CAPÍTULO 7

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Henry se despertó con el sonido de las voces. Una la reconoció de inmediato, la otra era desconocida, pero más fácil de entender.

—Prepárala —dijo Darius—. Majar pociones es tu especialidad.

—Amo —dijo la otra voz—, no sabe nada de él. Si los ritos de nombramiento ya se han llevado a cabo, entonces la carnunión es inviable. Sería su muerte.

—Abre su garganta y prepara los ingredientes. La sangre endoriana impregnó su piel, y aún vive. Toca las quemaduras de su rostro y siente dónde goteó la muerte. La segunda visión le sobrevino con un rayo de tormenta y todavía no se ha reducido a ceniza, ni siquiera demuestra un atisbo de locura. Tu fuerza es tan insignificante como el vapor de agua en comparación con su llama. Será el segundo de los Benjamines. Será mi septugénito.

—No tienes más hijos —dijo el hombre en voz baja—. Y para convertirse en el segundo entre nosotros tendría que pasar por un nombramiento y que al menos dos tercios del aquelarre votara manifestando su descontento con mis servicios durante el banquete del solsticio de verano.

W—Necio —dijo Darius—. ¡Necio! No eres un verdadero Perro de la Bruja, no eres más que un ridículo boticario que prepara filtros amorosos. Ya tienes mi sangre. ¡Prepara el ritual!

La puerta restalló contra el marco y Henry se estremeció con la reverberación.

—Oh, Darius, poderoso Perro de la Bruja —murmuró la voz del hombre—, Darius, el septugénito bastardo de un curilla de pueblo. ¿Un ridículo boticario, dice? Darius es tan Perro de la Bruja como antepasado del rey Pescador.

A Henry le dolían los hombros: le habían quitado la camiseta, le habían extendido los brazos y se los habían inmovilizado. Trató de moverse, de bajar los brazos aunque solo fuera unos centímetros o de impulsar el cuerpo hacia arriba, pero estaba atado. El chico se contorsionó, pero las ataduras que le rodeaban los codos, las rodillas y la frente lo mantuvieron en su sitio. También le habían atado las piernas a la altura de las rodillas y los tobillos y algo grueso fijaba sus caderas a la superficie a la que estaba sujeto.

Henry tensó su cuerpo muy lentamente, tratando de hacerse una idea de cómo de apretadas estaban las ligas. Al hacerlo se resquebrajaron como si estuvieran hechas de cuero.

—El daimon se despierta —dijo el hombre—. Sus ataduras no cederán. Han sido embrujadas y, aunque no fuera así, están lo suficientemente prietas. Al menos para la mayoría.

—¿Estoy en la oficina de correos? —preguntó Henry—. ¿Por qué estoy atado?

—¿La oficina de correos? —El hombre rió—. No. Darius dice que no estás loco, pero su mente enferma no es un buen rasero.

Henry abrió los ojos. Se le estaban volviendo a hinchar y le dolían muchísimo. Los entrecerró para lagrimear y limpiárselos.

—Necesito frotarme los ojos —dijo—. ¿Por qué estoy atado?

Henry escuchó un tintineo de vasos y unos pies arrastrándose. Después le presionaron un trapo áspero contra los ojos y le secaron las mejillas.

—El tormento de tus ojos aumentará. Estás atado para que no se te disloquen las articulaciones, para que no te saques los ojos, ni los sesos, para que no te arranques los dedos a mordiscos, para que no te desolles vivo, ni te escarbes la carne hasta llegar al hueso. El momento de tu deformasmo se acerca. Puede que tu mente se turbe pero, mientras estés atado, el peor daño físico que padecerás será un hueso roto de un brazo o de una pierna.

—Creo que no quiero hacer esto —dijo Henry. No estaba seguro de si debía creer las palabras del hombre—. ¿Un deformasmo?

El trapo desapareció y reapareció un momento después, cálido y húmedo.

—Darius dijo que te habló de ello. Implica la recepción de tu poder; se te resistirá, porque no es un poder que se sienta cómodo en la carne humana. Sobrevive y podrás quedártelo, aunque no será fácil de domar. Dominarlo es como domesticar una tormenta.

