CAPITULO 13

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—Espero que pretenda presentar cargos por secuestro —dijo la mujer.

—No lo sé —dijo el policía, incómodo en el asiento del conductor—. No sé por qué deberíamos hacerlo, de todas maneras.

La mujer se volvió y miró fijamente al policía. El hombre mantuvo la vista fija en la carretera. Ya veía el granero de los Willis y la cinta amarilla que acordonaba el agujero.

—Porque han tomado posesión ilegal del hijo de otra persona —La mujer sacudió la cabeza—. Agentes de la ley —dijo como si fuera un insulto.

El policía no quería discutir con ella. Aquella mujer era abogada y discutir era lo que mejor se le daba. Pero no estaba del todo seguro de cómo podía acusarse a alguien de secuestro cuando toda su casa había desaparecido, junto con un sargento y su coche patrulla. Por lo que a él respectaba, la única explicación lógica para aquello era una abducción extraterrestre. Y eso que el policía no creía que existieron los extraterrestres.

—Es justo aquí —dijo, frenando el coche para aparcarlo en el desnivel—. Aquí es donde siempre ha estado la casa. Al menos, desde que yo nací.

—¿Quién es ese chico? —preguntó la mujer.

El policía se inclinó hacia delante y aguzó la vista. La mujer tenía razón; había un chico vagando por allí, inspeccionando el agujero.

La mujer sacó una foto del bolso, la observó detenidamente y levantó la vista.

—Es Henry York.

La mujer abrió la puerta y salió del coche.

—¡Henry! —gritó—. ¿Estás bien? He venido para llevarte de vuelta a Boston, con tu madre.

El chico se puso tenso.

—Tu padre le ha cedido la custodia, así que las cosas se han resuelto muy rápido. Ven, corre, métete en el coche.

La mujer empezó a atravesar el jardín con cuidado. El chico dio media vuelta y corrió hacia la parte trasera del agujero. Miró a la mujer, miró al coche de policía y saltó. Y, al saltar, desapareció.

—¿Qué…? —dijo el policía.

La mujer corrió de puntillas en dirección al borde del agujero.

—¡No lo veo! —gritó—. ¡Rápido! ¡Se va a ahogar!

* * *

Henry observó a la mujer tratando de atravesar el campo de hierba con los tacones y, entonces, se metió de un salto en el vestidor y cerró la puerta.

Pensó que quizá la puerta fuera visible desde el exterior, así que la cerró. Pero después cambió de idea, abrió una rendija y escuchó.

—No está aquí —oyó que decía el hombre—. Y, si estuviera, el agua no es lo suficientemente profunda como para que se ahogue.

—¿Acaso no sabe que un niño puede ahogarse en dos dedos de agua? —dijo la mujer—. ¿Cómo explica esto? Lo vi saltar, claramente.

—Yo, claramente, lo que he hecho ha sido dejar de verlo —murmuró el policía—. Ahí hay más de dos dedos de agua.

—Justo lo que yo decía, genio. ¿Va a bajar o no?

—No.

Henry cerró la puerta con cuidado y echó el cerrojo. Se puso de puntillas y miró por la ventana que había en lo alto de la puerta. Lo que veía ya no era Kansas. El granero había desaparecido y los campos de trigo habían sido reemplazados por las praderas infinitas que caracterizaban aquel nuevo mundo.

Si él no podía ver al policía y a la abogada, no creía que ellos pudieran verlo a él. Aun así, dejó el cerrojo echado. Y se quedó allí de pie, agarrando el pomo con la mano izquierda, pensativo.

Era una situación extraña, teniendo en cuenta que tenía la posibilidad de volver a lo que siempre había sido su hogar. Podía simplemente abrir la puerta, salir de la casa y ser escoltado a Boston por una abogada, asistir a la terapia a la que le obligarían a ir sus padres y empezar el próximo curso en otoño. Estaría a salvo. Totalmente a salvo. Excesivamente a salvo. Podía marcharse ahora y no volver nunca. Aunque volver a aquel lugar probablemente dejara de ser una opción en cuanto la puerta del vestidor se cerrará tras él.

Henry tragó saliva y se miró la quemadura que tenía en la palma de la mano. Antes de verla moverse, se frotó la frente con ella. Quería volver a Boston. Quería terminar de una vez por todas con aquel lugar; ya no le importaba averiguar quién era en realidad, ni quiénes eran sus verdaderos padres. Quería que el mundo se calmara de una vez y se comportara como era debido. Que dejara de ser tan peligroso. Incluso deseó tener una niñera.

