CAPÍTULO 9

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Henrietta tenía las muñecas llenas de moratones y un arañazo en una rodilla. Giró las manos con cuidado flexionando los dedos y se sintió agradecida por no tenerlas atadas. La habitación era pequeña y no parecía muy sucia. Estaba sentada en el suelo y lo único que se veía allí era un sutil rayo de luz que se colaba bajo la puerta.

Antes de que la atraparan, Henrietta había gritado y había tratado de escapar. Pero aquellos hombres bajitos habían sido más rápidos que ella al correr por aquel suelo lleno de huecos. Cuando finalmente cayó, la agarraron por los hombros y, entre los dos, se la llevaron de allí. Había pataleado e intentado morderlos, había gritado llamando a Henry y a Richard, había suplicado y dado explicaciones, pero los hombres no respondieron. Tampoco la habían mirado en ningún momento a los ojos.

La llevaron a través de la gran puerta del Salón de Baile y la obligaron a bajar por unas escaleras que, en un cierto punto, desaparecían y se prolongaban con una escalera de mano. Uno de los hombres había bajado por ella mientras el otro le desataba los brazos,atados por detrás de la espalda. Después la obligaron a descender por la escalenta y le volvieron a atar los brazos cuando llegó al suelo.

Los hombrecillos la guiaron por pasillos en ruinas, la hicieron atravesar puertas caídas y ventanas sin cristales. Finalmente llegaron a un patio y la obligaron a detenerse. Los dos hombres, cada uno sujetándola de una muñeca, se detuvieron con ella. La dejaron que observara el panorama, ellos observaron a su vez, y a Henrietta le pareció que los hombrecillos quedaban bastante más impresionados que ella.

A pesar de las paredes derruidas y los tejados inexistentes, a pesar de las ruinas, la ciudad que se vislumbraba ante ella hacía que cualquier cosa que sus ojos hubieran contemplado antes desmereciera. Unas pasarelas con arcos se elevaban entre torre y torre; un ejército de pálidas estatuas dispuestas a intervalos defendía los tejados; unos ventanales gigantescos, tan grandes que en ellos podrían caber graneros enteros, se abrían en los muros, fabricados con una piedra tan pulida que parecía que no había juntas entre los bloques. De un campanario sin techo, más alto que cualquier silo de Kansas, aún colgaban unas enormes campanas, y un remolino de cuervos merodeaba en torno a ellas. Una red de cascotes y escombros se esparcía por lo que algún día fueron los jardines del patio: canalones caídos, cornisas, cabezas de caballos de piedra y alas de ángeles habían sido engullidas por una estilizada hierba que se mecía con el viento y ramilletes de flores silvestres. En el centro del patio, emergiendo de la vegetación, se erigía una fuente.

Los hombrecillos permitieron que Henrietta se acercara.

La fuente era de mármol, aunque estaba moteada de polvo, liquenes y suciedad y, en las zonas donde solía caer el agua, estaba salpicada de manchas de óxido verde. A pesar de todo, la construcción permanecía allí, congelada en un momento de esplendor, mucho más alta que la casa de Henrietta en Kansas. Tallados en el mármol y surgiendo de una montaña de piedra, se veían mujeres, hombres, caballos y criaturas cuya existencia Henrietta nunca hubiera imaginado. Algunos reían, otros lloraban, posiblemente de alegría, aunque ahora, cubiertos de manchas y musgo, su llanto podía deberse a cualquier otra causa.

Encaramado en lo alto de la fuente había un hombre barbudo a lomos de un carnero arrodillado. El hombre estaba envuelto en hojas de parra esculpidas en la piedra que se enroscaban en torno a los cuernos del carnero.

—Un humano esculpió esta fuente, hace mucho tiempo, en los años dorados —dijo uno de los hombrecillos. Su acento era extraño, pero aun así, Henrietta lo comprendió. Era lo primero que cualquiera de los dos decía—. Un hombre con sentidos en cada yema de los dedos. Nunca ha sido mutilada.

—¿Un humano? —preguntó Henrietta—. ¿Vosotros no sois humanos?

