CAPÍTULO 6

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Henry estaba petrificado. No podía girarse, no podía volverse, no podía ni siquiera mover los ojos. Su mirada se había quedado atrapada en la de aquel colosal hombre, clavada en la negrura absoluta de sus pupilas. Podía sentir el calor, la comezón que le producía la viscosa quemadura del hombre abriéndose paso a través de sus hombros, penetrándole en los huesos.

Los huesos de su sueño.

Aterrorizado y petrificado, Henry empezó a ponerse furioso. Aquella pesadilla era su pesadilla. Y, si quería, podía cambiarla.

—Soy yo quien te está soñando —les dijo a los ojos negros.

No veía nada más.

—Yo, tú —respondieron los ojos.

—Puedo moverme —dijo Henry—, puedo irme.

Pero no podía. Los ojos negros sonreían.

De repente, con la furia propia de un animal atrapado, el cuerpo de Henry dio un ligero respingo. Estaba consiguiendo moverse. Dio un paso adelante, aún mirando fijamente a los ojos negros. Ya no sonreían.

Los dientes de Henry rechinaron.

—¡Vete! —dijo, y algo en su mente se liberó, dándole la oportunidad de dibujar un nuevo sueño.

El brazo de Darius se apartó de su hombro cuando el gigante dio un paso atrás. El brazo se sacudió y el hombre se quitó el sombrero. El gigante habló. O, al menos, una voz que parecía la suya lo hizo, porque tenía la boca completamente cerrada.

—Peregrino soy —dijo—, y errante voy por el camino. En abril, aguas mil —El hombre se volvió y dio un paso en dirección a la colina—, marzo ventoso, abril lluvioso, dejan a mayo… —Estaba tratando de resistirse a los pensamientos que Henry le imponía— florido y… —El hombre ya estaba en lo alto del montículo—, ¡hermoso!

Pero no rodó colina abajo, como Henry hubiera querido. La realidad del sueño sufrió una sacudida y el mar y las nubes errantes desaparecieron. El hombre se mantuvo erguido en medio de la negrura, mirando a Henry fijamente a los ojos.

—Tu sueño ha sido sellado. Un camino ha sido dispuesto. Vendrás conmigo.

—¡Puedo despertarme! —chilló Henry—. ¡Sé que puedo!

—Te despertarás —dijo Darius— pero, ¿dónde?

De repente, el hombre desapareció y Badon Hill se esfumó con él. Por un momento, Henry se aferró al tacto del musgo. La negrura lo rodeaba, pero el verde y húmedo frescor que sentía bajo sus pies, el comienzo de su sueño, permaneció con él.

Escuchó el eco de un chasquido lejano, seguido de la voz de Richard.

—¿Henry? ¿Henry? ¿Estás preparado? ¿Te encuentras bien? —susurró Richard.

La voz se desvaneció. El eco murió. El musgo desapareció. A pesar de todo, Henry seguía dormido.

* * *

Richard no había pegado ojo en toda la noche. Desde que llegó a Kansas, había tratado de no despegarse de los talones de Henry, pero esta era la primera vez que lo acompañaba por deseo expreso del chico. Ahora estaba tumbado dentro de un saco de dormir sobre un montón de mantas que le hacían las veces de colchón, esperando a que Henry lo llamara.

Henry hacía mucho ruido cuando dormía; se quejaba, protestaba y, a veces, daba patadas. Las patadas hacían que el suelo temblara. Aquella noche, Richard se había levantado dos veces para comprobar si estaba bien. En ambas ocasiones había abierto un poco las puertas del cuarto para mirar con disimulo. La verdad es que no se veía nada, pero sí se escuchaba mejor. Las dos veces se cercioró de que Henry no estaba despierto. La tercera vez, sin embargo, Henry parecía furioso. Furioso y dolorido. Y se escuchó un chasquido. Quizá le hubiera dado una patada a algo y se hubiera hecho daño en el pie.

—¿Henry? —susurró Richard—. ¿Henry? ¿Estás preparado? ¿Te encuentras bien?

El muchacho no obtuvo respuesta.

Richard se deslizó sigilosamente dentro de la habitación y cerró las puertas tras de sí. El aire estaba cargado, pero no se oía ni un solo ruido. Henry había dejado de murmurar. También había dejado de moverse.

Richard encendió la lamparita de noche y observó a su amigo. Henry aferraba la mochila contra su pecho y cerraba los párpados con fuerza. Sus ojos estaban empezando a rezumar legañas otra vez, pero no parecían hinchados. Richard se inclinó hacia él, se los tocó con cuidado y se alegró de que no parecieran dañados.

