CAPÍTULO 11

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Frank apartó el rostro quemado de la hoguera. Las quemaduras de la cara, los brazos y el pecho parecían generar calor propio. El resto de su cuerpo estaba a punto de empezar a tiritar. Si hubieran estado durmiendo en su jardín de Kansas nunca hubieran tenido tanto frío.

En algún funesto momento, a Frank se le ocurrió guardar los sacos de dormir de toda la familia en el granero, el mismo granero que ya no formaba parte de la casa. Aunque lo cierto es que no hubiera sido capaz de anticiparse a lo que iba a pasar.

Richard tenía un saco de dormir que Frank había rescatado del ático, aunque estaba empapado. El resto de la familia y el sargento Simmons se habían envuelto en todas las capas de ropa que habían encontrado y se habían enterrado bajo las mantas, formando un círculo en torno a una hoguera encendida con los marcos de las ventanas, madera vieja y una silla del comedor que ya estaba rota. Frank no habría tenido problema en quemar cualquier cosa de la casa, pero Dotty todavía no había sido capaz de procesar lo permanente de la situación. Frank se había acostado detrás de su mujer,pero ahora tenía la espalda apoyada contra la de ella y observaba la hierba doblegarse a merced del gélido aliento de un cielo y unas estrellas que no reconocía. A pesar de todo sonreía, pero empezaba a notar que sus muslos se contraían de frío, sin consultarle primero si se les permitía hacerlo.

—Papá —dijo Penny—, me estoy congelando. ¿Podemos quemar algo más?

—En un momento voy a ver qué queda que podamos quemar —dijo Frank.

—Creo que deberíamos dormir dentro de la casa —dijo Anastasia.

Richard se sorbió la nariz.

—Yo no quiero ir dentro.

Anastasia se incorporó, envolviéndose bien en las mantas.

—Claro, como tú estás durmiendo en mi saco de dormir… —dijo la niña—. Papá, lo digo en serio, si de las puertas sale algo o alguien que quiera atraparnos, aquí fuera también puede hacerlo.

Frank se volvió para ponerse de cara al fuego y Dotty lo miró. Tenía los labios fruncidos.

—Zeke —preguntó Frank—, ¿tú cómo estás?

—Yo estoy bien, señor Willis —dijo Zeke—. Las chicas pueden coger unas de mis mantas si quieren.

Penny no dijo nada. Anastasia se rió.

—Zeke se está haciendo el fuerte —dijo—. Tiene tanto frío como nosotras.

Frank tiritó de frío, pero trató de ocultarlo.

—¿Y tú qué tal, Ken?

El montón de mantas del sargento Simmons era el más alto, no porque tuviera más, sino porque él estaba debajo.

—He pasado noches peores —dijo—. Lo bueno del frío es que no siento el pie.

—¿Puedo ir dentro sola? —preguntó Anastasia—. No hace falta que venga nadie conmigo.

—No —La voz de Dotty surgió rápida y firme—. Zeke y Ken pueden hacer lo que quieran. Dios sabe que tu padre hará lo que le venga en gana. Pero vosotras, niñas, no vais a dormir cerca de esas puertas. Ni siquiera os vais a arrimar a ellas.

Frank inspiró profundamente y sintió cómo el aire le cortaba los pulmones. Quizá aquel fuera un buen momento. Total, todos estaban despiertos.

—Mañana —dijo—, nos introduciremos por la puerta de la habitación del abuelo.

Había esperado que Dotty se le echara encima, pero no lo hizo. Nadie dijo nada. Ni tan siquiera Anastasia.

—Si las cosas son como yo creo —empezó a decir— no podemos quedarnos aquí. Solo nos queda el agua del depósito del inodoro para beber y Penny ya ha gastado una carga.

—Lo siento —dijo Penélope.

Anastasia resopló.

—De todas maneras, yo no pensaba beberme eso.

Frank no hizo caso a ninguna de las dos.

