CAPÍTULO 16

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A Henrietta le dolían las caderas y las piernas a causa de los movimientos del caballo y eso que ni siquiera llevaba una hora cabalgando. Caleb se movía arriba y abajo sin ninguna dificultad detrás de ella. Ella, sin embargo, tenía la sensación constante de estar a punto de caerse cada vez que la cruz del caballo se elevaba y no era capaz de dejar de erguirse cuando descendía. Era como estar balanceándose en un trampolín con alguien mucho más grande que ella.

El caballo se le antojaba tan grande como un tractor y, si no hubiera sido porque el brazo del hombre le rodeaba la cintura, se habría caído una docena de veces. No era la primera vez que cabalgaba, pero su única montura había sido una yegua con escoliosis que traqueteaba por la calzada de una carretera de Kansas. El caballo que montaba ahora era un animal altivo, que arqueaba el cuello, robusto como el tronco de un árbol y de pelaje reluciente, que aprovechaba cualquier oportunidad para trotar y galopar. Por lo que había podido observar, Caleb le permitía hacer lo que quería. También había dado por supuesto que era macho.

El caballo no tenía riendas y Caleb no parecía necesitar agarrarse a nada para galoparlo, solamente apoyaba una mano sobre la grupa mientras con la otra sostenía un arco negro.

—Volverás a ver a tu amiguito muy pronto —dijo. El arco apuntó a la lejanía; parecía que lo hubieran fabricado con dos largos cuernos—. Hay un pueblo abandonado allí. Los demás lo traerán a la fuente.

Estaban recorriendo el fondo del valle. Al pasar la siguiente curva, Henrietta distinguió siluetas de casas. Aún en la distancia, se percató de que la mayoría estaban adosadas y los tejados tenían más refuerzos que el granero abandonado en peor estado en el que ella hubiera tenido el valor de adentrarse.

El caballo aminoró el paso a medida que se aproximaban a las casas. Algunos de los edificios debían de haber sido bastante altos, de cuatro o cinco plantas incluso. En aquel momento ninguno tenía más de tres. Los ventanales los escrutaban con sus cristaleras melladas. Parecía que las paredes estuvieran podridas; no estaban cubiertas de moho, musgo y humedades, sino de verdadera podredumbre, como si estuvieran secándose y convirtiéndose en polvo. Arqueando el robusto cuello, el caballo recorrió la calle central y Henrietta observó las puertas sin bisagras y las ventanas caídas. Unos cuantos edificios se habían quemado, pero sus carbonizadas estructuras aún se tambaleaban contra el viento, como queriendo recordar, por si nadie más lo hacía, su pasado esplendor.

La calle daba a una plaza cuadrada. De las junturas de los adoquines de piedra nacía hierba seca y hierbajos y, en el centro, se erguía una fuente. No era tan extravagante como la que había visto en el gran patio en ruinas de FitzFaeren, ni la mitad de extraña, y esta aún contenía agua en la base.

La maltrecha escultura que había ante ella parecía una mujer erguida, dos veces más alta que Caleb, que sostenía una especie de cántara sobre la cabeza. Había perdido uno de los brazos, pero Henrietta pudo ver que la mano aún sostenía la parte inferior de la cántara rota. El agua se deslizaba por la cara de la mujer y descendía vestido abajo, dejando un rastro húmedo en la piedra.

El caballo frenó y se puso a hacer cabriolas junto al borde de la fuente.

—Saludos, Magdalene —dijo Caleb.

Henrietta giró la cabeza, inspeccionando la plaza, pero no vio más que los edificios que aún sobrevivían a la ruina.

—No bajes del caballo —susurró Caleb mientras saltaba al suelo.

Henrietta se agarró con los puños a las crines del caballo, con cuidado de no tirar demasiado.

Caleb enganchó el arco en un colgador que había detrás de Henrietta, dio media vuelta y caminó en dirección a la fuente. Antes de alcanzarla, se quedó quieto y se cruzó de brazos.

—Ordena a tus pájaros que desciendan —dijo la voz de Magdalene.

Henrietta se sobresaltó. Chester dio un paso atrás y repiqueteó con los cascos delanteros sobre el suelo de piedra.

—Perdón —susurró Henrietta, acariciando el cuello del caballo.

Caleb no miró atrás.

—¿Por qué habría de ordenarles tal cosa? —preguntó—. Ya no os queda nada que esconder. Nada que valga la pena ser escondido.

