CAPÍTULO 15

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Henry se irguió sobre la cálida losa de piedra, enganchó las asas de la mochila con los pulgares y parpadeó a causa de la luz del sol. Respiraba con inspiraciones largas y lentas, saboreándolas. El único sonido que se escuchaba era el de la brisa deslizándose entre los árboles. Debería haber insectos, estaba seguro, pero Henry no escuchaba ninguno. Y, si los pájaros de aquel lugar solían hacer sus nidos en los árboles, los tenían bien escondidos.

Henry solo había estado una vez en Badon Hill, pero las veces que sus sueños lo habían transportado hasta aquellos inmensos árboles y a aquella brisa marina eran incontables. La colina de la isla descendía en una pendiente sombreada y musgosa a ambos lados de donde Henry estaba y era engullida por los gigantescos árboles, tan altos que parecían echar raíces en el cielo. En aquel momento estaba en la cima más alta de Badon Hill, sobre la arcana roca rectangular que había en el claro, rodeada por las ruinas de un viejo muro de piedra. Tras Henry se erigía el árbol, curtido por el paso del tiempo, con sus ramas extendidas y una profunda incisión en el tronco, que conectaba con la puerta del ático. Muy por debajo de él, fuera del alcance de su vista pero no de su olfato, se abría el mar.

Henry descendió, caminando por la losa. Bajó de ella de un salto y se acercó al ángulo dónde sabía que encontraría los huesos del gran perro negro que había visto en los primeros sueños que tuvo de Badon Hill. Allí estaban el cráneo amarillento, las costillas, y otros huesos engullidos por la hierba. No sabía por qué había soñado con aquel perro que corría sin parar de la piedra al árbol, escarbando la tierra junto a ambos, pero sabía que, de algún modo que aún desconocía, era importante para él.

Henry apoyó la espalda contra la cálida roca, cerró los ojos y dejó que la tibieza del sol le bañara el rostro. A continuación, inspiró profundamente, se irguió y abrió los ojos. Durante un segundo, no fue capaz de enfocar. Después, vislumbró unas hebras de agua que caían a chorros entre los árboles, transformándose, uniéndolos en una única palabra, una única historia, una única canción. Henry podía escuchar a Nella pidiéndole que parara, pero trató de bloquear el dolor de cabeza y los latidos desbocados de su corazón. Estaba contemplando la vida, violenta y risueña, que anteriormente solo había logrado intuir a través de los susurros de los árboles. Y sabía que aquella tormenta de nombres y palabras alegres era la vida de Badon Hill en reposo. De Badon Hill soñando. La lengua se le quedó seca y pastosa. Quería poder hablar aquel lenguaje. Quería que las palabras que salieran de su boca pudieran cobrar vida, convertirse en carne, en madera, en corteza, en savia, en hojas, en anillos anuales de risas y tristezas. Quería ser capaz de ponerle voz a aquella vida.

Henry abrió la boca todo lo que pudo. De sus articulaciones empezaron a surgir movimientos espasmódicos que Henry ignoró. Dio media vuelta y se puso de cara al viento.

Aquel viento era una criatura singular, épica, compuesta únicamente por una espalda que se deslizaba y corría sin necesidad de piernas. Henry levantó la mano y observó cómo el viento se dividía entre sus dedos y danzaba en torno al diente de león recomponiéndose al alejarse de su piel. Era uno y muchos a la vez. Cada girón daba vueltas, apartándose del todo, encontrando su propio carácter, dando forma a una historia nueva para después volver a ser uno con lo demás. Henry elevó la otra mano. Podía aferrar el viento, si quería. Sabía que podía. El viento lo llevaría lejos.

De repente, el mundo rugió. Henry sintió cómo sus brazos se contraían, presos de espasmos, y los ojos se le pusieron en blanco. A pesar de los intentos de su cuerpo, no pudo protegerse: había perdido la primera visión, pero la segunda seguía funcionando perfectamente, guiada por algo tan potente y ruidoso como el río Niágara. Una fuerza capaz de partirlo en dos.

Henry cayó al suelo, apretó las piernas contra el pechó y se tapó los oídos. Se arrebujó más y más, respirando pesadamente, tratando de expulsar aquello de su cabeza, luchando contra los espasmos que surgían de sus articulaciones. Los árboles y el viento gritaban sus nombres, sus historias, proclamando su esplendor con inusitada violencia.

