CAPÍTULO 12

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Eli clavó su mirada en los sorprendidos ojos de Henrietta.

—No te voy a dar de comer los huevos a cucharadas a través de la ventana, como comprenderás. La puerta está al otro lado. A no ser, claro, que puedas atravesar las paredes.

Henrietta retrocedió un paso y dejó caer la cortina. Estaba confusa. Pero también estaba muy hambrienta. Rodeó la barraca, apartó la manta que cubría la puerta, agachó la cabeza para no golpearse y se introdujo por ella.

Eli estaba sentado al estilo indio en el sucio suelo, pinchando la comida de un plato de madera que tenía sobre el regazo directamente con el cuchillo. Su frente calva resplandecía y el brillo se reflejaba en sus gafas.

Sobre el suelo polvoriento la esperaba un plato con una pequeña porción de revuelto humeante coronado por cuatro lonchas de beicon.

Henrietta se sentó en el suelo sin decir una palabra, cogió el plato y cortó un trozo de beicon directamente con los dientes; tenía por lo menos un par de centímetros de grosor.

—Gracias —dijo.

Le debía el agradecimiento; le costaba recordar la última vez que la comida le había sabido tan bien.

Eli asintió.

—Pensaba que llegarías antes, pero me había olvidado de que las chicas sois incapaces de encontrar direcciones.

—¿Qué? —preguntó Henrietta—. Estaba oscuro como la boca del lobo y he tenido que escapar por las colinas. No tengo ningún problema de orientación.

Eli cogió una loncha de beicon de su plato y la sostuvo de cara a la hoguera, examinándola. El hombrecillo no respondió.

—De todas formas, ¿cómo sabías que estaba aquí? ¿Me estabas siguiendo? Si tan perdida estaba, al menos podrías haberme ayudado.

—Supe que estabas aquí cuando vi a los filósofos arrastrándote hacia el carro, maniatada.

—¿Los filósofos?

Eli arqueó las cejas.

—Ah, sí. Son muy astutos. Los pensadores más perspicaces. Para ellos, los misterios del mundo son como un libro abierto. Si fueran capaces de aprender a leer, claro está.

—Te estás quedando conmigo, ¿verdad?

—Eres tan perspicaz como ellos —dijo Eli—. En cuanto a por qué no te he ayudado antes, la verdad es que acabo de decidir echarte una mano. Deberías comer en silenciosa gratitud.

Henrietta cogió un trozo de huevo y de patata con los dedos y se los metió en la boca.

—¿Me llevarás de vuelta al salón en ruinas? —le preguntó.

Eli masticó haciendo mucho ruido.

—No —respondió —, no veo qué bien puede hacerte volver allí. Ya presenciaste el hechizo nocturno una vez.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero —dijo Henrietta—: necesito volver a Kansas.

—No puedes —dijo Eli—. Han cambiado la combinación de la puerta. Lo comprobé poco después de que conocieras a la grandiosa y magnificente reina de FitzFaeren. Aparte de reinar, cría cabras.

—¿Ya han cambiado la combinación de las puertas? —preguntó Henrietta.

La niña trató de atisbar a través de los cristales chispeantes. Quería mirarle a los ojos mientras hablaba con él.

—Sí, la combinación ha cambiado.

—¿Podrías llevarme hasta allí y mostrármelo? Me gustaría verlo.

Eli rió.

—No, no te llevaré. Puedes marcharte cuando termines de comer. Puedes marcharte antes, si quieres, y vagar por la oscuridad mientras buscas el camino de vuelta a casa.

Henrietta vacilaba entre la duda y la incredulidad. Por un lado creía que Eli estaba mintiendo, pero no sabía por qué. No parecía que Eli la apreciara mucho ni que estuviera dispuesto a tenerla por allí rondando. No estaba muy segura de si el hombrecillo era realmente malvado. Probablemente sí; Magdalene le había tachado de traidor.

—Pero dijiste que ibas a ayudarme —dijo Henrietta—. ¿Cómo lo vas a hacer?

—¿No tenías hambre? —preguntó Eli—. ¿No estás comiendo? Entonces, ya te he ayudado.