Henry se dijo a sí mismo todas esas cosas. Se dijo que podía marcharse, satisfecho con sus recién adquiridas cicatrices, las preguntas para las que nunca tendría respuestas y con que todo estaría bien. ¿Y los demás? Bueno, los demás, dondequiera que estuvieran, al menos estaban juntos. El estaba solo. Podía vivir su vida sin saber qué les había ocurrido. Sin necesidad de saberlo.

Pero ninguna de todas aquellas afirmaciones era cierta. Estaba mintiéndose a sí mismo y lo sabía. Nunca había sido un buen mentiroso. Sentía un cálido hormigueo en la cabeza proveniente de la palma de su mano. Henry bajó el brazo y miró la cicatriz. Aquella vez aguantó el tiempo suficiente para verla crecer y retorcerse.

El mundo era peligroso. Podía ser fuerte o débil, ya fuera en Kansas o en Bizantemo. El fuego de un diente de león le había quemado un día estando detrás del granero y aquello lo había convertido en alguien nuevo. O quizá ya fuera ese alguien y el diente de león simplemente le hubiera ayudado a darse cuenta. No había ningún lugar donde pudiera huir de todas las preguntas que le quedaban por responder. No podría vivir con la carga si decidía marcharse ahora, sin ni siquiera tratar de averiguar lo que le había ocurrido a sus primas, sus tíos y Richard, a aquella casa que ahora le resultaba extraña.

Henry quería descubrir quién era. De alguna manera, quedándose allí, de pie ante aquella puerta, estaba decidiendo quién quería ser. Y no quería ser alguien que huyera asustado ante la adversidad. No volvería a ser esa persona.

Se pasó la lengua por el interior de la boca. La tenía seca y pastosa. Dejó caer la mano que agarraba el pomo y dio media vuelta, dando la espalda a un policía y una abogada que miraban estupefactos un charco fangoso. Dando la espalda al granero, a Kansas, a Boston. Dando la espalda a mucho más que eso.

Estaba hambriento. Fue a la cocina y tiró de la puerta del frigorífico para abrirla, pero la cerró rápidamente. No es que hubiera mucho dentro y lo poco que había estaba empezando a oler peor que el resto de la casa. Abrió unos cuantos armarios y se metió en la boca un par de puñados de cereales que quedaban en el fondo de una caja. Después sacó un vaso de la encimera y fue al fregadero para beber algo. El grifo estaba muerto.

Ya había decidido lo que no quería hacer, pero aquello no le había ayudado ni un poquito a hacerse una idea de lo que se suponía que debía hacer a continuación. Dubitativo, volvió al comedor y observó un momento aquel mundo vacío que se vislumbraba a través de las ventanas rotas. No podía acercarse mucho con los pies descalzos. Cogió una lata de atún de la mesa y la examinó. Un poco de atún no le vendría mal, además, el abrelatas estaba preparado sobre la mesa. Alguien había arrancado las cubiertas de las instrucciones de una tostadora y de un pela manzanas y las había clavado a la mesa con una chincheta. Las páginas estaban cubiertas de caligrafía garrapateada alrededor a las instrucciones y las ilustraciones.

Henry se sentó, arrancó los papeles y empezó a abrir las latas de atún mientras los leía.

Henry / Henrietta:

Nosotros ( Frank, Dotty, Penny, Anastasia,Richard, Zekey Ken Simmons) estamos apunto de introducirnos por una de las puertas. Ambos habéis desaparecido y un brujo que buscaba a Henry ha destrozado la casa y la ha transportado a otro mundo. No queda comida (excepto un poco de atún), ni agua (únicamente lo que hay en el depósito del váter del piso de arriba). No sabemos dónde ha ido el brujo, pero ya no está en la casa.

Henry retiró la tapa metálica de la lata y pinchó el trozo de atún más grande. Sabía perfectamente a qué brujo se referían. No tenía ni idea de quién era Ken Simmons, ni de cómo había terminado Zeke envuelto en aquel asunto.