—Todavía nos queda un poco de leche, pero el frigorífico no funciona, así que quién sabe cuánto durará fresca. También tenemos un paquete de galletas saladas, cereales, un bote de pepinillos y las salsas y las mermeladas en conserva de Dotty. Estas son las reservas de comida que nos quedan que no tienen pinta de estropearse a corto plazo.

—¿Y qué pasa con Henry? —preguntó Zeke.

—Bueno —dijo Frank—, según la historia de Richard, parece que lo han secuestrado. Después, Henrietta trató de seguirlo, pero no puedo decir con total seguridad que hayan atravesado la misma puerta. Algo me dice que no están juntos. El brujo que vimos estaba buscando a Henry, así que por lo menos sabemos que no lo ha atrapado. Todavía. No quiero tener que cambiar la combinación que marcan las brújulas. Las dejaremos como están, iremos dónde sea que lleve la combinación que hay ahora mismo marcada y cruzaremos los dedos para encontrar por lo menos a uno de ellos. Si dentro de esta puerta encontramos un refugio seguro donde haya agua y alimento, yo volveré para buscarlos por las puertas.

—Papá —dijo Penny—, el tipo que salió de las puertas, el que hizo todo esto, no dijo en ningún momento que estuviera buscando a Henry. Dijo que estaba buscando a su hijo.

—Ostras —Anastasia estaba tiritando—, ¿ese era el verdadero padre de Henry? Cuando se entere le van a entrar ganas de volver a Boston.

Frank escuchó el soplido del viento y observó a su mujer respirar oculta bajo las mantas. Después paseó la mirada por los bultos arremolinados en torno a la hoguera.

—No creo —dijo Frank.

—Yo volveré contigo —dijo Zeke.

—Ya veremos —dijo Frank.

Richard se retorció en su saco de dormir.

—Yo también volveré contigo.

—No —dijo Frank—. ¿Qué te parece, Ken? ¿Se te ocurre alguna opción mejor?

El sargento Simmons se tomó su tiempo para responder.

—Yo no entiendo nada de lo que está pasando. Pero tengo mujer e hijos. Mi hijo va a empezar tercero de primaria este año. Mi hija tiene un recital de piano en agosto. Mi hermana pequeña vive en Tulsa y está embarazada de gemelos. Hagas lo que hagas, Frank, confío en ti y te seguiré. Pero no puedo renunciar a Kansas. No por mucho tiempo, todavía. Ni creo que pueda hacerlo nunca. Puede que sobreviva, pero será como estar muerto en vida.

Frank no dijo nada. Dotty deslizó los brazos bajo las mantas y encontró su mano.

—Mi madre ya estará preocupada —dijo Zeke—, seguramente esté histérica. No podemos quedarnos. No a menos que Anastasia acceda a beber agua del váter.

—Entonces, será por la mañana —dijo el sargento Simmons—. No tenemos muchas más opciones.

Dotty se incorporó. Echó un vistazo en torno a la hoguera y después se volvió hacia Frank.

—¿Por qué no ahora? —preguntó—. Nadie duerme y, la verdad, preferiría hacerlo ahora que estar aquí tumbada cuatro horas pensando en ello.

* * *

Dos horas más tarde, Anastasia, emocionadísima, no dejaba de parlotear. Penny dijo que estaba mareada. Frank pensaba que quizá debería llevar a Richard en brazos. Zeke tenía la boca perfectamente cerrada y no decía nada; perdido en sus propios pensamientos. El sargento Simmons cojeaba por la habitación.

Estaban reunidos en la habitación del abuelo; Dotty repartía fundas de almohada y Frank sostenía una larga linterna negra de policía y su escopeta. Cada funda de almohada contenía una manta y varios artículos de comida que no parecían muy útiles: paquetes de tallarines, guisantes sin vaina, sal gorda. Todos iban vestidos con muchas capas de ropa, así que no hicieron más equipaje. El sargento Simmons estaba embutido en un jersey rojo con motivos navideños de Frank. El policía se echó la funda a un hombro y su propia escopeta al otro.