Henry tragó y notó que la garganta le quemaba.

—¿Puedo beber algo?

—Solo estimulará el vomito, pero sí, puedes.

Escuchó, cómo descorchaban una botella y un líquido le empapó el cuello.

—Aquí tienes —dijo el hombre—, bebe de esta esponja. La empaparé de nuevo si quieres más.

Henry abrió la boca, deseoso de beber cualquier tipo de líquido, esperando encontrarse con una esponja de baño, como máximo un estropajo. En lugar de eso, un bulto del tamaño de un puño le besó los labios. Lo exprimió con los dientes y, al tragarlo, se atragantó, sorprendido por el sabor. Ácido, amargo y corrosivo, aquel fluido le encogió la lengua y se precipitó hacia el fondo de su garganta. Gargajeó, tragó y volvió a gargajear, y el líquido lubricó su seca garganta. Después, lo escupió. La esponja se deslizó por su mejilla y rodó hasta el hueco de su cuello. El hombre la recogió.

Henry dobló la lengua, tratando de frotarse con ella los dientes, pero ni aun así consiguió quitarse el mal sabor.

—Un poco de agua no hubiera estado mal —dijo.

—¡Ja! —rió el hombre—, antes me enfrentaría a un deformasmo que tomar un trago de agua. El agua es para fregar, para navegar y para el ganado. Los hombres beben vino y vinagre, a no ser que quieran ponerse enfermos.

Henry giró la cabeza hacia un lado todo lo que pudo y escupió. Volvió a escupir. Recordaba perfectamente su sueño y todo lo que Darius había dicho. Parecía que lo que el enorme peregrino le había contado era verdad. Deseó que nadie hubiera intentado seguirle. Aunque, en realidad, nadie podría haberlo hecho: Richard había marcado la combinación de FitzFaeren antes de irse a dormir, así que nadie sabría dónde estaba. No tenía ni idea de cómo lo había llevado Darius hasta allí, pero sabía que no había seguido los mecanismos del abuelo. Darius, a pesar de lo malvado y extraño que pudiera parecer, era realmente poderoso. Él no necesitaba marcar ninguna combinación con las brújulas.

El hombre tocó el vientre desnudo de Henry y el chico se sobresaltó.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Henry.

—Es necesario —replicó el hombre—. Aprieta los dientes. Hubiera preferido hacer esto mientras dormías.

Al principio Henry solo notó frío pero, de repente, la sensación se extendió por sus caderas hasta las costillas. Empezó a sentir punzadas de frío, como mordiscos que quemaban como el fuego.

—¿¡Qué…!? —trató de decir Henry, pero la mandíbula se le cerró de golpe.

Arqueó la espalda lo poco que le permitieron las ataduras, tratando de sacudirse aquella desagradable sensación. Pero aquello no estaba solo en su piel; lo notaba dentro de su cuerpo, expandiéndose por sus órganos.

—Quédate quieto —dijo el hombre—. Darius tendrá su rito de nombramiento antes de que la morfosis se complete. Es un necio, pero no tengo más remedio que hacerlo. Lo que sientes es el efecto de la primera poción, la primera carmunión.

—¿Por qué? —consiguió articular Henry.

—Está uniendo tu carne a la suya. Si mueres durante el deformasmo, podrá absorber la parte de tu espíritu que controla la doble visión. Si sobrevives, serás suyo. Su sangre correrá por tus venas, su símbolo se marcará en tu carne.

Henry estaba intentando controlar su respiración, pero no podía evitar jadear entrecortadamente. Alguien le metió en la boca el trapo que habían usado para limpiarle los ojos y el chico sintió un nuevo pinchazo en la tripa. Una espada. Muy lentamente, la hoja le rasgó la piel, que se enroscaba en los bordes de la herida, dejándola abierta.

Henry gritó, pero el trapo sofocó su aullido. Apretó los dientes, se contorsionó y, después, entró en shock. Por alguna razón, sabía que aquella quemadura marrón, la lombriz que se contorsionaba en la mano de Darius, aquel símbolo que no había querido que Henry viera, lo acompañaría mientras viviera, ya fueran días o años. Pero él no pertenecería a Darius. Maldito fuera Darius. Malditas las pociones y las mentiras. Maldito fuera el dolor.

