carnassus sacudió sus cortas piernas y golpeó el suelo con el cayado. Darius percibió la ira que albergaba su interior.
—Aún pueden volver —dijo Carnassus.
Nimiane abrió sus ojos ciegos, inspiró profundamente y elevó el rostro hacia el techo.
—Anciano —dijo—, tu hijo ha muerto. Era poderoso. He sentido su vida y la he absorbido a través de las piedras que pisas ahora mismo.
Carnassus no se movió. Cuando por fin articuló palabra, su voz era un mero susurro.
—¿Qué ha pasado con el hijo de Mordecai?
—Vive. Pero hay que temer al lobo antes que al lobezno. Me dijiste que Mordecai había muerto.
Carnassus se tiró de la barba y tragó saliva.
—Eso dijeron los faeren. Nunca regresó, por eso no dudé de su palabra.
Nimiane cogió al gato en brazos y se irguió.
—Su chispa vital está oculta, pero no ha desaparecido. Sea lo que sea en lo que se haya convertido, le llegará el día de encontrarse con la muerte. Sin embargo, tendremos que exterminar a la descendencia antes que al padre. Habilitad los caminos de las montañas. El primer ataque ha de caer.
* * *
Henrietta yacía tumbada de espaldas con los miembros extendidos. Una hierba alta y seca se mecía en torno a ella. No había ni un solo resquicio de su cuerpo que no pidiera a gritos un poco de descanso y atención sanitaria. Había pasado un día entero a lomos de un caballo y, las horas que no había cabalgado, las había pasado caminando, y casi no había dormido la noche anterior, ni tampoco había comido nada consistente desde el revuelto de huevos a la orilla del río.
A la altura donde Henrietta calculó que debía tener los riñones se le estaba clavando una roca, o un terrón de tierra endurecida, o un montículo de hierba. Fuera lo que fuera, sus riñones tenían cosas más importantes de las que preocuparse, de eso estaba segura, y apartar aquella protuberancia de su espalda significaba que ella también debía apartarse.
Escuchó los cascos de los caballos aporreando el suelo y la risa de los hombres mientras descargaban bolsas y desensillaban las monturas. Alguien cantaba.
Cómo alguien era capaz de cantar después de haber padecido sacudidas, botes y empellones era algo que quedaba más allá de su humilde entendimiento. Una vez había estado en un rodeo y ahora estaba bastante segura de saber lo que sentían los jinetes que montaban a los potros salvajes. Y eso que ellos solo tenían que montarlos durante ocho segundos. Ella debía haber cabalgado por lo menos durante ocho horas y, aunque la mayor parte del tiempo el caballo había marchado al paso, no había dejado de moverse ni un momento.
Algo le chilló en el oído y, sobresaltada, Henrietta dio un brinco, muy a pesar de su voluntad.
Junto a un viejo tronco que había a su lado acababa de posarse uno de los pájaros de Caleb. Era un ave muy grande, tenía la cabeza ladeada y la miraba con un solo ojo. A pesar de lo cansada y lo preparada para morir de cansancio que estaba, no le hacía demasiada gracia la idea de estar tumbada debajo de aquel pájaro. Tenía el pico negro, ganchudo y puntiagudo como una aguja y sus ojos dorados parecían hambrientos, sobre todo con aquel reborde negro que los enmarcaba y resaltaba su fulgor en contraste con las nivales plumas de la cabeza.
Henrietta se incorporó, quejándose, y se apartó del pájaro con movimientos lentos.
—Espera al menos a que me muera —murmuro—. Después podrás comerme si quieres.
El recuerdo del rodeo le había hecho pensar en Kansas, en sus hermanas y en sus padres. Se preguntó cuántas «últimas veces» habría disfrutado de otra manera en Kansas si hubiera sabido lo que le iba a pasar: la última vez que montó en la furgoneta de su padre, la última que su madre le calentó una toalla para que se secara después de darse una ducha, la última vez que había olido el trigo maduro de Kansas, la última barbacoa, los últimos fuegos artificiales, el último partido de béisbol, la última película o la última vez que había tirado de la cadena. En un mundo en el que seguían usándose los caballos como medio de transporte no parecía muy probable que existieran los sistemas de desagüe.