—Han traspasado tus territorios —dijo la voz—. Ordénales que desciendan.

—¿Todavía os negáis a desprenderos de estos valles muertos? —La voz de Caleb sonaba plana.

—Ellos se niegan a desprenderse de mí.

Caleb se quedó quieto durante un momento. Después, descruzó los brazos.

—Revelaos y haré descender a los pájaros.

Henrietta parpadeó. Magdalene apareció de repente, sentada en el borde de la fuente, luciendo exactamente el mismo aspecto que tenía cuando los guantes de jardinero aún yacían sobre su regazo. Benjamín y Joseph flanqueaban su pequeña figura, acompañados, al menos, por diez más de los suyos. Todos llevaban espadas cortas amarradas a los cinturones. Algunos también iban armados con arcos.

Magdalene sonrió, sin mirar si quiera a Henrietta.

Caleb levantó el brazo derecho y lo colocó en perpendicular a su cuerpo. Un gigantesco pájaro descendió en picado sobre la cabeza de Henrietta, abrió sus enormes alas y se posó sobre el guante del hombre. El plumaje del pájaro era oscuro en el dorso y blanco en la cabeza, las patas y el pecho. El animal volvió la cabeza y miró a Henrietta con un ojo y a Magdalene con el otro. Una veta negra circundaba sus ojos dorados descendía hasta el pico.

Mientras Henrietta lo observaba absorta, otro pájaro cortó el viento y aterrizó sobre los adoquines de piedra junto a los pies de Caleb. Otro más se posó en lo alto de la fuente, inclinó la cabeza sobre la cántara y la sacudió, perlándose el lomo de finos hilos de agua. Dos aves más aparecieron en la plaza antes de que Magdalene hablara.

—Tienes en tu poder a alguien que nos pertenece —dijo la anciana.

Caleb rió.

—Si os referís a vuestro hermano, Eli, os lo devolveré encantado. Ya debe estar de camino, metido en un saco.

—Nos no tenemos ningún hermano —La voz de Magdalene sonó crispada—. De quien estoy hablando es de la niña.

—¿La niña? —Caleb giró la cabeza y miró en dirección a Henrietta. El hombre sacudió el brazo levemente y el pájaro del plumaje oscuro levantó el vuelo y se reunió con su hermano en la fuente—. ¿Por qué habría de perteneceros la niña?

—Allanó el Salón Menor de FitzFaeren. Su abuelo robó unos talismanes de los que tenemos gran necesidad en estos aciagos momentos. Hemos tomado a la niña en prenda para recuperarlos.

—¿Fue su abuelo quien hizo eso que decís? —preguntó Caleb.

El hombre retrocedió en dirección al caballo, cogió a Henrietta por la cintura y la levantó sin esfuerzo. Le apoyó una mano en el hombro y la acompañó hasta que estuvieron frente a la reina.

La reina la ignoró y mantuvo los ojos fijos en Caleb. Henrietta observó las arrugas que surcaban su bronceado rostro. Tenía el pelo cano recogido en un moño estirado que le dejaba la frente completamente despejada.

—Vos tenéis una visión de la que yo carezco —dijo Caleb—. Miradla. Decidme qué sangre corre por sus venas.

Magdalene se humedeció los labios. Su mirada ni siquiera pasó cerca del rostro de Henrietta.

Caleb rodeó a la reina y examinó a Henrietta. Benjamín, que seguía de pie junto al hombro de la anciana, cambió rápidamente de posición.

—No dudo de vos, majestad —Caleb se quitó los guantes y se frotó la barbilla lentamente—. Puede que sea cierto que su abuelo se apoderó de ciertas cosas sin permiso. Pero, ¿no habéis percibido algo más? ¿A qué línea pertenece su sangre paterna?

—Quédatela —se apresuró a decir Magdalene—. Por respeto a la sangre de su padre. Aunque el allanamiento del que os hablo es real.

Henrietta quería hablar. Quería explicarlo todo. ¿Qué tenía que ver su padre con todo aquello? Caleb se irguió y la llevó de vuelta al caballo. Metió la mano en un bolsillo que había en un lado del serón y sacó un terrón marrón de azúcar sin refinar. Caleb colocó el terrón en el puño de Henrietta, señaló con la cabeza en dirección al gran caballo y dio media vuelta.

