CAPÍTULO 8

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Frank había tenido muchos días horribles en su vida, pero aquel estaba siendo, sin duda, el peor. Cuando se perdió al atravesar las puertas y llegó a Kansas, él fue quien peor lo pasó, aunque lo sintió mucho por su madre. De niños casi hizo que mataran a Dotty en Endor; el abuelo había tenido que rescatarlos. Cuando Henry y Henrietta desaparecieron la primera vez, se puso enfermo, porque pensó que podía habérselo impedido. Podía haberse percatado de que la escayola de la pared del cuarto de Henry estaba agrietada. Pero no lo había hecho.

Esto era aún peor.

Porque, de nuevo, no había impedido que los niños desaparecieran y, en el fondo, sabía por qué. En lo más profundo de su ser, Frank todavía quería encontrar el camino de vuelta a su propia gente, a su propio mundo. De no haber echado raíces, Frank también se habría sentido tentado de explorar las puertas. Hubiera sido hipócrita por su parte pretender mantener en Kansas a Henry y a Richard. Aunque lo cierto es que no esperaba que intentaran volver a sus respectivos mundos estando Henry ciego.

Frank sabía que alguien estaba mintiendo con respecto a la llave del abuelo, pero odiaba los interrogatorios. Y, ahora, Richard, Henry y Henrietta habían desaparecido, la llave no estaba en ninguna parte, al menos que él supiera, y la puerta de la habitación del abuelo estaba cerrada a cal y canto.

Dotty no lloraba, pero su reacción era peor que el llanto; vagaba por la casa sin decir ni una palabra y, cuando lo miraba, en sus ojos solo había desconcierto. Ella, simplemente, no podía entenderlo, no podía entender cuál era la causa de que su marido cayera en aquel tipo de errores constantemente. Siempre los mismos errores.

Frank no creía que pudiera soportar otra de aquellas miradas. Dio un par de saltitos en el césped, quitó el seguro de la escopeta y abrió los cañones. Se hurgó en el bolsillo, cogió dos cartuchos, cargó los cañones y los cerró. A continuación volvió a poner el seguro y resopló.

—¡Dots! —gritó.

—¡Estamos abajo! —su mujer le devolvió el grito.

Frank se puso la culata al hombro y apuntó a la ventana de la habitación del abuelo. Las campanillas del porche tintinearon, mecidas por el viento, Frank colocó el dedo en el gatillo doble, espiró y disparó.

Los faisanes salieron volando de entre el trigo, como normalmente hacen cuando oyen un disparo. Blake salió corriendo como alma que lleva el diablo del porche de la casa. Las campanillas tintinearon furiosas,pero nadie las escuchó. Dos mariposas que habían elegido justo ese momento para sobrevolar el espacio entre Frank y la casa murieron al instante. Por lo menos, la muerte fue piadosa y las sorprendió juntas.

Frank vació los cañones de la escopeta de nuevo, tiró los casquillos al suelo y se masajeó el hombro. Hacía mucho desde la última vez que había sentido ese dolor. Aún sosteniendo la escopeta, se dirigió hacia la casa, hacia la escalera gris, vieja y astillada, que había apoyado contra el tejado del porche.

Había atacado la habitación del abuelo a través del baño, por las escaleras y por los alrededores de la puerta. Había destrozado la pintura de las paredes, había llenado la casa de polvo y ni siquiera había alcanzado las maderas que reforzaban las paredes. Toda acción era inútil, Frank lo sabía, pero era mejor que no hacer nada.

Subió por las escaleras, atento siempre al arma, hasta que llegó a las tejas del porche. Frente a él se erigían las ventanas del dormitorio del abuelo. Una tenía el marco un poco torcido, secuela del paso del tiempo, pero el cristal era liso y no tenía fisuras. La otra, a la que acababa de disparar, estaba cubierta por una fina red de arañazos. La superficie estaba salpicada de pequeños fragmentos de cristal, y había trozos de pintura y astillas de madera en el marco, pero ni la más mínima grieta. Nada más que arañazos y esquirlas.

Frank abrió los cañones por tercera vez, sacó los casquillos vacíos y los lanzó al jardín. Cargó el arma,le dio un golpe para recomponerla y volvió a amartillar el gatillo.

Estaba a punto de perder el control, de perderlo por completo. A pesar de su creciente frustración, la comisura de su boca se tensó, dibujando una sonrisa. Así debía ser, pensó, como se sentía Henrietta constantemente.

Subió un peldaño más de la escalera, sujetó la escopeta con la cadera y la colocó formando un ángulo con la ventana arañada.

—¡Dots! —gritó.

—¡Estamos abajo! —su mujer le devolvió el grito.

Después, en un alarde de precaución, cerró los ojos con fuerza, giró la cabeza hacia un lado y apretó ambos gatillos.

Estaba siendo un día muy largo.

Frank notó que una avispa le picaba en la mejilla y en la oreja. Solo que no era una avispa, sino fragmentos de bala. El disparo lo propulsó hacia atrás y la vieja escalera cayó sobre él.

Tendré que desenterrar los perdigones, pensó mientras caía. Frank aterrizó de espaldas sobre el césped; tenía las piernas enredadas en la escalera, los pies sobre las flores del porche y la escopeta en el regazo.

—Ouch —dijo en voz baja.

Apartó la escopeta posándola sobre el césped y se quedó tumbado, quieto. Un segundo después se incorporó y se palpó la mejilla; un delgado hilillo de sangre se le estaba empezando a resecar sobre la piel. Los fragmentos de bala se le habían incrustado bajo la piel, contra el hueso. Se apretó la mejilla, haciendo una mueca de dolor, y los fragmentos salieron disparados hacia las flores.

En la oreja no tenía metralla, sino un agujero perfectamente redondo. Virutas de madera y pintura se le habían enredado en el pelo, pero no se preocupó por eso. Simplemente se quedó allí tumbado, sintiendo el dolor de sus huesos, el picor de su rostro y concentrándose en el zumbido de sus oídos.

—¿Frank? —gritó Dotty.

