CAPÍTULO 10

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—O sea que —dijo Henrietta—, ¿no quiere que me vaya?

La niña miró la bandeja; había dado cuenta del pescado y la mitad de las aceitunas, pero no había tocado el queso de cabra. La mujer frunció los labios y sacudió levemente la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Henrietta.

Ya sabía la respuesta, pero estaba intentando evitar escucharla. Su abuelo había robado algo valioso y ahora aquella mujer pretendía cobrárselo a ella. Henrietta observó la ventana abierta y trató de no mirar demasiado descaradamente hacia la puerta. No había escuchado a Benjamin y Joseph volver. La anciana no sería demasiado difícil de derribar.

La mujer se acomodó en su silla y entrelazó los dedos sobre el regazo.

—Ya te lo he explicado. La obligación de una civilización es defenderse. En el pasado tu familia nos robó unas reliquias realmente valiosas y sus acciones nos abocaron a la ruina. Debemos recuperarlas para proceder con nuestra reconstrucción. Reliquias que tu ancestro robó.

Henrietta arqueó una ceja y ladeó la cabeza. Estaba preocupada y enfadada, a partes iguales. Le estaba costando no ser sarcástica, incluso con aquella adorable ancianita.

—¿Una civilización? —preguntó—. ¿Sois una civilización?

La mujer se humedeció los labios. Miró a Henrietta como si pudiera ver a través de ella.

—La civilización de FitzFaeren alcanzó su cumbre hace cientos de años. Somos un pueblo de origen medio humano, medio mágico y, cuando nos dimos cuenta de que poseíamos una serie de poderes exclusivos, una combinación de lo mejor de nuestros dos orígenes ancestrales, decidimos separarnos y constituir una nación independiente. Dejamos de ser inútiles entre los brujos y mascotas para los humanos y empezamos a ser grandiosos.

»Desde que pusimos las primeras piedras fundadoras de nuestras ciudades hasta que caímos a manos de los traidores y de los perros endorianos, siempre hemos sido gobernados por reinas. El trono y el cetro pasaban siempre de madres a hijas, nunca a los varones.

—Como las abejas —dijo Henrietta—. Y también las hormigas.

La mujer la miró.

—Sí. Y algunas especies de ratas, si lo prefieres. O algunas bandadas de murciélagos sureños.

Henrietta cerró la boca de forma inmediata. La mujer suspiró.

—El vals —dijo—, el baile que has presenciado gracias al hechizo, debía haber sido la celebración de mi coronación.

La mujer se quedó inmóvil, petrificada en su pose, altiva y distante.

—¿Usted iba a ser reina? —dijo Henrietta.

Tenía sentido. Ahora, todo tenía sentido.

—Soy la reina —dijo la mujer en voz muy baja—, mi nombre es Magdalene III de FitzFaeren —sus ojos se clavaron en los de Henrietta—. Reina de una ruina embrujada y de un pueblo destrozado. Ahora nos hemos hecho contigo, la nieta de un enemigo, una invitada traidora, como rehén. La vieja deuda debe quedar saldada.

Henrietta se levantó. La reina la miró con severidad, sin moverse ni un ápice.

—De acuerdo —dijo Henrietta—. Lo siento muchísimo. No tengo ni idea de qué fue lo que hizo mi abuelo o de qué fue lo que robó, y tampoco creo que nadie de mi familia lo sepa. Pero parece que Eli sí que sabe qué es. ¿Por qué no le pregunta a él?

—Eli —dijo la reina—, sí, con Eli he hablado muchas veces.

—Bueno, pues hable con él de nuevo. Estoy segura de que querrá ayudar a su reina.

—Oh, sí —dijo la reina—, estoy segura de que lo haría. Pero no tiene ninguna intención de ayudar a su hermana. De hecho, de alguna manera eso fue el origen del problema.

Henrietta se le quedó mirando. No sabía muy bien qué debía decir. Nunca había tenido que escuchar a nadie hablar de sus problemas familiares, ni siquiera a sus amigos.

—Y aquí está de nuevo, escondido en las casas en ruinas que hay en las orillas del río —dijo la reina—. Casi nunca vuelve a casa, pero aún me resulta fácil sentir su presencia. Al igual que él presiente la mía.

—Entonces —dijo Henrietta—, él debe saber mucho más que yo. Yo necesito volver a mi hogar, si es que todavía puedo. Usted hable con él y, cuando esté de vuelta en casa, buscaré lo que robó el abuelo. Prometo que se lo devolveré si lo encuentro.

—Siéntate —dijo la reina.

Henrietta se sentó.