No He cambiado la combinación de las brújulas, y espero que al menos uno de vosotros esté en el lugar al que nos dirigimos. Si regresáis y leéis esto, entonces, os hemos perdido. Si no estáis juntos, entonces es bastante improbable que ninguno de los dos lea esto. Uno de vosotros está en el lugar al que vamos y rezo por encontrarlo. El otro estará atrapado en otro mundo y el portal de vuelta aquí estará bloqueado. Pero si encontrarais el modo de volver aquí, seguidnos. Las brújulas marcan la combinación de la puerta central (la propia puerta de las brújulas) y no la hemos cambiado. Guando todo el mundo esté a salvo, si aún no nos Habéis encontrado, volveré a buscaros. Si Habéis encontrado el modo de volver, ahora y a sabéis qué Ha pasado y dónde estamos. Si atravesáis la puerta y no nos encontráis, sabed que siempre os estaremos buscando y que desearemos que os reunáis con nosotros en alguno de estos dos lugares: Henry,Kansas o en la ciudad de Hylfíng, en la costa de Deiran, donde pasé mi infancia.

Si estáis leyendo esto, pero nunca volvemos a reunimos, sabed que:

Henrietta:

Eres mi niña, eres fuerte. Piensa bien las cosas y lo único que te frenará será lo que realmente tenga que Hacerlo. Dondequiera que estés y dondequiera que estemos, tienes todo mi amor.

Si te Haces mayor sin que y o pueda verlo y un día conoces a un Hombre que sea mejor que yo, no te olvides de poner una planta rodadora en tu ramo de novia para recordarme, yo nunca He sido especialmente guapo y siempre me He sentido fuera de lugar, pero algo de mí pertenece a este sitio. Por supuesto, llegará el día en que podamos sentarnos juntos, con el rostro al sol y la mente en paz. Nuestros errores, los tuyos y los míos, no son tan distintos, pero para entonces se habrán cubierto de polvo y Hará mucho tiempo que los Habremos dejado atrás. Entonces seremos sabios y ya no tendremos que Hablar más de ellos.

Nos vemos ese día,

Papá

(Si tu madre se enterara de que te estoy escribiendo esto, se le partiría el corazón. Por eso no lo sabe. Pero su amor por ti es aún más grande que el mío.)

Henry:

No puedo Hablarte como a un Hijo. Nunca He pretendido Hacerlo. Pero tengo algo que decirte. Si estás leyendo esto, me alegro de que los ojos te estén funcionando de nuevo. Espero que seas capaz de saber qué Hacer después.

Eres más fuerte de lo que piensas. Sigue luchando Hasta que pierdas. La derrota no es motivo de vergüenza. No Hay nada escrito en las instrucciones del mundo que diga que las cosas tengan que ser fáciles. Quejarse solo las empeora. No importa qué sea a lo que te tengas que enfrentar, nunca te quedes de brazos cruzados ni te resignes, yo lo He intentado y no funciona. Levantarse después de caer puede ser tan difícil como resucitar a un muerto. Más difícil, incluso. Llega siempre Hasta el final. Nos veremos allí. O quizá después. Estoy orgulloso de ser tu tío.

Frank

P.P.: Quien aparezca antes, que firme esta carta para que el otro lo sepa y dejadle también dos latas de atún. Henry no había cogido ningún trozo más de atún desde que pinchó el primero. Inspiró profundamente y expulsó el aire con lentitud. Después parpadeó dos veces y se secó los ojos. Volvió a leer la nota, dejó dos latas de atún junto a ella y colocó el abrelatas encima.

Sosteniendo la lata abierta, se recostó en la silla y miró por las ventanas. Podría haberse levantado y coger un tenedor, pero no tenía ganas. De lo que sí tenía ganas era de sentarse y pensar en su tío Frank. No tenía los dedos precisamente limpios, pero lo cierto es que le daba igual. Se terminó la lata de atún y la colocó sobre la mesa. No se atrevió a beber el suero del pescado.

La nota podría haber sido de ayuda, excepto por una cosa: el armario de la habitación del abuelo no llevaba a ninguna parte. Pero, ¿qué podía haber cambiado desde que los demás se metieran por él?

Él era quien había cambiado algo. Henry cerró los ojos y trató de visualizar lo que había hecho cuando estuvo en el ático. Había caído de cabeza al traspasar la pared, aterrizando sobre el colchón empapado. Después se había girado y había soltado, cogido y pateado todo lo que estaba a su alcance. Había estado a punto de arrancar la puerta de Badon Hill. Debió ser entonces cuando cambió la combinación de las brújulas.