Henrietta inspiró profundamente y expulsó el aire despacio. Se preguntó cuántas veces habría estado rastreando recuerdos su padre buscando aquellas últimas veces cuando se le perdía la mirada en el horizonte. La niña se mordió el labio y se metió el pelo detrás de las orejas. Tenía que dejar de hacer eso. Nada de autocompadecerse. Tenía que vivir en el presente. En el ahora. En el lugar donde estaba en aquel momento.
Henrietta se aseguró de que el enorme pájaro no se había acercado más a ella e inspeccionó el irregular terreno de la pradera buscando a Caleb. No era difícil de localizar.
El colosal hombre caminaba hacia ella con la silla de montar en una mano y el arco negro en la otra. El perro negro, tan grande como un poni pero juguetón como un cachorro, brincaba a su alrededor. Caleb sonrió a Henrietta y después se volvió y llamó al pájaro haciendo con los dientes un sonido similar a un graznido. El ave desplegó las alas, que tenían una envergadura mayor que la altura de Henrietta, aleteó y graznó a su vez en respuesta a la aguda llamada de Caleb.
El perro se echó en la hierba; de la boca le colgaba una lengua tan grande como el pie de Henrietta. Caleb dejó la silla y el arco en el suelo y se sentó en el tronco junto al pájaro. El hombre acarició el vientre del ave con el dorso de la mano, aún enguantada. El animal replegó las alas y se meció contra la mano.
—¿Qué clase de pájaro es? —preguntó Henrietta—. ¿Es una especie de águila?
Caleb chasqueó la lengua y miró a Henrietta.
—Aquí lo llamamos halieto negro —dijo—, aunque tiene otros nombres. Es más pequeño que un águila, pero más grande que un halcón, y bastante más inteligente.
Henrietta observó las motas que salpicaban las alas del animal, sus blancas patas y sus poderosas garras.
—¿Cuántos tienes?
Caleb rió.
—Tantos como encuentre por el camino. Me conocen y me obedecen, pero no tengo ninguno encerrado en una jaula. Tienen sus propios nidos y familias de las que ocuparse. Ahora mismo hay cinco aquí con nosotros.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Henrietta.
Caleb extendió la mano y el pájaro se posó sobre ella. Graznó de nuevo con la lengua y los dientes y dejó que el sonido irrumpiera en el aire. Henrietta sintió como las amplias alas del halieto propulsaban el aire y no pudo evitar agacharse. El pájaro se elevó lentamente, planeó sobre las copas de los árboles y desapareció de su vista.
—Están comiendo —dijo Caleb—. Solo comen pescado y, donde estamos ahora, tienen que volar largas distancias para encontrarlo. El pájaro que has visto ha sido el primero en pescar, el primero en alimentarse y ahora será el primero en irse a dormir. Cuando los demás se reúnan con él, ya tendrá la cabeza escondida bajo un ala.
Caleb estiró las piernas y estudió a Henrietta con atención.
—Tú también has volado desde lejos. ¿Qué tal tienes los huesos?
—Me duelen —dijo Henrietta—. Durante un rato he deseado que me dejaras caer del caballo y me abandonaras.
Caleb sonrió a medias. Tenía los ojos fijos en ella, perdidos en sus propios pensamientos. Henrietta se revolvió, nerviosa.
—Mañana será aún más duro —dijo en voz baja—. Cuando el mundo se desprenda de las sombras de la noche y se haga de día, ya habremos abrevado y aparejado a los caballos. Después, cabalgaremos un largo trecho, adentrándonos en las colinas, y allí encontraremos la puerta oscura que aguarda nuestra llegada. Rezo porque permanezca transitable al menos un día más. Al otro lado nos esperan aún unas pocas millas y colinas de viaje.
—¿Y si la puerta está cerrada? —preguntó nerviosa Henrietta.
—Entonces estaremos perdidos en las áridas faldas de las montañas, a más de ochocientos kilómetros de donde desearíamos estar.
Henrietta abrió los ojos, sorprendida.
—¿Pero tendremos que cabalgar ochocientos kilómetros?