Henrietta lo miró.

—Pero no puedo quedarme aquí. ¿Cómo se supone que voy a volver a casa?

Eli se encogió de hombros y siguió masticando.

—¿Qué fue lo que le diste a mi abuelo? —preguntó Henrietta de repente—. ¿Qué hizo que él destruyera este lugar?

Eli dejó su plato en el suelo. Miró a Henrietta y, después, levantó la vista y observó cómo el humo se escapaba, ondulante, por un agujero del techo.

—Probablemente ella también te contó cómo arruinó su coronación, ¿verdad? —Eli miró a Henrietta—. Es difícil tener una conversación con ella sin que salga el tema. «Oye, Maggie, ¿cómo va la cosecha del trigo? ¿Qué tal las cabras?» —Eli puso voz aguda—: «Bueno, bien. Pero todo iría mucho mejor si el desgraciado de mi hermano no hubiera arruinado mi vals de coronación». ¿Dijo eso? ¿Algo parecido, quizá?

—Dijo que iba a recuperar lo que mi abuelo robó. Pretende ir a Kansas, desenterrar el ataúd de mi abuelo y encontrar lo que sea que está buscando.

Eli ladeó la cabeza.

—¿Eso dijo?

Henrietta asintió.

—¿Por qué diría eso?

Henrietta almacenó los huevos revueltos que tenía en la boca contra la mejilla, se chupó los dedos y habló.

—Dijo que lo necesitaba para proteger lo que queda de FitzFaeren. También dijo que Endor está adquiriendo poder de nuevo y que va a tragarlos a todos como si fueran hierbajos.

Eli se frotó la barbilla.

—Me sorprende que lo haya notado. La mayoría de estas cosas pasan delante de sus narices sin que ella se dé cuenta.

—O sea que, ¿está ocurriendo de verdad? —preguntó Henrietta.

—Oh, sí —dijo Eli—. Está ocurriendo. Dentro de poco los peces flotaran sin vida en los arroyos. La hierba empezará a marchitarse, se convertirá en cenizas y nunca volverá a germinar. Si te quedas por aquí, tú también te convertirás en cenizas.

Henrietta también apoyó el plato en el suelo.

—¿Qué vas a hacer al respecto?

—¿Yo? —Eli rió, se quitó las gafas y limpió los cristales con la manga—. ¿Que qué voy a hacer al respecto? Nada. Absolutamente nada. Hace mucho tiempo me dijeron que mi gente, perdón, la gente que una vez goberné y de la que ya no formo parte, no necesitaba mi ayuda ni mi liderazgo. Por tanto, no haré nada.

—No lo entiendo —dijo Henrietta—. Me acabas de decir que me convertiré en cenizas si me quedo aquí. ¿Me estás diciendo que realmente voy a morir? ¿Morirás tú si te quedas aquí?

Colocándose las gafas de nuevo sobre la nariz, Eli se acercó y cogió el último trozo de beicon de Henrietta. Ella se lo permitió.

—Perdona —dijo—, me parece que no me he explicado muy bien. Cuando la hierba muera y los peces empiecen a asarse en las orillas y los insectos se sequen y floten muertos en la brisa de la muerte, entonces empezarás a sentirte muy, muy cansada, se te abrirán las yemas de los dedos, se te quedarán en carne viva y se te retraerán las encías. En ese momento tendrás que tumbarte, o te derrumbarás y no podrás volver a levantarte. Lo mismo les pasará a los animales más grandes. Cuando estés agonizando en el suelo, no podrás dormir. La vida te abandonará lentamente y se unirá a las corrientes succionadas de otros cuerpos que absorbe y almacena el cadáver inmortal que tú y el blandengue de tu primo habéis liberado por estos mundos. Tu cuerpo no se pudrirá. Tu piel se secará y se cuarteará y se dispersará en el aire. Yo también moriré. Un poco después que tú y un poco antes que los árboles, que son más resistentes. Así que claro que pretendo hacer algo al respecto. Pretendo largarme de aquí.

Después, Eli dobló la loncha de beicon y se la metió en la boca.