—No pasa nada —contestó Frank, también gritando—. Entro en un minuto.

Frank se quedó observando las espesas nubes deslizarse por el cielo, después estiró las piernas y rodó para ponerse de lado, se cogió los pies con las manos y observó a lo lejos la extensión de Henry, Kansas. Miró al pueblo como una mosca atrapada en la cocina miraría a través de la ventana. Hacía mucho tiempo que había decidido plegar sus alas y quedarse a vivir dentro de la casa. No había sido tan mala elección; Dotty se había quedado dentro la casa, también, y eso merecía la pena. Dotty era como tener siempre pan caliente sobre la encimera de la cocina.

Frank estaba hambriento; se había pasado toda la mañana registrando la casa en busca de la llave de la habitación del abuelo. Había volteado los colchones, vaciado las viejas cajas de zapatos, roto una hucha en forma de cerdito, había rebuscado entre las lámparas, los libros y las estanterías. Mientras Dotty obligaba a Penny y Anastasia a comer algo, él había golpeado las paredes del dormitorio, llenando la casa de polvo de escayola. Todavía notaba el sabor de la arenilla entre los dientes.

Frank se volvió hacia la casa y miró en dirección a la ventana de la habitación del abuelo. Estaba tan cuajada de arañazos y grietas que parecía una mampara de ducha. El marco había quedado destrozado, el revestimiento se había abierto y se le había caído una esquina. El destrozo, aunque inútil, le hacía sentirse mejor. Aunque hubiera fracasado, por lo menos había hecho daño, a la casa y a sí mismo. Debía pagar por su error, por haber dejado el cubo de escayola olvidado en una esquina del cuarto de Henry, por haber permitido que se secara y se estropeara.

Frank cojeó hacia la puerta de la casa. No tenía ni idea de qué hora era; el sol aún no se había puesto, pero estaba empezando a hacerlo. Debía ser hora de cenar, dedujo. Blake había vuelto y estaba repanchigado en el césped, observando impasible cómo Frank trastabillaba con las escaleras del porche.

—Vigila un rato por mí —le dijo Frank—. Yo necesito sentarme.

Frank abrió la puerta de malla del porche y entró en la casa.

—¡Papá! —gritó Anastasia.

Cuando salió, su mujer y sus hijas estaban en la cocina. Ahora estaban en el comedor.

—¡Papá! ¡El raggant ha vuelto y ha mordido a Penny! ¡Le sangra una pata y está furioso!

Frank entró cojeando en el comedor. En raggant estaba en el centro de la mesa con las alas extendidas y el rabo tieso. Tenía la pata trasera derecha torcida y una mancha oscura en uno de sus cuartos traseros. Dotty vio la sangre que cubría el rostro de Frank y arqueó una ceja al tiempo que presionaba un trapo contra la mano de Penny.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Frank.

—Se coló en la casa por la gatera —dijo Dotty—. Lo encontré porque vi sangre en el suelo de la cocina. Creo que lo ha mordido un perro, quizá un coyote.

—Penny intentó cogerlo —dijo Anastasia—, y le dio un mordisco.

—No pasa nada —dijo Penny—. Creo que está así porque echa de menos a Henry.

—Y porque lo han mordido —añadió Anastasia.

Dotty se apartó de Penélope y rodeó la mesa para llegar donde estaba Frank. El raggant estiró el pescuezo y bramó a la mujer como si fuera un ganso furioso. Tenía las alas tan extendidas como las tendría un ganso furioso, de hecho. Dotty se apartó un poco del borde de la mesa.

—¿Hola? —Era la voz de Zeke, proveniente de la puerta de la casa—. ¿Señor Willis? ¿Está usted bien?

El raggant bramó de nuevo. Zeke entró en la casa y se quitó la gorra. Llevaba el bate en una mano y el guante de béisbol en la otra.

—Solo venía a hablar un rato con Henry —le dijo a Frank—, pero lo he visto en el suelo. ¿Está bien? ¿Se ha caído de la escalera?

Antes de que Frank pudiera contestar, el raggant saltó de la mesa y corrió hacia las escaleras todo lo deprisa que le permitieron sus tres patas ilesas. Todos en la casa miraron al animal plegar las alas, estirar el cuello y dilatar las fosas nasales.

Algo en el aire cambió, todos se dieron cuenta. El raggant estiró las orejas, alerta y, repentinamente, la temperatura de la habitación aumentó. En el piso de arriba se escuchó un ruido de puertas abriéndose.

Dotty agarró a Frank por el hombro.

—¿Han vuelto? —susurró.

Frank husmeó el aire; había algo raro en él, como si fuera falso, aunque no sabía explicar por qué.

—No creo —dijo.

Se aproximó a las escaleras y se quedó de pie detrás del raggant. Desde allí se escuchaban crujidos en el ático. La escopeta seguía tirada en el jardín delantero y no le daba tiempo a ir a recogerla. Frank dio un paso adelante, se situó frente al raggant y esperó a lo que estuviera bajando por las escaleras. Zeke estaba justo a sus espaldas.

Alguien estaba bajando las escaleras del ático. Alguien grande.

Un hombre gigantesco, vestido de negro de pies a cabeza, apareció en el rellano del segundo piso. Llevaba una capa sujeta al cuello con una cadena y un sombrero alto de terciopelo. En la mano izquierda, en actitud desafiante, empuñaba una espada. Un cuerpo pequeño y descalzo, parcialmente envuelto por la capa del hombre, se enrollaba en torno al cayado que sostenía con la otra mano. Uno de sus brazos, que colgaba como sin vida, estaba envuelto en una escayola azul. Frank la reconoció de inmediato. Y también reconoció de inmediato las sucias mallas rosas.

—Plebeyos —dijo Darius sin alzar la voz—, ¿dónde habéis enclaustrado a mi hijo?

A Frank no se le pasó por la cabeza asustarse, no podía permitírselo. Se le abrió la boca de par en par, y notó cómo un fluido ácido le quemaba la garganta. Nunca se había sentido tan furioso. Aquel hombre tenía a Richard.