—No si la puerta es lo suficientemente segura como para atravesarla. Tras ella, no nos quedan más que ocho kilómetros hasta nuestro destino —Caleb estiró los brazos por encima de la cabeza—. Cabalgaríamos de noche si los caballos no estuvieran tan cansados. Retomaremos la marcha tan pronto como podamos.
Henrietta miró a Caleb y no pudo evitar bostezar.
—¿Hay algo de comer? —preguntó—. Estoy realmente hambrienta.
Caleb se puso en pie con un movimiento rápido y silbó. Un corrillo de hombres dejó inmediatamente de reír y se volvieron hacia él como si fueran solo uno.
—Traedme un cuenco, cuando esté caliente —pidió. Uno de los hombres asintió y el corrillo volvió a sus risas. Caleb se sentó de nuevo—. Están guisando algo con las pocas hierbas y raíces que han podido encontrar para ablandar la carne en salmuera —El hombre inspiró y suspiró—. Ahora, escucharé tu historia.
Henrietta enterró la parte posterior de las palmas de las manos en sus ojos y se inclinó hacia adelante para estirarse. ¿Cuándo empezaba su historia? ¿Cuándo su abuelo hizo lo que fuera que hizo para conseguir reunir las puertas? ¿Fue con la llegada de Henry? ¿O con la llegada de su padre a Kansas? ¿Debería hablarle de la bruja, de cómo la arrojaron por una de las puertas y, con toda probabilidad, originaron todo aquel desastre?
Henrietta inspiró profundamente, se irguió y se dispuso a contar toda la verdad.
—No sé por dónde empezar.
Caleb recogió el arco del suelo y sonrió.
—Bueno, no hace falta que empieces con el origen del universo.
Caleb pisó la punta de uno de los cuernos del arco con el pié, lo dobló unos centímetros y sacó la cuerda por el otro extremo. El arco se tensó cuando el hombre dejó de pisarlo, pero no tanto como Henrietta esperaba. Los cuernos negros se curvaban suavemente hacia el interior, volviendo a combarse hacia fuera en los extremos afilados.
—¿Aquí todos usan arcos fabricados con cuernos? —preguntó Henrietta—. Una vez mi padre me compró un arco en un mercadillo, pero era de fibra de vidrio amarilla.
—No sé qué es la fibra de vidrio, pero aquí normalmente usamos madera de fresno o de tejo. Mi padre me trajo este arco del extremo sur del océano. No fui capaz de encordarlo hasta que tuve nueve años y no pude tensar la cuerda más que dos o tres dedos durante los tres años siguientes, aunque practicaba todos los días.
Caleb enrolló la cuerda en torno al mango mientras Henrietta lo observaba y apoyó el arco sobre el leño, justo a su lado.
—Ibas a contarme la historia de cómo llegaste a FitzFaeren. ¿Ya sabes cómo empieza?
Henrietta se llevó la uña del pulgar a los dientes. No creía que fuera capaz de mentir a Caleb; el hombre se dio cuenta en seguida cuando mintió acerca de su nombre. No es que aquello importara mucho. Lo cierto es que no tenía intención de mentirle. Por un lado quería que Caleb supiera absolutamente todo lo que había pasado. Quería que alguien escuchara su historia, preferiblemente alguien que pudiera ayudarla. Pero, por otro lado, contarla la ponía nerviosa. Y tampoco le gustaba demasiado la imagen que aquella historia daba de ella. La llave de la habitación del abuelo no se le quitaba de la cabeza; se le clavaba en la pierna a través bolsillo del pantalón.
Así que volvió a tomar aire, suspiró y le contó todo lo que recordaba de su abuelo, de la llegada de su primo a Kansas y del redescubrimiento de las puertas. Lo contó todo muy rápido y, a medida que lo hacía, se sorprendió de lo poco que Caleb se parecía a ella. Si alguien le hubiera contado aquella historia del modo en que ella lo estaba haciendo, lo habría interrumpido constantemente, importunándolo con preguntas incómodas, pidiendo detalles, exigiendo explicaciones y subrayando incoherencias. Pero Caleb se limitó a quedarse allí sentado y escucharla. Como mucho, se frotó la áspera barbilla con la mano, pero no dejó ni un solo instante de mirarla a los ojos.