—Ahora decidme, majestad —dijo—, decidme por qué enviasteis a mi cuñada Hyacinth un sueño premonitorio pidiéndole que yo viniera hasta aquí. He viajado por caminos por los que hubiera sido mejor no transitar y he percibido cómo la tierra moría bajo mis pies. Mi ciudad me necesita. Pero he venido, atravesando las frías tumbas de piedra de las montañas, así que hablad claro.

Henrietta deshizo el terrón en trocitos. Hizo rodar el pedazo más pequeño por la palma de su mano y la estiró frente a la nariz de Chester, que abría y cerraba las fosas nasales al respirar. Los labios del caballo besaron la mano de Henrietta y el animal le restregó la lengua contra la palma. Henrietta no estaba muy segura de lo que había querido decir Caleb, pero había entendido que se quedaba con él. Y eso era bueno. O al menos, eso pensaba. Se distrajo un poco con el azúcar y Chester estuvo a punto de derribarla con el hocico.

—Endor resurge —dijo Magdalene.

Henrietta no apartó la vista del caballo, pero escuchó con atención. Tenía la sensación de que si les contaba la historia de las puertas de Kansas y cuál había sido su papel en ella, Magdalene volvería a reclamarla.

Y no precisamente para tenerla por ahí pululando.

—Endor duerme envuelta en polvo y locura —dijo Caleb—. Es Nimiane la que resurge y lo hace en los salones de Carnassus, en el lejano norte. He pasado las últimas semanas siguiendo el rastro de la muerte y sus flujos. Cómo haya sido liberada, no puedo decíroslo, pues estuve junto a mi hermano cuando la bruja fue enclaustrada. Entonces, mis huesos padecieron sus maleficios y por eso, ahora, reconozco su voz. Esta noticia era fácil de verbalizar y no requería un viaje tan peligroso por mi parte. ¿Qué más hay que yo no sepa?

—Caeremos —dijo Magdalene en voz baja—, FitzFaeren está al borde de la tumba.

Henrietta escuchó el rumor y los crujidos de pies al moverse. Miró de reojo a Benjamín y Joseph y a los hombres que los rodeaban. Tenían los rostros sonrojados y las mandíbulas apretadas. En algunos de ellos Henrietta percibió ira, en otros, vacío.

Caleb no dijo nada.

—Y tras nosotros —continuó Magdalene— caerán todas las montañas, todos los pueblos, todas las civilizaciones. Los bosques desaparecerán hasta que la bruja haya saciado su demoníaca sed. Vuestra ciudad se derrumbará sobre el acantilado y tu pueblo morirá con ella. Tras nosotros, reinos más poderosos, como los Imperios de los Tres Mares, se dejarán seducir por la fuerza renovada de la bruja. Nimiane volverá los ojos hacia ellos. Encontrará un nuevo trono, más alto que el anterior y, con él, más tierras que someter.

Caleb suspiró.

—Una paloma de luto ha anidado en mi ventana y todos los amaneceres canta estas mismas canciones de muerte porque el sol sale cada amanecer y porque se pone. ¿Qué haréis? ¿Cavaréis vuestras propias tumbas y os acostaréis en ellas como si fueran lechos donde esperar a la muerte?

Henrietta vio que el pequeño batallón de hombrecillos se sobresaltaba. Lo que su reina estaba diciendo los ponía furiosos y las palabras de Caleb los estaban irritando aún más. Con él se les permitía estar furiosos. Fulminaron al hombre con la mirada, pero permanecieron en silencio.

—¿Niegas entonces que la bruja esté absorbiendo más poder del que ella sola puede abarcar? —le preguntó Magdalene.

—No sabría deciros.

—Hay alguien más con ella —dijo Magdalene—. Debemos combatirla juntos o ambos presenciaremos el día de nuestra masacre. Si aun así caemos, caeremos juntos, y al menos podrán embalsamarnos con esplendor.

Caleb se frotó el mentón, cubierto por una barba de tres días. Magdalene no añadió nada más, de modo que tomó la palabra.

—Por supuesto, tendréis todo el apoyo que os podamos ofrecer, aunque lamentablemente, es bastante escaso. ¿Qué tenéis en mente?

Magdalene se levantó de donde estaba sentada y todos los hombrecillos que la rodeaban inclinaron la cabeza en reverencia.