El hombrecillo que había hablado no contestó y el otro ni tan siquiera la miró. Volvieron a empujarla, dejaron atrás la fuente, atravesaron el patio, cruzaron por una estrecha abertura que había en una pared y llegaron a un carromato cargado de leños. Un buey enorme y perezoso pacía en la hierba, ataviado con sus arreos. La ataron las muñecas y los tobillos, la obligaron a sentarse sobre un madero que había en lo alto del montón de leños y amarraron sus piernas a él.

Y, ahora, allí estaba, después de recorrer varios kilómetros por una senda casi inexistente a través de colinas onduladas, a veces cubiertas de bosques y otras de hierba, aunque todo atisbo de naturaleza en ellas parecía seco.

Henrietta había preguntado a los hombrecillos dónde la llevaban, si conocían a Eli FitzFaeren, si le podían llevar hasta él, si podían avisarle de que lo estaba buscando, pero ignoraron por completo todas sus preguntas y se pasaron todo el camino hablando entre ellos en un tono tan bajo que la niña no pudo captar nada.

Durante todo el recorrido Henrietta trató de memorizar algunos puntos en el camino: árboles derribados, rocas junto a un arroyo, pequeñas casas desmoronadas o graneros sepultados por las zarzas. Pero, a medida que el sol iba saliendo e iluminaba con más intensidad, los árboles derribados se sucedían unos a otros, todos los arroyos estaban bordeados por rocas y todas las colinas estaban salpicadas de zarzales que se tragaban paredes de madera hueca, gris y putrefacta.

El sol le daba directamente en la cara y le quemaba los ojos, que le empezaron a lagrimear. Henrietta no tuvo más remedio que entornarlos, pero aquello no le alivió la quemazón, así que se tumbó de espaldas, se cubrió la cara con los brazos y cerró los ojos con fuerza.

Si conseguía escaparse, se limitaría a continuar el sendero.

* * *

Henrietta escuchó voces. No sabía cuánto tiempo llevaba sentada en la oscuridad, pero estaba empezando a sentirse hambrienta. Y sedienta. Deseaba que alguien le diera un cubito de hielo con el que humedecerse los labios o para sostenerlo con los dientes y guardarlo en el hueco de la mejilla. Pero Henrietta era realista y sabía que lo que le darían de beber sería, con toda probabilidad, nada.

Estaba empezando a considerar la posibilidad de ponerse a gritar o de patear las paredes cuando la puerta finalmente se abrió. Giró la cabeza en dirección opuesta a la luz y se frotó los ojos. Nadie vino a cogerla, de hecho, ni siquiera apareció nadie. La puerta se había abierto, simplemente. Parpadeó un momento, se incorporó y salió a un pequeño recibidor que daba a la fachada de la casa.

Uno de los hombrecillos estaba de pie en el otro extremo del recibidor. Asintió con la cabeza en dirección a una puerta que había frente a él y se cruzó de brazos. Henrietta caminó hacia él, con cautela, pero tratando de no parecer nerviosa. Podía intentar pasar por encima de él. En realidad el hombrecillo no era mucho más alto que ella, aunque Henrietta ya había probado su fuerza. Seguramente sería capaz de partirla en dos, si quería.

Por eso, en lugar de correr, le sonrió. Más bien le dirigió una mirada traviesa, pero el hombrecillo ni se inmutó. Simplemente esperó y, cuando Henrietta se deslizó por la puerta, la siguió.

La habitación era luminosa y una ligera brisa se colaba a través de las ventanas, por lo que el ambiente no estaba del todo cargado. Había dos sillas enfrente de un sofá pequeño y una mesita baja entre ellos. Entre las sillas, había unos ventanales que daban a un jardín. A través de uno de ellos se divisaban los cuernos y los ojos de una cabra; el animal estaba pastando entre unos rosales.

Una mujer de facciones duras, con la piel de las mejillas curtida por el tiempo y el cabello corto y cano, estaba sentada en una de las sillas. En su regazo descansaban un par de guantes de jardinería. La mujer miró a Henrietta y le hizo un gesto para que se acercara al pequeño sofá. Su rostro no expresaba emoción alguna, pero Henrietta creyó percibir un atisbo de sonrisa en sus ojos.

—Joseph —dijo la mujer, de repente—, la hiedra está volviendo a trepar por la ventana. Si fueras tan amable de podarla por mí…

El hombrecillo se dirigió hacia la ventana, levantó dos ramas enredadas de hiedra trepadora y las dobló para que quedaran por fuera de la ventana. La anciana miró a Henrietta a los ojos.