—No sabemos quién es tu hijo —dijo—. Suelta al chico. Tú y tu ridículo traje deberíais volver al circo del que habéis salido.

Darius rió; sus carcajadas eran perfectamente audibles, retumbaban a través de sus costillas.

—¿Osas hablarle así a un septugénito? En verdad, no soy solo un septugénito, sino que soy más poderoso de lo que cualquier brujo pueda llegar a soñar. ¿Hablarle así a un Perro de la Bruja? Para los de tu calaña soy aún más que eso. Soy un dios.

—Disculpa un momento mientras voy a buscarte una corona —dijo Frank. Estaba dispuesto a morir allí mismo si era necesario, siempre que aquel hombre saliera malparado. Se metió la mano en el bolsillo y la cerró en torno a dos cartuchos—. Zeke —dijo—, corre, ve y coge el «palo», el del jardín delantero.

Darius bajó un escalón y el raggant bramó con furia entre las piernas de Frank. Zeke caminó de espaldas hacia la puerta.

—Me alegro de que no haya nadie más aquí —dijo Frank—, no me hubiera gustado tener que presentarte a mi familia.

—Percibo tres vidas más en la habitación que hay bajo mis pies —dijo Darius—. Niñas. Una mujer. Pero, ¿dónde está mi hijo?

Zeke hizo una mueca de dolor y brincó, alejándose de la puerta y chupándose los dedos. La madera crepitó y se endureció en torno al picaporte, que empezó a refulgir. Zeke se envolvió la mano con la tela de la camiseta e intentó girar el pomo ardiente, pero la tela se incendió en cuanto tocó el metal. El muchacho aulló de dolor y se precipitó hacia el salón, golpeando la camiseta para apagarla.

Darius bajó un escalón más.

—Dotty —dijo Frank—. Vete, ahora mismo. Zeke, ve con ellas.

Zeke no se movió. Darius se llevó la punta de la espada a la patilla y la deslizó lentamente sobre ella. Después, de repente, la espada silbó en el aire y se hundió en el escalón que había frente a los pies del gigante.

Darius habló, emitiendo unos sonidos guturales que se afinaban a medida que subían por su garganta. Salían de su boca como si fueran criaturas vivas, retumbando en toda la casa.

En la cocina, alguien cayó al suelo y Anastasia gritó alto y fuerte. Zeke salió corriendo en dirección al ruido. Frank no se movió.

Darius se lamió la sangre de una heridita que tenía en el labio inferior.

—Mis mortílabros los harán sucumbir, uno a uno —dijo—, hasta que me digas la verdad.

El sargento Kenneth Simmons aparcó en el jardín delantero de la casa de los Willis. Henry, Kansas, era un pueblo demasiado pequeño para tener su propio cuerpo de policía, y el suyo era lo más parecido a un coche patrulla de sheriff. El sargento Simmons conocía a Frank Willis.

La central le había informado de que alguien había visto a Frank apuntando con una escopeta al segundo piso de su propia casa mientras gritaba el nombre de su mujer.

El sargento Simmons estaba bastante seguro de que no habría una explicación lógica para aquello, desde luego. Y mucho menos tratándose de Frank Willis. Pero alguna explicación tendría que darle, algo que, al menos para Frank, tuviera su lógica. El sargento no tenía ni idea de con qué argumento le sorprendería, aunque deseaba que fuera lo suficientemente bueno como para poder dejarlo marchar con una simple advertencia.

El sargento informó a la central de que había llegado a casa de los Willis, cogió su sombrero del asiento del pasajero, salió del coche y se lo embutió en la cabeza. Desenfundó su pistolera y se dirigió a la puerta de la casa. Estaba muy erguido y caminaba con pasos lentos y cuidadosos.

Se sintió mejor cuando vio la escopeta tirada en la hierba, aquello era algo menos de lo que preocuparse. Puede que hubiera más armas en la casa, pero el sargento no lo creía probable. Y Frank era flacucho; aunque se hubiera puesto un poco brusco con su mujer, la sangre no llegaría al río.

El sargento Simmons no estaba gordo, pero sí era muy robusto. Robusto desde los tobillos hasta los lóbulos de las orejas. Siempre lo había sido, pero a pesar de su corpulencia, nunca había bateado tan bien como Frank. A veces era capaz de «machacar la bola»[1], pero Frank era capaz de darlas alas. Lo que se le daba bien, en realidad, era la lucha libre. La lucha libre y el fútbol americano.

El sargento entró en el porche, sonrió al gato blanco y gris, que salió corriendo en cuanto el hombre lo miró, y observó con atención la puerta de malla. No se escuchaba a nadie, ni un solo ruido.

Dio unos golpecitos en la puerta.

—¿Frank? —gritó—. Soy Ken Simmons. Llevo la placa. Alguien te ha visto practicando el tiro al blanco en el jardín. Solo vengo a comprobar que estáis todos bien.

Puso una mano en la culata de la pistola y con la otra agarró el picaporte. El sargento tiró de él. Sorprendido, bajó la mirada y vio como a sus pies caía un montón de ceniza. El marco de madera estaba bien, aparte de necesitar una buena mano de pintura, pero el picaporte acababa de ser reemplazado por un agujero del tamaño de su puño.

No tenía tiempo para pensar en aquello. Tiró al suelo el picaporte, ya frío, deslizó la mano en el agujero y abrió la puerta desde dentro.

En el interior, junto al felpudo, había un animal gris que se cubría con sus propias alas, temblando. En el salón había un cuerpo más grande.

El sargento Simmons empuñó la pistola. Entró en la casa, tragó saliva, conectó la radio que llevaba al hombro y pidió refuerzos.

Frank yacía tumbado en el centro del salón. Un brazo le cubría la cara y de los bordes de su ropa surgían hilillos de humo. Tenía el pelo completamente blanco, rizado y con el flequillo chamuscado.

Detrás de Frank había un muchacho sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, escondido tras un sofá. Tenía los ojos abiertos de par en par y la boca completamente cerrada. Su cuerpo no se movía un ápice.

—¿Zeke Johnson? —preguntó Simmons, en voz baja—. ¿Qué ha pasado aquí?