—Ofrezcamos resistencia aquí —dijo—, tras las murallas de FitzFaeren. Nosotros somos los que estamos más al norte. Tu pueblo vive más allá de las montañas, en el sur profundo. Si establecéis vuestra base allí, de espaldas al mar, nos estaréis abandonando a una suerte temprana y solitaria y solo estaréis posponiendo vuestra propia derrota. Aquí, juntos, podremos hacer retroceder a la bruja. De lo contrario, tendremos una muerte rápida.

—Majestad —dijo Caleb; su voz sonó afectada—, ¿sabéis lo que me estáis pidiendo? En estos momentos mi gente almacena el trigo aún verde dentro de nuestras murallas y los aldeanos de las montañas luchan por llegar a ellas dejando todas sus posesiones atrás. Llevamos preparándonos para el asedio desde que la estrella de Nimiane apareció en un nuevo cuarto de cielo. No puedo daros a veinte de mis hombres más fieles ni cancelar los preparativos que ya hemos iniciado. No nos queda tiempo. Yo me he arriesgado viajando por los caminos de los mage, pero de ningún modo llevaré a mi pueblo por estos senderos; sus vidas no me pertenecen, no puedo disponer de ellas de esa manera.

Magdalene paseó la mirada por las casas y las colinas que los rodeaban, perdida en sus propios pensamientos, recabando viejos recuerdos.

—El ataque caerá aquí primero —dijo Magdalene en voz baja—. Así fue en el pasado.

—No creo que lo haga —dijo Caleb—. Vuestro pueblo está más cerca del norte, pero muchos de los caminos de las montañas han sido abiertos, como bien habréis podido percibir, caminos por los que yo he llegado hasta aquí. Las faldas de nuestras montañas están a unos ochocientos kilómetros del alcance de la bruja, la misma distancia que hay a los puestos fronterizos en vuestra olvidada linde del norte. Hylfing resistió a la bruja una vez y la obligó a retroceder ante sus murallas. Aquí no queda nadie que albergue contra ella viejos rencores, pero no me queda ninguna duda de que en sus sueños visualiza la sangre de mi gente oscureciendo la arena.

Un ruido de cascos resonó en la plaza y todas las cabezas se giraron en dirección a él. Once enormes corceles aminoraron del trote al paso. Hombres vestidos como Caleb montaban a lomos de los caballos. El saco que colgaba de la grupa del animal situado justo detrás del corcel del líder pataleaba. Junto a ellos brincaba un perro negro gigantesco, casi tan grande como un poni pequeño. A Henrietta le pareció un gran danés, pero la cabeza y el pecho del animal eran aún más anchos.

Caleb silbó y el perro corrió hacia él. Los pájaros levantaron el vuelo y se posaron en la fuente. El perro llegó donde estaba Caleb y se tumbó a sus pies.

—Majestad —dijo Caleb, haciendo una ligera reverencia—, venid con nosotros. El consejo dará la bienvenida a vuestro pueblo. Vuestra gente tienes poderes de los que nosotros carecemos y nuestras murallas nunca han sido traspasadas. Ahora debemos marcharnos. He de estar tras las puertas de mi ciudad antes de que el ataque caiga sobre nosotros y aún nos quedan oscuros caminos que transitar.

—Resistiremos o caeremos, pero en FitzFaeren —dijo Magdalene.

Caleb subió a Henrietta al caballo, soltó el arco y lo colgó detrás de la niña.

—Que el cielo resista con vosotros —dijo— y que no caiga jamás.

Caleb giró a Chester pero, antes de proseguir, dio media vuelta en dirección a la reina.

—¿Queréis que dejemos aquí a vuestro hermano —preguntó Caleb—, o preferís que lo llevemos con nosotros?

—Nos no tenemos ningún hermano —dijo de nuevo la reina.

El saco se agitó.

* * *

Henry sintió frío. Tenía los pantalones mojados y se le pegaban a las piernas. Un agua gélida había reemplazado a la sangre en sus venas y un rollo grasiento de soga se le clavaba en la mejilla. Parecía que los ojos volvían a funcionarle, pero todavía no enfocaban bien del todo. Intentó incorporarse, pero tenía las manos atadas tras la espalda. La base del bote se elevaba y descendía bajo él y notaba el agua encharcando el fondo de la embarcación y salpicándole el vientre y las piernas.

Henry se quejó, rodó para ponerse de lado y consiguió apartar la cara de la soga. Logró elevar la cabeza y colocarla sobre una bolsa gris.

La bolsa le propinó un puñetazo en la mejilla.