—Eres nuestra prisionera. Serás liberada con las siguientes condiciones: me guiarás a mí, a mis nietos y a dos personas más hasta la casa de tu abuelo. Allí la casa será inspeccionada al milímetro y las pertenencias de tu familia pasarán a ser de nuestra propiedad. Si no encontramos lo que buscamos, exhumaremos el cadáver de tu abuelo y su ataúd será inspeccionado. Ese será tu rescate. Cuando se hayan cumplido todas las condiciones, serás liberada.

Henrietta se quedó boquiabierta.

—¿Quieres desenterrar a mi abuelo y quedarte con todas las cosas de mi familia, o no me liberarás? Y si no, ¿qué? ¿Me matarás y ya? Tú no eres una reina, eres una secuestradora.

Henrietta se olvidó de todas las formalidades. Magdalene III, reina de FitzFaeren, se levantó. Su cuerpo fibroso se tensó, su mirada se endureció. Henrietta esperó que descargara su ira sobre ella, pero aquello no sucedió.

—Sí —dijo, simplemente—. Pero no entiendes la gravedad del asunto. Presiento algo más que la presencia del traidor de mi hermano fisgoneando entre las ruinas: toda la tierra se revuelve. Su vida está siendo absorbida por alguien antiguo. Los bosques se lamentan, los campos tiemblan de miedo, como esperando a la muerte. Fuimos la última conquista de Endor antes de que ella «durmiera». Pero ella ya no duerme. Si Endor recupera su poder, aunque solo sea una milésima parte de su fuerza pasada, estaremos desprotegidos, nuestras vidas serán absorbidas y pasarán a formar parte de la suya como si se tratara de las vidas de un simple hierbajo. Los FitzFaeren, que han sobrevivido a tantas cosas, finalmente expirarán y se convertirán en polvo.

La reina hizo una pausa; respiraba con dificultad.

—Hemos de recuperar nuestros talismanes o nuestra herencia, nuestra gente, una de las grandes bonanzas del universo, desaparecerán para siempre y no volverán a nacer. Créeme cuando digo que no tengo sed de venganza. Si la tuviera, hace mucho tiempo que mi hermano habría dejado de exhalar su amargo aliento. Pero yo entregaré mi vida si, al hacerlo, garantizo la supervivencia de un único FitzFaeren. Y también entregaré la tuya, si tengo que hacerlo. Tales son las decisiones que ha de tomar una reina.

Henrietta se puso en pie.

—Me voy —dijo—. Lo siento.

La niña se encaminó hacia la puerta. Por el rabillo del ojo vio cómo la reina levantaba el brazo. La habitación se llenó de palabras pronunciadas en un idioma desconocido. La puerta acababa de ser encantada y sellada.

Pero Henrietta contaba con eso, por ello, mientras la reina pronunciaba el conjuro, se volvió rápidamente en dirección a la ventana y saltó.

Sus rodillas se toparon con el alféizar y cayó hacia delante cuando un nuevo conjuro cerró la ventana, que se estrelló contra sus costillas. Henrietta la atravesó, aterrizó sobre la cabra y rodó entre los rosales. Notó los pinchazos de las espinas y reconoció el sonido de su ropa al rasgarse mientras se abría paso a través de la maleza. Cuando por fin pudo erguirse, agradeció que no le hubieran quitado los zapatos y corrió todo lo rápido que le permitieron sus piernas.

* *• *

—Deberíamos volver —dijo Zeke—. El sol está empezando a ponerse y pronto oscurecerá. No quiero que perdamos nuestras huellas.

El sargento Simmons asintió. Giró el traqueteante coche de policía a la derecha, dejando la marca de los neumáticos en el césped al cambiar de sentido y puso rumbo hacia el rosado y polvoriento horizonte.

Habían conducido unos ocho kilómetros siguiendo cada uno de los puntos cardinales y después, habían vuelto siguiendo las marcas de neumáticos, pero no habían encontrado nada. Ni edificios, ni animales, ni árboles. Solo hierba. Un mundo lleno de hierba.

A decir verdad, ahora que la casa de los Willis había cambiado de emplazamiento, al menos había un edificio. Y no querían perderle la pista. Con el tiempo, en aquel mundo empezaría a haber árboles; un pequeño retoño de álamo había sobrevivido junto a la casa sin un solo rasguño; había dos semillas de arce echando raíces en el jardín delantero y un sauce joven en estado crítico.

Dada la gran población de larvas que habían sobrevivido en el jardín teletransportado, dentro de poco en aquel mundo también habría dos clases distintas de mariposas y siete tipos de polillas. Y hormigas y escarabajos peloteros y áfidos y mariquitas y arañas y muchos otros bichos con exoesqueletos. Pero no habría cigarras; solo una había sobrevivido al transporte cósmico, y era un macho, condenado a la soledad eterna.