Henrietta tragó saliva.

—¿Hablas en serio?

Eli arqueó las cejas, pero no contestó.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque ya lo he sentido antes y he vagado por las tierras muertas más allá del antiguo Endor.

—¿Y lo sabe tu hermana?

—¿La reina? Tú dices que lo sabe. Deja que tome sus propias decisiones para salvarse a sí misma y a su gente. A los doce que quedan.

—¿Cuántos quedan en realidad?

—Unos pocos cientos —dijo Eli—, no más.

—¿Y vas a dejar que mueran, sin más?

Eli resopló.

—No voy a dejar que nadie muera. No me tienen que pedir permiso para morir.

—Eres detestable —dijo Henrietta—. ¿Dónde vas a ir?

—A un lugar junto al mar. Un asqueroso pueblecito de pescadores, a decir verdad.

Henrietta había terminado de comer. Eli recogió su plato.

—¿Por qué irás allí?

—Quieres decir, por qué vamos allí. Dije que te ayudaría. Por supuesto, se me había olvidado lo pesada que eres, así que puede que te toque ir por tu cuenta. Vamos allí porque está junto al mar y porque conozco el lugar (tuve allí mi biblioteca muchos años, tu abuelo solía venir a menudo) y porque en los lugares junto al mar suele haber barcas.

Eli se levantó y cogió un saco que había tras él. Metió la sartén en él sin limpiarla y recogió los platos de madera, sacudiendo los restos que había dejado Henrietta. Deslizó los platos dentro del saco y lo cargó sobre su pequeño hombro.

—¿Qué haces? —preguntó Henrietta.

—¡Por las estrellas del cielo! —Eli puso los ojos en blanco—. ¿De qué hemos estado hablando hace un momento? Tus incesantes preguntas serían casi soportables si al menos prestaras atención a las respuestas. Me voy. Estoy tratando de poner rumbo a un lugar más seguro que este lugar, que no es más que una tumba abierta. Y, magnánimo como Saul, el primer rey de FitzFaeren, te llevaré conmigo.

Henrietta se quedó boquiabierta.

Eli se agachó hacia ella y se la quedó mirando fijamente, cara a cara. La barba del hombrecillo le raspó la barbilla.

—¿Tengo que escribirte una invitación y esperar impacientemente tu respuesta?

—¿Ahora? —preguntó Henrietta—. ¿Nos vamos ahora?

—Sí. Ahora. No después. Ahora, en tiempo presente.

Henrietta se agachó y se frotó las piernas.

—Pero he estado caminando toda la noche. Las piernas me están matando.

—Falso —dijo Eli, crispado—, pero en unas cinco horas, ambas afirmaciones serán ciertas. Ven ahora o quédate aquí para siempre.

Eli arrancó la manta que cubría la puerta y los trapos de las ventanas. Los metió hechos una bola en el saco y, sin decir palabra, salió de la cabaña y se adentró en la noche.

Un segundo después Henrietta se puso de pie de un salto y lo siguió. La luna había vuelto a ocultarse. Henrietta estaba ciega en la oscuridad.

—¿Has dicho rey Saul? —gritó—. Tu hermana dijo que vuestro pueblo solo había tenido reinas.

—Ja —dijo una voz en la oscuridad—, ja.

La niña intentó seguir la voz, deslizándose por la hierba cubierta de rocío.

—¡Tengo mucha sed! —dijo.

—Hay un arroyuelo de agua potable justo detrás de ti. Ya has metido los pies dentro. Además de potable, está fría.

—¿Me esperarás mientras bebo?

—No.

Henrietta se humedeció los labios y se aguantó la sed. Los dedos de su pie colisionaron con una roca y la niña se tambaleó en la hierba, cayendo de rodillas al suelo. El cielo se iluminó de repente y la luna emergió de entre las nubes.

A poco menos de veinte metros de donde estaba pudo ver cómo la luz, indolente, iluminaba la calva cabeza de Eli.

Henrietta dio un salto y corrió tras él.