Zeke parpadeó, pero no dijo nada y permaneció inmóvil.

—¿Eres el condestable[2]? —preguntó Darius.

El sargento Simmons se dio la vuelta rápidamente y se encontró apuntando con la pistola a un hombre en mitad de las escaleras que llevaba una camisa blanca de mangas abombadas, unas botas enormes y las patillas más grandes que había visto en su vida. También llevaba una espada.

—Discúlpeme por no haber venido antes —dijo Darius—. Estaba en las habitaciones del desván.

—Le ordeno que suelte esa espada —dijo el sargento Simmons.

La pistola del sargento apuntaba directamente al pecho del hombre.

—¿Ordenar? ¿Osas ordenarme algo a mí?

—Suéltela —dijo Simmons—. Y retroceda, o dispararé.

Darius sonrió.

—Si tu única arma es de fuego, entonces mi espada bastará. Mis dientes, mi lengua, bastarán.

Darius avanzó. El sargento Simmons apuntó con la pistola a las piernas del hombre y disparó. El hombre emitió un único rayo en dirección al sargento, que amortiguó el sonido del disparo. El sargento Simmons se tambaleó como cuando un ascensor desciende a demasiada velocidad, pero acertó a extender las piernas y mantenerse erguido.

—Tu pólvora es fuerte —dijo—, pero no penetrará.

Darius levantó la espada con cuidado y dio un paso más. El sargento Simmons apuntó directamente a la despejada frente del hombre y se preparó para disparar de nuevo.

Darius se sacudió levemente. Le estaba surgiendo un pequeño chichón bajo la pálida piel. De repente, a Zeke se le liberó la lengua.

—¡Dispare! —chilló—. ¡Siga disparando!

—Mucho me temo —dijo Darius, levantando el brazo derecho—, que no puedo permitir que vuelvas a hacer eso.

Otro tiro irrumpió en la casa, y Darius se tambaleó y tuvo que sentarse en las escaleras. Un último disparo en el pecho lo dejó tumbado.

—¡Mátelo! —dijo Zeke—. Rápido. Se despertará pronto.

El sargento Simmons bajó la pistola.

—No puedo hacer eso, Zeke, y lo sabes.

Zeke se enderezó como buenamente pudo y corrió al lado del oficial. Mientras lo observaban, el cuerpo del hombre sufrió una transformación. El aura que lo envolvía se disipó y su cuerpo se volvió más delgado. Sus dientes se tornaron amarillos, sus piernas no eran más que dos palos huesudos dentro de los pantalones, tenía el pelo fino y lacio, y unas enormes orejas de soplillo. Lo más extraño de su atuendo es que llevaba una especie de barbilla falsa y enorme sujeta a la cabeza con una cuerda. En la frente tenía unos bultos tan grandes como huevos de oca. Sus párpados temblaron y se abrieron, pero el sargento Simmons se los roció con un espray de pimienta.

—¿Papá? —dijo la voz de Anastasia desde la cocina.

Zeke corrió donde estaba la niña. Simmons enfundó su pistola y agarró al tembloroso Darius por el tacón de una bota, arrastrándolo escaleras abajo hasta el salón. El flacucho hombre de la barbilla de pega se movió, rugió e intentó incorporarse. Simmons lo puso bocabajo, le juntó las muñecas, se las esposó y, mientras tanto, le dijo que tenía derecho a un abogado, a permanecer en silencio y que, en caso contrario, todo lo que dijera podría ser usado en su contra en un juicio. A continuación reportó lo que había pasado a la central, que le informó que las luces y las sirenas de refuerzo iban de camino.

Sintiéndose mucho mejor, el sargento se acercó donde estaba Frank. Dotty y Zeke salieron de la cocina. Llevaban a Penny en brazos, su pálida piel destacaba en contraste con su oscurísimo pelo. Una aterrorizada Anastasia los seguía.

El sargento Simmons apartó el brazo que cubría la cara de Frank.

—¿Está bien? —preguntó Dotty.

—Respira —dijo Simmons—, pero no sé si está bien. Dejaré que eso lo decidan los médicos con sus lucecitas y aparatejos. Tiene una buena quemadura, pero se protegió el rostro con el brazo. Sus ojos y su cara se lo agradecerán —el agente miró a Darius—. ¿Quién es este tipo?

Dotty abrió los ojos y sacudió la cabeza.

—No tengo ni idea. Un brujo loco, creo.

Dotty deposito a Penélope en el sofá, le apartó el pelo de la cara y, a continuación, se agachó junto a su marido.

El sargento Simmons resopló. Un brujo. Volvió a mirar a Darius. Un brujo. Aunque, pensándolo bien, los locos recién escapados del manicomio no evitaban los disparos a la cabeza con rayos ni cambiaban de forma cuando se quedaban inconscientes.

—Creo que oigo sirenas —dijo Zeke.

Frank abrió los ojos.

Darius también.

* * *

Cuando nació, a Darius le pusieron por nombre Fred. No Frederick, ni Frederic, ni siquiera Phred. Solo Fred, sin más. Su padre era el cura de un pueblo diminuto, y era el tipo de hombre que hacía gala de su corrupción como quien lleva una insignia de honor. Darius detestaba a su padre, pero, a través de un intrincado y complejo proceso, había terminado pareciéndose sospechosamente a él.

Sin embargo, de alguna manera, Darius era distinto. Era el segundo hijo que su madre le daba al cura, el primogénito había muerto. Pero, en realidad, era el septugénito, contando los que había tenido con otras mujeres del pueblo, aunque pocos lo sabían.

Darius era, por tanto, un hijo de mendigo. Tenía una predisposición a tener visiones y sueños premonitorios y podía colarse en los sueños de las personas cuando estaba junto a ellas. Había hecho un gran acopio de información siguiendo este método, y hacía uso de él como su padre se servía de las confesiones de los habitantes del pueblo.