—La hiedra es una maldición —dijo—. Doblemente maldita cuando decide destrozar mis paredes.

Henrietta sonrió, pero la mujer no le devolvió la sonrisa.

—Hay una cabra entre los rosales, también —puntualizó Henrietta.

—Sí —dijo la mujer—, pero no se los comerá. Ya lo hizo una vez, y me parece que con una vez tuvo suficiente.

La mujer se volvió en dirección al hombre.

—Joseph, ¿dónde está tu hermano?

—Ha ido a descargar la leña, señora.

—Ve con él.

—Sí, señora.

Sin ni siquiera mirar a Henrietta, Joseph salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

Cuando la puerta estuvo trancada, la anciana se relajó en su asiento y miró a Henrietta de pies a cabeza. Sus labios dibujaron una inesperada sonrisa tan luminosa y contagiosa que Henrietta no pudo evitar sonreír a su vez.

—Mis nietos son muy formales —le dijo—. Ellos se sienten más cómodos cuando yo también lo soy. Por favor —La mujer se inclinó hacia delante y levantó un trapo que había sobre una bandeja—, come si estás hambrienta.

—Gracias —dijo Henrietta.

A pesar de que habían sido los nietos de aquella mujer los que la habían transportado como si fuera mercancía, atado y encerrado en una de sus habitaciones, Henrietta no sintió el impulso de ser maleducada. No con aquella mujer. Había algo especial en ella que la hacía dueña y señora de la situación, una especie de poder sutil, pero de bordes afilados. Henrietta no sabía qué era, pero aquella mujer tenía algo. Quizá fueran sus ojos chispeantes o el contraste de su piel curtida con aquel pelo blanquísimo. Simplemente el hecho de mirarla hacía que Henrietta se sintiera tonta. Casi sin darse cuenta, la niña se sintió impulsada a sentarse derecha, con las manos apoyadas en el regazo, las piernas bien juntas y los tobillos cruzados. Como una niña buena.

En la bandeja, frente a ellas, había una porción chamuscada de pescado empanado, un cuenco que parecía contener requesón y otro cuenco con unas aceitunas grandes como pelotas de pimpón sin deshuesar.

—Disculpa por el pescado —dijo la mujer—. Joseph está convencido de que toda la carne o pescado deben cocinarse ahumados, muy ahumados. Sospecho que, cuando no lo vemos, aprovecha para ahumar hasta las manzanas. Puede que haya ahumado también las aceitunas, no estoy segura, aún no las he probado. Sin embargo el queso, te lo aseguro, proviene directamente de mi cabra y no ha tenido ningún tipo de contacto con Joseph y su obsesión con el humo de la madera de nogal.

Henrietta se inclinó hacia la mesa, cortó un trocito de pescado de una de las esquinas y se lo metió en la boca. Sabía a sal pura, pero tenía mucha hambre. Cortó un pedazo más grande, se lo puso en la palma de la mano y empezó a comer de él. No había servilletas en los platos.

—¿Te llamas Henrietta Willis? —preguntó la anciana.

—Sí —dijo Henrietta—. ¿Cómo lo sabe?

La mujer entrecerró los ojos.

—Lo llevas escrito en la frente.

—¿Qué? —Henrietta se echó el flequillo hacia atrás y se palpó la frente—. ¿Dónde? ¿Cómo?

La mujer sonrió.

—Es broma. Lo sé porque se lo has dicho a mis nietos, Benjamin y Joseph.

Henrietta bajó la mano. Notó cómo se le encendían las mejillas. Sonrojarse siempre le hacía enfadar, y el enfado hizo que las mejillas se le pusieran aún más rojas.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —preguntó—. Tengo que volver a casa.

—Eres una humana que ha allanado las ruinas del Salón Menor de FitzFaeren. Tu casa se encuentra muy lejos de aquí.

—Yo no he allanado nada —dijo Henrietta—, solo estaba buscando a mi primo, que estaba buscando a Eli FitzFaeren.

—¿Conoces a Eli? —preguntó la mujer en voz baja.

Henrietta se encogió de hombros.

—Algo así. Vivió en mi casa durante dos años.