Y, entonces, se hizo el silencio. El mundo seguía cantando en torno a él, pero la mente de Henry fue capaz de escapar de aquel rugido y enfundar una percepción más simple, una percepción a la que era más sencillo sobrevivir.

Henry abrió los ojos con cuidado. Le dolía la mandíbula. Tenía la boca abierta de par en par. La cerró con cuidado, sin poder evitar que le chirriaran los huesos, y se incorporó.

Badon Hill crujía a merced de la brisa, libre de insectos, de pájaros, satisfecho con aquella tranquila vida. Henry se frotó los ojos y miró en derredor, lentamente. Le retumbaba la cabeza. Deseó haber metido un poco de paracetamol en la mochila.

Frente a él, la enorme roca gris aún se dibujaba borrosa. Henry cerró los ojos con un movimiento rápido. Los abrió un segundo después, solo una rendija, y miró hacia el costado largo y rectangular de la roca. Los bordes y la parte superior eran planos, pero en el centro se plegaban en un arco negro, apenas elevándose sobre el nivel del suelo. Henry vio la hierba que se extendía frente a la roca, pero se le antojó falsa, una burda ilusión que solo sería capaz de engañar a su primera visión, como la barbilla de Darius. El terreno que pisaban sus pies descendía en una escalera irregular. Henry echó una carrera hasta el borde y miró abajo. Los escalones eran estrechos y descendían hasta el arco negro. Henry deslizó una pierna por la hierba, deteniéndose justo antes de llegar a los escalones. Por alguna extraña razón, sintió una especie de resistencia donde se suponía que estaba el nivel del suelo. No era una mera ilusión pero, a pesar de todo, consiguió que su pie atravesara la barrera invisible y lo apoyó en uno de los estrechos escalones. Henry se deslizó un poco más hacia delante y paró. Ahora tenía ambos pies en la escalera. Dio un vistazo a su alrededor; la hierba le llegaba a las rodillas y se perdía entre sus piernas pero, a través de ella, podía ver bajo sus pies la piedra negra y mojada. Dio un paso más, y después otro, adentrándose con dificultad entre la hierba, que ya le llegaba a los muslos. No le gustaba la sensación de no poder ver la parte inferior de su cuerpo, así que caminó rápidamente hacia la roca, con la hierba llegándole a las costillas, hasta que estuvo debajo de ella.

Ahora Henry estaba de rodillas delante de la boca abierta de la cueva. No estaba muy seguro de querer entrar. De hecho, estaba seguro de no querer entrar. Pero tampoco estaba muy seguro de querer seguir su camino sin antes echar un vistazo. Se quitó la mochila y escarbó dentro en busca de la linterna. Cuando la encontró, apuntó con el tenue rayo de luz a través del arco y vio que los escalones no terminaban allí, sino que descendían en la negrura.

Después de acallar la sonora reacción de su estómago ante la idea de bajar por aquella escalera, Henry se agachó para atravesar el bajo arco de la puerta. Veinte pasos más tarde, encontró un rellano gracias a la luz de la linterna y también se localizó los pies. El techo de la cueva estaba a la altura justa para que pudiera caminar con la cabeza ligeramente inclinada.

Estaba en una habitación oval. La piedra lisa de las paredes estaba salpicada de hornacinas y nichos en miniatura, algunos de los cuales parecían contener objetos. En la pared más lejana había una puerta, tan alta como ancha, incrustada en la piedra negra y su superficie estaba recubierta de esculturas en bajorrelieve.

En el centro de la puerta había una cabeza de hombre esculpida, la misma cabeza que aparecía en el sello de los faeren. Era muy grande, casi tan grande como el torso de Henry. El hombre tenía barba y le surgían hojas de parra de la boca y de los orificios de la nariz que se enroscaban con los rizos esculpidos en piedra que le cubrían la barbilla. También le crecían hojas de parra de los oídos, envolviéndole la cabeza como si fueran una corona. Los ojos, fabricados con dos circunferencias de piedra negra, estaban abiertos, y las pupilas eran dos agujeros perforados en la piedra con forma de espiral que llegaban hasta la parte trasera de la cabeza. El busto estaba rodeado por un círculo de hojas de parra y cabellos de piedra entrelazados que daban lugar a una superficie frondosa y serpenteante. Henry se acercó un poco más y apuntó con la linterna. Entre la barba del hombre y el sinuoso halo alguien había tallado unas cabezas más pequeñas. Surgían de las uvas que colgaban de las hojas de parra y todas tenían los ojos cerrados, como si durmieran. Henry palpó la fría piedra con los dedos y contó una docena de ellas. De repente, algo crujió bajo sus pies; una maraña de pequeños huesos apilados contra la parte inferior de la puerta. Unos cráneos alargados con anchos orificios nasales, como de caballos en miniatura, pero con el hocico coronado por un pequeño cuerno. Calaveras de raggant. Había cinco. Henry sintió un escalofrío.