A sus espaldas, los hombres rieron. Unas manos desconocidas se cernieron en torno a él y Henry parpadeó cuando vio un destello metálico aproximándose a la bolsa y una gruesa cuerda caer al suelo del bote.

—Oye, hada —susurró una voz—, aguarda un momento.

Alguien obligó a Henry a ponerse de nuevo de espaldas y el niño se recostó sobre la soga. El viento lo envolvía.

El brujo bajito estaba acuclillado frente a él. Su capucha marrón estaba levantada y se había hinchado a causa del viento. Sus ojos, color gris pálido, lo observaban desde las sombras. El brujo palpó las quemaduras de la mandíbula de Henry con dos dedos.

—Tengo una quemadura igual que la que tienes en la mano —dijo en voz baja—, pero ninguna como esta. ¿Eres poderoso?

No era una pregunta difícil de contestar. Henry nunca se había sentido poderoso y mucho menos habiendo sido derribado, maniatado y abandonado a merced de un viento congelado sobre el casco desnudo de un bote.

El chico sacudió la cabeza.

—Mantén los brazos detrás de ti —le susurró el joven.

Henry sintió la hoja de una navaja deslizarse entre sus muñecas, pinchándole la piel. La cuerda se soltó con facilidad.

El brujo bajito se apartó de él, se agachó para pasar por debajo de la vela que ondeaba sobre ambos y se acurrucó en el fondo del bote. Henry vio tres brujos más, todos agachados. El cuarto debía estar detrás de él, dirigiendo el timón.

El bote tenía una única vela y carecía de suelo de cubierta. No debía tener más de seis metros de largo. Ahora que había recuperado la vista y, con ella, la capacidad de ver el agua y la proa bambolearse con las olas, se sintió mareado. En la lejanía, una isla se elevaba y se hundía a merced del horizonte. Henry cerró los ojos y tragó saliva. No quería empezar a vomitar. Nunca resultaba agradable, pero en aquel momento mucho menos. No sabía qué planeaba exactamente el brujo más joven, pero vomitar seguro que no ayudaba demasiado, independientemente de cuál fuera el plan.

Una ráfaga de viento le revolvió el pelo y le mordió el cuello. Henry tuvo un escalofrío, la vela chasqueó, una ola elevó el bote y la embarcación cayó de nuevo al agua.

La bolsa gris se agitó junto a él.

Un hombre diminuto con una prominente barriga salió de ella, atado y gritando como loco. Dio una patada a Henry en la oreja y se irguió, saltando en dirección a la borda, manteniendo el equilibrio con el movimiento del barco.

Henry se tambaleó y se protegió la cabeza.

Los tres brujos se pusieron en pie de un salto, aferrándose a la borda y al mástil para no perder el equilibrio.

Henry vio que de los pies del hada surgía una llama que lo impulsaba sobre el bote. Los tres brujos gritaron, se tambalearon y apartaron las manos de la borda a la vez cuando un chorro de agua proveniente de la proa roció la llama.

El cuarto brujo saltó desde la popa y se colocó frente al diminuto y orondo hombrecillo que, a diferencia de los brujos, estaba perfectamente equilibrado.

—Las hadas se hunden como las piedras —dijo. Tenía el rostro tan afilado como la voz—. Ahógate o vuelve a meterte inmediatamente en el saco.

El hada puso los ojos en blanco, sacó la lengua y la retorció, en un gesto de desprecio. Tenía unas orejas grandes y puntiagudas que le sobresalían del cabello húmedo y enmarañado.

Apenas levantó la mano el brujo, Henry percibió la violencia de las palabras que se gestaban en su garganta; su cuerpo se tensó, como si estuviera esperando recibir un violento golpe.

El conjuro surgió de la boca del hombre y atravesó el viento como un trueno. Guiado por la mano del brujo, sus palabras arrancaron el trozo de borda y casco sobre el que se sostenía el hada, que había desaparecido.

Henry parpadeó. El hada, con los carrillos hinchados, había caído sobre el fondo del bote y se había enroscado, haciéndose una bolita. Una luz trémula envolvía su diminuto cuerpo.