* * *

Henry estaba de pie, con la mochila apoyada contra la pared, observando cómo la gente abría los buzones y recogía su correspondencia. Aparentemente, en aquel lugar el correo era un privilegio de la clase alta. Los hombres caminaban dando grandes zancadas junto a él, vestidos con largas capas, cada una de un color distinto, todos calzados con botas altas. Las mujeres imponían aún más; la mayoría entraban allí acompañadas de criados, se dirigían a su buzón, entregaban la llave al criado y le permitían que abriera el buzón y sacara el correo. A continuación lo recogían, lo examinaban brevemente y se lo devolvían a los criados para que cargaran con él.

Se habría sorprendió aún más si hubiera sabido que la mayoría de aquellas mujeres eran en realidad sirvientas que tenían a su cargo criados de segunda categoría que les ayudaban en la ardua tarea de recoger el correo.

Una puerta que había en la pared se abrió y Ron entró por ella. Llevaba un abrigo largo de color canela que a Henry le había parecido extravagante cuando salieron juntos de la casa, pero ahora, después de observar aquel flujo constante de hombres excesivamente bien vestidos y acicalados, el abrigo de Ron parecía un albornoz. Henry no quería ni pensar qué aspecto tendría él, vestido con unos pantalones marrones de pitillo de un tejido aterciopelado y una camisa blanca enorme, con las mangas abombadas y sin cuello. Lo cierto es que su atuendo no combinaba demasiado bien con la mochila, pero por lo menos no era un vestido.

Ron sonrió e hizo señas a Henry para que se acercara donde estaba él.

Seis mujeres con faldas enormes caminaron parsimoniosas entre ellos. Probablemente iban a recoger postales. Henry esperó a que pasaran y después corrió, tambaleándose, en dirección a Ron. Calzaba unas botas demasiado grandes (los únicos zapatos que Ron había conseguido encontrar de una talla parecida a la del muchacho) y no había terminado de acostumbrarse a ellas. Aunque no creía que fuera capaz de acostumbrarse nunca.

Ron sostuvo la puerta para mantenerla abierta. Henry entró por ella pero, de repente, paró en seco. La habitación era pequeña, cuadrada, amarilla y estaba abarrotada de hombres ataviados con uniformes grises. Cuando Henry entró, todos hicieron una reverencia, doblándose por la cintura, y no volvieron a erguirse más. Ron miró a Henry y le guiñó un ojo.

Uno de los hombres dio un paso adelante, aún doblado en la reverencia, y señaló hacia otra puerta.

Ron se volvió hacia Henry y lo abrazó. El hombre tenía un olor real, como el de un árbol. Además, también parecía fuerte como un árbol.

—No temas —comentó Ron—. Nadie te hará más preguntas.

Henry sonrió, pero sintió cómo algo crecía en su interior, una fuente de preocupación repentina. No estaba simplemente volviendo a Kansas. Estaba pasando algo más. Iba a pasar algo más. Inspiró profundamente, expulsó el aire y observó cómo hacía vibrar la barba de Ron.

—¿Qué les has dicho? —susurró Henry, asintiendo con la cabeza en dirección a los reverentes hombres.

—La verdad es que tú eres el dueño del buzón mágico —Ron le agarró por los hombros—. Hay más gente con tu misma sangre en otros mundos. La encontrarás corriendo por venas más fuertes que las tuyas.

—¿Estás seguro? —preguntó Henry.

Ron sacudió la cabeza y sonrió.

—Puede que así sea. Pero de lo que sí estoy seguro es de esto: el fuego que hay en ti es el del diente de león, la fuerza de tu nueva visión es como él, repentina, segura y fuerte, aunque se convierta pronto en polvo fino. Pero, una vez debilitado, tu poder tiene la capacidad de crecer rápidamente, de germinar de nuevo, duplicado, triplicado, incluso más. Es un poder que gana tanto por centímetros como por acelerones, tanto por la ceniza como por el fuego.

Henry asintió. Creía entender lo que decía el hombre. Por lo menos, entendía tanto como podía.

Ron le dio una palmada en el hombro y lo dirigió hacia la nueva puerta. Los hombres de gris seguían doblados por la cintura.