Fue Henrietta la que apartó la vista. De repente, se dio cuenta de que estaba contándole a la hierba y al crepúsculo solar que había escuchado clandestinamente una conversación entre Richard y su primo y que, cuando despertó, pensó que habían atravesado una de las puertas.
En ese punto fue donde paró su narración.
Un hombre más corpulento que Caleb, pero no tan alto como él, se acercó a ella con un cuenco lleno de estofado.
—Gracias —dijo en voz baja.
Sus palabras eran sinceras. Se sentía muy agradecida y no solamente porque estuviera hambrienta. Ahora que tenía el humeante cuenco entre las manos, ya no se sentía obligada a mirar a Caleb a los ojos. Aunque la historia que acababa de contar era cierta al cien por cien, había tratado de obviar la imprudencia que había demostrado. Y, cuando evitarlo le había resultado imposible, había sentido cómo la sangre le enrojecía el rostro.
Henrietta se quedó observando el guiso parduzco que tenía ante ella y después se miró las manos.
—No tengo cuchara —dijo.
Caleb se sacó una navajita del cinturón y se la tendió, sosteniéndola por la hoja.
—Lo que no puedas coger con ella, bébelo.
El hombre volvió con otro cuenco para Caleb y este se deslizó al suelo, sentándose junto al perro y apoyando la espalda contra el leño.
—Así que seguiste a tu primo —dijo—. ¿Dónde está él?
—No creo que esté aquí —Henrietta sorbió del cuenco y el caldo le quemó la punta de la lengua—. De lo contrario, Magdalene también lo hubiera atrapado.
—¿Cómo escapaste de la reina?
—Salté por la ventana.
Caleb estaba ignorando su cuenco; totalmente concentrado en el rostro de Henrietta. Finalmente, levantó la vista y miró a lo lejos, como enfocando algo invisible. Su padre también solía hacer aquello.
—¿Por qué no trataste de volver por el pasaje por el que habías llegado? Los salones de FitzFaeren padecen un extraño maleficio, pero estoy seguro de que podrías haberte enfrentado a él.
—Lo intenté —dijo Henrietta—, pero me extravié. Era de noche y perdí la orientación en la cima de las colinas.
—¿Y encontraste a Eli?
—Lo encontré, me dio algo de comer y lo seguí hasta que tú me atrapaste.
Henrietta observó a Caleb mientras pensaba. A continuación, el hombre dio cuenta del contenido de su cuenco, lo colocó junto a él y silbó.
Los hombres se giraron.
—¿Dónde está el pequeño Fitz? —preguntó—. Traedlo aquí.
—¿En el saco? —preguntó uno de ellos.
Caleb asintió.
Henrietta no pudo evitarlo.
—¿Aún lo tenéis en el saco? ¿Por qué hacéis eso? ¡Se va a ahogar!
Caleb miró a la niña, pero no dijo nada. Después se incorporó lentamente y se cruzó de brazos.
Dos hombres caminaron en dirección a ellos desde donde habían atado a los caballos. Entre los dos cargaban con un abultado saco marrón que se retorcía y pataleaba a su paso. Los hombres dejaron caer el saco a los pies de Caleb y ambos se retiraron.
—Puedes sentarte y escuchar —dijo Caleb, y Henrietta supo que se dirigía a ella—. Pero no hables ni hagas preguntas.
Henrietta notó que se le ponían las orejas rojas de vergüenza pero, antes de que pudiera enfadarse, Caleb se dirigió al saco.
—Eli, antiguo duque de FitzFaeren, antiguo guardián de las bibliotecas de Hylfing, antiguo traidor, antiguo amigo, ¿accedes a hablar conmigo?
Henrietta se mordió el labio. Se le ocurrieron un montón de preguntas que hacer. El saco estaba ahora perfectamente quieto.
—Contesta —exigió Caleb.
El saco se revolvió y Henrietta reconoció la voz amortiguada de Eli.
—No soy una patata. Hablaré al aire libre.
—Se te liberará únicamente si renuncias a usar tus poderes y a pronunciar encantamientos o conjuros —dijo Caleb. El hombre siguió hablando y su voz se endureció—. Date por advertido; si transgredes las condiciones o tratas de practicar la necromancia[4], volverás al saco. Si el corazón te sigue latiendo, por supuesto.
