El raggant aleteó sus fosas nasales y olfateó aquel mundo. Lo conocía bien; no llevaba tanto tiempo fuera. Las cosas no habían cambiado mucho desde que se marchó, aunque las corrientes de aire eran distintas. Para un humano sería el equivalente a descubrir que las aguas de un río que no había vuelto a ver desde la infancia habían invertido su curso. O, aún peor, dejar a alguien fuerte solo durante unos días y descubrir que esa misma persona agonizaba al retornar. Pero el raggant no era humano y no sintió el pánico que habría sentido un hombre ante aquella situación. Se posó en la gruesa rama del árbol y tomó aire, una inspiración larga, profunda, sonora, y su alma reubicó aquel mundo. No usó para ello ninguno de los abstractos conceptos humanos, como las coordenadas o las dimensiones. Los salmones que remontaban el río para desovar no necesitaban coordenadas. Ni siquiera los gansos, que tenían el cerebro del tamaño de una nuez, se guiaban por ellas en sus migraciones. El mecanismo de orientación interna de aquellos animales era tan sofisticado como una pelusa si se comparaba con el del raggant. La brújula interna de aquella criatura se parecía más a una tela de araña, si las arañas tejieran telas de colores, supieran reconocer las estrellas por el sabor de sus destellos y tuvieran la capacidad de ver el sonido.
No es que el raggant tuviera más sentidos que otras criaturas. En realidad solo tenía uno; uno que entrelazaba las sensaciones dibujando una certera, aunque sorprendentemente complicada, caricatura de los mundos que se encontraban en el espectro de sus sentidos.
Los únicos seres vivos con un sistema de orientación aún más intrincado y preciso que el de los raggants eran los abejorros. Y los abejorros solo lo usaban para identificar las flores en su radio de vuelo y aumentar el valor del néctar clasificando cada especie según su temperatura, el ángulo de incidencia de la luz, el tiempo de recolección, la presión barométrica, los intervalos transcurridos entre tormentas eléctricas y el estado de ánimo de la flor.
El raggant respetaba a los abejorros por ello, aunque no podía comprender por qué permitían que el resto de criaturas los vieran volar, igual que una tortuga no podría imaginarse yendo por ahí sin caparazón.
Un abejorro distrajo su atención. El raggant resbaló de la rama en la que estaba posado, contuvo la respiración y aleteó como loco cuando sus flácidos cuartos traseros estuvieron cerca del suelo. Aterrizó bruscamente sobre un lecho de agujas de pino y buscó un nuevo sitio donde posarse.
En aquel momento, todos sus sentidos giraban en torno a cuatro cosas: él mismo, el lugar donde había nacido, la mujer que lo había criado y Henry York. En lo que a sí mismo respectaba, sabía dónde se encontraba. El barco en el que había nacido estaba justo al girar el continente más próximo, unos doscientos metros bajo la superficie del océano, atrapado entre una gran roca y un banco de melancólico coral. La mujer ahora vivía más allá de las montañas. En cuanto a Henry York… bueno, ya había encontrado a Henry York. Aquella había sido su misión. Su primera misión. Ahora tenía que encontrar un pasaje lo suficientemente grande y seguro para traer de vuelta a Henry por las grietas de los mundos. Una de esas grietas acababa de abrirse, pero Henry había desaparecido justo antes. Cuando percibió la desaparición, el raggant se apresuró a socorrer a Henry sin pensarlo pero, en el camino, se topó con una criatura carente de piernas y provista de colmillos venenosos. Todavía le escocía la pata dónde la serpiente lo había mordido.
El raggant miró un momento en dirección a la pared del viejo templo en ruinas y se acurrucó entre la maleza y las hojas de parra. La hornacina derruida en la pared por la que había accedido a aquel mundo estaba completamente oculta por las hojas, pero el animal no necesitaba verla para saber que estaba allí. Percibía el mundo cubierto de hierba, el agua salada y los sabores que emanaban de cada puerta desde donde estaba. También sabía en qué mundo estaba Henry. La rendija de la pared era demasiado pequeña para que el raggant cupiera por ella y conectaba con un mundo lleno de humo, que parloteaba como los pavos. Tenía que encontrar otro modo de llegar allí. Seguro que había una alternativa; siempre la había.