—De acuerdo —dijo Frank—, yo iré primero. Cuando os grite, pasadme vuestras cosas y, a continuación, atravesad la puertecita. Ken cerrará la fila.

—Esperad —dijo Anastasia —. ¿Dónde está el raggant? No podemos dejarlo atrás.

Frank sonrió.

—El raggant abrió la veda. Ahora estamos jugando al pilla pilla.

Frank cogió una de las fundas que estaba repartiendo Dotty y se puso a cuatro patas. Deslizó la funda dentro de la puerta y después empujó la escopeta. Sosteniendo la linterna y empuñando un revólver, Frank se coló por el hueco.

En la habitación del abuelo reinaban la oscuridad, un viento helado que se colaba por las ventanas sin cristales y el sonido de las respiraciones nerviosas.

Pasó un segundo y la voz de Frank atravesó el hueco de la puerta. Sonaba lejana.

—¡Hecho! —gritó—. ¡Que pase Penny primero!

Penélope se arrodilló, envuelta en la más absoluta negrura.

* * *

La luna estaba oculta por las nubes mientras Henrietta caminaba, con cuidado de no desviarse de su camino por las laderas de las colinas. Había abandonado la senda tan pronto como perdió de vista la casa de la anciana. Cuando el sol se puso, deseó no haberse desviado de la senda; ahora no sabía si tendría la oportunidad de volver a encontrarla. Podía estar caminando tanto paralela como perpendicularmente a ella, no tenía modo de saberlo.

El borde de una nube se revistió de color plata y, de repente, la luz de la luna se derramó sobre la tierra. Henrietta se quedó quieta y contempló el paisaje a su alrededor. Estaba en la ladera de una colina y, al pie del montículo, había un grupo de árboles. Henrietta vio otra nube negra deslizarse por el cielo en dirección a la luna. Podía correr, escalar la colina antes de que se fuera la luz y, una vez en la cima, decidir qué dirección tomar.

Henrietta se giro, dio dos pasos vacilantes pendiente arriba y, a continuación, empezó a correr.

En Kansas hay algunas colinas, pero Henrietta no había subido muchas. Solo había recorrido la mitad de la distancia hasta la cima cuando la luz desapareció. Henrietta dejó de correr, apoyó las manos en las rodillas y, respirando entrecortadamente, decidió aminorar la carrera a una simple marcha ligera. El pescado y las aceitunas se habían consumido hacía ya mucho tiempo y tenía tanta sed que deseó que alguna de esas nubes negras fuera de lluvia. La carrera no ayudaba demasiado.

Alcanzó la cima en la oscuridad, se sentó y se echó de espaldas sobre la tierra. Algo se deslizó por sus pantalones, haciéndole cosquillas en las espinillas. Henrietta se incorporó y le dio una palmada. Después tanteó con la mano, encontró la brizna de hierba culpable y la arrancó de un tirón.

Se preguntó si la estarían buscando. Se imaginó a Benjamin y Joseph reuniendo a todos sus ceñudos amigos y entregándoles una antorcha a cada uno para encontrarla. ¿Estarían peinando los campos? Quizá hasta tuvieran perros.

O puede que estuvieran de vuelta en FitzFaeren, sentados, esperando a que ella llegara. No tenían que afanarse en buscarla porque sabían que solo había una salida. Quizá incluso supieran por qué armario había llegado allí. Si poseían toda esa información, solo tenían que esperarla. Puede que incluso estuvieran en Kansas, fisgoneando entre las cosas del abuelo, buscando lo que fuera que se hubiera llevado.

Henrietta se puso de pie. La nube sobre su cabeza resplandecía.

¿Dónde estarían Henry y Richard? Habían dicho que se dirigían a FitzFaeren a buscar a Eli pero, definitivamente, no estaban allí. Si hubieran entrado en FitzFaeren, Benjamin y Joseph también los habrían atrapado. O quizá hubieran sido más cautelosos y se hubieran escondido en algún lugar del Salón de Baile. Puede que hasta hubieran presenciado su captura. Para ser precisos, solo Richard la habría presenciado, porque Henry estaba ciego.