En cuanto a los mamíferos, dos jerbos, descendientes de dos mascotas perdidas ya fallecidas, habían construido una madriguera bajo el suelo de la cocina que podría significar un gran cambio para aquel mundo, un mundo sin depredadores, sin habitantes, un mundo en el que los jerbos serían la especie dominante. Se pondrían gordos y serían muchos. Muchos, muchísimos.

El sargento Simmons y Zeke Johnson no pensaron en aquello mientras conducían, traqueteando, siguiendo el rastro de las huellas del coche, tratando de ganarle una carrera al anochecer, tan inconscientes de lo que acababan de crear como un hombre que entra en un terreno virgen con semillas de hierba en las botas.

Frank se percató de que el coche volvía. Penny estaba sentada y Anastasia estaba junto a ella. Richard también estaba sentado, pero solo, apartado de los demás, y aún no había dicho ni una sola palabra.

Dotty había traído una manta y toda la comida fría que había podido encontrar. Estaba de pie junto a Frank, mordisqueando una galleta. No quería volver dentro de la casa, donde no había más que oscuridad, humedad y olor a agua marina.

Frank se pasó una mano por el pelo y observó cómo caían al suelo unas hebras de cabello chamuscado. Se volvió hacia Richard y se agachó con dificultad para ponerse a su altura.

Richard levantó la vista. Frank sonrió.

—¿Qué puedes decirme, Richard? —preguntó Frank—. ¿Tienes alguna idea de cuál era la puerta en la que estabais?

Richard sacudió la cabeza.

—¿Qué os hicieron? —preguntó Anastasia.

Dotty la miró, enfadada.

—¿Estaba Henry contigo? —preguntó Frank.

Richard se encogió de hombros.

—Lo desconozco. Lo cierto es que no lo sé. Nuestra voluntad era ir a Fitz-no-sé-qué pero, de repente, la pared nos engulló y perdí el conocimiento. O al menos, eso creo.

Dotty se agachó también y le dio un apretón en el hombro.

—Bueno, me alegro de que estés aquí, cielo. Me alegro de que hayas vuelto.

—No ha vuelto a ningún sitio. Nos hemos ido todos —dijo Penny en voz baja—. Tengo que ir al baño.

—¿Y Henrietta iba a acompañaros? —preguntó Frank—. ¿Estaba en la habitación cuando te desmayaste?

—No —dijo Richard—. Henry no deseaba que viniera. No le informamos de nada.

Frank se humedeció los labios.

Penny se levantó, tambaleándose.

—Tengo que ir al baño.

—Tendrás que tener suerte para encontrar un arbusto —dijo Anastasia.

—Voy dentro.

Dotty miró a Frank. Frank miró el coche de policía aproximarse traqueteando.

—¿Frank? —le preguntó.

—¿Mmm? —respondió él.

—¿Crees que es seguro que Penny entre en la casa? No quiero que esté allí con todas las puertas abiertas. Quién sabe lo que puede entrar por ahí.

Penny esperaba.

—Henry y Henrietta han desaparecido —dijo Frank—. Nosotros también hemos desaparecido.

—¿Frank?

—Elige un mundo, cualquier mundo.

—Frank, Penny quiere usar el baño. Tiene que entrar en la casa.

Frank se irguió. El coche de policía paró justo cuando entró en el césped teletransportado. Zeke bajó del coche de un brinco y se encogió de hombros.

—Nada —dijo—. No hay absolutamente nada.

El sargento Simmons abrió la puerta de su asiento y salió del vehículo con dificultad. Tenía el rostro pálido.

—Vigílalos —le dijo Frank—. Voy dentro.

Simmons asintió con la cabeza y Frank y Penélope se dirigieron a las escaleras del porche.

La casa apestaba. Las alfombras empapadas huelen bastante mal, pero las alfombras empapadas en agua salada desprenden un olor aún peor. Penny se tapó la nariz y chapoteó en dirección al baño.

—No tires de la cadena, Penny —dijo Frank.

Penny se quedó quieta y lo miró.

—¿Por qué?

—No hay agua, ni alcantarillas, ni electricidad. La cadena no va a funcionar.

Penny suspiró.

—Es verdad, se me había olvidado.

La niña se metió en el cuarto de baño. Frank se cruzó de brazos e inspeccionó la casa. En el cielo aún brillaba la última luz de la tarde, pero el interior de la casa estaba poco más iluminado que una cueva y, si los cristales de las ventanas no hubieran estallado, la situación sería aún peor.