El raggant cogió carrerilla para darse impulso y saltó, aleteando todo lo fuerte que pudo. Voló en espiral y aterrizó sobre lo alto del muro en ruinas. Venía gente. El animal se apresuró y desplegó sus alas oscuras contra el viento para equilibrarse en el aterrizaje.
Bajo él, las hojas de parra crujieron y un saco blanco cayó al suelo.
* * *
Frank empujó la cortina de hojas y se tropezó con la funda de almohada. Se incorporó, parpadeó a causa de la luz del sol, estornudó y apagó la linterna. Después se puso de pie, apoyó la escopeta contra el muro, apartó las hojas de parra con las manos y gritó:
—¡Hecho! ¡Que pase Penny primero!
Unos segundos después, sacó del hueco otra funda de almohada, la puso junto a la suya y arrastró a Penny para sacarla, agarrándola de las muñecas. La niña se quedó de pie junto a él y miró a su alrededor.
—Guau —dijo.
Una nueva funda de almohada surgió del muro. Anastasia se deslizó entre las hojas de parra y se tambaleó sobre el blando suelo, cubierto de agujas de pino.
—Este sitio no parece tan distinto —dijo.
Frank ignoró a ambas. Sus hijas charlaban entre ellas mientras sacaba a Richard del hueco, y después a Zeke, a Dotty y, por último, al cojeante Ken Simmons,embutido dentro del uniforme y el jersey con motivos navideños.
Anastasia y Penélope ya se habían quitado unas cuantas capas de ropa y las habían lanzado sobre la pila de fundas de almohada. Richard estaba sentado en el suelo y Zeke rondaba en círculos por un pequeño perímetro, inspeccionado la nueva ubicación.
—Deberíamos haber traído una tienda de campaña —dijo Anastasia—. Parece que esto va a ser igual que ir de acampada.
Penny se quedó observando los altos abetos y la pendiente que se perfilaba en torno a ellos.
—Como ir de acampada —dijo.
Dotty se retiró el pelo de la cara y se quitó una hoja que se le había enredado.
—Tratad de hablar bajo —dijo—. No sabemos dónde estamos ni lo que puede andar cerca.
Frank inspiró profundamente y se humedeció los labios. Se apoyó sobre el muro cubierto de hojas y levantó las hojas de parra sueltas, observando detenidamente la piedra y la forma del agujero. En el pasado, aquel hueco había sido un nicho, una hornacina. Él había visto ese hueco antes. Una única vez. Hacía mucho tiempo.
Frank se puso de cara al maltrecho muro y retrocedió unos pasos. Se chocó con Anastasia, pero eso no le hizo parar. El muro había cambiado un poco. O mucho, quizá, la verdad es que no estaba seguro. Aquel lugar había quedado tan vivamente impreso en su memoria durante tanto tiempo que le costaba trabajo sustituir el recuerdo por lo que tenía ante sus ojos. Su memoria había rellenado los huecos durante los años, inventando lo que creía que era un recuerdo real. En su memoria, aquel lugar era mucho más grande, una cueva oculta en la pared derruida de un templo que una vez perteneció a los brujos, derrocados largo tiempo atrás. La cortina de hojas de parra era ahora más espesa y cubría por completo las ruinas, pero no cabía duda de que aquel era el lugar.
Frank cerró los ojos y visualizó al padre de Dotty dando grandes zancadas en dirección a aquel muro. Lo vislumbró metiéndose por el hueco de la hornacina. Se recordó a sí mismo esperando. Y siguiéndolo.
Y apareciendo en un dormitorio extraño. Y una vida entera en Kansas.
Su suegro le había mentido. No es que lo sorprendiera demasiado. Pero, ¿por qué le habría dicho que la conexión con su mundo se había roto, que el muro del templo se había derrumbado? ¿Por qué le había creído? Aunque en realidad, nunca terminó de creerle. No del todo.
Frank se dejó caer en el suelo y miró aquel cielo que había sido suyo de niño. Miró los altos abetos y se llenó las manos de tierra. Se llevó el barro a la cara y aspiró su aroma. Olía como él, como sus brazos, como su cara, como lo que realmente era. Él estaba hecho de aquella materia.