—Podéis erguiros —dijo Henry.

El líder miró a Henry por encima de las cejas y se agachó todavía más.

—Como queráis… —dijo Henry.

El muchacho abrió la puerta, se despidió de Ronaldo Valpraise diciéndole adiós con la mano y atravesó la puerta.

Cuando esta hizo clic a sus espaldas, se encontró solo en otra habitación amarilla. La habitación amarilla. Este era el lugar donde había visto las perneras grises caminando tras la pared de su dormitorio, el primer lugar que había atisbado a través de las puertas. En ese momento deseó que Ron no tuviera que marcharse tan pronto. No estaba muy seguro de lo que debía hacer a continuación.

Bueno, se dijo a sí mismo, supongo que tendré que empezar por encontrar el mío.

La habitación era alargada. La pared de la derecha era, en realidad, el conjunto de las partes traseras de los buzones. De vez en cuando escuchaba cómo se abría uno de ellos, cómo alguien deslizaba correo por la rendija y volvía a cerrar la puertecita.

Cada buzón tenía un pequeño letrero de metal clavado en el borde inferior. Algunos estaban cubiertos con trozos de papel en los que se leían nombres escritos a mano.

Donde Henry se encontraba, la numeración de los buzones rondaba en torno al novecientos. Henry empezó a caminar por la habitación, observando cómo los números descendían a su paso.

Cuando llegó al cien aminoró el ritmo y, en un cierto punto, paró. Allí, a la altura de su cintura, había una pequeña rendija en la pared etiquetada con el número 77. Había dos trozos de papel pegados bajo el número. El primero de ellos estaba en blanco. El que había debajo estaba lleno de nombres garabateados unos encima de otros.

Henry se puso en cuclillas, ahuecó las manos en torno a la rendija y trató de mirar a través de ella. No se veía nada. Aún en cuclillas, introdujo la mano derecha en el hueco y palpó buscando el otro lado del buzón. Tuvo miedo; no había manera de abrir el buzón desde dentro y, por tanto, no había posibilidad de que lo escucharan gritar.

Se visualizó golpeando desde el interior de la habitación amarilla con el palo de una escoba, esperando que alguien lo escuchara.

Su mano no encontró la puerta del buzón. Henry se acercó aún más a la pared e introdujo por el hueco el brazo hasta el codo. Riendo, sacó el brazo de la hendidura, apoyó la boca contra el agujero y gritó.

—¡Richard! ¡Henrietta! ¡Despertad!

Si era de día en la oficina de correos, en Kansas tenía que ser de noche. Richard sería el que más cerca estuviera.

—¡¡Richard!! —Henry aumentó el tono—. ¡¡Richard!! ¡¡Richard!!

Aquello era un poco embarazoso. En la oficina de correos, todos debían estar escuchándolo.

Finalmente, Henry se irguió y se apartó un poco de la pared. No podía quedarse allí gritando indefinidamente. Además, la puerta del buzón ya estaba abierta. Pero, ¿por qué? Henrietta era la única que podía haberla abierto, lo que significaba que debía estar allí. Ignorándolo. Probablemente incluso estaría observando cómo Henry intentaba abrirla. Henry sabía que ella podía ver a través de la rendija del buzón; cuando vieron al cartero, estaban juntos.

Henry tragó saliva. Le zumbaban los oídos. Si Henrietta estaba sentada al otro lado de la pared, riéndose de él, iba a enfadarse mucho. Muchísimo.

El chico volvió a acuclillarse.

—¡Henrietta! —gritó, y notó como le ardía la garganta al incrementar el volumen—. Sé que estás ahí. ¿Quién sino podría haber abierto esto? ¿Anastasia? Di algo si estás ahí. ¡Ahora mismo! Venga, acércate. Enséñame la mano. ¡Haz algo!

Henry dejó de gritar y apoyó la frente contra el borde superior del buzón. Le hormigueaba la piel. Y las yemas de los dedos. Se echó hacia atrás y se miró las manos.

Un movimiento susurrante flotó en torno a la silueta de sus manos. Henry tensó el cuerpo y se apartó de la pared.