Frank fue del comedor a la cocina y miró en el cajón de los trastos viejos. Estaba lleno de lápices, pilas, gomas elásticas rotas y manuales de electrodomésticos que nunca habían tenido. En el fondo encontró una pequeña linterna rectangular. Pulsó el interruptor y se quedó mirando el diminuto punto de luz naranja que proyectaba en la pared.

Entonces, escuchó el sonido de la cadena.

—¡Penny! —gritó.

—¡Lo siento! ¡Se me ha olvidado! Pero el agua se ha ido.

—Sí —dijo su padre— pero, ¿dónde? Tampoco creo que el tanque tenga agua para recargarla.

Se encontró con Penny en el comedor.

—De acuerdo —dijo Frank—. Dile a tu madre que salgo en un momento. Voy a echar otro vistazo arriba.

Caminaron juntos hacia la puerta y Frank la dejó en el porche. Entonces dio media vuelta y subió el encharcado tramo de escaleras que llevaba al rellano del segundo piso.

—¡Frank! —escuchó que gritaba Dotty.

—¡Vuelvo en un minuto! —gritó mientras entraba en la habitación del abuelo.

Las ventanas habían estallado. Las cortinas, los cristales y el marco de madera estaban esparcidos por el suelo y la cama del abuelo.

La puerta de la pared estaba cerrada. Frank se dirigió hacia ella con decisión, le dio un puntapié para abrirla y se puso en cuclillas para iluminarla con la tenue luz naranja. No vio nada.

Frank se agachó aún más para meter la cabeza y los hombros por el huequecillo y se deslizó dentro centímetro a centímetro, con la linternita apuntando delante de su rostro.

Tenía la cabeza dentro de un armario que estaba en otro mundo. Había una densa capa de polvo que se amontonaba en las esquinas y junto a la abertura de una madriguera de ratón. Pero en el centro había unas marcas y la capa de polvo era menos densa, como si alguien hubiera pasado por encima, puede que hubiera sido hace poco, puede que hiciera semanas de ello. Frank retrocedió en el hueco y se sentó en el borde de la cama del abuelo. Henry o Henrietta podían haber accedido a otro mundo por aquella puerta. A no ser que alguien hubiera cambiado la combinación de las brújulas del ático. Por ejemplo, el brujo loco que los había teletransportado de Kansas a quién sabía dónde. Por lo que Frank sabía, las brújulas bien podían haberse vuelto locas en el traslado.

—Estupendo —dijo Frank—. Miremos en el ático entonces.

En el ático, donde solo había reventado la pequeña ventana circular que había al fondo, el ambiente estaba todavía más cargado que en el resto de la casa. Frank entró en el cuarto de Henry e iluminó las puertas con la luz mortecina de la linterna. Dejó de percibir aquel penetrante olor a agua marina para intentar fijar sus sentidos en otras cosas.

Risas amortiguadas, pasos pesados, un perro ladrando, viento, toses y cristales rotos. A través de muchas de las puertas no se escuchaba nada más que un silencio oscuro y antiguo, incorrupto desde hacía mucho tiempo. En la esquina de la pared donde el techo se combaba, se filtraba la luz de una hoguera a través de una puertecita rectangular. Frank solo atisbaba a ver unas volutas de humo rizado saliendo por el hueco abierto.

—¡Queridos paisanos! —gritó alguien—. ¡Quemad también el mío!

Frank se deslizó hacia atrás, se apoyó en el cabecero de la cama de Henry y cerró la puertecita rápidamente. El fuego podía ser un daño mucho más permanente que el agua de mar.

Frank se echó hacia atrás, se estiró y trató de centrar su atención en las brújulas del centro de la pared. Aquella puerta era el verdadero problema. ¿Marcaría aún la combinación del lugar al que había ido Henry, al que había ido Henrietta? ¿O los conjuros de Darius habían movido los pomos? La puerta estaba abierta. Puede que estuviera marcando su propia combinación.

Cerró la puerta casi por completo y miró las brújulas. Lina de los muchos cientos de combinaciones que marcaban le llevaría hasta su hija. Otra de ellas le llevaría hasta su sobrino. A no ser que estuvieran juntos. En realidad no creía que lo estuvieran, por lo que había deducido de las palabras de Richard, y mucho menos por cómo se había comportado el uno con la otra antes de que todo aquello empezara.

Sabía que no podían quedarse en aquel mundo de hierba, pero no sabía qué debía hacer.