La historia que contaba a sus acólitos, el aquelarre del que se había apoderado en Bizantemo, era que, al cumplir los doce años, había «visto» la magia de la naturaleza envolviendo un enorme roble negro en medio de un bosque. Darius lo había tocado y había absorbido su magia. El árbol se había secado y él había vagado por los bosques ciego y loco durante tres lunas. El roble negro era su símbolo.

Solo que aquella historia no era cierta.

Cuando tenía doce años, había vagado por los bosques y había desaparecido, perdiendo la razón cuando percibió el aura mágica de una seta venenosa. Dos años más tarde, el pueblo entero fue arrasado una noche por unas violentísimas ráfagas de viento. No quedó ni un alma viva y, por la mañana, toda la hierba de la aldea estaba plagada de setas. Aquella plaga se extendió también por el cuerpo de su padre.

Ahora, Darius escupía y parpadeaba, tumbado sobre la alfombra de los Willis. No veía absolutamente nada y le estaba costando recordar lo que había pasado. La imagen del tipo de la pistola se dibujó en su mente al compás de los redobles de su dolorido cráneo. Tenía los brazos inmovilizados. Darius estiró los largos dedos, que se toparon con el frío metal de las esposas. Sintió cómo algo dentro de él empezaba a hervir. Algo mucho más fuerte y poderoso que su dolor de cabeza. Estaba tumbado bocabajo, encadenado.

Darius era poderoso, siempre lo había sido. Pero el suyo era un poder salvaje, brutal, no domesticado. El brujo compensaba la brutalidad de su poder con capas de seda, sombreros de terciopelo, palabras grandilocuentes y un asqueroso, aunque carísimo, vino. Bajo toda aquella apariencia, Darius era como una tormenta enfurecida, podía encender un fuego potente como un volcán, pero no podía apagarlo. Podía echar abajo casas enteras y derribar árboles, podía generar una ráfaga de viento de potencia devastadora, pero no podía controlar una ligera brisa. No sin levantar un tornado.

Escupió de nuevo, maldijo en dirección a la alfombra y sacudió sus muñecas. Puso su mente alerta, intentando reunir todo el poder que pudiera. Buscó poder en el suelo y en la casa. El césped del jardín empezó a retorcerse y los insectos que allí habitaban murieron y se secaron. El depósito de agua del sótano tuvo un cortocircuito y el agua se enfrió. Si alguno de los presentes hubiera estado escuchando en lugar de intentar comunicarse con Frank, habrían oído el ruido de succión, parecido a una aspiradora sin motor, haciendo acopio de energías vitales, de historias, de palabras que eran vaciadas y tragadas sin miramientos.

Las paredes empezaron a agrietarse y crujir, el suelo tembló, las luces se apagaron. Dotty se llevó las manos a la cabeza y parpadeó. El sargento Simmons se tambaleó y cayó de rodillas. Anastasia se mareó y cayó al suelo sentada. En el piso de arriba, Richard empezó a llorar y el raggant emitió un quejido lastimero a través de la puerta. Zeke se apoyó con una mano en la pared y observó el cuerpo de Darius contorsionarse.

—No me encuentro bien —dijo Penny.

Con todo el poder que Darius había conseguido reunir, podía haber hecho cosas que muchos otros brujos solo alcanzaban a imaginar. Podía haber convertido sangre en agua y agua en sangre. Fuera, en el jardín, había ramitas caídas retorciéndose sobre la tierra, cobrando vida, convirtiéndose en serpientes. Blake sintió cómo el suelo se calentaba bajo sus patas y corrió, dejando atrás el césped que se enroscaba cada vez más sobre sí mismo.

Darius solo quería quitarse las esposas. Sobre el oscuro suelo del salón, arqueó la espalda, echó la cabeza atrás y abrió sus ciegos y ardientes ojos. Se le formó una palabra en el estómago y el término le quemó en la cabeza, le colapso los pulmones, le tensó la lengua. No podría haber mantenido dentro de su cuerpo aquella palabra ni aunque hubiera querido. Y no tenía ninguna intención de guardarla para sí.

Aquella palabra surgió de él con un rugido. Era un vocablo antiguo, uno de los primeros términos mágicos que había aprendido, y no sonaba parecido a nada en ningún idioma del mundo.

Significaba «abrir», pero también significaba «cerrar».

Todas las ventanas de la casa explotaron y las puertas se abrieron. Un perro que estaba a medio kilómetro de distancia no pudo evitar morder su propia pata. En la pequeña acequia que había detrás del granero, un pez que se había tragado un imperdible, nada más que por pura curiosidad, de repente pestañeó, sorprendido por el mortal pinchazo. Todas las ranas croaron a la vez. Y, aun así, a Darius todavía le quedaba mucho poder. Se había abastecido bien y ahora solo podía liberarlo. Aunque ya se había quitado las esposas, gritó aquella palabra una y otra vez, dos, tres, cuatro veces. La casa temblaba con el sonido de las puertas abriéndose y cerrándose sin cesar. Penny se mordió la lengua y a Zeke le rechinaron los dientes. En la zona de Henry, Kansas, donde vivían los Willis, todas las puertas se volvieron locas. Hornos, frigoríficos y microondas rodaban por las habitaciones, enloquecidos, abriéndose y cerrándose, abriéndose y cerrándose. El coche patrulla del sargento Simmons, aún aparcado delante del porche, había perdido las puertas. El sargento había conseguido incorporarse, pero se le disparó sola la pistola, hiriéndole en el pie, y ahora a él también le castañeaban los dientes.

—¡Fuera! —gritó, cogiendo a Dotty y a las chicas mientras cojeaba—. ¡Salid de la casa!

Dotty y Anastasia medio cargaron, medio arrastraron a Penny hacia la puerta mientras Zeke y Simmons trataban de llevar a Frank al porche.

Cuando estuvieron fuera de la casa, se derrumbaron en el jardín.

* * *

Inmerso en su oscuridad, Darius obligó a su exhausto cuerpo a levantarse. Le lloraban y ardían mucho los ojos. Se llevó una mano a la cabeza y se palpó los bultos. Su furia, aunque apaciguada, no se había consumido del todo.