—¿En tu casa? —La mujer cogió los guantes que tenía en el regazo y los lanzó contra el reposabrazos de la silla. Henrietta vio cómo el polvo que se levantó con el golpe se elevaba y se colaba por la ventana, arrastrado por la brisa—. ¿Sabes que la noche de la destrucción, la primera y única noche que los enemigos de nuestra gente consiguieron traspasar nuestras murallas, Eli estaba allí y había traído consigo un invitado, un invitado humano?

Henrietta no dijo nada.

—El invitado ya había estado aquí antes. Todos lo conocíamos. Pero robó, o quizá se las proporcionó algún traidor, unas reliquias de nuestro pueblo que debilitaron nuestras defensas. A causa del humano, fuimos destruidos. ¿Sabes quién era?

Henrietta tragó saliva. Creía saber a quién se estaba refiriendo la mujer, aunque deseaba con todas sus fuerzas que estuviera equivocada.

La mujer escrutó en profundidad dentro de los ojos de Henrietta.

—Aquel hombre era tu abuelo. Y, para alguien con ojos en la cara, eso sí que lo llevas escrito en la frente.

* * *

Henry apoyó los omoplatos contra la pared. Se había quitado la mochila y se la había colgado al pecho. Ahora mismo estaba de pie en el recodo de un ventanal, a tres pisos de distancia de una calle estrecha y abarrotada. Enfrente de él había un edificio que se parecía a la biblioteca pública de Boston, solo que este tenía una docena de chimeneas que lanzaban nubes de humo negro en el tejado. La mitad de las nubes se tambaleaban hasta perderse en el cielo encapotado, mientras que la otra mitad descendían lentamente hacia la calle o flotaban en la capa más baja de aire, llenándole los pulmones.

Con cuidado de no perder el equilibrio, Henry se levantó un poco el cuello de la camiseta blanca y se cubrió con él la nariz y la boca. Desde donde estaba divisaba las ventanas del edificio de enfrente; en realidad no estaba tan lejos. Era un lugar abarrotado de mujeres y maquinaria que funcionaba con vapor. Algunas personas llevaban máscaras mientras que otras llevaban unos trajes grises parecidos a los de los apicultores, y era imposible distinguir si eran hombres o mujeres.

Pensó que ya tendría tiempo de curiosear. Cuando se atrevió a salir por la ventana y apoyó la espalda contra la pared, una joven se percató de su presencia. La mujer se había acercado al cristal y se lo había quedado mirando. Pasaron unos minutos y la mujer empezó a hacerle gestos; elevó la mano, la hizo descender con movimientos ondulantes y la estrelló contra el vidrio de la ventana. A continuación, se encogió de hombros, como inquiriéndole si eso era lo que tenía planeado.

—¿Que si voy a saltar? —preguntó Henry en voz alta—. No —dijo, y sacudió la cabeza con virulencia.

La mujer hizo una mueca y se volvió hacia el montón de tuberías con el que estaba trabajando. Sin embargo, cada pocos minutos miraba en dirección a Henry.

Henry sabía que, más tarde que temprano, tendría que hacer algo. Esconderse durante un tiempo indefinido no lo llevaría a ningún sitio. Escapar por la ventana y salir a la fachada le había parecido una idea estupenda, aunque ya no estaba tan seguro de lo acertado de su decisión. Podía volver dentro y arriesgarse a que lo descubrieran mientras buscaba las escaleras por los numerosos salones y pasillos. O podía posponer el momento de volver a entrar en el edificio y seguir caminando por el alféizar de la ventana, esperando que se le ocurriera algo. Esas eran todas las opciones que le venían a la cabeza. Las otras eran morir o aprender a volar.