Henry notó el torrente de su sangre corriéndole por las venas, tamborileando por los ríos de su cuerpo. Su carne se estremeció y se hundió bajo el afilado pincel del hombre. Notó cómo algo más le corría por el cuerpo, algo que le era desconocido y que no podía controlar.

Se le pusieron los ojos en blanco. Todas las articulaciones de su cuerpo crujieron y se contorsionaron, girando descontroladas y retorciéndose en formas imposibles. Sus dientes perforaron el trapo y se le clavaron en la boca, la lengua se le enroscó sobre sí misma, refugiándose en la garganta.

Henry vomitó, se atragantó y siguió vomitando.

Las convulsiones tensaron y contrajeron su cuerpo, retorcieron y combaron cada tendón, hicieron añicos sus sentidos, y ya no supo nada más.

* * *

Henry estaba dolorido. Yacía tumbado en la colina de Badon Hill. O más bien, a los pies de la colina de Badon Hill. Sobre él se elevaba un acantilado terregoso y, por encima, había árboles. Estaba en una playa de piedras y no podía moverse. Escuchó a un hombre reír y a un perro ladrar. Miró en dirección a sus pies y vio al hombre y al perro. El hombre sonreía y cargaba un pequeño fajo arrugado sobre un diminuto pie descalzo y el enorme perro negro correteaba arriba y abajo mientras escalaban el acantilado por una estrecha senda.

Henry conocía a ese perro. Lo había soñado antes, había visto sus huesos amontonados junto a la gran piedra gris de la cima de la colina. Una oleada de tristeza lo invadió. Los perros no tenían por qué morir. La gente moría, ese era su destino. El, por su parte, sentía que ya había muerto.

* * *

Henry abrió los ojos en medio de una nube de confusión. Luces, ruidos y aromas se arremolinaban en torno a él. Parpadeó; tenía los ojos secos y los abrió de par en par.

Podía ver.

El techo sobre su cabeza no terminaba de enfocarse bien. Vigas negras. Paredes de piedra. A pesar de notar cómo el ácido le quemaba todos los músculos, trató de incorporarse y se dio cuenta de que aún seguía atado.

—Vives —dijo una voz.

—Desátame —dijo Henry.

La boca le sabía a vómito y a trapo viejo, aunque se la habían limpiado. También le habían enjuagado la cara.

—No más cortes, ni pociones. Solo desátame.

Las ventanas estaban en lo alto de la pared y Henry se embelesó con la luz blanquísima que se derramaba a través de ellas. En otra situación, habría sonreído, habría reído incluso, si no hubiera sentido que tenía la mandíbula rota y aquella comezón en el vientre. Si no hubiera estado atado a una mesa en un mundo de locos.

El hombre apareció en su campo visual. Era bajito, de mediana edad; hubiera parecido un tipo corriente en cualquier mundo. Usaba unas gafas que le conferían el aspecto de un profesor de matemáticas, si no fuera por la sangre que le manchaba la camisa. Su rostro carecía de expresión.

—Perdóname —dijo—. El deformasmo, menos poderoso de lo que Darius hubiera deseado, llegó demasiado pronto. Ya ha pasado y el rito de nombramiento, a medio preparar, ya no tendrá efecto. Hubiera sido mejor para mí que hubieras muerto. Ahora Darius nos matará a los dos.

—Bueno, me alegro de no haber muerto —dijo Henry—. Además, ya tengo un nombre. ¿Puedes desatarme, por favor?

El hombre se inclinó hacia él, con una ampolleta en la mano.

—Bebe esto —dijo.

—¿Por qué? —Henry giró la cabeza—. ¿Qué es?

El hombre no contestó. En lugar de eso, presionó el tubo de cristal contra los labios de Henry. El niño cerró la boca todo lo fuerte que pudo y sacudió la cabeza, clavando una fiera mirada en los ojos del hombre. El hombre suspiró y se irguió.

—Estás intentando matarme —dijo Henry.