Henrietta pensó que se estaba volviendo loca y no tenía ninguna intención de hacerlo. No tenía manera de saber si Henry y Richard habían estado allí realmente, excepto por la conversación que había escuchado mientras lo planeaban, que ambos habían desaparecido y que habían marcado la combinación de FitzFaeren con las brújulas. Pero lo cierto es que ella había encontrado la llave de la habitación del abuelo escondida bajo la almohada de Henry. ¿Cómo podía ser eso? ¿Habían abierto la puerta del dormitorio del abuelo con ella y después habían vuelto a subir al ático y la habían deslizado bajo la almohada? Quizá. No era una mala idea, después de todo. Si algo salía mal, dejaban abierta la posibilidad de que alguien fuera a rescatarlos. Se llevó la mano al bolsillo y sus dedos dibujaron la dura silueta de la llave por encima de la tela del vaquero. Ella no había sido tan precavida. Nadie iría a rescatarla, de eso sí que estaba segura. No tenían cómo hacerlo.

La mitad de la luna apareció por una grieta entre las nubes. Henrietta giró lentamente sobre sí misma, tratando de abarcar el mayor terreno posible con la mirada. A la izquierda quedaba la colina por la que acababa de subir. A sus espaldas, de eso estaba segura, quedaba la casa de la anciana. No creía que se hubiera desviado tanto como para que quedara en otra dirección. El paisaje se oscurecía frente a ella. Árboles, un bosque lleno de árboles. Sus copas se mezclaban en la espesura y se apoderaban de la luz. Había pasado por algunos bosques antes de llegar donde estaba y, aunque sabía que aquel era el camino de vuelta más corto, también sabía que no podía tomarlo. Seguramente habría animales, quién sabe de qué tipo. Las criaturas nocturnas del bosque no resultaban muy atractivas. Cierto era que también podían asaltarla animales en campo abierto, pero allí por lo menos tendría la oportunidad de verlos venir antes de que probaran el sabor de su carne. Eso si las nubes no ocultaban la luna, claro.

Henrietta se volvió una vez más y miró hacia el otro lado de la colina. El bosque se extendía también en aquella dirección, pero no era tan espeso. Los árboles se agrupaban en los bordes de la ladera y, cuando la luz empezó a desvanecerse de nuevo, vio algo largo que serpenteaba entre ellos. Puede que fuera la senda. O, al menos, una senda.

Cuando la luz desapareció por completo, Henrietta empezó a descender por la ladera de la colina. Bajar era mucho más fácil y rápido que subir. La hierba se le enredaba en las piernas mientras bajaba y, cuando estuvo cerca del pie de la colina, los árboles empezaron a vislumbrarse.

El terreno se niveló y Henrietta aceleró el paso a un trote ligero, esquivando las ramas de los árboles bajo la luz de la luna y abriéndose camino con los brazos extendidos bajo la sombra de las nubes. La niña se adentró entre dos árboles y pisó aire. Y después, agua.

Henrietta echó ambos brazos atrás, aferrándose a unos matojos de cañas y hierbas. Se le retorcieron los hombros mientras caía, pero no soltó los matojos. Una fuerte corriente de agua tironeaba de sus piernas.

Rechinando los dientes, Henrietta consiguió darse la vuelta, ponerse de cara a la orilla y agarrarse a dos montones de hierba que había en la parte baja. Pataleó, salpicó y consiguió impulsarse hasta el borde y tumbarse en la orilla, jadeando.

La noche había empeorado mucho, tornándose más fría. Henrietta ahora sabía que lo que había vislumbrado en la cima no era la senda, sino un río. Había visto algunos arroyos cuando estaba atada en la parte trasera del carro, pero ningún río. Ni siquiera algo que hubiera podido calificarse como afluente. Henrietta se incorporó, se frotó el hombro magullado y se quedó sentada en la orilla, con los pies colgando sobre la corriente.