Frank giró la brújula de la derecha hasta que corrió una posición y cerró la puerta. Esperó un poco para ver si volvía a abrirse, pero parecía ser tan sólida como la pared. Volvió a poner el puntero de la brújula donde estaba y la puerta se abrió sola.

Apoyó una rodilla en el colchón empapado, se agarró a la puerta abierta y palpó el interior. Sus dedos se toparon con algo duro y arrugado en una esquina. Frank sacó la mano; el cadáver seco de un ratón yacía rígido en su palma.

Frank lanzó el cadáver por el hueco de otra de las puertas y dio un paso atrás. Ahora lo entendía: la puerta de las brújulas marcaba su propia combinación. Nunca se le había ocurrido que la puerta central pudiera ser un posible destino.

Frank salió del dormitorio del ático, cerró las puertas tras de sí y bajó rápidamente las escaleras. La voz de Dotty le llegó a través de una de las ventanas rotas.

—¿Frank? ¿Estás bien?

—¡Sí! —gritó—. Estoy de vuelta en un minuto.

No le quedaba más remedio. La débil luz de la linterna se estaba empezando a apagar y la casa se sumía en la oscuridad por segundos. Volvió a entrar en la habitación del abuelo y embutió su cuerpo en la puerta de la pared.

El ratón había desaparecido y pudo ver el rastro que habían dejado sus dedos en el polvo.

Salió del hueco y se sentó al estilo indio en el suelo. Puede que estuviera en lo cierto. Puede que no lo estuviera. Sentía que ambas opciones eran igual de posibles.

Una silueta borrosa apareció por la ventana.

Frank dio un brinco y se puso de pie.

—Madre mía, estoy de los nervios —dijo, tragando saliva.

El raggant se lo quedó mirando, agitando los orificios de su nariz. Un momento después, el animal bajó la vista al suelo y se dejó caer sobre él. Sin dudarlo ni un momento se deslizó por la puerta, dio un brinco y desapareció dentro.

—He ahí mi respuesta —dijo Frank—. Confío en ti más que en mí.

* * *

Henry se despertó y su cuerpo se tensó, se estiró y se arqueó, llenando sus miembros de energía matutina. Se sentía bien. La cama en la que estaba era estupenda. Un girón de niebla mental le indicó que había estado soñando. No recordaba si había sido un sueño agradable, pero lo cierto es que no le importó. Agradable o desagradable, el sueño había terminado. Llenó sus pulmones de aire limpio y puro y, apartando las mantas, se incorporó en la cama. En cuanto estuvo sentado y sus pies rozaron el frío suelo de azulejos, su mente dejó de pensar.

No tenía ni idea de dónde estaba. Y llevaba puesto un camisón.

La habitación en la que estaba era alargada. Las paredes, pintadas de blanco, se elevaban hacia un techo de vigas de madera negra. La pared que estaba justo enfrente de él estaba completamente cubierta por ventanas que surgían del suelo y terminaban en arcos de medio punto. Todas estaban abiertas. Las cortinas transparentes ondeaban espectrales a merced de la brisa y una luz dorada se filtraba a través de ellas. La cama en la que había dormido era igual de grande que su habitación de Kansas y, en el suelo, justo frente a él, había un enorme cuenco de porcelana sobre una gruesa alfombra. La superficie del cuenco estaba cuajada de arabescos azules y siluetas, y contenía una mezcla de aceite turbio en el que flotaban trocitos de hojas y ramas. Se inclinó sobre el cuenco y percibió un aroma a canela y clavo. Su mochila estaba en el suelo, junto al cuenco.

Henry se puso de pie y respiró de nuevo. El camisón era de lino, sin mangas y le llegaba hasta las rodillas. No vio su ropa por ninguna parte. Caminó hasta la ventana más cercana y apartó la cortina. Al otro lado se extendía una terraza que terminaba en una pared baja y, bajo ella, el terreno se inclinaba, formando un pequeño valle. A lo lejos, muy por debajo del valle, se veía una nube de contaminación, un enjambre de edificios y unas chimeneas humeantes. Pero donde él estaba el cielo era del azul más extraño que había visto en su vida y el aire era completamente puro.

Un hombre y una mujer de pelo cano estaban sentados en un banco junto a la pared, comiendo fruta. El hombre se volvió hacia Henry y le sonrió por encima de la barba.

—Únete a nosotros, hijo de mendigo —le dijo—. Hay mejores remedios para reponerse que dormir.

Henry titubeó, arqueando los pies.

—¿Dónde está mi ropa? —preguntó—. Me gustaría vestirme antes.