La ciudad era grande; copaba todo el campo de visión de Henry. Lo que, en realidad, no era tan lejos, si se tenía en cuenta el humo, la contaminación y el viento neblinoso que emanaba de los edificios y serpenteaba por las calles. Estas, a menos desde donde Henry observaba el tráfico, eran un completo caos: una marabunta de personas se desplazaba a pie, unas motocicletas de cuatro ruedas traqueteaban ruidosamente sobre el empedrado, algunas de ellas cargaban con unas extrañas camillas entre las ruedas. Pero lo más raro, sin duda, eran los carruajes, o lo que Henry pensó que eran carruajes: una estructuras con forma de cajas pintadas de brillantes colores y provistas de unas altas ruedas. Aquellos artefactos, sin embargo, en lugar de estar tirados por caballos, estaban anclados a unas máquinas con forma de tonel que expulsaban un humo negro o blanco por los costados. En todos ellos había un conductor sentado a horcajadas sobre las ruedas motorizadas, y todos vestían chisteras a juego con el color del carromato. Parecía que aquellos chóferes eran incapaces o reacios a aminorar la velocidad de sus vehículos para facilitar el paso a los peatones y, allí donde hubiera uno, había una gran concentración de gritos, choques y riñas.

Atravesar la calle era, probablemente, la parte más sencilla de todo el proceso que aún le aguardaba, y el muchacho era consciente de ello. Tenía que dirigirse al sur, a dos millargas de allí, atravesar el extraño hormiguero que presenciaba a sus pies y llegar a una de las muchísimas oficinas postales que seguramente habría en aquel lugar. Y, cuando llegara, si lo conseguía, probablemente Darius ya lo estaría esperando allí.

La camiseta se le escurrió barbilla abajo y Henry no se preocupó de re colocarla. De todas maneras, no es que fuera de mucha ayuda. El chico inspiró una gran bocanada de aire fétido y decidió que ya era hora de entrar en acción.

Henry bajó la mirada en dirección a la calle, prestando particular atención a las dos intersecciones que había en las esquinas del edificio. La construcción ocupaba una manzana completa, así que decidió que, si sus piernas se lo permitían, trataría de rodearla hasta llegar al extremo opuesto. Puede que allí hubiera escaleras de incendios o algo similar. Si las piernas empezaban a fallarle, o si el alféizar se terminaba, buscaría una ventana abierta para entrar en el edificio. Y, si no había ninguna abierta, se encargaría de romperla.

Henry continuó deslizándose en línea recta, pero pronto se dio cuenta de que desplazarse a ese ritmo no sería suficiente a menos que quisiera tardar un día entero en llegar al otro extremo del edificio. Inspiró lentamente, se volvió y cuadró los pies con el alféizar. Tenía que doblar un brazo para caber en esa posición sin caerse y, además, debía apoyar una mano en la pared delantera y otra en la trasera para mantener el equilibrio. Era incómodo, pero al menos así podía caminar, y esa nueva posibilidad hacía que el edificio pareciera menos monstruoso.

Cada veinte pasos, más o menos, tenía que colgarse del alféizar y bajar una hilera de ventanas y, cada vez que descendía, la mochila que llevaba al pecho le rozaba las rodillas. Aquello ralentizaba la marcha pero, entre hilera e hilera de ventanas, consiguió alcanzar la misma velocidad a la que hubiera podido caminar sobre la acera. Más velocidad, de hecho, teniendo en cuenta cómo eran las aceras de aquella ciudad trepidante.

Henry se tomó una pausa antes de descender la última hilera de ventanas, llegó a la primera esquina del edificio, se estiró, se asomó al borde del alféizar y echó un vistazo. La calle que había allí abajo apenas era un callejón. Sin embargo, Henry no era capaz de hacerse una idea de la longitud real del edificio, ya que el alféizar terminaba allí. O, al menos, desaparecía en un tramo de la fachada. En su lugar había una gran tubería de metal, deslustrada, cubierta de manchas verdes y negras. Parecía como si hubieran demolido el alféizar para que la tubería cupiera allí. Henry se deslizó hacia delante y posó en ella una mano.

La tubería estaba bastante caliente. Henry miró hacia arriba y vio que atravesaba la pared hasta dos pisos más arriba, desde donde escupía humo hacia el cielo. Junto a ella había dos tuberías más, gruesas como troncos de árbol.

Henry deslizó una mano tras la primera de ellas, entre el metal caliente y la pared, y se inclinó hacia delante. La tubería más lejana terminaba unos dos metros por debajo de donde estaba Henry, y la del medio terminaba incrustándose en la pared dos pisos por encima de su cabeza. La que estaba más cerca de él, la que estaba agarrando en aquel momento, bajaba directamente al primer piso y se incrustaba en la pared aún a bastante altura de donde pululaban las cabezas de la gente.