Había luz suficiente para avistar la franja oscura que debía ser la orilla opuesta del río. Sin duda alguna, aquello era un río. Un río bastante rápido, además.

Henrietta suspiró y frunció los labios. No tenía mucho sentido seguir sin rumbo. Podía seguir el curso del río a través del bosque pero, ¿después qué? No tenía ni idea de dónde se encontraba respecto al Salón de Baile de FitzFaeren y, por ende, del portal que la llevaría de vuelta a Kansas. Podía desandar sus pasos en dirección contraria y volver a la casa de la anciana reina. O podía darse la vuelta y volver a lo alto de la colina.

Sintió un nudo en el estómago, que identificó como el primer síntoma de pánico. No quería admitir sus pensamientos, ni siquiera a sí misma, pero tenía que hacerlo. Puede que nunca volviera a casa. Después de todo, su padre nunca había podido volver a casa. Puede que tuviera que crecer en aquel lugar, morir en aquel lugar, vivir rodeada de gente bajita, semimágica y extremadamente formal. Algo se deslizó orilla abajo y cayó en el agua haciendo plop.

Henrietta levantó las piernas empapadas, las dobló contra su cuerpo y las rodeó con los brazos, haciéndose una bola.

Si Magdalene o Joseph, con su barba, su eterna cara de enfado y su antorcha, hubieran aparecido en aquel momento entre las cañas, Henrietta los habría abrazado y les habría pedido que volvieran a encerrarla en el zulo. De allí siempre podría volver a escapar. Pero, ahora mismo, sabía que era incapaz de encontrar el camino de vuelta a la casa de Magdalene por mucho que lo intentara.

Deseó poder tranquilizarse con la idea de que, al menos, su padre estaría buscándola. Que haría todo lo que pudiera para traerla de vuelta a casa. Pero todo lo que su padre podía hacer era golpear la puerta del dormitorio del abuelo mientras gritaba su nombre y consolar a su madre y abrazarla cuando llorara. No volvería a tener hermanas que molestar ni que la molestaran. No le quedaba nada en este mundo.

Pero también estaba sedienta, y aquel era un problema que el río podía solucionar. Henrietta flexionó las piernas y se puso bocabajo. Si se inclinaba en dirección al río aferrándose a la orilla, alcanzaba a tocar la superficie del agua con una mano. La ahuecó para coger agua, se la acercó a la cara y se preguntó cuántas bacterias se estaría bebiendo. Seguramente no tantas como en el río que había cerca de su casa. A no ser que hubiera vacas o castores cerca. Lo cierto es que en aquel momento no le importó. El agua estaba dulce y fría, y bebió cuanto cabía en el hueco de su mano.

El agua no le sirvió para aclararse la mente, pero sí la animó un poco. Conseguiría volver a Kansas. Tenía que haber algo que pudiera hacer, aunque tuviera que esperar a que se hiciera de día para ello.

Pero Henrietta no quería esperar a que se hiciera de día. No estaba cansada; tenía demasiada preocupación y adrenalina en el cuerpo como para descansar. Estaba hambrienta e intentaba buscar el camino de vuelta a casa sin que la descubrieran.

De repente, tuvo una idea: Eli no la entregaría a Magdalene. Eli sabría cómo llegar a FitzFaeren. Probablemente Eli pudiera llevarla de vuelta a casa sin que nadie se diera cuenta. No es que ella le cayera precisamente bien a Eli pero, por lo que había escuchado, le caía peor su hermana. Quizá ayudara a Henrietta solo para molestarla.

Magdalene había dicho que Eli vivía en unas casas en ruinas a la orilla del río. Y Henrietta había encontrado el río, lo que significaba que podía estar en cualquiera de las dos orillas. Solo tenía que elegir una y seguir la corriente. Pero no podía equivocarse.