Algo en el aire se movía. Una potente ráfaga proveniente de las puertas lo golpeó, produciendo un silbido. El buzón de correos estaba abierto. De repente, una sacudida hizo que la habitación se tornara borrosa. Richard sintió como si se hubiera dejado el estómago olvidado en alguna otra parte mientras volaba en dirección a la pared de las puertas. Se precipitaba hacia ella tan deprisa que no pudo ni siquiera estirar los brazos para amortiguar el golpe, aunque lo intentó.

Lo cierto es que no le hubiera hecho falta, porque antes de golpearse contra la pared ya estaba inconsciente. Aunque en realidad, no chocó contra ella, sino que la atravesó y apareció en otra habitación, golpeándose contra la pared de algún otro lugar.

Envuelto en un remolino de polvo, su cuerpo cayó limpiamente sobre el de Henry y ambos chicos quedaron tumbados, totalmente ajenos a lo que pasaba, en el suelo de una habitación amarilla.

* * *

Henrietta se esforzó mucho en que sus hermanas se quedaran dormidas. No respondió a ninguna de las peguntas, comentarios y susurros de Anastasia. Incluso ignoró una vieja muñeca de trapo que su hermana le había quitado y que había estado arrastrando por el suelo toda la noche.

Cuando Anastasia se rindió, Henrietta trató de ocuparse de Penny, usando su mejor voz de agotamiento extremo.

—Penny, ¿hasta cuándo vas a tener encendida la lamparita de noche?

—No da tanta luz —dijo Penny—. Puedes darte la vuelta.

Henrietta suspiró y se giró, esforzándose en hacer mucho ruido.

—Pero, ¿hasta cuándo? —preguntó—. No pretenderás volver a quedarte despierta hasta las cuatro, ¿no? Todavía me acuerdo de cuando te leíste aquel viejo libro, La rosa negra. No hubo quien te aguantara durante días.

—Aquello fue porque el libro era un asco.

—Tú sí que eras un asco —rió Anastasia—. ¿A que sí, Henrietta?

Henrietta la ignoró.

—¿Hasta cuándo, Penny? —volvió a preguntar.

Penélope cerró el libro con un golpe seco.

—Buenas noches —dijo, y apagó la luz.

—¿Henrietta? —dijo Anastasia—. ¿Henrietta?

Henrietta no contestó.

Cuando estuvo segura de que la respiración de sus hermanas era profunda, Henrietta salió con sigilo de la cama y abrió la puerta de su dormitorio, que crujió levemente. Se puso unos vaqueros y situó sus zapatos junto a la cama. Finalmente, se colocó en una posición desde la que podría ver a Richard y Henry cuando llegaran al rellano. Ya los estaba escuchando hablar en el piso de arriba. Hablar y dar golpes. No es que estuvieran siendo sigilosos, precisamente.

Henrietta esperó. Trató de ser paciente y esperar un poco más. Se levantó, abrió un poco más la puerta y volvió a meterse en la cama. De repente, el ático se había quedado silencioso, y la niña trató con todas sus fuerzas de no dejarse llevar por los nervios. Cuando consideró que se había sacudido suficientes veces para mantenerse despierta, se sentó en la cama, se abrazó las rodillas, apoyó la espalda contra la pared y, mirando fijamente la puerta, se quedó dormida.

* * *

Cuando se despertó, a Henrietta le dolía la cabeza. Estaba echada sobre la espalda, con la cabeza apoyada en el panel que había a los pies de su cama y con una pierna aprisionada contra la pared.

Anastasia roncaba y Penny estaba enterrada bajo las mantas. La luz grisácea del amanecer se filtraba a través del dormitorio, bañando el rellano.

Henrietta se incorporó, dolorida. Tan sigilosamente como pudo, pasó las piernas por encima del panel de madera a los pies de su cama y se balanceó sobre él para incorporarse. Se frotó el cuello y se dirigió de puntillas hacia la puerta para mirar al descansillo. Estaba vacío y la puerta de la habitación del abuelo estaba cerrada. Henrietta se deslizó fuera de la habitación, cerrando la puerta tras de sí, y corrió hacia el cuarto del abuelo. Posó la mano en la puerta y la empujó, pero no cedió lo más mínimo. Se acercó un poco más y apoyó la oreja contra ella, pero no se escuchaba nada más que los crujidos de las juntas de la casa bajo sus pies.

Sintiéndose frustrada por haberse quedado dormida y, para compensar la frustración, cada vez más enfadada con Henry, se dirigió a las escaleras del ático, contuvo el aliento y empezó a subirlas apoyando los dedos de los pies en el borde de los escalones para hacer el mínimo ruido posible. Cuando su cabeza asomó por el ático, la niña se paró e inspeccionó el saco de dormir de Richard bajo la tenue luz. Esperó un momento, dio un paso más e inspeccionó de nuevo. El saco estaba lo suficientemente hinchado como para que el chico estuviera dentro, pero no se escuchaba el sonido de su respiración, ni había ningún signo de movimiento. Recorrió con rapidez los pocos centímetros que le quedaban para llegar al cuarto de Henry y se quedó de pie frente a las puertas del dormitorio de su primo. El saco arrugado que había a sus espaldas estaba vacío.