El grupo al completo se volvió, buscando al hada, que reptaba por el casco desnudo del bote en dirección al mástil con las mejillas inflamadas y la cara roja. Cuando lo alcanzó, trepó a lo alto con movimientos rápidos. Henry miró al hada y después a los confusos brujos. Estaba claro que el bajito sabía dónde estaba el hada, ya que Henry lo había visto mirar de reojo varias veces a lo alto del mástil. El resto se aferraba a la borda para evitar perder el equilibrio mientras inspeccionaban el suelo del bote.

El brujo joven miró a Henry y señaló con la cabeza en dirección al hombre más próximo a donde el muchacho yacía tumbado. Después elevó la mirada hacia el mástil y apuntó con el dedo.

—¡Allí arriba! —gritó.

Los hombres miraron arriba. El brujo calvo, el más grande de todos, se apoyó contra la borda y la capucha le cayó hacia atrás. De repente, el brujo bajito lo golpeó en las costillas y lo empujó al mar. El de la barba negra se volvió, estupefacto, y un cuchillo se clavó con un movimiento rápido en su pecho, enterrándose en él hasta la empuñadura.

Ya solo quedaba un brujo en el bote, el de la voz gélida, que se volvió hacia el brujo bajito y le sonrió.

—Monmouth —dijo, muy tranquilo—, si tienes que servirte de un cuchillo para matar, entonces solo sirves para trabajar en las cocinas.

Henry se preparó para lo que iba a pasar. El brujo le lanzó una mirada y frunció los labios en una sonrisa forzada. Henry percibió lo que se estaba gestando, una especie de electricidad estática, una tensión, algo espectacular.

La embestida surgió de repente, sin palabras, del interior del brujo. Monmouth trató de esconderse detrás del mástil, pero salió despedido contra la proa mientras el barco temblaba y la madera del casco se resquebrajaba. Henry quiso lanzarse hacia él, pero una mano se lo impidió. Sintió cómo se le cerraba la garganta y se le paralizaban los pies. El cuerpo empezó a arqueársele hacia atrás, amenazando con partirle la columna.

Mientras el brujo del rostro afilado reía, el hada aterrizó sobre su cabeza.

Ambos cayeron al suelo. Las piernas del hada se enroscaron en torno a la garganta del brujo.

Henry se incorporó y trató de acercarse a aquel enredo de cuerpos para intervenir, pero la confusión lo paralizó. Lo que tenía ante sus ojos era mucho más que dos simples cuerpos; una maraña de fuego, hielo y rayos tomó forma en el aire y se desvaneció antes de golpear a los combatientes. El agua que había en el casco del bote se estaba transformando en hielo. Henry abrió bien los ojos y vio aún más; el poder del hada era verde y surgía de él en remolinos que envolvían su cuerpo y el del brujo. Aquellas espirales se unían y se disipaban en una nube de un blanco intenso. Sin embargo, los rayos de magia empezaban a disminuir y a dispersarse.

—¡Ayuda al hada! —chilló Monmouth, abalanzándose sobre los cuerpos con el cuchillo en alto, la hoja teñida de oscuro.

El brujo consiguió zafarse del hada, que se arrastró por el casco del bote, cojeando y jadeando. El cuchillo de Monmouth se hizo añicos en el aire.

Henry parpadeó y trató de sobreponerse. ¿Qué estaba haciendo? El muchacho saltó sobre el brujo y notó cómo lo mordía el aire que envolvía el cuerpo del hombre. Monmouth tenía ambas manos suspendidas sobre la garganta del brujo, luchando por aferrarse a aquel cuello.

Henry agarró el saco gris y lo deslizó bajo la cabeza del brujo. El hombre gritó, pero el chillido fue acallado por las manos de Monmouth, que se cerraron por fin en torno a su gaznate.

—No lo mates —dijo Henry—, así no.

Monmouth levantó la vista, confundido, pero no aflojó las manos.

—¡Mátalo ahora mismo! —dijo una vocecilla ronca—. ¡Ahora, ahora, ahora!

Sintieron como si el mundo se resquebrajara ante ellos y Monmouth salió despedido de nuevo. El joven brujo consiguió aferrarse a la vela y cayó al bote. El saco se rasgó, abriéndose, y el brujo del rostro afilado se puso en pie.

El hada dio un brinco, dejando atrás a Henry. De sus diminutas manos surgió un rayo que transfirió al pecho del brujo y que lo envolvió por completo. El brujo retrocedió y perdió el equilibrio al tiempo que el bote descendía con una ola. El hada se enganchó a las espinillas del hombre y lo empujó hacia el mar por el hueco que había en el casco.