Henry se apartó de la mesa y subió corriendo los dos tramos de escaleras. Apartó las lujosas botas de su camino de una patada y recogió la mochila del suelo. Con ella en una mano y armado con la linterna, entró en su diminuto dormitorio. La luz del buzón había desaparecido. Apoyó la mochila en la cama, buscó los diarios del abuelo en su interior, les quitó la goma elástica que los mantenía unidos y abrió el primero por la página que contenía el diagrama de la pared y el listado con los nombres de las puertas. Encendió la linterna y apuntó con ella a la página. Dio un vistazo rápido al diagrama; la puerta central no tenía número. El número más alto era el 98. El listado de nombres terminaba en el número 98. Henry tiró el diario al suelo y cogió el otro, pasando las páginas rápidamente hasta llegar a la que contenía las combinaciones. Pero aquella lista también estaba numerada solo hasta el 98.

Henry examinó la pared. ¿Cómo podía haber sabido el tío Frank que la que estaban atravesando era la puerta central? Tenía que haberlo sabido, no se habría aventurado a escribirlo si no hubiera estado seguro. Henry se apoyó en la cama y tiró de la puerta de las brújulas. No se movió ni un ápice.

Estuvo un buen rato de pie, mordiéndose el labio, observando la pared, examinando el diagrama y la lista de combinaciones. Llegó incluso a contarlas, para asegurarse. Dos veces. Finalmente, lo recogió todo, se dio media vuelta y bajó las escaleras en dirección al comedor.

Se sentó en una silla, leyó de nuevo la carta de Frank, buscando pistas que se le hubieran podido pasar por alto, o por si Frank hubiera anotado la combinación de la puerta de las brújulas en alguna parte, pero no encontró nada.

Henry tenía muchas ganas de romper algo. Elevó el puño para descargarlo sobre la mesa pero, en cambio, se presionó las mejillas con él y expulsó el aire contenido. No sabía qué hacer. Obviamente, el tío Frank no se había dado cuenta de que se podía acceder a Kansas por la puerta trasera del vestidor, y ahora estaban en otro mundo, donde probablemente encontrarían a Henrietta (él, desde luego, no había estado en la puerta central) y vivirían felices para siempre. Al tener aquel ataque de pánico en la oscuridad, lo había estropeado todo. Por lo menos, había estropeado todo lo que le concernía a él. Bueno, no solo a él. Probablemente Zeke también desearía estar de vuelta en Kansas, igual que la tía Dotty. Y, fuera quien fuera Ken Simmons, probablemente no estuviera deseando pasar el resto de sus días dondequiera que llevara la puerta central.

Aquello le hizo sentirse aún peor. Si no hubiera estado haciendo el tonto, habría podido alcanzarlos y contarles que había averiguado el modo de volver a Kansas. Ahora, él estaba solo y ellos estaban atrapados.

Frank había dicho que debía buscarlos en Kansas o en un lugar llamado Hylfing. Henry volvió a abrir los diarios y rastreó el listado de nombres. Hylfing no aparecía por ningún sitio. Buscó también «costa de Deiran» y cualquier inscripción que pudiera ser la abreviatura de costa de Deiran, pero no encontró nada.

Henry sabía que solo tenía dos opciones. Solo dos. No más. Podía volver a Boston (aunque esa decisión ya la había tomado) o podía probar suerte con las puertas, buscar a su familia y, con un poco de fortuna, encontrar un lugar llamado Hylfing en la costa de Deiran. Aunque lo primero que tendría que hacer sería buscar el mundo en el que estuviera la famosa costa de Deiran.

Henry miró el suero del atún. Empezaba a sentirse realmente sediento.

Se levantó de la silla y fue hasta la cocina para coger el vaso que había dejado junto al fregadero. Cuando lo tuvo en la mano, se dirigió a las escaleras y las subió con paso lento, pensativo.

Tenía noventa y ocho opciones. Quitando Endor, la vieja habitación del trono donde el brujo Carnassus degustaba sus gusanos, y Bizantemo le quedaban noventa y cinco. Pero lo cierto era que descartaba esos lugares por conveniencia; no sabía a ciencia cierta si Hylfing pertenecía a alguno de esos mundos. El diario del abuelo decía que no había tantos mundos distintos. Aquellas tres puertas podían llevar al mismo lugar. Aunque no creía que Bizantemo y Endor formaran parte de la misma realidad. Darius había escuchado leyendas que hablaban de Endor, pero había estado buscando un modo de llegar allí a través de otros mundos.