Con un gemido irritado, aún sujetándose la cabeza con una mano, se puso de pie con un fuerte pisotón. Darius se mantuvo en el salón de pie, inmóvil, iracundo, parpadeando para eliminar los dolorosos restos de pimienta que todavía tenía en los ojos. Quería destruir aquella casa, matar a todo y a todos los que hubiera en veinte kilómetros a la redonda, partir el cielo en dos. Estaba furioso como una avispa acorralada, pero Darius era mucho más grande y malvado que una avispa. Deseaba aguijonear el mundo.

Las energías vitales que había detectado ya no estaban en la habitación, ni en la casa, a excepción del esclavo de las piernas rosas, que seguía tirado en el piso de arriba, donde él lo había dejado. Aquellas vidas estaban en el exterior y Darius podía percibir que el robusto policía estaba herido. Podía matarlos, podía hacerlos añicos en aquel preciso momento, aunque estuvieran lejos y se creyeran a salvo.

Sin embargo, no lo hizo; algo en él había cambiado. Algo había cambiado en la tierra que había bajo la casa y la vida que contenía era ahora una vida distinta. A excepción de las vidas que yacían tiradas en el césped, este nuevo lugar estaba completamente inerte, vacío. Ya solo quedaba la hierba. Era como si hubiera impedido el acceso a la casa de cualquier tipo de vida.

Fuera de la casa se escuchaba una sola canción y la letra estaba compuesta por dos únicas palabras: verde y vacío. Dentro, sin embargo, había algo más interesante, un sabor que empezaba a paladearse, un impulso tan atractivo que Darius se olvidó por un momento de su ira. Frank lo había insultado, el policía le había disparado dos tiros a la cabeza y lo había encadenado en el suelo, pero aquello ya no significaba nada para él. Y significaba aún mucho menos en comparación con lo que se avecinaba.

Por primera vez en mucho tiempo, Darius tuvo miedo. Sabía qué era aquella seductora atracción, había soñado con ella desde que escuchó por primera vez las leyendas de Endor de boca de un médico charlatán que parloteaba en una caravana pintada de colores y, más tarde, había tenido la oportunidad de leer las mismas historias garrapateadas en los pergaminos de los monjes.

Lo que estaba sintiendo era la presencia de un inmortal, la energía vital de la última hija del segundo si-re, Nimiane, reina bruja de todo lo que una vez fue Endor. Incluso los Merlinis habían sucumbido a su poder.

Aquello era precisamente lo que Darius quería. Aquello era lo que sabía que terminaría ocurriendo cuando vio las puertas por primera vez en el sueño de Henry.

Nimiane era más poderosa que él. Su energía vital, un remolino, un movimiento ávido, se expandía por el piso superior y se derramaba por la puerta. Darius estaba en medio de su recorrido.

El brujo subió las escaleras corriendo y con todos sus sentidos alerta. Pasó por encima del maltrecho cuerpo de Richard, que roncaba en el mismo sitio donde lo había tirado en el rellano de la escalera, y continuó por las escaleras en dirección al ático.

Se paró enfrente de las puertas y expulsó la respiración contenida. A él le había costado una década completa de búsquedas e investigaciones encontrar tres puertas como aquellas y, para conseguirlo, tuvo que pagarlas con vidas ajenas. El valor de la pared que tenía ante él era inconmensurable, pero tras ella había precios aún más caros que pagar.

Todas las puertas estaban abiertas debido a la potencia de sus conjuros y la habitación estaba completamente sumergida en el caos. A través de ella se filtraban las presencias de un caballo, de un despreciable faeren, de matanzas, asesinatos y guerras, de mares salados, de piedra, de viejos libros en estado de descomposición, del calor de un desierto y de un extraño céfiro sureño. Pero también se derramaban por ellas sonidos hogareños, ruidos de risas y, a través de una en concreto, el inconfundible y maravilloso sabor del amor.

Superior a todo, cubriendo aquellas presencias, ahogándolas, había un vacío oscuro, un agujero hacia el que todo aquello se precipitaba. Hacia el que él mismo se precipitaba.

Darius sacudió la cabeza. Cuando cayera en aquel agujero, cuando sucumbiera a aquella urgencia que estaba experimentando, sería elección suya. Tratando de ignorar la especie de cuerda invisible que tiraba de sus entrañas y lo hacía tambalearse, trató de fijar su atención en otra de las puertas. Por ella vio un saco de harina, excrementos de ratón y una mujer que barría el suelo. Eligió otra y se sintió como si estuviera en una torre, de pie bajo una puerta de medio arco, y escuchó el ruido de cientos de pájaros. En otra había una serpiente agonizante, una serpiente arcana, muy distinta de las que había en su mundo; era una serpiente alada, pero le habían inmovilizado las alas, le habían arrancado las plumas y le habían asaeteado el cuerpo.

Cuando se asomó a la siguiente puerta, tuvo que dar un paso atrás debido al asombro. Al otro lado se veía un brujo, un brujo que fisgoneaba, igual que él. El brujo también debía haber percibido.su presencia, ya que parecía nervioso. Darius intentó adentrarse en la mente del hombre y, para su sorpresa, lo consiguió: el brujo estaba asustado pero, sobre todo, estaba avergonzado. En su interior había poder, pero lo que albergaba dentro de él era un poder corrupto, casi deforme. La palma de su mano estaba surcada por una quemadura, una marca, un símbolo que Darius conocía bien y que sentía fluir por sus propias venas.

Una oleada de terror lo invadió y sintió vértigo. Aquella puerta lo estaba reflejando a él. A pesar de estar solo, la humillación y el horror que sintió con lo que había visto le perlaron el rostro, su verdadero rostro, el del pelo lacio, las prominentes orejas y la barbilla inexistente, de sudor.