Se estaba mordiendo los labios con fuerza. Tenía los ojos húmedos. Se los secó con el dorso de la mano y miró hacia las colinas. Tras ellas, estaba el mar. Tras ellas, encontraría la tumba de su padre. Y quizá también la de su madre y la de sus hermanos. Había pasado tanto tiempo que sabía bien que tras las colinas era muy probable que no encontrara absolutamente nada. Estornudó de nuevo y se sorbió la nariz.
Dotty lo estaba observando.
—¿Frank? —preguntó—. ¿Qué pasa?
Frank se limitó a sonreír y a levantarse.
—¿Frank?
—Sé dónde estamos —dijo.
* * *
Henrietta cabeceó un poco y se despertó, sobresaltada. Las ramas que había bajo su cuerpo se estaban moviendo. No era capaz de dormir en un árbol, pero Eli no le había permitido bajo ningún concepto tumbarse en el suelo. El anciano le dijo que eso solo le haría sentirse peor, que cuanto más durmiera, más débil estaría. Así que la había aupado a las ramas del árbol más viejo y resistente que había encontrado. Y, ahora, Eli había desaparecido.
Le dolían muchísimo los pies. Tenía las piernas dormidas, así que al menos no las sentía. Lo que sí que sentía era la espalda, apoyada contra la durísima superficie del árbol, y la columna vertebral, que parecía que se le fuera a partir en dos en cualquier momento.
—¡Eli! —gritó.
—¿Qué?
La voz provenía de un punto sobre su cabeza, del interior de la copa del árbol. El viejo Eli, con su saco al hombro, descendió abriéndose camino entre las hojas de los árboles y llegó hasta su rama.
—Aquí no puedo dormir —dijo Henrietta—. Necesito bajar al suelo.
—Llevas durmiendo más de una hora.
Henrietta se incorporó como pudo y dejó las piernas colgando. No tenía muchas ganas de enfrentarse al aguijoneante hormigueo que sentiría cuando empezaran a despertarse.
—¿Cuándo has vuelto? —preguntó la niña.
—Hace una hora. Estabas roncando.
Henrietta se lo quedó mirando.
—Yo no ronco. ¿Dónde has ido?
Eli inspiró profundamente y bostezó.
—He estado arriesgándome a ser capturado y asesinado. Sin mucho resultado. Tenemos que atravesar estas colinas y la próxima cordillera. Después podrás volver a descansar.
—¿Qué? —Henrietta cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia delante—. Me dijiste que lo habíamos conseguido, que ya estábamos a salvo —Levantó la cabeza de nuevo.
Eli se estaba mordiendo el labio inferior, haciendo que se le moviera la barba. Tenía la calva quemada por el sol.
—Me equivoqué —admitió—. Tenemos que seguir. Ahora mismo.
Se deslizó ágilmente por la rama, se agarró a una que estaba un poco más baja y bajó de un salto los dos metros y medio que los separaban del suelo.
—¿Cuánto tiempo has estado caminando? —preguntó Henrietta.
—¿Acaso importa? —gruñó Eli.
—Sí que importa. Quiero saberlo.
—¿Para qué? —preguntó Eli—. ¿Para que puedas revolearte en tu propia desgracia? Nadie en el mundo ha tenido que caminar una noche entera. Eres la primera desdichada que tiene que hacerlo.
Henrietta se colgó de la rama y se dejó caer. El dolor se expandió a través de las plantas de sus pies e hizo que le temblaran las espinillas. Dio unos saltitos y después se sentó para frotárselas.
Eli rió.
Henrietta arrugó la nariz en la dirección donde se encontraba el hombrecillo.
—Y me muero de hambre. Podría tumbarme aquí mismo y morirme.
—Efectivamente. Podrías. ¿Por qué no lo intentas? Volveré dentro de un par de años a ver qué queda de ti. En cuanto a la comida, te di de comer antes de empezar la caminata.
—Aquello fue anoche —dijo Henrietta—. Ya debe ser hora de almorzar.
Eli escrutó el cielo y miró el sol, entornando los ojos.
—Todavía no. Pero quizá puedas almorzar mañana. Si empezamos a movernos ya mismo, claro.
Henrietta se puso en pie y se apartó el pelo de la cara. En aquel momento, habría deseado poder cortárselo.
—De acuerdo —dijo—. Estoy lista. ¿Dónde vamos?
—Ya veremos —dijo Eli.