Henry frotó la superficie de la tubería con la mano y, cuando la apartó, se fijó en que no la tenía manchada. Se sacudió un poco de hollín, pero bajo la primera capa, la ceniza se había endurecido. El propio metal de la tubería, incluso donde no había hollín, no era del todo liso. La tubería no estaba formada por una sola pieza, sino por varios segmentos. Cada metro y medio, más o menos, había una protuberancia, de unos cinco centímetros, donde los segmentos remachaban.

No era precisamente una escalera, pero podría servir. Henry bajó la mirada a la calle. Aquello estaba a mucha más altura que el palomar del granero en Henry, Kansas. Probablemente la tubería terminaba a la misma altura que había del palomar al suelo. Aun así, él se estaba planteando si se atrevía a deslizarse por ella y tirarse al suelo. Y, si descubría que aún había demasiada altura, desde allí podría alcanzar un alféizar más bajo y descender hasta la primera hilera de ventanas.

Cuando estaba a veinte o veinticinco metros del suelo, aunque a Henry se le antojaron cien, el muchacho se colgó la mochila a la espalda, deslizó la mano todo lo que pudo por detrás de la tubería, se mordió el labio y columpió un pie para llegar al otro extremo. No había alféizar entre las tuberías, pero se sujetó fuerte con la mano, presionando el pecho contra el hollín y sintiendo el calor que emanaba del metal.

Henry dobló la pierna y palpó la pared en busca de un punto de apoyo. Descendió un poco más, un poco más aún, se puso en cuclillas. Aguantó hasta que la pierna le empezó a temblar de puro miedo y el sudor le perló la frente. Finalmente, posó el pie sobre un reborde caliente y se relajó un instante. Después, aún temblando, se atrevió a que su otra pierna abandonara el alféizar y la colocó también sobre el saliente.

Ya estaba hecho, no había manera de volver al alféizar. Ahora solo podía descender.

Abrazándose fuerte a la tubería, intentó buscar el siguiente reborde. Se dobló con cuidado, tanteó dónde quedaba y, cuando se dio cuenta de lo imposible que era llegar a él sano y salvo, se puso rígido. ¿Qué había hecho? El siguiente punto de apoyo estaba por lo menos a un metro y medio de distancia. Sería capaz de saltar medio metro y solo gracias a la inyección de adrenalina que le corría por las venas. Para asegurarse de la dificultad de la empresa, intentó alcanzar de nuevo el alféizar. Pero era completamente imposible.

No tenía elección: iba a tener que deslizarse tubería abajo un metro y medio cada vez que quisiera alcanzar un saliente.

Henry estaba convencido de que iba a morir. En aquella ciudad, tan bonita como una refinería de petróleo. En un mundo que ni siquiera le gustaba. Descalzo, rompiéndose la crisma contra el empedrado de la calle. Con la suerte que tenía, seguro que caía encima de alguien realmente bondadoso y lo mataba, sobre la única persona buena de aquel lugar. Por lo menos la chica de la fábrica no tendría el gusto de presenciarlo.

Henry se aferró a la tubería con una fuerza que no sabía que tenía y separó los pies del saliente, presionando el metal con los empeines. Se abrió paso entre el hollín, deslizándose a tirones, cinco centímetros cada vez, reptando como un gusano por la tubería. El reborde sobre el que acababa de apoyarse se le clavó en los muslos y después en la tripa. No se preocupó mucho por ello pero, cuando el saliente le llegó a la altura de las costillas, tuvo que adaptar la posición. Relajó los brazos, tratando de amoldarlos a la forma del reborde. No lo consiguió y el saliente le arañó el pecho. Henry se agarró con fuerza a la tubería, dolorido, y los dientes le rechinaron hasta que alcanzó el siguiente reborde.

No se había muerto. Resopló, aliviado, y estuvo a punto de sonreír. Había descendido un segmento. Uno de doce. O de quince. O de un denominador mucho más alto.

Empezaba a sentir cómo la tubería se calentaba contra su pecho. Sus piernas, que ya le flojeaban cuando decidió salir por la ventana, no estaban para aquellos trotes. Necesitaba urgentemente ir más deprisa, pero no estaba muy seguro de poder hacerlo.