—Ya estás vestido —dijo el hombre—. Y ambos te hemos visto desnudo. Mi mujer te ha bañado dos veces en el transcurso de la noche y yo he sido su asistente.

A Henry le empezaron a arder las orejas. Esperó que no estuvieran tan rojas como las sentía.

—No muy buen asistente, todo sea dicho —rió la mujer. Su voz era grave y sonora, como la tierra blanda. Su piel era suave y oscura en comparación con su pelo—. Ven —le dijo—, siéntate con nosotros a charlar. Tenemos cosas que preguntarte.

Henry se quedó allí de pie, sin muchas ganas de sentarse junto a ninguno de ellos. El hombre se levantó del banco, cruzó la terraza y volvió con una silla de madera y un cojín que colocó cerca de una barandilla de piedra. Después, el hombre se situó junto a su mujer. Henry se acercó a ellos lentamente y se sentó, avergonzado por el camisón, sin saber muy bien cómo cruzar las piernas.

Ambos ancianos se colocaron de cara a Henry, cada uno con una bandeja en el regazo que contenía uvas oscuras y alargadas, melocotones y una mezcla de otras frutas que el chico no reconoció.

Henry cogió un racimo pequeño de uvas y se sentó.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Ahora —dijo el hombre— estás en nuestra casa. Antes vivíamos en el infierno —dijo, señalando con la cabeza a la ciudad más allá del valle—, pero ahora vivimos en el paraíso. Solemos sentarnos aquí a contemplar cómo la ciudad se cocina en su propia pestilencia.

—Pero, ¿quiénes sois? —preguntó Henry.

El hombre se tiró suavemente de la barba blanca.

—Puedes llamarme Ron.

—Y yo soy Nella —dijo la mujer—. ¿Cómo debemos llamarte?

Henry se metió la primera uva en la boca y se la guardó en el carrillo.

—Mi nombre es Henry York.

Ron se incorporó en la silla.

—¿Tu nombre? —preguntó—. ¿Ya has sido nombrado?

Henry se lo quedó mirando, estupefacto.

—¿Por qué no debería tener un nombre?

—Bueno —Ron señaló hacia su vientre—, esos cortes rituales solo cumplen un propósito, un propósito muy oscuro. Antes de que te escaparas, iniciaron o, al menos, te prepararon para un sangriento rito de nombramiento. Un rito al que solo puede someterse un sin nombre. Los ya nombrados siempre mueren durante el proceso.

—Te los he curado —dijo Nella—. La piel ha cicatrizado, pero me temo que el símbolo de ese hombre estará en tu carne para siempre.

Henry se llevó la mano derecha al vientre, inconscientemente.

Ron se inclinó hacia el chico; sus ojos brillaban.

—Tu propio símbolo —dijo—, es mucho más interesante, sin embargo. Es único, bizarro, en el buen sentido. Solo he visto uno similar en mi vida, cuando era joven, un símbolo que se contorsionaba en la piel de mi primo. Enséñame la palma.

Henry apartó la palma de su vientre y la extendió en dirección a los ancianos. Observó sus caras mientras la miraban. Entornaron sus ojos oscuros, sin pestañear ni un instante y, de repente, aquellos ojos se llenaron de luz y sus pupilas reflejaron el fuego que danzaba en la palma de la mano de Henry.

—¿Podéis verlo? —preguntó Henry.

Los ancianos no contestaron. Apartaron los ojos de la quemadura. El descenso por la tubería había difuminado un poco el símbolo pero, al mirarlo, lo que antes parecía una cicatriz había tomado forma propia y se movía como una serpiente bajo su piel. Solo que no estaba exactamente bajo su piel, sino sobre ella, a través de ella, en ella. Parecía como si contuviera todos los colores del arcoíris recubiertos de dorado.

A Henry empezó a palpitarle la cabeza.

El chico escuchó cómo Ron inspiraba profundamente por la nariz. Entonces, el hombre habló. Su voz sonaba distante, como una orden que debiera ser obedecida.

—Henry York —dijo—, el fuego del diente de león corre por tus venas.

Una mano suave se posó en la barbilla de Henry y le apartó la cara del símbolo.

—No lo mires —dijo Nella—, es demasiado poderoso para tus fuerzas ahora mismo.

Henry observó la cara de la mujer y la boca se le abrió sin que pudiera evitarlo. Su cara era un poema, un cuento, cientos de canciones cruzaban sus ojos y cobraban vida en el aire junto a las comisuras de su boca, trepando por ella como hojas de parra, como hebras de vida. Era hermoso y terrible al mismo tiempo.

Nella le puso la otra mano sobre los ojos y le cerró los párpados.