Cuando estaba a punto de llegar a lo alto de las escaleras, Henry dejó de caminar. Las piezas empezaban a encajar. Puede que no fueran las piezas adecuadas, pero aun así, era algo. Darius debía haber aparecido en Kansas después de que él se escapara, pero había sido más rápido que Henry. El debía haber sido quien abrió todas las puertas, encontrando el camino a Endor. O quizá no exactamente a Endor. Debía haber estado buscando a Nimiane, pues quería liberarla. Probablemente hubiera ido donde estuviera la bruja, dondequiera que Zeke y las chicas la hubieran metido cuando su amigo la dejó inconsciente. Parecía que hubiera pasado un año desde aquello, como si aquel acto perteneciera a un momento remoto de su ya lejana infancia, de cuando todavía era un bebé. Pero lo cierto es que solo habían pasado un par de semanas.

Henry terminó de subir las escaleras y se quedó de pie en el rellano empantanado. ¿Cómo podía haber averiguado Darius por qué puerta habían metido a la bruja? Quizá no lo hubiera sabido. Pero era bastante probable que ambos estuvieran pululando por algún mundo. Lo peor era que Nella y Ron parecían muy seguros al afirmar que Henry y Darius volverían a encontrarse.

Henry entró en el baño a oscuras, metió el vaso en el depósito y pulsó el interruptor sin pensar en lo que hacía. Evidentemente, no pasó nada, pero Henry recordó que había un ventanuco sobre la alcachofa de la ducha, así que arrancó la cortina y la tiró en la bañera. La luz del día se coló a través del ventanuco vacío y sin cristal y Henry se volvió para mirarse en el espejo.

Tenía manchas oscuras de sangre seca en el labio superior, debajo y a ambos lados de la nariz, en las mejillas y alrededor de los lagrimales. Se inclinó sobre el espejo y vio unos hilillos negros que le salían delos oídos. Giró la llave del grifo para lavarse la cara y entonces recordó para qué había subido al lavabo; la única agua que quedaba en la casa era la del depósito de la cadena del váter.

Henry levantó la tapa de porcelana y la equilibró sobre la del inodoro. Observó durante un instante los trozos negros que flotaban en el agua y la capa de cieno que se acumulaba en las paredes del depósito desde hacía décadas, probablemente. Henry trató de obviarlo, sumergió el vaso en el agua y se lo bebió de un trago.

Sabía bien.

No se terminó el vaso. Sacó una toalla de mano de un estante y vertió el resto del agua sobre ella. Inclinándose de nuevo sobre el espejo, se restregó la cara con la áspera tela.

La sangre que se había traído de regalo de su excursión por las puertas desapareció con facilidad, en realidad no había tanta.

Dejó la toalla en el lavabo y observó su rostro en el espejo. Aquella camisa era ridícula. Dondequiera que decidiera ir, lo primero que tenía que hacer era cambiarse de ropa.

Tenía una tela de araña enganchada en la barbilla, pendiendo de la nueva piel que le estaba naciendo de las viejas quemaduras. Trató de arrancársela, pero la telaraña no se movió. Se acercó para mirarla más de cerca. No era una tela de araña, sino una maraña de hebras finísimas que formaban una especie de tubo irregular que descendía en espiral desde donde la cicatriz estaba empezando a formarse. Aquellas hebras eran grises y mortales. Una versión más pequeña de aquellos filamentos delgados y fantasmales crecía en las zonas de su piel en las que le había salpicado la sangre de la bruja.

Henry se pasó los dedos sobre las telarañas, que permanecieron inmóviles. Levantó la palma de la mano derecha y vio la quemadura brillar en el espejo. La maraña de hebras grises se deshizo, aplastándose contra su rostro, retorciéndose y contorsionándose para evitar el fuego del diente de león. Henry bajó la mano y observó cómo las telarañas volvían a arremolinarse en el mismo sitio que antes.

Una araña de verdad, ajena a las consecuencias de su decisión, eligió ese momento para descender del techo y descansar en lo alto del espejo. Henry cogió su telaraña con dos dedos y la hizo oscilar en el aire. Después, la aproximó a los remolinos fantasmales que tenía en la cara.

Cuando la araña rozó el hilo más fino saltó, se agarró al filo y empezó a trepar. Henry movió la tela de araña para que se enganchara al más grande, pero la araña contrajo el cuerpo y se quedó colgando. Contrajo las patas bajo el cuerpo y su abdomen se marchitó al tiempo que ocho patas se desprendían de él. Henry intentó soltar la telaraña, pero se le quedó enganchada a la yema del dedo. Sacudió el índice, lo frotó contra el borde del lavabo y volvió a mirarse en el espejo.