—Es el único modo. No deseo despertar la cólera de Darius, pero tampoco quiero que me suplante contigo. Deseé tu muerte durante el deformasmo. Todavía la deseo.

Henry trató de sobreponerse al pánico. Si aquel hombre quería matarlo, no tenía ningún impedimento para hacerlo.

—Escúchame —dijo Henry—. Si me matas, Darius lo descubrirá. Déjame marchar. Puedes fingir que me he escapado.

El hombre rió.

—Nadie doblega esas ataduras.

—Darius podría —respondió Henry rápidamente—. Y él piensa que yo soy poderoso. Él piensa que todo esto empezó cuando me alcanzó un rayo mágico, o algo así. Pero no fue un rayo, fue un diente de león. Dejaremos que siga pensando que fue un rayo, él lo prefiere así.

—¿Un diente de león?

—Sí. Una flor. No un rayo.

—¿Y no regresarás jamás?

—No si puedo evitarlo.

El hombrecillo desapareció de la vista de Henry y, a continuación, el sonido de unos pesados clavos raspando el suelo llenó de ecos la habitación. Henry notó cómo el cuero se aflojaba y tiró de las ataduras, liberándose un brazo.

El hombre, de pie a sus espaldas, aflojó las ligas una a una. Después agarró a Henry por los brazos y le ayudó a sentarse. El niño hizo una mueca de dolor, se miró el vientre, el símbolo, la cicatriz superficial grabada en su estómago. La cicatriz tenía una forma similar a un árbol, pero no se parecía en nada a la que había visto en la mano de Darius.

—No sangra.

—No —dijo el hombre—. La primera poción corta la hemorragia. Darius debería haberte frotado un segundo ungüento en las heridas durante un rito posterior.

—Necesito vendas y una camisa —dijo Henry.

—Lo siento, pero no hay tiempo. Te he liberado; es todo lo que puedo hacer por ti. Estamos a tres pisos de la calle. Fuiste traído a este mundo a través de la Oficina de Gestión de Correos Sulie, a dos millargas de aquí. Ve siempre hacia el sur. Que la suerte te sonría.

El hombre se apartó de Henry como un rayo y se dirigió hacia una pequeña mesa abarrotada de jarras, botellas y cuencos. Había una gran esponja naranja en una esquina. Henry observó al hombre elegir una jarra e introducir un dedo en ella con mucho cuidado. Después se giro hacia él.

—¡Largo de aquí! —dijo, y se metió el dedo bajo la lengua.

Durante un momento, el hombre se quedó mirando a Henry fijamente a los ojos y, de repente, le empezaron a temblar las piernas. El hombre se tambaleó y se agarró a la mesa, derramando las botellas y los cuencos sobre el suelo de piedra. El cristal se hizo añicos y las esquirlas salieron disparadas hacia los pies desnudos de Henry. El hombrecillo se desplomó sobre aquel caos, pataleando. Un segundo después, el hombre se quedó inmóvil y su pausada respiración fue el único sonido que se escuchó en la habitación.

A Henry le ardían los ojos y las lágrimas se derramaban a chorros por sus mejillas, pero no le importó. Volvía a ver, y tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Trató de mantener el equilibrio sobre sus doloridos pies. Tenía que encontrar las escaleras, tenía que bajar tres tramos sin que lo descubrieran y llegar a la calle. Después, tenía que descubrir dónde quedaba el sur y encontrar una oficina de correos que estaba a unas dos millas de allí. Cuando la hubiera encontrado, probablemente tendría que enfrentarse todavía a más problemas, pero no tenía intención de preocuparse de aquello por el momento.

Henry no recordaba lo que llevaba puesto cuando se fue a dormir; pero ahora llevaba unos ásperos pantalones de lona que le llegaban un poco más abajo de las rodillas. La cintura, lo suficientemente ancha como para que entraran dos personas como él, se ceñía a su cuerpo con una soga. Aparte de los moratones que le habían producido las ataduras durante el secuestro y los cortes en el vientre, aquellos pantalones eran su única ropa.