—De acuerdo —dijo Eli—. Sácame de esta pocilga.
Caleb asintió y los hombres dieron un paso adelante y se dispusieron a desatar una costura que recorría el saco a lo largo.
—¿Por qué no puede pronunciar conjuros dentro del saco? —preguntó Henrietta.
Caleb se volvió hacia ella, la miró a los ojos e, instantáneamente, la niña recordó lo que le había dicho. No parecía que estuviese enfadado, pero deseó no haber preguntado nada.
—Está tejido con fibras de alga marina. Hay quien usa tela de araña. La tela de araña es más resistente, pero es mucho más complicada de producir en grandes cantidades. Ambos materiales repelen cualquier tipo de manipulación y enmarañan cualquier tejido que haya sido creado dentro de ellos.
Caleb volvió la vista para observar como Eli rodaba por la hierba y se incorporaba, poniéndose de rodillas primero y después de pie. De su calva cabeza emanaba calor. Tenía el pelo enredado y pegado a las orejas y a las mejillas. No llevaba puestas las gafas y el polvo, que se había convertido en barro a causa del sudor, recubría por completo sus vestiduras y le salpicaba la piel. Parecía un deshollinador muy, muy enfadado. O, al menos, eso le pareció a Henrietta. Nunca antes había visto a un deshollinador.
Eli resopló y murmuró algo para sí mismo. Henrietta esperaba que insultara a Caleb pero, en lugar de eso, se sacó las gafas de un bolsillo y trató de enderezar las combadas patillas. Al poco se dio por vencido y se las puso. Una de las patillas doradas quedó suspendida sobre su oreja.
Caleb esperó en silencio. Cuando, finalmente, Eli parpadeó tras los empañados cristales de sus anteojos, habló de nuevo.
—Eli, ¿qué ritual estabas llevando a cabo cuando mis hombres te atraparon?
Eli entrecerró los ojos y se humedeció los labios. Durante un breve instante, se asemejó a su hermana.
—Creía que era obvio —dijo—, estaba curvando la luz. Conseguí hacerme invisible, pero tu horda de costeños me descubrió.
Caleb dio un paso en dirección al hombrecillo, considerablemente más bajo que él. Después clavó la mirada en el azul crepuscular del cielo. Henrietta también miró al cielo. Una estrella temprana, quizá un planeta, parecía colgar entre los árboles.
—Para los tuyos —dijo Caleb—, curvar la luz no precisa rituales —Bajó la vista y sonrió—. Paladea la verdad, Eli. Puede que todavía recuerdes su sabor. Puede que sea afilada, quizá muerda, pero nunca te traicionará. ¿Qué ritual estabas llevando a cabo?
—Estaba invocando poder —dijo Eli.
—Demasiado amargo —dijo Caleb—. La verdad es más dulce.
Eli se sorbió la nariz ruidosamente y se rascó el sucio cráneo.
—Si lo sabes, entonces, dilo tú mismo.
La mirada de Caleb era fría e impertérrita. Su voz sonó aún más fría.
—Mis hombres me han descrito los símbolos que encontraron. Son los del rito de las calaveras.
Eli hizo un gesto de desprecio.
—¿Te has entrenado en la magia negra? Tu padre estaría encantado —El hombrecillo cuadró sus pequeños hombros—. Sí, era el rito de las calaveras. Pero no llegó a surtir efecto. Fue un rito motivado por el miedo. No me acuerdo de cómo terminaba el ritual y, aunque lo hiciera, nunca lo habría llevado a término.
—Yo sí he presenciado el rito completo —dijo Caleb en voz baja—. Una vez. No es algo que pueda olvidarse. ¿Por qué motivo iniciarías tal cosa?
—Ya te lo he dicho —dijo Eli—, tuve miedo. ¿Acaso crees que he olvidado quién los domina cuando veo a tus halcones surcando el cielo? Solo pensé en salvar mi vida y en el odio que siempre has sentido hacia ella.
—¿Te aliarías con las sanguijuelas endorianas para salvarte? Si sabías que te estaba siguiendo, entonces también deberías saber que serías castigado por tal maldad.