Para apartar de su mente lo que acababa de presenciar, buscó rápidamente otra puerta y escrutó con la mirada la profunda oscuridad. Sabía que estaba asomándose a Endor, la más antigua de las civilizaciones. O quizá estuviera percibiendo la tumba que había bajo Endor, la tumba en la que había encerrado a Nimiane. Ahora ella ya no estaba allí, y él no podía traspasar con el pensamiento los muros de aquel lugar que solo había visto en sueños, un mundo en el que los más ancianos entre los inmortales habían enloquecido y habían sido encarcelados por sus propios hijos. Sin embargo, al tener los gobernantes las mentes destrozadas, nadie pudo doblegar a la prole endoriana. A Darius le habían contado que los ancianos todavía vagaban por las calles desiertas de Endor, babeando, envueltos en un aura mortecina, cambiando de forma, sometidos a la voluntad de sus mentes confusas.

Darius se apartó de la pared y se incorporó para que sus ojos pudieran enfocar la escena. En el centro de una fría estancia de piedra había una mujer sentada en un trono. Ríos de vida desembocaban en ella, provenientes del suelo que pisaba, de las paredes, de los pilares de la estancia. Había un gato sentado en su regazo, el único remanso de calma de aquella sala. La cabeza empezó a darle vueltas a causa de la vertiginosa actividad que presenciaba, a causa de la enormidad de poder que la bruja era capaz de absorber, de la inmensa cantidad de muerte que necesitaba para procurarse aquel poder.

El brujo dio un paso adelante, se relajó, con la mente perfectamente despejada; una fuerza ajena se había apoderado de ella, vapuleándola, y su cuerpo había seguido el mismo camino.

Ahora estaba de pie, en el centro de aquella sala de piedra abarrotada con toda la energía y el poder que la bruja había acumulado en ella. La lluvia se colaba a través de las altas ventanas abiertas, mojándole la cara. La bruja lo vio tal como era, sin trucos. Ningún truco hubiera servido ante ella.

La mujer era hermosa.

Su pensamiento penetró en el de Darius con tanta rapidez que el brujo apenas se dio cuenta. La bruja lo estaba escrutando.

—Anhelas la vida de Nimroth —dijo la bruja.

Su voz sonaba plana y desinteresada.

Darius apenas podía aferrarse a su propia existencia. Trató de evitar con todas sus fuerzas que la bruja la absorbiera. No acertaba a hablar.

—Soy Nimiane. Nimroth vive en mí, él es mi sire —La bruja lo miró directamente a los ojos; ya no parecía desinteresada—.Tú no eres un brujo.

Darius dio un paso atrás, horrorizado de que ella estuviera escrutando en su mente, consciente de lo que podría encontrar.

—Eres como un hombre criado por lobos: fuerte, voraz, pero vives a cuatro patas, con la lengua enredada por la confusión —De repente, Nimiane rió, y su risa retumbó en la habitación, tintineando contra la piedra, difuminándose lentamente—. No temas. No serás mi hombre, pero serás mi lobo. ¿Acaso no es eso lo que siempre habías soñado? ¿Acaso no te haces llamar a ti mismo Perro de la Bruja? Tú liderarás mi manada.

—¿Contra qué mundo? —consiguió decir Darius—. ¿En qué batalla?

—Contra todos los mundos, contra el universo. Juntos, conseguiremos doblegar a la muerte. Pero antes, deberás atacar la morada de un viejo enemigo, destruir a su mujer y su prole, la tierra que pisan sus pies. Mi sed de venganza debe ser saciada.

Darius sintió cómo ella lo invadía y su poder, ya bastante doblegado de por sí, se doblegó aún más. Se derrumbó dolorido sobre el suelo mojado, y los ojos se le pusieron en blanco. El dolor cesó, pero notó cómo algo más lo colmaba. La piedra, el cielo e incluso la lluvia lo estaban inundando, y pudo sentir cómo la mano de la bruja dirigía aquel torrente. Estaba repleto de energía hasta reventar, su cuerpo contenía más poder del que nunca hubiera osado imaginar. Aquel poder se le antojó insoportable, pero no estaba furioso. La ira solo había conseguido que las reservas de energía se liberaran.

Cuando Nimiane terminó de insuflarle poder, Darius se sintió demasiado pesado para erguirse. Todo a su alrededor parecía demasiado pesado, pero finalmente logró ponerse de rodillas y, después, de pie. El pelo le colgaba suelto sobre los hombros.

Su reina se había puesto de pie y estaba más hermosa que la luna, más hermosa que un cementerio de noche, más hermosa que la seda de araña.

—Siéntate —le dijo, haciendo un gesto en dirección al trono—. Llamaremos a tu manada. Por el momento no son más que cachorros y chuchos. Tendrás que convertirlos en lobos para mí.

* * *

Frank estaba sentado con la espalda apoyada contra un lateral del coche patrulla. Penny dormía en el asiento trasero con la cabeza recostada en el regazo de Dotty. Anastasia estaba en el asiento delantero, un poco aturdida, sujetando al raggant. A Frank le escocía la piel como si se estuviera preparando para combatir la peor quemadura solar de su vida y, cada vez que movía la cabeza, le caían sobre la nariz mechones de pelo chamuscado.

El viejo Ken Simmons lo había sacado de la casa en cuanto cesó el terremoto, o lo que demonios hubiera sido aquello. Zeke y Dotty habían cargado a Penny.

Frank no estaba muy seguro de qué era lo que había ocurrido, ni de cómo había sucedido. Solo sabía que había pasado algo y que el lugar donde estaban en aquel momento no era Kansas. La ciudad había desaparecido. Los cultivos, los silos y los árboles habían desaparecido. El granero y la acequia habían desaparecido. El jardín delantero, el coche de policía y la escopeta que había dejado tirada en la hierba, junto a la escalera rota, aún seguían allí. Por lo demás, estaban rodeados de una hierba alta y silvestre que se mecía en torno a ellos, sin alteraciones, perdiéndose en el horizonte. Y, en lo concerniente al horizonte, el sol estaba en el lugar incorrecto. Quizá fuera temprano en el lugar en el que se encontraban ahora, o el sol se las había apañado para salir justo por el lado contrario por el que salía en Kansas.

Ken Simmons estaba echado sobre el capó del coche, empuñando su escopeta y observando la casa. Zeke estaba a su lado.

—Zeke —dijo Frank—, ayúdame.