Henry trató de caminar, pero notaba las articulaciones comprimidas, lentas y llenas de líquido. Le zumbaba la cabeza, el corazón le palpitaba desbocado y el frío suelo de piedra se le antojaba en aquel momento la cama más mullida y acogedora del mundo. Había sobrevivido al deformasmo, pero estaba destrozado. Todo aquello de la segunda visión era absurdo. De hecho, la única visión que tenía había empeorado. Bajó la vista hacia la quemadura que tenía en la palma de la mano; parecía que de ella emanara energía vital, dorada y brillante, que contaba la historia de fuego. Vio cómo la marca crecía con una explosión verde, la observó arder y reducirse a una ceniza suave. De la ceniza renació de nuevo el verde, y así una y otra vez, ardiendo, muriendo y volviendo a renacer. Henry llevaba aquella historia, aquella vida, bordada en la piel.

Se enderezó como pudo, la cabeza le zumbaba más que nunca. La habitación estaba desenfocada, gris. El suelo se deslizaba bajo sus pies, las paredes ondeaban y volvían a su lugar, y Henry comprendió que aquel tipo de energía vital, la vida que emanaba de la palma de su mano, estaba en todas las cosas, moviéndose a su alrededor, palabras y historias contorsionándose, contándose a sí mismas, siendo contadas. Podía aceptar aquella energía vital y dejarse llevar. Si lo hacía, su alma se dividiría en dos; sería como adentrarse en una catarata, en un río desbocado, sería como tratar de contener el río Niágara dentro de su cabeza.

Henry cerró los ojos, trató de mantener el equilibrio y respiró hondo, concentrándose en el zumbido de sus oídos y los latidos de sus sienes. Le dolía todo, y mirarse la cicatriz solo empeoraba las cosas. Nunca había visto ni sentido algo así, algo tan sobrecogedora-mente hermoso y peligroso al mismo tiempo, como un acantilado que te invitara a saltar, una sinuosa serpiente que te tentara a tocar su pulida piel, una violenta marejada seduciéndote para que te sumergieras en ella.

Tenía que mover su amoratado cuerpo. Henry se alejó de la mesa cojeando; tenía que volver a Kansas, allí podría coger dientes de león. O a Badon Hill. A cualquier sitio que no fuera aquel. De repente, paró en seco. ¿Habría llegado hasta allí con su mochila? Los diarios del abuelo, las combinaciones, se perderían para siempre si se marchaba sin ellos. Esforzándose por enfocar en el plano correcto, echó un vistazo a su alrededor. Se fijó por primera vez en los cuadros con diagramas y en los tapices que colgaban de la pared. Estaban alineados unos sobre otros, llegaban hasta el techo y parecían estar sujetos con cadenas, quizá para mantenerlos tensos cuando se colara aire por las ventanas abiertas. Una enorme caja de hierro ocupaba una de las esquinas.

El hombre respiraba pesadamente, pero bajo su cabeza se había formado un charco de sangre que estaba empezando a expandirse y a cargar el ambiente. No había armarios, a excepción de la caja de hierro, ni tampoco estanterías. El único mobiliario lo conformaban la caótica mesa de los frascos y la mesa a la que lo habían atado. Más allá de las piernas del hombre, bajo la mesa de las pociones, había una caja con rejillas a los lados.

Henry se abrió camino entre los cristales rotos y giró la caja para poder mirar dentro. En lo alto había unos pantalones de pijama grises hechos un gurruño junto con su ropa interior. Bajo ellos, encontró una camiseta blanca y su mochila, pero no vio los zapatos por ningún lado.

Se puso la camiseta de un tirón y, cuando la tela le rozó las heridas, se contrajo. No de dolor, en realidad el dolor era muy leve, sino porque pensó que la ondulación de la tela contra las heridas, pegándose y despegándose, iba a dolerle. Desabrochó la cremallera de la mochila y miró dentro. Allí estaban los diarios del abuelo, sujetos con una goma elástica, y la linterna junto a ellos. Henry deslizó un hombro dentro de una de las asas de la mochila y caminó de puntillas hacia la puerta. Tenía la mano en el picaporte cuando escuchó voces. Una voz.

—Mi hijo se llamará Jerjes. No aceptaré otro nombre. Y todos los hermanos del aquelarre deberán presentarle sus ofrendas.