Se quedó observando su mano derecha y sintió que sus ojos cambiaban y se humedecían. Ahora podía verlo todo. Dos veces.

La madera de cada uno de los buzones tenía su propia firma, que se retorcía como si estuviera viva pero,a pesar de ello, no le resultó difícil distinguir su buzón. Entre todo aquel movimiento, el buzón que le pertenecía era como una brecha en la magia, un canal con forma de remolino. La vida que emanaba de los demás buzones se aproximaba lentamente hacia la rendija del suyo y desaparecía a través de la abertura en la pared. Era como observar un huracán en un mapa climático, si los huracanes fueran negros y los mapas climáticos pudieran materializarse.

A Henry le dolía la cabeza, pero no apartó la vista, sino que trató de observar con mayor profundidad. Y vio más. A través del movimiento que había frente a él pudo atisbar la pared de su habitación. La pared no, en realidad, sino los hilos y las palabras secas, polvorientas y cansadas, de las que estaba hecha. Empezaron a dolerle los dientes. Mucho. Como si algo estuviera retrayendo sus encías, congelándole los nervios. Las lágrimas calientes descendían a chorros por sus mejillas. Notaba su sabor salado al deslizarse por las comisuras de la boca. Le moqueaba la nariz.

A pesar de todo, no apartó la vista. Podía hacerlo. Con un movimiento rápido, Henry se quitó la mochila. A continuación contuvo el aliento, introdujo la mochila por el agujero y la vio desaparecer.

Henry dio un paso adelante, tambaleándose dentro de las enormes botas. Trató de ignorar el resto de los buzones y se agarró a los bordes del pequeño agujero con ambas manos.

* * *

La presión de los oídos era insoportable. Henry gritó alto y fuerte durante todo el tiempo que pudo, pero no escuchó nada. Algo ardiente y pegajoso le burbujeaba en los lagrimales y el cráneo le vibraba. El dolor empezaba a expandirse, doblándole las clavículas y arqueándole las costillas.

Tenía la cara presionada contra algo húmedo y el cuerpo doblado. Seguía gritando, pero ahora, por fin, podía oír. Se volvió para ponerse de espaldas en la oscuridad y notó cómo caía.

Henry estiró los brazos, intentando aferrarse a cualquier cosa que frenara la caída. Sintió cómo un objeto duro le golpeaba la rodilla y escuchó un ruido, como si una de las puertecitas se hubiese cerrado de golpe. Agarró una puerta con la mano derecha y algo crujió. Con la izquierda agarró otra puerta, cerró el puño en torno a los pomos, pero se le escurrió. Volvió a escuchar el sonido de una puerta al cerrarse violentamente y cayó de nuevo. Pero solo unos centímetros más.

Aterrizó de nalgas con un sonoro golpe sobre el suelo húmedo de su pequeño dormitorio del ático. Tenía la espalda apoyada contra los pies de la cama. No sabía por qué estaba mojado el colchón. Un único rayo de luz se filtraba a través del buzón, proyectándose en su cabeza.

—¿Henrietta? —dijo—. ¿Estás ahí? ¿Richard?

La habitación era un bullicio constante de sonidos y aromas. Entre todos ellos distinguió uno y supo que la puerta de Badon Hill estaba abierta. Parpadeó, tenía las pestañas pegajosas. Se puso a cuatro patas y se arrastró hasta donde creía que debía estar su lámpara. Sin embargo, la encontró tirada en el suelo, rota.

A pesar de la tenue luz, Henry distinguió su mochila, hecha un gurruño contra las puertas. La cogió, abrió la cremallera y palpó el interior. Los diarios del abuelo estaban intactos, aún unidos por la goma. Y, junto a ellos, estaba la linterna.

Henry la sacó de la mochila, la encendió y recorrió la pared con su punto de luz. Estaban todas abiertas. A ras del suelo, la puerta de Endor estaba cerrada, bloqueada con la pata de la cama, al igual que una que había en el lateral izquierdo de la pared. Henry golpeó las puertas que había alrededor del buzón de correos para cerrarlas y vio que la de Badon Hill pendía sujeta por una única bisagra. Había estado a punto de arrancarla durante la caída.