Henry apretó fuerte los dientes. Ahora no podía permitirse ser débil, no podía pensar en el fracaso. Apartó aquellos pensamientos de su mente y se concentró en la tubería. Se aferró a ella de nuevo y volvió a deslizarse.

El siguiente segmento lo descendió más rápido. El tercero fue el más rápido de todos pero, accidentalmente, se golpeó el talón con el reborde cuando aterrizó sobre él. La tubería chirrió y retumbó, y el pelo se le cubrió de hollín.

Sin darse tiempo para preocuparse por el dolor ni para reposar sus maltrechas articulaciones, Henry resbaló tubería abajo otra vez. Y otra vez más. Así hasta que sus pies, descarnados y cubiertos de hollín, alcanzaron el alféizar del segundo piso. Henry se soltó de la tubería y se recostó, jadeante, contra la pared. Tenía los brazos completamente cubiertos de arañazos y de sangre, pero las peores paradas habían sido las plantas de sus pies. Tenía la camiseta completamente cubierta de una costra de suciedad mezclada con sudor y los cortes del vientre le escocían como si se los estuviera recorriendo un ejército de hormigas rojas.

Algunas personas de la marabunta del suelo se fijaron en él al pasar y un niño en la parte trasera de un cuadriciclo lo saludó con la mano. Henry no le devolvió el saludo.

Lo único que quería era rendirse. Quería acurrucarse en el alféizar, apoyar la cabeza sobre la mochila y dormir. Con un poco de suerte se caería y ya no tendría que volver a despertarse. Todo lo que había soportado atado a la mesa de Darius no le había dejado precisamente en el estado ideal para deslizarse por una tubería. Aunque la verdad es que nunca había estado suficientemente en forma como para deslizarse por una tubería.

Sin embargo, ahora tenía que hacerlo, aunque fuera por pura cabezonería. Por mucho que deseara descansar, la idea de descansar lo horrorizaba. Sabía que no podía permitirse tumbarse en el alféizar y dormir.

Henry se recompuso, columpió una pierna para engancharse de nuevo a la tubería y continuó con su descenso, centímetro a centímetro. De repente, los centímetros se alargaron repentinamente. Las rodillas de Henry cedieron, sus piernas se columpiaron peligrosamente y empezó a caer en picado, aferrado al tubo de metal. Rebotó contra el reborde, golpeándose la barbilla al pasar. La tubería tembló y su eco retumbó sobre el estruendo de la calle. Henry gritó, consiguió enganchar a ella sus muslos y pies y sintió cómo el roce del metal le quemaba la piel. Estaba llegando a la altura donde el tubo salvador se doblaba y se perdía dentro de la pared. Henry se dejó caer. Intentó arañar el muro con las manos, pero no atrapó nada más que aire.

Una oleada de dolor le sacudió el cuerpo cuando sus pies impactaron contra la piedra del último alféizar. Sus piernas se plegaron como un acordeón, su rostro se golpeó contra algo sólido y Henry cayó de espaldas al vacío, como un saco de huesos.

* * *

Todas las caídas son lentas a la par que veloces. La mitad de la muchedumbre de la calle se quedó observando la tubería cuando empezó a retorcerse y retumbar. Vieron a un chico con una mochila a la espalda intentar aferrarse a la pared y al tubo de metal y, después, rodar por los aires, intentando atrapar un trozo de viento.

No cayó muy lejos.

Un vehículo rojo tirado por dos cuadriciclos frenó justo en ese momento junto al edificio. El muchacho volador se estrelló directamente contra él.

El carromato rojo vibró y se tambaleó de lado a lado, y, después, de atrás a delante. Pero no hubo dramáticas ovaciones, ni conmoción, ni bajada de telón. Si el chico había muerto, lo había hecho en un lugar donde nadie lo había visto, sin compartir con nadie su trágica experiencia.

El tráfico de la calle siguió su curso.

* * *

Henry abrió los ojos. El mundo se había vuelto nebuloso. En medio de la nube divisó unos ojos escondidos detrás de unas gafas. Una mano anónima tironeaba de una barba.

Un Henry distante, como si fuera un Henry distinto, dijo algo.

—¿Puedes llevarme a la oficina de correos? —preguntó.

La nube se oscureció y desapareció. La barba fue lo último que Henry vio antes de desmayarse.