Estaba en una tumba. Tras aquella puerta había cadáveres. Uno, una docena, qué más daba, cadáveres al fin y al cabo.

Henry se deslizó rápidamente hacia las escaleras, dio media vuelta y las subió a toda prisa. Podía vislumbrar la luz del sol en lo alto de la cueva. Se agachó, salió de un salto, tratando de aspirar algo de aire que no hubiera convivido con los muertos.

Henry salió como una erupción volcánica de la cueva y se tambaleó sobre la alta hierba, mirando alternativamente el cielo azul y el mar de vida verde que se arremolinaba en torno a sus pies.

Un hombre barbudo se colocó frente a él.

Henry lo miró a los ojos, perplejo. Tenía el pelo negro e iba completamente vestido de blanco bajo una gruesa capa marrón. El hombre parecía estar esperando que Henry hiciera algo. El chico retrocedió y se volvió hacia el árbol partido. Otro hombre, calvo, más alto y robusto, pero vestido con las mismas ropas, estaba frente al árbol, esperándolo. El hombre levantó una mano y unas palabras extrañas retumbaron en su pecho. Henry sintió como si el viento estuviera tratando de atarlo de pies y manos, como si lo aferrara por la garganta.

Henry tosió y tropezó, pero logró mantener el equilibrio. El hombre barbudo iba a por él. Henry balanceó la mochila con una mano y saltó hacia la roca. Se volvió y trató de trepar, arrastrándose. Le temblaban las piernas y sus manos pugnaban por soltar lo que sostenían, por dejar que mochila y linterna se estrellaran contra el suelo. Sin embargo, las aferró aún con más fuerza.

Había al menos cuatro hombres, que él pudiera ver, rodeando la roca. Henry se fijó en el más pequeño, se soltó de la roca y saltó sobre él. Golpeó al hombre en el pecho con las rodillas y estrelló la linterna contra su cabeza con un sonoro crujido de plástico y cristales rotos. Ambos cayeron al suelo y Henry rodó libre, enredándose los pies. La linterna había desaparecido. Aferrándose fuertemente a la mochila, Henry corrió en dirección al ruinoso y maltrecho muro de piedra. Se le enganchó la punta del pie en las piedras derruidas al intentar saltarlo y volvió a caerse, rebotando y deslizándose pendiente abajo entre la espesa hierba. Henry se dio impulso para levantarse y corrió más deprisa de lo que había corrido en su vida, levantando la blanda tierra con cada paso que daba en su descenso por la escarpada pendiente de Badon Hill, saltando rocas y arbustos, rodando por el musgo cuando resbalaba, llenándose los pulmones de aire y alimentando sus piernas con la fuerza del viento.

Pero, repentinamente, el suelo se hundió y se encontró flotando en el aire, tratando de impulsarse con las piernas; mochila al viento. Las piernas se le doblaron bajo el cuerpo, se golpeó la espalda contra la tierra blanda y su brazo crujió al chocar contra algo duro. Por un momento, ante sus ojos solo flotó negrura. La quemadura de la mano le palpitaba. Se la agarró, dolorido, recubriendo aquel dolor punzante y chamuscado.

La negrura se desvaneció. Tenía la pierna derecha torcida. Rodó sobre sí mismo y la estiró. Había un rastro marrón donde su cuerpo había resbalado y, posteriormente, aterrizado. El terraplén desde el que había caído tenía por lo menos cinco metros de alto. Había tenido suerte de aterrizar en un claro; la superficie, cubierta de musgo, parecía blanda, pero desde donde estaba se veían las placas de piedra húmeda. Al golpearlos con el brazo durante la caída, sus bordes se habían astillado.

Henry intentó levantar la mano derecha del suelo, pero algo la atrajo de nuevo hacia él. La había apoyado en la tierra con la palma bocabajo y tenía el dorso cubierto de hojas verdes que se entrelazaban sobre la piel, clavándola en el suelo. Tallos de diente de león trepaban entre sus dedos, abriéndose y floreciendo como si fueran soles, y, un segundo después, tuvo la mano completamente enterrada bajo su fulgor dorado.