La puerta de las brújulas también estaba cerrada.

Henry se puso de pié y abrió las puertas de su dormitorio. Salió al ático y apuntó con la linterna al lugar donde dormía Richard. El saco de dormir había desaparecido.

El ático olía un poco extraño y el ojo de buey que había al fondo estaba roto. Fuera, el cielo se preparaba para amanecer. O quizá el sol acabara de ponerse y aquella fuera la luz del crepúsculo. No podía estar muy seguro con la tenue luz de la ventanita del ático.

—¿Hola? —gritó Henry por el hueco de las escaleras—. ¿Tío Frank? ¿Tía Dotty?

Henry paró al llegar a lo alto de las escaleras, moviendo los pies frenéticamente. Algo iba muy mal. El saco de dormir de Richard había desaparecido, la ventana estaba reventada y la mayoría de las puertas de la pared estaban abiertas. Darius lo había secuestrado, pero Henry había asumido que no había pasado nada más. En aquel momento deseó no haber gritado.

Notaba la sangre retumbándole en las venas y los latidos de su corazón le reverberaban en la frente. Aguzó el oído, pero no escuchó ningún sonido humano. Un tablón de madera hizo plop en el primer piso. El viento silbaba a través de una ventana en alguna parte de la casa. Y, ¿por qué estaba mojado el suelo?

No había ningún motivo para quedarse en el ático. Tenía que bajar. Henry apuntó con la linterna hacia allí. Después se sentó, se quitó aquellas incómodas botas, se mordió el labio y comenzó a bajar las escaleras descalzo.

Henry había escuchado aquellos escalones crujir muchas veces, había bajado a hurtadillas por ellos bastante a menudo. Pero ahora, los quejidos de los clavos bailando en sus estrechos agujeros le pillaron desprevenido, bombeando sorpresa y adrenalina por sus venas. No conocía aquella casa; ya no.

Llegó al rellano del segundo piso. Allí solo había una ventana y estaba abierta. La cortina flotaba en el hueco. Había un poco de luz, suficiente para ver la alfombra, que apestaba a humedad. Suficiente para ver que la habitación del abuelo estaba abierta. Henry abandonó las escaleras e hizo una mueca de asco cuando sus dedos chapotearon en la humedad. Atravesó el rellano corriendo y llamó a la puerta del dormitorio de sus tíos golpeando con los nudillos. El pestillo no estaba echado. Henry empujó la puerta y miró dentro del cuarto. No estaban allí, pero alguien había arrancado las mantas de la cama.

Henry retrocedió hasta la puerta del dormitorio de sus primas y la empujó para abrirla. La habitación estaba vacía y las mantas habían desaparecido.

Henry no quería, pero inspiró profundamente y atravesó de puntillas el tramo de rellano que había hasta la habitación del abuelo.

La puertecita de la pared estaba abierta y la cama estaba deshecha, pero Henry estaba intentando asimilar otra cosa, algo mucho más extraño. Los cristales de las dos ventanas de la habitación del abuelo habían estallado y el marco de madera estaba completamente astillado. Las cortinas se habían caído al suelo, o alguien las había arrancado, y ahora yacían en el suelo. Por las ventanas rotas se filtraba una brisa que olía mucho mejor que la casa. Tras la brisa se avistaba un cielo desnudo y azul, aún oscuro, pero empezando a iluminarse. Lo que había bajo aquel cielo no era Henry, Kansas.

Henry caminó despacio hacia la ventana, sin preocuparse por nada más. Un mar de hierba ondeaba en el horizonte. Había un coche de policía aparcado en el jardín delantero y alguien había encendido una hoguera junto a él. Del punto negro en la hierba aún sobresalía la pata de una silla carbonizada.

Henry cerró los ojos y volvió a abrirlos. Nada cambió. Observando, haciéndose preguntas, completamente confuso como estaba, se le olvidó respirar. Cuando su cuerpo le obligó a reaccionar, sintió que se ahogaba y tosió. Empezaron a temblarle las rodillas y tuvo que sentarse en la cama del abuelo.