Henrietta prefería seguir el curso del río entre los árboles. En aquella parte el bosque no era tan denso, y también le parecía que en aquella dirección se alejaba aún más de Magdalene. Aunque también sabía que su sentido de la orientación estaba completamente cambiado.

Se mordió un labio. ¿Qué era más probable: haberse desorientado completamente en la oscuridad o haber mantenido intacto su sentido de la orientación mientras corría por aquellas colinas en la noche?

Henrietta se puso de pie y empezó a caminar junto a la orilla, en dirección opuesta a los árboles. Lo más probable es que se le hubiera estropeado la brújula interna, así que haría lo contrario de lo que le indicara su intuición. Al fin y al cabo, la intuición era la que la había metido en aquel embrollo. Desde luego, aquella noche no estaba siendo su mejor amiga.

* * *

Cuando hubo dejado atrás tres viejas casitas de campo y un molino derruido, Henrietta ya no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba caminando. Se había asustado al cruzarse con un gato y había gritado, pero no había ningún indicio de que nadie la estuviera siguiendo. Hacía tiempo que se le había pasado el efecto de la adrenalina y sentía los párpados pesados.

El cielo había empezado a clarear, llenándolo todo de luz, pero la verdad es que el cambio no la alegraba mucho. Sin embargo, de repente, notó un olor a humo. Era humo de madera mezclado con algo más. Algo que habría reconocido en cualquier mundo, en cualquier momento.

Alguien estaba cocinando beicon.

Henrietta se apresuró, con cuidado de no aproximarse demasiado al borde de la orilla. Transcurridos unos veinte metros, el olor se intensificó y se mezcló con otros aromas. Cebollas. Trepó por el tronco de un árbol caído y allí, frente a ella, entre una gran roca y el tronco de un árbol seco, había una casita. Aunque en realidad, era más bien una cabaña. Henrietta miró a su alrededor y vio las ruinas de una casa mucho más grande, un poco más alejada del río. Lo que estaba viendo era un pequeño varadero, la cabaña donde atracaban las barcas. Unas barcas que debían haber sido muy pequeñas, como de juguete.

Los huecos de las ventanas estaban tapados con trozos de tela, pero a través de las rendijas que había en ambos extremos se filtraba una luz dorada. Henrietta escuchaba el chisporroteo del beicon. Alguien silbaba y de un agujero en el techo, salía humo.

Caminó derecha hacia la casa y se quedó de pie junto a las improvisadas cortinas, respirando todo lo pausadamente que podía, aguantándose el hambre. Después apoyó dos dedos contra la tela y las retiró unos centímetros.

La hoguera que alguien había encendido en medio del sucio pavimento estaba siendo aplacada por una enorme sartén. En una mitad de la sartén el beicon bailaba y se contorsionaba, como intentando escapar del calor. En la otra mitad, un hombrecillo removía con un cuchillo una mezcla de setas, cebolla, huevo y patatas troceadas. Estaba calvo pero en el cuero cabelludo sobre las orejas le nacían unos mechones de pelo blanco. Lucía una barbita corta y llevaba unas gafas con montura dorada.

Henrietta conocía su nombre.

En el otro extremo, la niña alcanzó a ver la puerta que el hombrecillo había cubierto con una manta, pero no se molestó en llegar hasta ella. En su lugar apartó por completo la cortina y metió la cabeza por el hueco de la ventana.

El hombrecillo silbaba entre dientes mientras apartaba la sartén del fuego. Empezó a canturrear una canción con una voz suave y ronca.

Beicon, beicon, es lo que quiero ahora.

Abrid la cerveza, descorchad el vino.

Traedme diez gallinas ponedoras,

y yo, amor mío, cortaré el cochino.

Henrietta tosió. Eli no apartó ni un momento la vista de lo que estaba haciendo; estaba vertiendo el revuelto en un plato de madera.

—Bueno —dijo, sin levantar la cabeza—, ¿piensas venir a comer o prefieres darte otro chapuzoncito?