Pero no había tiempo para maravillarse. Henry sacudió la mano y se puso de rodillas como pudo.

—Hijo de mendigo —dijo una voz grave. El hombre calvo estaba en el borde del terraplén—. ¿Eres el que se hace llamar York?

Las vocales que pronunciaba aquel hombre sonaban extrañas, profundas, casi húmedas. Los otros tres hombres estaban descendiendo el terraplén. El más bajo de los tres tenía un reguero de sangre en la frente.

Henry se puso en pie.

—¿Quiénes sois? —preguntó, tanteando si la pierna derecha sería capaz de sostener su peso.

Los tres hombres se dispersaron por el extremo opuesto del sendero. Henry se sorprendió al ver que se comportaban de manera extremadamente cautelosa, como si estuvieran preocupados.

—Corres como un ciervo —dijo el calvo—, aunque a los ciervos no les cuesta tanto mantener el equilibrio.

Entonces, Henry dio un paso atrás, en dirección a la pendiente.

—Puedo seguir corriendo —dijo—. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?

El hombre de la barba negra habló, muy despacio.

—Nos han enviado a buscarte. Si es que eres el hijo de Mordecai. ¿Lo eres?

—No lo sé —dijo Henry—. ¿Quién es Mordecai?

El hombre de la barba sonrió. El calvo se echó a reír y se reunió con los demás.

—¿Por qué queréis atraparme?

El más bajito de los cuatro habló.

—Nosotros no queremos atraparte —dijo, secándose la frente—, pero Nimiane, la vieja hija de Endor, recientemente despertada, sí quiere hacerlo. Y nosotros, que una vez fuimos siervos de Carnassus, el del trono de la montaña, hemos sido entregados para servirla a ella —El rostro del hombre era joven. Miró a Henry directamente a los ojos—. Su fuerza aumenta.

Henry se volvió hacia la colina. Pero los hombres anticiparon sus movimientos. Una lengua extraña lo envolvió y Henry cayó bocabajo. Tenía los labios sellados. Una mano fuerte lo aferró por detrás del cuello y sintió cómo un extraño latido lo invadía, nublándole la mente. Sus miembros se sacudieron y se relajaron.

—No lo mates —dijo una nueva voz, punzante como el hielo—. ¿Lo has matado? Ella quiere su vida fresca.

Henry sintió cómo lo elevaban del suelo. Al descender la colina, los hombres arrastraron y vapulearon su cuerpo como una hamaca vieja. Pero Henry no estaba dentro de su cuerpo. Su alma estaba en otro lugar. En un lugar oscuro, donde los hombres no podían encontrarla.

Durante un segundo, consideró la posibilidad de dejar su cuerpo atrás. Podía elevarse colina arriba y llegar al árbol. Seguramente pondrían su cuerpo en una tumba. Quizá la sellarían con una losa en la que hubieran esculpido el busto de un hombre recubierto de hojas de parra.

Su cuerpo se alejaba, colgando flácido entre los hombres. Sintió una punzada de malestar. De repente, se sintió desnudo, avergonzado. Necesitaba su cuerpo. Necesitaba llevarlo puesto. Con algo tendría que envolver su alma.

Henry los siguió.

Los hombres soltaron su cuerpo sobre un madero duro y húmedo. El madero se movía por debajo de él. Percibió el movimiento de las olas y comprendió que estaba en un bote. Alguien le levantó la mano derecha y palpó la quemadura con un dedo. Después lo pusieron bocabajo y le ataron las manos a la espalda.

—Dales un garrotazo a las hadas y tíralas por la borda —dijo uno.

—¿Por qué? —Era la voz del hombre bajito—. ¿No se suponía que debíamos llevarlas de vuelta?

La voz gélida tomó la decisión definitiva.

—Deja una con vida —dijo—. Mata a las demás.

Henry tenía la cara apoyada contra un rollo de soga. Escuchó los golpes de la garrota y después un chapoteo. Pero su alma, que flotaba en la oscuridad, se estaba retrayendo a otro lugar, a un recuerdo, a un sueño quizá, que sucedía lejos, en otro tiempo y en otro bote.