Al primer empujón, las puertas de la habitación de Henry cedieron, pero no llegaron a abrirse. Henrietta se echó sobre ellas, pero en lugar de abrirlas, rebotó contra ellas. La niña acercó los labios a la rendija que quedaba entre las puertas y susurró.

—¿Henry? ¿Henry?

Al no obtener respuesta, la niña dio un paso atrás y se abalanzó contra las puertas, embistiéndolas con el hombro. Se abrieron con un plop y Henrietta entró en la habitación.

La lamparita estaba encendida, pero se había caído. Las mantas de Henry estaban hechas un gurruño junto a la pared. La cama estaba vacía y el suelo estaba desnudo. Henrietta se sentó en la cama y levantó la almohada. El diario ya no estaba allí, aunque las cartas sí y, sobre ellas, la llave.

Bueno, por lo menos se la habían dejado. Henrietta pretendía alcanzarlos todo lo rápido que pudiera. No faltaba mucho para que los demás se despertaran y se preguntaran dónde se habían metido.

Henrietta sonrió y bajó de puntillas las escaleras del ático. Cuando los encontrara, fingiría tener un aspecto totalmente inocente. Hey, chicos, pensaba que igual queríais volver. Es casi la hora del desayuno.

Cuando estuvo en el piso de abajo, se dirigió hacia la puerta de su dormitorio, giró el pomo con cuidado y se deslizó dentro. Sus zapatos seguían en el suelo. Sin preocuparse de ponerse los calcetines, embutió los pies en ellos y salió a hurtadillas, pasando por delante del dormitorio de sus padres y del baño. Cuando estuvo frente al cuarto del abuelo, se hurgó en los bolsillos buscando la llave maestra.

Al entrar en la habitación, no pudo evitar hacer una pequeña inspección. Miró detrás de la puerta y al otro lado de la cama. La habitación siempre había parecido de otro mundo, pero bañada con la tenue luz del alba, le puso la piel de gallina. Además, el ambiente era frío, húmedo y olía a moho.

Los chicos habían dejado la puertecita de la pared abierta, lo que era de sentido común. Nadie en su sano juicio querría que se cerrara tras él, dejándole atrapado.

Henrietta se guardó la llave en el bolsillo y cerró la puerta del cuarto. Después, dio un paso hacia la puertecita de la pared y la alfombra chapoteó bajo sus pies; tenía el zapato encharcado, pero la desesperada fuga del barco le parecía ya algo muy lejano.

La niña atravesó de puntillas el charco que había bajo la alfombra, se agachó frente a la puertecita y se deslizó dentro.

* * *

La música empezó exactamente igual que la última vez que Henrietta había estado en FitzFaeren. Envuelta en la oscuridad, escuchó los violines y la melodía del baile que sus cuerdas pautaban.

Cuando alcanzó el fondo de la puerta con la cabeza, la empujó sin dudar ni un instante. Allí, frente a ella, se dibujaba la escena que tantas ganas había tenido de volver a presenciar. El salón, con sus enormes vigas, resplandecía bajo la luz de las cientos de velas que, desde los candelabros, iluminaban los frescos de paredes y columnas. Los altísimos ventanales estaban revestidos de noche, pero reflejaban el torbellino de los bailarines en la sala.

Henrietta sabía que no podía quedarse observando; si pretendía aguarle la exploración solitaria a Henry, tenía que encontrarlo pronto. Esperar demasiado implicaría que tendría que aguantar la misma bronca que Richard y Henry. Más bronca, incluso, porque su padre sería más duro con ella que con los chicos.

Así que observó una vez más a las pequeñas bailarinas revolotear envueltas en aquellos vestidos más brillantes y suaves que cualquier flor, y a los hombrecitos engalanados con chaquetas cortas de mangas acampanadas. Henrietta inspeccionó la habitación buscando la cara de Eli entre los bailarines y, cuando dio con él, se aferró al extremo de la puerta que conectaba con FitzFaeren y se impulsó hacia fuera.

La música cesó. Las velas desaparecieron, al igual que la gente, las ventanas, la noche y la mayor parte del tejado y del piso. Se sintió como si estuviera dentro del esqueleto de una enorme ballena. Las vigas acanaladas todavía salpicaban el salón, elevándose cuatro o cinco pisos sobre su cabeza. La luz se colaba entre las nubes, bañando el suelo del Salón de Baile; la madera que iluminaba en su recorrido, cuyos ricos esmaltes e incrustaciones una vez refulgieron bajo esa misma luz, ahora estaba opaca, podrida, descolorida, salpicada de manchas grises.