Aquello no era lo que se suponía que debía estar pasando. Ahora él debería estar en la casa, pidiéndole a Anastasia que se callara para poder terminar de contar lo que le había pasado, haciendo reír a Penny e impresionando a Henrietta con el relato de la fuga y la caída. La tía Dotty debería estar abrazándolo y el tío Frank debía estar dándole una palmadita en el hombro y diciéndole algo que fuera medianamente comprensible. Debía estar llamando a Zeke para jugar al béisbol, quizá incluso pensando en enseñar a jugar a Richard.

Sin embargo, estaba en algún otro lugar. Miró a la puerta de la pared del abuelo. Dejándose caer de la cama, se puso a gatas en el suelo y apuntó al interior de la puerta con la linterna. El fondo estaba cerrado. La combinación que marcaban las brújulas no llevaba a ningún mundo. Henry se levantó. Puede que no se hubieran ido. Quizá aún estuvieran atrapados allí.

Quizá estuvieran todos muertos.

Henry se zafó del miedo. Se negó a pensar en aquella posibilidad. Primero iría al piso de abajo y después saldría de la casa. Si estaban allí, vivos o muertos, los encontraría. Si no estaban allí, bueno, si no estaban allí no sabía muy bien qué haría después.

Henry se levantó y salió de la habitación. No iba a buscarlos en el piso de abajo. No. Iba a gritar, iba a estallar, iba a calmar sus nervios con aquella falsa seguridad que sentía.

No estaba siendo fácil. Bajó las escaleras golpeando los escalones con los pies y gritó cuando estuvo en el piso de abajo.

—¿Hay alguien ahí? Tío Frank, ¿estáis bien?

La puerta de entrada estaba abierta, pero la malla del porche estaba cerrada. Donde debía haber estado el picaporte, había un agujero. Henry le dio una patada para abrirla y entró en el porche.

—¿Hola?

Dejó que la malla se cerrara con un golpe, dio media vuelta y recorrió el salón. Notó algo blando y suave entre los dedos de sus pies, incrustado en la alfombra empapada. Henry se quedó quieto, bajó la vista y levantó el pie. Era una seta. En el suelo del salón había crecido un anillo de pequeñas setas. En el centro del anillo sobresalía un túmulo bastante grande. Henry se lo quedó mirando, pero mirarlo no le ayudaba a encontrarle una explicación. Sin embargo, en aquel salón estaban pasando cosas aún más extrañas que las setas que nacían de la alfombra.

Abriéndose camino entre el reino de los hongos del suelo, se dirigió hacia el comedor. Allí había cuatro latas de atún apiladas en la mesa junto a un abrelatas.

Henry abrió la puerta que daba a la salita de estar, echó un vistazo y, al no ver a nadie, retrocedió de nuevo hacia la cocina.

—¿Tía Dotty?

El chico fue corriendo al cuartito que había junto a la entrada, que hacía las veces de vestidor, y abrió la puerta de un golpe.

La luz del sol le cegó los ojos y Henry retrocedió, se pisó los dedos de un pie con el talón del otro y cayó al suelo de un trompazo.

Estaba observando Kansas a primera hora de la mañana. El espeso césped que pedía a gritos ser cortado se extendía hasta donde el granero se erigía en todo su rojo y descamado esplendor. Tras él se vislumbraban los campos de trigo maduro. Henry se obligó a levantarse del suelo y salir del vestidor. Pisó un escalón de cemento y, un segundo después, estaba en el jardín.

—¿Tío Frank? —gritó—. ¿Tía Dotty?

No escuchó nada más que el piar de los pájaros. Henry dio media vuelta. Estuvo a punto de caerse otra vez. La casa había desaparecido; ahora estaba de pie ante el borde de un enorme agujero en el fondo del cual se había formado un pequeño lago. La cinta amarilla del departamento de policía acordonaba el agujero pero, justo frente a Henry, colgando en el aire, había una puerta abierta que llevaba de vuelta al vestidor.

Henry no quería, por nada del mundo, que aquella puerta se cerrara.