* * *

Henry estaba de espaldas, mirando al cielo. Una vela crujió y se meció suavemente en el cielo azul. Henry trató de moverse, pero no pudo. Un gran perro negro le pasó por encima, bajando la vista hacia él, mirándole a los ojos. Había algo extraño en la mirada del animal. Parecía como si quisiera decirle algo y Henry creyó entenderlo, pero lo olvidó inmediatamente. Estaba feliz. El perro se sentó junto a él. Henry vio que también había un hombre en el bote, dirigiendo el timón. El hombre rió y dijo algo, pero Henry no lo escuchó. No alcanzaba a ver su rostro, pero sabía que aquel hombre le gustaba. El hombre se puso en pie, tiró de la vela y la agarró al mástil. El bote dio una sacudida y el hombre saltó. Henry seguía sin poder moverse, aunque le hubiera gustado echar un vistazo alrededor. El hombre apareció de nuevo en su campo visual. Tiró del mástil y lo desmontó. El perro estaba en otra parte. El hombre dejó el mástil tumbado en el bote. Ahora Henry estaba de pie. No se movía por sí mismo, pero podía ver. El hombre lo llevaba en brazos. Él miró por encima de su hombro y, a lo lejos, vio el agua y el pequeño embarcadero de piedra que protegía el muelle y el bote. De vez en cuando, el perro negro brincaba alegremente junto a ellos. Pronto empezaron a moverse, Henry botando arriba y abajo en los brazos del hombre, subiendo una pendiente. El hombre cantaba y Henry se embelesaba con los reflejos del sol en el agua y el movimiento oscilante del bote. Recordaba aquel bote y el lugar exacto donde lo habían amarrado.

Ahora estaban rodeados de árboles y el hombre paró un momento para tocar algunos. Parecía como si estuviera hablando, o como si hubiera cambiado de canción. Henry vio al perro jadeando, y después corriendo colina abajo, y después siguiéndolos. Henry rió, mientras botaba y se sacudía al ritmo de los pasos del hombre. Ascendieron más aún, el terreno bajo sus pies se tornó cada vez más escarpado. Caminaron durante mucho tiempo, pero a Henry no le importó. Ni siquiera se dio cuenta.

De repente, el hombre paró, y Henry apreció que ya no miraba hacia atrás. Ahora estaba de cara a un muro de piedra derruido. Caminaron junto a él hasta que llegaron a un hueco. Antiguamente aquel hueco había sido una entrada, pero ahora estaba en ruinas. El perro saltó sobre el muro y corrió hasta la cima de la colina. Henry y el hombre lo siguieron. El sol lucía con más fuerza allí. Llegaron a una enorme piedra gris. Ahora Henry tenía la espalda apoyada contra la hierba. Parpadeó y entrecerró los ojos para protegerlos del sol. Después sintió muchísima pena. No sabía por qué, pero la pena lo invadió por completo. La sentía oprimiéndole el pecho y cerrándole el estómago. La sintió en la cabeza. A continuación lo levantaron del suelo y lo volvieron a llevar de espaldas. Para entonces, el sol ya se había puesto. Estaba dentro del tronco de un árbol, mirando al exterior. Desde allí se veían el cielo y las copas de los árboles. También se veían la enorme roca gris y al hombre caminando alrededor de ella. El perro se acercó donde estaba Henry, lo miró y se marchó. El hombre estaba descendiendo por el borde de la roca. Henry cerró los ojos. No quería cerrarlos. Quería ver lo que el hombre estaba haciendo. Lloriqueó. Después, olvidó lo que quería.

Cuando Henry abrió los ojos, vio de nuevo al perro negro. El sol había desaparecido. El perro lo estaba empujando con el morro. Después, corrió hasta la roca, escarbó un poco y metió la cabeza en el hueco. El cielo se había vuelto gris y Henry tenía frío. Sintió el azote del viento en el rostro y, después, agua. Lloró. El perro sacó la cabeza del agujero que había excavado y Henry lo vio ladrar en dirección a la cueva. Tenía el pelaje negro húmedo y manchado y la cabeza totalmente cubierta de barro. El animal corrió hacia él y lo empujó dentro del tronco del árbol. Apoyó la peluda cabeza contra él y Henry sintió su calor. Pero el perro saltó de repente y corrió de nuevo hacia la roca. Henry trató de seguirlo con la mirada, pero la cabeza se le deslizó hacia atrás y resbaló tronco abajo, gritando.

Y apareció en otro sueño.

Henry estaba sentado en una mesa muy larga. Le salía agua por la nariz. La mesa estaba abarrotada de comida y de gente. El tío Frank se sentó frente a él y le guiñó un ojo.

—Lanza el cuchillo, Henry —dijo el tío Frank—. Cuando él llegue, lánzalo. Solo tienes una única oportunidad.