El hombrecillo se volvió y empezó a subir por la pendiente.
La colina que había frente a ellos era muy empinada. Había unos cuantos árboles desperdigados por ella. En la cima, el bosque se tornaba más denso y lo único que interrumpía la espesura eran unos enormes salientes rocosos.
Henrietta trató de estirar las piernas mientras caminaba y balanceó los brazos para descargar la tensión de los hombros.
—¿A qué te refieres con que «ya veremos»? ¿Qué estamos buscando?
—Estamos buscando las antiguas puertas de los mage —dijo Eli—. Estas colinas se convierten en montañas que recorren todo el continente. Antiguamente, estas montañas pertenecían a un único brujo. Aquel brujo fundó una orden que se dispersó por las distintas cordilleras, tanto en las cimas como en los valles. Hubo un enfrentamiento entre los brujos de los mares del norte y los de los mares del sur, y los habitantes de los territorios colindantes no podían pasar de una zona a otra si no pagaban un tributo de peaje. Excavaron enclaves en las montañas y construyeron torres en las cimas que conectaban entre sí con puertas esculpidas en piedra. Muchas estaban camufladas, pero algunas eran visibles. Y no todas fueron destruidas.
—O sea que, ¿estamos buscando una puerta?—preguntó Henrietta.
—Sí —dijo Eli—, una en concreto. Puede que nos lleve a la costa. Uno de aquellos antiguos enclaves está en una cueva no muy lejos de aquí. Mientras dormías, he ido a inspeccionar una puerta que conectaba con el norte, al lugar donde los brujos se retiraron hace muchos años, pero no he conseguido acceder a ella. Así que ahora estamos buscando otra.
Henrietta respiraba con dificultad.
—¿Por qué no pudiste acceder a ella?
Eli viró a la izquierda, abordando la pendiente en sentido diagonal, esquivando los árboles y las rocas. El hombrecillo se volvió y señaló hacia la ladera de la colina.
—Desde aquí se ve la pendiente que hay bajo la cueva —dijo, y prosiguió con su marcha.
Henrietta se subió a una roca y miró hacia atrás. No estaba muy segura de lo que estaba buscando con la mirada. Pero, en cuanto lo vio, supo reconocerlo. Las copas de los árboles, de un verde intenso, estaban revestidas por una corola naranja. En el interior, las hojas eran una pálida sombra mortecina y, en el centro del bosque, los árboles estaban completamente grises. Bajo la línea de los árboles, había una franja de hierba silvestre calcinada. Henrietta había visto antes granjeros quemando extensiones de campo y sabía que el fuego no era lo que había quemado aquella hierba. De ser así, debería ser negra. Sin embargo era gris, más baja que el resto y retorcida. La brisa arremolinaba el polvo de ceniza sobre la franja.
La niña saltó de la roca y corrió tras Eli.
—¿Qué está pasando? —gritó—. ¿A eso te referías cuando hablabas de la «succión de vida»? ¿Por qué no te limitaste a cerrar la puerta?
Eli frenó y se volvió para mirarla. Tenía la calva brillante y sudorosa. Se quitó las gafas y se las limpió con la manga.
—Si hubiera tenido la posibilidad de acercarme a esa puerta, es más, si hubiera tenido la posibilidad de acercarme a la cueva, podrían haber pasado dos cosas: habría quedado reducido a cenizas o la puerta me habría tragado y, después, habría quedado reducido a cenizas.
—No puedo creer que me hayas dejado dormir tan cerca de eso.
—Estabas en un árbol —dijo Eli—. Los árboles son fuertes. Si te hubiera dejado dormir en el suelo, ahora tendría que llevarte a cuestas. Aunque no tengo intención de cargar contigo. Te habría dejado atrás.
A Henrietta se le resbalaban los pies por los lados de la pendiente. Se agarró a las rocas y a los árboles que había a su paso, tratando de mantener el equilibrio y alcanzar a Eli.
—Aun así —acertó a decir entre respiraciones entrecortadas—, creo que deberías intentar cerrar la puerta —Henrietta alzó la vista para mirar la espalda de Eli—, si de ahí es de donde sale esa cosa.