Henry inspeccionó la habitación, desesperado. Quizá pudiera esconderse tras los diagramas. Lo más probable es que la caja de hierro estuviera cerrada. Sintió el picaporte moverse contra su mano. Henry dio un salto en dirección a la esquina y la puerta dio de bruces contra su cara.

Un criado bajito y con una túnica gris entró en la habitación y se situó de espaldas a la pared que había junto a Henry, manteniendo la puerta abierta. El muchacho le estaba respirando directamente en el hombro. No podía apretarse más contra la pared, así que se mordió los labios y rezó para que no lo descubrieran.

Darius, ataviado con capa y sombrero, irrumpió en la habitación.

Desde detrás de la puerta Henry solo alcanzaba a ver la cabeza y el hombro derecho del gigantesco hombre. Habría dado lo que fuera por encogerse, por mimetizarse con la pared o con la túnica del criado. Si el brujo se giraba, si se le ocurría mirar en dirección al criado… Henry no quiso terminar aquel pensamiento.

—Pero, ¿qué es esto? —preguntó una voz desde el rellano.

Darius no dijo una palabra. Avanzó un paso, apareciendo en su campo de visión, y se quedó petrificado. El hombre se volvió y se quedó de lado, y Henry observó su perfil aguileño, sus pobladas patillas y su protuberante barbilla. El gigante se quitó el sombrero de peregrino y se pasó una mano enguantada por el abundante cabello.

Henry parpadeó. Darius estaba envuelto en una luz tenue que silueteaba su rostro, sus piernas, todo su cuerpo. Henry pestañeó de nuevo y entonces, vio.

Darius se quitó la capa con un golpe de hombros y la arrojó contra el suelo, furioso. En realidad, no era tan gigantesco. Era alto y tenía la piel muy tersa sobre los huesos. Su pelo era lacio y se arremolinaba en mechones dispersos en torno a su coronilla, completamente calva, y dos enormes orejas le despuntaban a los lados del cráneo. Su aguileña nariz, larguísima, se curvaba hacia la boca y, bajo ella, no había barbilla. La boca se difuminaba en su cuello y, donde hubiera debido estar la barbilla, había un enorme trozo de hueso, o de marfil, tallado con la forma de una prominente mandíbula, sujeto a la parte posterior de su cabeza con una cuerda.

—¡Arriba! ¡Levantadlo! —chilló Darius.

Un hombre gordísimo, el dueño de la voz del rellano, entró corriendo en la habitación y se echó sobre su cuerpo. Henry observó las piernas de Darius mientras iba y venía por la habitación. No eran las piernas fuertes y musculosas que Darius proyectaba: le bailaban dentro de las botas y, a aquella distancia, la tela de la parte trasera de sus pantalones ondeaba, vacía.

—No se despierta —dijo el gordo—. Aun así, el muchacho no puede haber huido muy lejos.

—¡No es ningún muchacho! —rugió Darius—. ¡Es mi hijo! ¡Mi sangre corre por sus venas!

—Aún no —puntualizó el gordo en voz baja.

Darius lo ignoró.

—Su sangre añeja, su antigua gente, debe haber hecho esto. No puede haberse liberado solo. No conté con un rescate —Darius dio un paso atrás y salió del campo de visión de Henry, dirigiéndose a la puerta—. Ven conmigo —dijo—, y manda buscar al esclavo de las piernas rosas.

El gordo corrió tras Darius.

—Ocúpate de Seer Hamon —dijo cuando se iban—. Que lo bañen y lo examinen.

El criado de la túnica asintió y se dirigió hacia el cuerpo del hombre que yacía en el suelo y que ahora roncaba. Henry tragó saliva y sintió cómo la adrenalina corría por sus maltrechas articulaciones. Dio un paso adelante, atravesó la puerta y se deslizó en el rellano. La larguirucha figura de Darius, desprovista dela capa y el sombrero, se alejó dando grandes zancadas y giró la esquina. El gordo lo siguió, rápido como una flecha.

Henry apoyó la mano en el picaporte de la puerta contigua y se deslizó a través de ella.