Henrietta observó el rostro de Eli y después, el de Caleb. Eli parecía realmente asustado. Caleb estaba absorto en sus propios pensamientos. El hombre prosiguió.
—Mi familia ha sido muy misericordiosa contigo, Eli. Hay muchas cosas de las que podríamos culparte.
Una ráfaga de viento descendió del cielo, haciendo crujir la hierba. Los dos hombres que había tras Eli lo vigilaban. Incluso el perro, tumbado a los pies de Caleb, parecía inmóvil. Un caballo coceó.
—Hay cosas de las que soy culpable.
La voz de Eli sonaba plana, muerta. El hombrecillo buscó los ojos de Caleb con la mirada y ninguno de los dos se atrevió a romper el vínculo. Henrietta se sintió incómoda por la violencia del momento. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró de nuevo. Tras una larga pausa, Caleb habló de nuevo.
—Eli, la niña escapó de tu hermana, la reina.
Eli asintió.
—Vagaba perdida, buscando el salón en ruinas y el portal hacia su propio mundo.
Eli tragó saliva y parpadeó.
—¿Por qué no fue capaz de encontrarlo? —preguntó Caleb—. Sé sincero.
—Porque… —empezó a decir Eli. El hombrecillo miró a Henrietta y paró. Henrietta solo alcanzaba a ver el reflejo de sus gafas. La luz se desvanecía con rapidez y las sombras que cubrían el rostro del hombrecillo, ya de por sí bastante oscuras, se intensificaron aún más—. Porque percibí su mente y la desorienté.
Henrietta se sobresaltó.
—¿Tú hiciste que me perdiera? ¿Por qué lo hiciste? Dijiste que la puerta se había cerrado tras de mí. ¿Era eso cierto?
Eli se encogió de hombros.
—Probablemente.
Henrietta sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. La ira las hizo brotar a chorro. La niña se acercó a Eli.
—Henrietta —dijo Caleb. Su voz sonaba exasperantemente tranquila—, siéntate y guarda silencio.
Pero las emociones que corrían por las venas de Henrietta no eran fáciles de aplacar.
—Eres malvado —dijo al hombrecillo—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me lo has arrebatado todo, mi familia, mis padres, mi vida entera? ¿Por qué?
Una mano se cerró en torno al brazo de Henrietta. No la estaba apretando fuerte, pero sabía que empezaría a hacerlo si intentaba zafarse de ella. Alguien la obligó a girarse y, parpadeando, se encontró cara a cara con el rostro sombrío de Caleb. El blanco de sus ojos resplandecía bajo las oscuras cejas. No le estaba mirando a los ojos, sino a través de ellos.
Caleb señaló el leño con su cabeza.
—Siéntate —dijo—. Todas tus preguntas serán contestadas.
Henrietta no se imaginaba a sí misma obedeciendo. Necesitaba correr, gritar, darle una patada a Eli o a algo, un buen puntapié. Pero, por alguna extraña razón, empezó a calmarse. Se secó los ojos con el dorso de la mano y retrocedió lentamente hacia el tronco.
—Lo siento —dijo Eli—, de alguna manera, lo siento. Sus preguntas no son difíciles de contestar. Soy un hombre que no pertenece a ningún pueblo, un árbol con ramas pero sin raíces. Tú también percibes cómo le chupan la sangre a la tierra, el crepitar de la hierba al formarse los truenos. FitzFaeren no me ofrece ningún tipo de protección y tampoco soy bienvenido en Hylfing. Ambos reinos me rechazan por culpa de su abuelo. Pero la niña pondría a Hylfing en deuda conmigo. Si la entregaba quizás me obsequiaran con un bote o un resquicio de costa donde refugiarme. La niña podía haberme ganado la gratitud de una ciudad a cuyas murallas se me había prohibido el acceso.
—¿Cómo así? —preguntó Caleb.
—Caleb —dijo Eli, y sonrió—, ¿acaso son tus ojos tan poco perspicaces? Deberías darme las gracias. Me dirigía hacia ti para entregarte a tu pariente, a la hija de tu hermano.
Henrietta se tambaleó al escuchar aquello y estuvo a punto de caerse del leño. Caleb permaneció perfectamente inmóvil.
—Francis —dijo.
Eli asintió.