—Suficiente —dijo—. Si los cierras ahora vivirás para ver todas las canciones del mundo, si no, te volverás loco ahora mismo.

—Pero hay más que ver —dijo Henry—. Solo un minuto más.

—No —la voz de Nella se endureció como la arcilla. Y después rió—. Si bajas ahora por la colina de la locura, tendrás que quedarte aquí. Y yo tendré que encargarme de bañar tu pechito plano. Y no es algo agradable.

La mujer apartó la mano y Henry pestañeó.

—Eso ha sido muy raro —dijo Henry.

Ron asintió.

—La corriente puede arrastrarte si no aprendes a nadar primero.

—Pero, es como si todas las cosas estuvieran hechas de esta… —Henry no sabía cómo llamarlo—, de esta cosa. Con el diente de león parecía como si una palabra en concreto hubiera tomado vida, pero con vosotros… —Henry se volvió hacia Nella—, es como si hubiera muchas palabras, todas mezcladas. Como cientos de hojas creciendo y contorsionándose y cambiando y hablando a la vez. ¿Qué parte de todo esto es real?

Ron sonrió.

—¿Qué es más real, tu piel o tus tendones? ¿Qué es más real, tus pulmones o tu respiración? Lo que ves ahora es real. Lo que veías antes también era real. Eres un septugénito y tienes el poder de la segunda visión. Puedes ver algo y percibir su esplendor. Su alma, si prefieres llamarlo así, su historia, su poesía. Si llegas a cierta edad, quizá puedas aprender a moldear el alma de las cosas, a dársela y arrebatársela a voluntad.

Henry se había olvidado por completo de las uvas, que pendían peligrosamente en su mano derecha.

Ron rió.

—Lo sé, es difícil comprender el mundo en este nivel de profundidad —El anciano le cogió las manos—. ¿Sabías, Henry, que el sonido atraviesa el aire antes de llegar a tu oído y que puedas escucharlo? Imagínate ser capaz de ver las ondas del sonido a la vez que las escuchas, sintiéndolo dos veces, de dos maneras diversas. Así es la segunda visión; ves las cosas de dos modos distintos y ambos son ciertos.

—Los dos habéis podido ver mi quemadura —dijo Henry—. Eso quiere decir que vosotros también tenéis la segunda visión, ¿no?

—Yo tengo seis hermanos mayores, aunque ninguno vive —dijo Ron—. Para las mujeres es distinto.

—Sí —dijo Nella—, lo que nosotras vemos no es exactamente lo mismo, pero yo también tengo el don de la visión doble. A las mujeres no nos sobreviene por derecho de nacimiento, sino por voluntad. Y nos llega sin la violencia ni los espasmos de la segunda visión masculina.

Ron apoyó las manos sobre sus rodillas y se acomodó en el banco.

—Me alegro de que cayeras sobre mi carromato en tu huida, Henry York. Tendrás que contarnos esta noche cómo lograste escapar. Habrá invitados que también querrán oírla. Pero ahora iré a buscarte algo de ropa. Ya habrá tiempo para historias en los días que están por venir. Todavía necesitas descansar.

—Pero —dijo Henry—, es que tengo que volver a casa. Tengo que volver hoy. Me siento bien, de verdad. Tengo que llegar a la oficina de correos.

Ron se puso en pie y arqueó las cejas.

—Eso mismo dijiste cuando caíste en mi carro. Miré dentro de tu bolsa y no encontré nada que precisara ser enviado por correo. Tu mano y los cortes de tu vientre me hicieron ver que no eras un simple cartero.

—Vengo de otro mundo —dijo Henry—. Hay un pasaje hacia mi mundo en la oficina de correos. No sé cómo voy a atravesarlo, pero tengo que intentarlo.

—Lo sabemos —dijo Nella. Sus ojos denotaban preocupación—. Te olvidas de que nosotros también podemos ver. Pero tus heridas aún están frescas, tus ojos son frágiles y tu mente no está habituada a esta nueva visión. Hemos hecho lo que hemos podido para fortalecerte, pero hay algunas heridas que solo el tiempo puede curar y otras contra las que ni siquiera el tiempo puede combatir.

—¿A qué te refieres? —preguntó Henry.

Nella se acercó hasta él y le tocó la cara. Recorrió su mandíbula con los dedos, pasándolos sobre las viejas quemaduras. Después, se miró las yemas de los dedos y clavó sus pupilas en los ojos del chico. Por un momento Henry creyó que se iba a echar a llorar.