Aquello no le gustaba ni un poquito.

Recordó el aspecto de Nella cuando la había visto con la segunda visión y trató de hacer lo mismo con su propio rostro. Quería ver más allá de aquellas extrañas hebras que colgaban de su cara, pero no consiguió ver nada. Nada más que las telarañas faciales y un destello de luz dorada cuando levantó la mano derecha.

Henry tuvo un escalofrío y salió del baño rápidamente. No quería pensar en lo que acababa de ver. Ahora tenía que cambiarse. Ya se ocuparía del veneno después.

* * *

La sensación de calzar zapatos normales era agradable. Había tenido una buena ración de caminar descalzo. Henry meneó alegremente los dedos de los pies. Hasta se había puesto calcetines; estaban un poco húmedos, pero era mejor que nada. El agua se había colado en la mayoría de los cajones de su mesita de noche, pero los vaqueros no se habían llevado la peor parte y encontró una camiseta negra que estaba completamente seca.

Su mochila estaba sobre la cama, con la cremallera desabrochada. Henry estaba de pie en el umbral de la puerta, con los diarios del abuelo en la mano, mirando alternativamente el diagrama de las puertas de la pared y la propia pared.

No tenía ni la más mínima idea de por dónde empezar. Una puerta hecha de algo que parecía latón en la parte izquierda de la pared le pareció interesante. En la superficie tenía una especie de relieve de unas hojas de parra con piedras de colores a modo de flores.

Pero no estaba muy seguro. Personalmente se sentía más atraído por las puertas sencillas, las que no tenían un aspecto tan pomposo o glamuroso. Las puertas tras las que parecía poco probable que fuera a encontrarse a Darius o a Nimiane.

Le distraía mucho que la mayoría estuvieran abiertas. Olores, tanto agradables como desagradables, se colaban a través de ellas junto con brisas cálidas y frías. Hubiera querido cerrarlas todas, pero no estaba muy seguro de que fuera una decisión inteligente. Ya había tenido que arrepentirse de cerrar la más importante de todas. Badon Hill era el único lugar al que realmente quería ir, pero el acceso había sido tapiado.

Henry se quedó mirando a la maltrecha puerta rectangular. Podía distinguir el olor de Badon Hill entre todos los demás aromas. Aquel viento tenía un sabor particular. Su puerta colgante se abría y oscilaba, y Henry inspiró profundamente. De repente, sintió una oleada de clarividencia burbujear dentro de su cabeza. Cuando los faeren le enviaron la carta de advertencia habían tapiado la entrada a su mundo y, desde entonces, no había vuelto a oler nada. La brisa desapareció en aquel momento.

—¡Espera! —dijo Henry en voz alta.

Metió los diarios en la mochila y se arrodilló sobre el borde de la cama. El agua chorreó del colchón, mojándole los pantalones. Henry apartó la puerta y palpó el interior. El suelo estaba cubierto de astillas de madera pero, cuando sus dedos llegaron al fondo, tocaron tierra y musgo.

Badon Hill volvía a estar abierto.

Henry no sabía lo que podía pasar allí, pero tampoco le importaba. Allí era dónde se dirigía. Si no encontraba un modo de salir de la isla, volvería a la casa y lo intentaría con otra puerta. Si descubría que la costa de Deiran no estaba en aquél mundo (aún no tenía ni idea de cómo iba a descubrirlo), volvería y lo intentaría con otro.

Henry hojeó rápidamente el diario hasta que dio con la combinación de Badon Hill. A continuación la marcó con las brújulas, recogió su mochila y bajó corriendo las escaleras del ático. No se paró al llegar al rellano del segundo piso. Bajó como una flecha el siguiente tramo de escaleras, pasó corriendo por el matojo de setas, dejó caer la mochila sobre la mesa del comedor y fue a la cocina para buscar un bolígrafo. Su plan era escarbar un poco en el cajón de los trastos viejos, pero no hizo falta; había un bolígrafo en la encimera.

Lo cogió, volteó la nota de Frank y escribió la suya propia en la parte superior, en un lateral.

Henrietta:

Te he dejado dos latas de atún. La puerta de las brújulas estaba cerrada cuando yo volví y la combinación ha cambiado. Exploraré Badon Hill primero.