—Aprecio mucho tus sabios consejos —dijo Eli, girándose para ver si la niña lo alcanzaba—. Cuando mi hermana, reina de todas las criaturas vivas, me acuse de lo que le pueda estar pasando a su jardín y a su cabra (si es que esta sobrevive), estoy seguro de que podrás testificar en mi contra: «Oh, mi reina, le dije que debía haber cerrado la puerta. Con eso debería haber bastado».
—No hay ninguna necesidad de que seas desagradable conmigo —dijo Henrietta—. Yo podría ayudarte a intentarlo.
Eli ladeó la cabeza en un gesto de sorpresa.
—¿Y cómo se supone que me ayudarás?
—No lo sé. Podríamos arrastrar una piedra hasta la entrada de la roca, por ejemplo.
Eli se echó hacia atrás y soltó una carcajada. No era una carcajada maliciosa, pero sonó condescendiente y a Henrietta no le gustó.
—Gracias por el ofrecimiento —dijo— pero, de verdad, no sería de mucha ayuda, ni aunque lográramos sobrevivir. La corriente no proviene de la puerta; viene del lejano norte, pero la puerta la canaliza y la concentra. Cerrarla únicamente nos daría una ventaja inútil. Eso si fuéramos capaces de hacerlo, que no es el caso.
Henrietta paró cuando estuvo junto al hombrecillo y se llevó las manos a la cabeza para respirar. Eli sonrió, se metió de lleno en la pendiente y siguió escalando.
Henrietta inspiró profundamente y lo siguió.
—Entonces, ¿qué les pasó a los brujos?
—¿Sabes? —le dijo Eli—, te cansarías menos si te concentraras en respirar.
—No estoy cansada —dijo Henrietta.
—Mentirosa. Estabas dispuesta a tumbarte y dejarte morir hace un rato. Tu existencia era miserable, sin poder dormir y sin desayuno.
—¿Qué les pasó a los brujos?
—Te lo contaré —dijo Eli—, si llegas antes que yo a la cima. Deberíamos acelerar el ritmo.
Henrietta contuvo el aliento y empezó a correr, dándose impulso con largas y dolorosas zancadas. Los huesos de los pies le dolían como si se le fueran a desmontar. Consiguió adelantar a Eli y sonrió.
—No seas estúpida —le dijo—. Simplemente, camina más deprisa. A un ritmo que seas capaz de soportar.
Henrietta no aminoró la marcha. Eli llevaba un buen rato intentando deshacerse de ella. Y ella se lo había permitido. Aunque también se había quejado demasiado. Sintió un pinchazo agudo en el costado derecho y, después, en el izquierdo. Ambos pinchazos se unieron en el centro, a la altura de su estómago, contrayéndolo. Avistó una gran roca que sobresalía entre los árboles justo en la cresta de la montaña y se decidió a escalarla. Esperaría a Eli allí cuando llegara a la cima.
Las piernas le ardían. Las notaba lentas, llenas de ácido y cubiertas de lodo. Sus pulmones querían expandirse al máximo. Cada miembro de su cuerpo le pedía a gritos que parara, a excepción de su voluntad. Lo que su voluntad pedía a gritos era un cuerpo nuevo. Uno que tuviera alas. Henrietta aminoró el ritmo, pero no dejó de mover las piernas. Solo cincuenta pasos más. Estuvo a punto de tropezarse con la roca, pero consiguió mantener el equilibrio. Se le enganchó una rama en el pelo y se arrancó un mechón. Cerró los ojos y avanzó, ignorando los arañazos que tenía en los brazos y en la cara y los tirones de pelo. Se movió más deprisa, quebrando las ramas revueltas que se rompían a su paso, tropezándose con los arbustos y los troncos bajos. Y, entonces, se echó a reír.
Había llegado a la roca. La cara que daba a la colina era bastante agreste, pero la otra descendía con una pendiente ligera hacia la cima. La piedra era de color pálido en las zonas que no estaban cubiertas de liquenes secos y crujientes y tenía un costado plagado de oquedades y salientes. A pesar de sus piernas doloridas, escalarla no le resultaría muy difícil. Henrietta trepó arrastrándose por el borde de la enorme roca. Una alfombra de retoños de roble se extendía ante ella, bajando hasta el valle. A lo lejos, más allá de colinas mucho más bajas que aquella, creyó vislumbrar el reflejo del río.