Zeke fue donde estaba el hombre, agarró a Frank de las manos e hizo fuerza hacia atrás. Cuando consiguió ponerse de pie, Frank se crujió todos los huesos del cuerpo y caminó lentamente hacia el sargento.

—Tenemos que volver dentro —dijo Frank—. Tiene a Richard. No me importa demasiado si nos está esperando.

Simmons asintió.

—No escucho los refuerzos —dijo Frank—. Ni siquiera hay grillos, a juzgar por el silencio.

Simmons asintió de nuevo.

—No pretendo entender nada de esto —dijo—, no lo necesito. Solo quiero despertarme de esta pesadilla.

—Avísame cuando lo hagas —dijo Frank—. ¿Cómo tienes el pie?

El sargento Simmons resopló.

—Todavía sigue en su sitio.

—Eh… ¿eso del porche es agua? —dijo, al tiempo que lo señalaba.

Los tres observaron la puerta de malla del porche mecerse levemente y el agua fluir a través de ella. Frank cojeó para alcanzar la escopeta y la recogió del suelo. Cargó dos casquillos más en los cañones y quitó el seguro.

—Ken, dale una pistola al chico —dijo, señalando a Zeke.

El agua estaba expandiéndose lentamente más allá del porche. El sargento Simmons sacó un revólver, hizo girar el tambor una vez y mostró a Zeke el seguro.

—Apunta a lo que quieras disparar —le dijo—, solo a lo que quieras disparar.

—Nunca apuntes a tus pies —dijo Frank.

Ambos hombres cojearon, con las culatas apoyadas en las caderas. Zeke los siguió, apuntando con el revólver al suelo. La hierba del porche se estaba convirtiendo rápidamente en un pequeño pantano y, cada segundo que pasaba, más agua se vertía a través del porche. Frank abrió la puerta de malla de par en par y hundió el pie en el agua unos cinco centímetros. El salón se había convertido en un lago y las escaleras en una catarata.

—Zeke —dijo—, mantente erguido y vigila la parte trasera de la casa.

Zeke atravesó la puerta mientras Frank subía por las escaleras inundadas. El sargento Simmons cojeó tras él.

Cuando Frank estaba a mitad de camino, se confirmaron sus sospechas: el agua provenía del ático y corría alegremente escaleras abajo. Dio un paso más y estiró el cuello para inspeccionar el rellano. La capa negra y el sombrero flotaban a la altura de la habitación de las niñas. Richard estaba sentado con la espalda apoyada contra la puerta del baño; tenía el cuerpo encogido y se abrazaba las rodillas con los brazos, aplastándolas contra el pecho. Estaba completamente empapado y tiritaba. Sus ojos, abiertos como platos, observaban la inundación y se posaron en Frank, aterrorizados.

Frank le sonrió, pero Richard parecía no reconocerlo.

—No dejes que mi pelo y mi cara te confundan —dijo Frank—. Venga, vamos.

Richard parpadeó y se puso de pie de un salto, sonriendo. Sus pies desnudos chapotearon en el agua mientras se deslizaba escaleras abajo y echaba los brazos al cuello de Frank. Frank le dio una palmada en el hombro, sin apartar los ojos del ático.

—Ve fuera —le dijo—, al coche.

Richard no dijo ni una palabra. Soltó a Frank, se escabulló delante del sargento Simmons y chapoteó escaleras abajo.

Frank no creía que Darius estuviera en el ático. En realidad, no creía que anduviera cerca, y mucho menos con toda aquella cantidad de agua bajando del ático. Seguramente se había ido a otro mundo. A pesar de todo, mantuvo la escopeta en alto, apuntando durante todo el tramo de escaleras, e hizo un barrido completo del ático antes de meterse en lo que había sido una vez la habitación de Henry.

Las dos puertas del cuarto estaban abiertas y el agua salía a borbotones a través de ellas. Frank atravesó la puerta, entró en el cuarto y observó atentamente la pared de las puertas, todas ellas abiertas de par en par. Simmons entró y se colocó a su lado. Ninguno de los dos dijo nada.

El agua manaba de una pequeña abertura con forma de diamante situada sobre la esquina superior de la puerta de las brújulas, caía a chorro sobre los pies de la cama de Henry y, desde allí, se expandía por el suelo.

Frank se acercó a la pared, tensó el cuerpo y cerró la puerta, presionando contra el agua que manaba, apoyando todo su peso contra ella. Un momento después, la presión del agua cesó, Frank soltó la puerta y dio un paso atrás.

La puerta de Endor también estaba abierta. El hombre se puso en cuclillas, apartó un poco el agua encharcada y comprobó que todos los clavos habían saltado. Volvió a encajar la puerta en su marco, la empujó para asegurarse de que no se salía del hueco y se enderezó, dejando el resto abiertas.

—Venga —dijo—, vamos a hablar con Richard.

De camino al piso de abajo echó un vistazo a la habitación del abuelo: la puerta estaba abierta de par en par, como todas las demás de la casa.

No es que importara mucho, a aquellas alturas. Las ventanas de la fachada también habían reventado.

* * *

Había dos coches de policía y una ambulancia aparcados delante del enorme agujero. El granero estaba intacto y la vieja furgoneta de Frank seguía aparcada junto a él, pero la casa y un buen trozo del jardín delantero habían sido sustituidos por un gigantesco y liso agujero. Durante un rato había surgido agua de un punto del fondo de la oquedad y el agujero se había encharcado, pero parecía que la fuga estaba empezando a disminuir.

—Huele raro —dijo uno de los policías.

El otro se tapó la parte trasera de la cabeza con el sombrero.

—¿A fosa séptica, quizá?

—No —dijo el primero—. Huele a sal. Es como si oliera a mar.

—No me había dado cuenta. Soy de Kansas.

Ninguno de los dos se percató del pequeño y confundido cangrejo que apareció traqueteando por el borde del agujero.

El crustáceo ya había vivido marejadas antes, pero ninguna como esta. De todas maneras, la marejada se calmaría, siempre era así. El cangrejo sabía que lo que tocaba ahora era esperar.