Henry

P.D.: Buena suerte.

Miró la nota y pensó si había algo más que debiera añadir. ¿Debería poner «Te quiere, Henry»? No. Pero se le ocurrió algo. Comprobó el diario, copió la combinación de Badon Hill junto a la nota y la rodeó con un círculo.

Aquello debería bastar.

Era hora de aprovisionar su mochila. Lo primero que metió fue la linterna. La acompañaron un par de calcetines, un par de mudas limpias, una sudadera gris con capucha y una camiseta de manga larga que embutió entre todo aquello. La lata de atún restante también fue a hacerles compañía. No sabía dónde estaba su navaja y tampoco tenía muchas ganas de buscarla, así que sacó de un cajón un cuchillo de carne viejo, de punta redonda y con el mango de plástico, envolvió la cuchilla con un trapo de cocina para no cortarse y lo metió entre la ropa. Volvió a poner la goma elástica a los diarios para mantenerlos juntos, los metió en una bolsa de plástico con cierre y los arrojó sobre todo lo demás. Por último, cerró la cremallera.

Henry se sintió un poco extraño al subir las escaleras sabiendo que quizá no volvería a ver la casa. Allí le habían pasado muchísimas cosas; allí había cambiado. Aunque no tanto como la propia casa.

Henry hizo una parada en el baño para volver a beber agua. No se miró en el espejo, pero no pudo evitar mirar al suelo y ver la araña y sus patas esparcidas por el suelo. No le gustaban las arañas pero, a pesar de todo, se sintió un poco mal por ella. Apoyó el vaso en el lavabo, se agachó y recogió el cadáver del insecto. Las patitas se le quedaron pegadas a los dedos, que se limpió en la taza del retrete. El cuerpo de la araña estaba seco y se deshizo en la palma de su mano. Cuando se reunió con sus antiguas patas, flotando en el agua, Henry apoyó la mano en el tirador de la cadena, pero paró a tiempo. No debía tirar de la cadena; el depósito se vaciaría. Puede que Henrietta necesitara el agua más tarde. Quizá él mismo necesitara el agua más tarde.

—No creo que este pensamiento sea de mucha ayuda —murmuró.

Cerró la tapa del váter de un golpe y se puso de pie.

No se permitió malgastar tiempo en el rellano. Con un nudo en el estómago que crecía y se tensaba por momentos, contuvo el aliento y trató de concentrarse en lo que estaba haciendo, y no en las consecuencias que podían derivarse de sus actos.

La habitación del abuelo olía maravillosamente bien. El viento que entraba por las ventanas rotas se mezclaba con la brisa que se colaba a través de la puerta. Henry se detuvo un momento a disfrutarlo. Miró el coche de policía, echó un vistazo en derredor al dormitorio del abuelo, aquella habitación que había sido tan misteriosa para todos durante tanto tiempo. Se acuclilló delante de la puerta, la brisa a ras del suelo le rozó la cara y una especie de aflicción desconocida lo invadió, una especie de nostalgia. Algo que podía haber tenido. Era como estar hambriento sin saber que existía el alimento, o sediento sin haber oído hablar nunca del agua.

Henry deseó que alguien le garantizara que todo iba a salir bien, que no se iba a morir hasta que no tuviera cien años, en su cama, sin darse cuenta. O que no iba a morir nunca. Se dio cuenta de que aquella era la aspiración de Darius, lo que Nimiane había conseguido. La muerte era mucho mejor que lo que ellos tenían.

Henry sintió ganas de rezar. No sabía por qué y tampoco recordaba la última vez que lo había hecho. Cogió la mochila, la introdujo por la puerta y notó una brisa cálida en las manos.

—Dios —dijo, pero no continuó.

¿Qué más debía decir? ¿Arregla este desastre? ¿Mata a Darius mientras duerme? ¿Haz que el mundo sea un lugar seguro y amable?

—Dios —dijo de nuevo.

Y se introdujo en la puerta.

* * *

La tierra blanda se contrajo al apoyar las manos sobre ella y el musgo se coló entre sus dedos. Henry empujó la mochila para apartarla de la salida y agarró unos puñados de cálida hierba. Observó el cielo y las copas de los árboles, que se mecían, bien aferradas al tronco. Vio la enorme piedra gris; su superficie desprendía una luz tibia y se volvió para que el sol le bañara el rostro.