Muy por encima de ella, Henrietta escuchó el alboroto de las palomas. Aquel era un sonido muy común en los graneros de Kansas; a Henrietta le gustaba porque le hacía sentir que el granero estaba vivo, que aún tenía una función. Pero allí sonaba como un insulto, como la profanación definitiva de FitzFaeren.

El abuelo había escrito que él había sido el culpable de la destrucción de aquel lugar. Henrietta se preguntó qué querría decir en realidad y deseó que estuviera equivocado.

Henry y Richard no estaban dentro de su campo visual, pero Henrietta no creía que anduvieran muy lejos, incluso aunque hubieran llegado allí hacía horas. Después de todo, Henry estaba ciego, y él sabía muy bien que aquel suelo tenía la resistencia de una tela de araña. Seguro que no le había metido mucha prisa a Richard.

En un primer momento, Henrietta se quedó quieta escuchando, esperando oír algún chasquido, un crujido que le diera una pista de qué camino tomar. Una brisa azuzó a las palomas pero, aparte de eso, aquel salón ruinoso estaba perfectamente estático y en completo silencio.

Tanteando con cuidado la superficie de suelo que había frente a ella, Henrietta se adentró en el salón. Algunos tablones de madera se quebraron, otros crujieron y se agrietaron. Cuando se alejó lo suficiente de la pared, se paró en medio del salón y giró sobre sí misma con mucho cuidado para inspeccionar los alrededores.

En torno al salón se abrían tres grandes puertas y, entre ellas, había una docena de puertas más pequeñas. Mientras giraba lentamente, Henrietta empezó a desanimarse. El salón era tan grande que era posible que, mientras buscaba a Henry y Richard en una dirección, ellos volvieran por el lado opuesto sin que ella se diera cuenta. Si eso ocurría, ellos nunca sabrían que Henrietta los había seguido y nada impediría que cambiaran la combinación de las brújulas, cerrando el pasaje y dejándola atrapada.

A pesar de que el armario por el que había accedido al salón estaba a menos de quince metros de ella, Henrietta sintió una oleada de miedo. Durante un instante pensó que lo mejor sería volver a casa, quitarse los zapatos y acurrucarse en la cama. Henry y Richard podían apañárselas solos. Justo entonces, escuchó un crujido seguido de risas y voces provenientes de una de las puertas grandes.

Estaban volviendo.

Henrietta se volvió en dirección al armario del que había salido y, cuando lo alcanzó, apoyó la espalda contra él, se cruzó de brazos y esperó.

Pero no vino nadie.

Henrietta volvió a escuchar las risas, pero no notó que se hubieran acercado lo más mínimo. Estaban tardando mucho. No le sorprendería que, a esas alturas, Anastasia ya hubiera descubierto que no estaban y toda la familia estuviera buscándolos, aterrorizada.

Sin apartarse de la pared, Henrietta empezó a bordear el salón en dirección a la puerta abierta. En su recorrido pasó por delante de hornacinas, pasillos y escaleras cegadas que ascendían por las paredes. Sus dedos palparon unas desgastadas esculturas que se deshacían en cuanto las tocaba. Delante de cada puerta sentía la tentación de aminorar el paso, de detenerse y mirar, pero solo se atrevía a dar un tímido vistazo y continuar, siempre en dirección a la gran puerta, al final del salón, de la que provenía el eco de las voces.

Rodear el salón le llevó más de lo que hubiera tardado en atravesarlo, pero así evitaba el riesgo de caer por los huecos que había en el centro de la sala. Finalmente llegó a su destino, se quedó quieta un momento, con la espalda apoyada contra una columna, y trató de poner en orden sus pensamientos y de ensayar lo que le diría a los chicos. De repente escuchó un ruido de pasos, unos pasos rítmicos que se disponían a atravesar la puerta en dirección a ella.

Aquello era cazar o ser cazado. Tenía que hacer algo y tenía que hacerlo ya. Inspiró profundamente, sonrió, atravesó la enorme puerta y se cruzó de brazos.

Henrietta se topó con dos hombres, no mucho más altos que ella, que la recorrieron con la mirada de pies a cabeza. Los dos lucían una barba corta y negra y parecían estar trabajando con palancas y martillos. Ambos se quedaron petrificados por la sorpresa.

—Vaya… —dijo Henrietta. Su sonrisa se volatilizó de inmediato, pero trató de recuperarla—. Solo estaba echando un vistazo.

Los hombres intercambiaron una mirada cómplice y asintieron. Acto seguido, empuñaron sus martillos y se dirigieron hacia Henrietta.