Inmediatamente después, el hada panzuda corrió hacia la caña del timón, en la popa de la barca, y la hizo virar para alejarse de donde había caído el brujo. Después corrió hacia la vela, soltó la amarra, giró un palo, volvió a amarrarla y se asomó por la borda para ver dónde estaba el brujo.

—¡Ja! —dijo—. Una necronenaza más para alimentar a las gentes del mar. En estas aguas, ya se debe haber congelado, sí señor —El hada se volvió y encaró a Henry—. Y tú —le dijo—, mientras estaba dentro de ese saco, los he escuchado farfullar sobre ti. ¿Tú, el hijo de Mordecai? No eres más que un trozo de carne con ojos que se ha quedado ahí parado, disfrutando de lo lindo con la pelea, como si fuera un espectáculo de marionetas. Tú también mereces que te tiremos por la borda.

Monmouth se incorporó y se llevó una mano a la cabeza. Tenía el rostro alargado y la piel pálida en contraste con el pelo azabache. Era menudo y muy joven. Henry no se había percatado de cuán joven era en medio de todo aquel caos. No creía que llegara a los dieciocho años.

El hada miró a Monmouth y después volvió a clavar la mirada en los ojos de Henry. La cabeza del hombrecillo le llegaba a las costillas. Tenía unos ojos oscuros que chispeaban sobre las mejillas sonrojadas y prominentes, y el cabello castaño y tan espeso como el pelaje de algunos animales. Su naricilla era perfectamente redonda, como el pomo de una puerta.

—Lo siento —dijo Henry—, estoy un poco lento.

—¿Lento? —rió el hada—. ¿De verdad posees la segunda visión? ¿Eres un verdadero septugénito? A ver, ¿qué estoy haciendo ahora?

El hada contuvo el aliento y se puso a la pata coja.

—Te has puesto a la pata coja —dijo Henry.

—Eso ha sido la suerte del principiante —dijo el hada—. ¿Y ahora?

El hombrecillo sacó la lengua.

Henry se acercó a él y le tiró de la lengua. El hada escupió e hizo una mueca de asco.

—A ver ahora —dijo el hada.

El hombrecillo inspiró profundamente y contuvo el aliento de nuevo, volviendo a ponerse a la pata coja. Se le hincharon aún más los carrillos y abrió los ojos de par en par. La piel se le empezó a poner roja y después púrpura y el aire en torno a él empezó a brillar con una luz tenue.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Henry—. Estás haciendo el pino.

El hada boqueó y dejó caer al suelo la pierna que tenía en alto.

—¡Lo sabía!

—Solo bromeaba —dijo Henry—, estabas otra vez a la pata coja. Pero, ¿qué estás intentando probar? ¿Te crees invisible?

El hada entrecerró los ojos y se frotó la panza.

—No es que lo crea —dijo—, es que lo soy. ¿Cómo lo consigues?

Henry estaba confuso.

—Simplemente, puedo verte. Te miro y te veo.

—Es el verdadero —dijo Monmouth, poniéndose de pie con cuidado—. No hubiera hecho todo esto si no lo fuera. Aun así, probablemente esto no debería haber pasado. El brujo que acabas de tirar por la borda era el hijo de Carnassus y no creo que esté muy feliz de haberlo perdido.

—¿Carnassus? —preguntó el hada—. Esa vieja cabra montesa tendrá que guardar luto por su propia vida dentro de poco. Enviar a sus brujitos a un montículo de hadas ha sido su condena. Hay un protocolo a seguir, ¿sabías? El comité no lo tolerará.

—¿Y qué se supone que una pandilla de faeren chillones puede hacer al respecto? —preguntó Monmouth.

—¿Pandilla? —La rolliza hada se acercó a donde estaba Monmouth con paso afectado—. Te voy a enseñar yo a ti lo que es una pandilla…

Henry los escuchó discutir, pero empezó a marearse otra vez. Estaba demasiado revuelto para prestar atención. El pequeño bote seguía bamboleándose arriba y abajo y, sin nadie al timón, ahora la embarcación también se movía de delante hacia atrás. Henry sentía las piernas como si fueran de gelatina.

—¿Dónde vamos? —preguntó, tambaleándose—. Necesito volver a Badon Hill.

Henry se dejó caer sobre el casco del bote y se acurrucó, con las piernas encogidas contra el pecho.

—O a la costa de Deiran —dijo, y cerró los ojos.