Henrietta rió, feliz y aliviada de haberlo conseguido y de no haberle dado a Eli un motivo más para comportarse con ella como un engreído. La niña se llevó las manos a la boca e hizo una bocina con ellas.
—¡Hey, Eli! —gritó—. ¿Qué les pasó a los magos?
—Se desvanecieron como la niebla —dijo alguien en voz muy baja—, «siguieron el camino de todos en la tierra», y murieron.
Henrietta perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de cabeza a la maraña de roble. Agitando los brazos, alzó los ojos y logró avistar el borde de la roca. En lo alto había un hombre más alto que ninguno que hubiera visto antes, mucho más alto, con nada más que la inmensidad del cielo a sus espaldas. El hombre llevaba las manos enguantadas. Una de ellas sostenía un arco a la altura de su cintura. Un carcaj lleno de flechas sobresalía por encima de su hombro.
Henrietta dio media vuelta y resbaló por la parte trasera de la roca. Se estaba cayendo. El terreno se elevó de repente y sus cansadas piernas se toparon con una protuberancia. Levantó una nube de polvo, se le clavó una piedra en las costillas y perdió el aliento.
Unas fuertes manos le agarraron los hombros y la pusieron de pie. Se volvió y trató de patalear pero, sin darle tiempo a reaccionar, volvieron a ponerla bocabajo. Un brazo le presionó la cabeza y los hombros contra el suelo. No podía mover la parte superior del cuerpo, pero trató de dar una patada y se encontró con un pie enfundado en una bota.
—Paz, pequeña hermana —dijo la voz directamente en su oído—, a no ser que quieras que te ate —Lavoz se hizo más potente—. ¿Dónde está el pequeño Fitzbrujo?
—Los pájaros lo están rastreando —dijo otra voz—. Está tratando de escapar por la cima, entre los árboles.
—Síguelo. Tráelo a la fuente.
Una avalancha de caballos pasó trotando a sus espaldas, pero alcanzó a ver uno gris, con la espalda moteada. Si hubiera estado de pie, no le habría llegado a la cruz[3] y, tumbada en el suelo, notaba cómo vibraba la tierra bajo el repiqueteo de sus enormes cascos.
Eli no tenía muchas opciones de escapar.
Cuando los caballos se marcharon, alguien la volteó repentinamente y se encontró mirando directamente a los ojos del hombre alto. Eran unos ojos sonrientes de un color muy peculiar; verde oscuro en el centro, pero moteados de azul claro. Su rostro era áspero, aunque estaba bien afeitado y tenía el cabello negro. Una cicatriz le recorría la sien izquierda hasta el nacimiento del pelo; allí le nacía un mechón gris. Se parecía un poco a su padre. Pero no podía ser él. Ella nunca le había tenido tanto miedo a su padre.
—Eres demasiado joven para esas compañías —dijo—. ¿Cuál es tu nombre?
Henrietta no quería hablar. Lo único que quería era sostener la mirada de aquel extraño con entereza y frialdad, desafiante. Pero quedarse callada no se le daba demasiado bien. Así que mintió.
—Me llamo Beatrice —dijo.
El hombre ni siquiera parpadeó. Se inclinó aún más sobre ella, mirándola fijamente. Estaba tan cerca que le notaba el aliento; olía a pimienta.
—Ese nombre no está hecho para ti —dijo—. ¿Eres una embustera?
—No —dijo Henrietta, enfadada.
—Entonces, ¿cómo te llaman?
—Me llaman Beatrice.
El hombre no apartó la vista de sus ojos. Volvió a hablarle, muy lentamente.
—¿Cómo dices que te llaman?
Henrietta trató de mover el cuello. Quería bajar la vista, mirar hacia otro lado, pero el hombre no se lo permitía.
—Henrietta Dorothy Willis —dijo.
—¿Y te llaman Henrietta?
La niña asintió.
—Entonces, ven conmigo, Henrietta. Cabalgaremos juntos —El hombre la puso de pie, apoyó una mano en su hombro y la guió, rodeando la roca—. Si no vuelves a mentirme —dijo—, nos llevaremos bien.
El hombre dio un silbido grave y sostenido. Un enorme caballo castaño surgió a paso lento por un lado de la roca y se detuvo frente a ellos haciendo una cabriola.
—A mí me llaman Caleb —dijo el hombre— y este es Chester.