—Eres huérfano —le dijo—. No tienes nombre. Aquí estás a salvo. Si te marchas, te estarás entregando a un viejo enemigo que está haciendo acopio de fuerza, nutriéndose de ella como un remolino y a un nuevo enemigo que hará uso de esa fuerza. Te estarás condenando a la destrucción. Tu padre de sangre es… no veo más que una espada blandiéndose contra él. Tu madre de nacimiento es fuerte, como un árbol con raíces profundas, pero se ve doblegada por un viento capaz de hacer estallar rocas. Momentos de alegría te aguardan, pero bajo ellos subyace la traición, el miedo, la rabia y el horror. Haz caso a tus sueños, pues no dicen mentiras. Después, las hebras de tu destino se enmarañan y no soy capaz de ver nada más.

Nella se recostó en su asiento y se secó los ojos.

—No lo entiendo —dijo Henry. Su voz sonó hueca—. Yo ya tengo un nombre —añadió.

—No has sido bautizado —dijo Nella.

—Pero ya tengo un nombre.

Ron tenía los brazos cruzados.

—Te buscaremos algo de ropa —dijo—, y te daremos algo de comer. No dejes que te tentemos con más descanso. Si sabes cuál es tu camino, te ayudaremos a encontrarlo.

Henry se puso en pie y caminó hacia el muro. Ron lo siguió y se colocó junto a él. Henry bajó la mirada hacia la ciudad envuelta en humo y después miró al anciano. Su barba ondeaba contra el viento.

—Mi padre construyó esta ciudad —dijo Ron— y mi deber era defenderla. No pude evitar su decadencia —El hombre miró a Henry y después hacia el valle—. Cuando Darius apareció, sentí lástima por él. Estaba perdido, no tenía dónde ir, ni tampoco dónde volver. No hacía más que lamentarse de su inutilidad y su miseria. No abría la boca si no era para proferir insultos contra sí mismo. Después, obtuvo poder, pero nunca fue capaz de controlarlo. Se alimentaba del miedo de los demás y lo confundía con respeto. Ahora él es la gran influencia de la ciudad. Sus dedos serpentean sobre ella como el humo —el hombre suspiró—. No tendré lástima de ti, Henry York. Mi compasión es destructiva.

—¿Es Ron tu verdadero nombre? —preguntó Henry.

El anciano rió.

—Me bautizaron como Ronaldo Thomas Xavier Valpraise, septugénito de Justinian Valpraise, Alcalde Mayor de Bizantemo. Fui arquitecto y constructor de hospitales, patrón de los hijos de mendigo y de los huérfanos. Todos mis hijos han muerto y mi patronazgo se ha convertido en una guarida para la brujería y la oscuridad. ¿Por qué se me ha permitido vivir? Quizá solo para que pudiera presenciar este momento, Henry York, para que un día, vagando por la ciudad después de haberla abandonado muchos años atrás, pudiera recoger una estrella fugaz y evitar que ardiera en el infierno —El hombre miró a Henry a los ojos—. ¿Serás tú mi redención?

—No entiendo qué quieres decir —dijo Henry—. Tú ya me has salvado la vida.

Ron no dijo nada. Henry giró la cabeza y miró por encima de su hombro; Nella había entrado en la casa y la terraza se había quedado vacía.

—¿Por qué estabas en la ciudad? —preguntó Henry—. ¿Por qué caí justo en el momento adecuado y aterricé en el lugar apropiado?

El viento se levantó de repente, enroscándose en torno a los miembros de Henry, haciendo que su cabello ondeara.

—Nella tiene premoniciones en sus sueños —dijo—. Soñó con tu caída y también soñó que Darius estaba a punto de obtener más poder del que nunca había imaginado y que estaba extendiendo sus raíces por otros mundos. Tu sangre, la tuya y la de otros, es todo lo que tenemos para hacerle frente. Nella no quería que se derramara en las calles de la ciudad y se echara a perder.

A Henry le empezó a picar la quemadura que tenía en la palma de la mano. Se la frotó con el pulgar, sin mirarla.

—Creo que ese sueño no me iba a gustar —dijo—. ¿Qué pasaba al final con Darius? ¿Perdía?

Ron se quedó en silencio un momento, pero después habló.

—A veces, enfrentarse a la maldad es más importante que derrotarla. Los héroes más grandes se enfrentan a ella porque es lo correcto, no porque tengan la seguridad de que saldrán con vida del enfrentamiento. Esa valentía desinteresada ya es una victoria en sí misma.

Henry sintió cómo se le encogía el estómago. Se le cortó la respiración.

—¿Los sueños de Nella siempre se hacen realidad? —preguntó.

—En su sueño —dijo Ronaldo en voz baja—, no había nadie para recogerte cuando caías.