Henry se volvió y se colocó boca arriba, sin soltar la llave. No terminaba de creerse que Henrietta se la hubiera dado. Aunque, la verdad, no creía que le preocupara mucho que él la usara; a fin de cuentas estaba ciego. Podía permitirse el lujo de dejársela.
Sin pensar mucho lo que hacía, levantó la llave para observarla. Se sintió frustrado e insultado por haber olvidado un momento su ceguera y dejó caer el brazo sobre la cama. Según caía, vio algo moverse: sus ojos capturaron un desplazamiento. Balanceó el brazo y percibió una mancha difuminada donde suponía que debía estar su mano. Soltó la llave y mantuvo la mano firme y quieta frente a su cara. Era la mano que se había quemado. No era capaz de distinguir el brazo, ni la muñeca, ni nada del resto de la habitación. Pero en la nada infinita que se abría ante él, flotaba la quemadura. Solo que no era una simple quemadura: era un símbolo, un símbolo que se movía.
Henry no habría podido apartar los ojos de él ni aunque hubiera querido. Era como si no existiera nada más en el mundo, nada que mereciera la pena mirar. El símbolo contenía todos los colores, y parecían desprenderse de él a medida que se movía, pero no de una manera uniforme, sino por capas, contorsionándose y cambiando de forma como una serpiente luminosa, tratando de deletrear un alfabeto extraño. Pero, a pesar de aquello, el símbolo no cambiaba. Se mantenía intacto, atravesando estados de ánimo, años y épocas, hablando el lenguaje del ciclo de la vida, narrando una historia salpicada de verde, dorado y gris.
Henry sabía qué era. La cabeza le daba vueltas al mirarlo y le hacía recordar el dolor. Aquello era la imagen, la palabra, el nombre del diente de león, y él lo estaba observando de un modo único, de un modo en el que no había observado nada en su vida. Estaba aprehendiéndolo.
De repente, a Henry lo invadió el pánico, dejó caer la mano y la escondió bajo su pierna. Le dolía todo el cuerpo de mirar el símbolo y la mano le temblaba. Pero más que el dolor, lo que realmente le aterrorizaba era su total incapacidad para comprender lo que le había pasado.
Lo recordaba todo. Recordaba a Henrietta cavando en la tierra para encontrar la llave, recordaba la tormenta, el viento y los campos de trigo dorados por el sol. Recordaba haber visto un diente de león que brillaba. Lo había observado, se había estremecido, lo había vuelto a mirar y, entonces, se había atrevido a tocarlo. Después, Henrietta lo había sacudido para despertarlo. Y se había quedado ciego.
Henry ya había presenciado magia: dormía junto a un centenar de puertas cuya existencia no podía explicarse más que en términos mágicos, había visto el hacha del tío Frank derrotada por la magia, la sangre de una bruja le había producido quemaduras en el mentón, había visto las perneras de un cartero desconocido a través de un buzón que daba a un mundo mágico en su cuarto y había aspirado el olor de Badon Hill. Y, a pesar de todo, para Henry la magia todavía era algo malo, retorcido, peligroso, algo que podía mantenerse oculto al otro lado de la pared si no olvidabas atornillar bien las puertas.
Los dientes de león, sin embargo, no eran mágicos, no podían serlo. Los dientes de león eran de este mundo, eran reales. No podías mantenerlos encerrados en otra dimensión o evitar que crecieran en tu jardín. Si ellos eran mágicos, entonces, todo lo era.
Henry tuvo escalofríos, sintió que se ahogaba y cayó al suelo. Iba a vomitar. No era la primera vez que lo hacía en aquella habitación, aterrorizado por una realidad que no se parecía a nada que hubiera conocido antes. Se estaba volviendo loco. O el mundo se estaba volviendo loco. No había más alternativas, pero ninguna de las dos le gustaba.
Cuerdo o no, vomitar no le hacía ninguna gracia. Se sentó apoyando las rodillas en el suelo y trató de respirar como haría una persona en su sano juicio, con inspiraciones lentas, largas, pausadas. Se sintió mejor, pero pensó que quizá sería buena idea ver a un psiquiatra. Probablemente tenía algún problema mental. ¿Qué tipo de persona ciega podía ver solo una quemadura? Una quemadura producida por un diente de león.
La puerta de su cuarto chirrió al abrirse y Henry levantó la cabeza.
—¿Henrietta? —preguntó—. ¿Richard?
Escuchó una criatura resoplar y se relajó.
—Ven aquí —dijo, y acercó la mano sana en dirección al resoplido, esperando que la piel terrosa del raggant la rozara.
En vez de eso, algo duro y romo, ligeramente desgastado, se frotó contra su palma. Henry agarró al animal por el cuerno, deslizó la mano sobre su cabeza y le rascó entre las orejas enroscadas. Sintió un pelaje sedoso frotarse contra su otra mano; Blake, el gato, debía haber subido con el raggant al ático. A pesar de estar ciego, loco y tener el estómago encogido, Henry sonrió. Cogió a ambos animales, los abrazó contra él como si fueran amuletos contra el pánico y se tendió en la cama para poder pensar.
Henry acariciaba la espalda del raggant con una mano mientras Blake le lamía la otra. El mundo se había vuelto loco; a él nunca se le hubiera ocurrido ponerle alas a un rinoceronte en miniatura, ni hacer la lengua de los gatos de papel de lija. Yo soy normal, pensó Henry. Normal, normal, normal. Como los dientes de león.
Henry había llegado a la conclusión de que tenía tres opciones. Podía explorar las puertas estando cié-go, en cuyo caso probablemente moriría o se perdería para siempre, aunque la verdad era que, en aquel momento, no le parecía una opción demasiado terrible. También podía esperar que sus padres, o uno de sus padres, o uno de sus abogados, vinieran a recogerlo. Podía dejar al raggant en Kansas y no volver a mencionar nunca más el loco episodio del diente de león. Si recuperaba la vista, podría volver a Kansas cuando tuviera dieciocho años. Si no la recuperaba, sus padres le obligarían a pasar un montón de tiempo en la consulta de algún psiquiatra. Y la tercera opción: podía pedirle a Henrietta que le ayudara a averiguar de dónde venía. La verdad es que no tenía muy claro que ninguna de las opciones fuera a serle de ayuda. Henry solo quería ver. Ya fuera en Kansas, en Boston o en Badon Hill, lo único que quería es que sus ojos volvieran a funcionar. Lo peor de todo es que no tenía con quién hablar de aquello.
Henry suspiró. Deseó haber leído más del diario del abuelo. Había ojeado la mayor parte del cuaderno buscando su nombre, pero la verdad es que no había tenido mucha prisa por leerlo entero. No le gustaban las puertas y, por lo que había deducido, tampoco le gustaba demasiado el abuelo. Había pretendido leerlo entero antes de llevar a cabo la primera incursión, pero lo cierto es que no había tenido ninguna intención de explorar, aunque sí le hubiera gustado ir a Badon Hill.
Fuera como fuere ahora no podía revisar el diario. Podía pedirle a Anastasia que se lo leyera, pero aquello sería una auténtica tortura china. Penny se empeñaría en contárselo todo a sus padres; Henry no creía que al tío Frank le importara que se quedara con él pero a la tía Dotty sí que le importaría, y se encargaría personalmente de parar los pies a cualquiera que pretendiera leerlo. Y no le apetecía tener que volver a enfrentarse con Henrietta por el momento.
De todas maneras, el diario no le sería de mucha ayuda. Necesitaba a alguien que pudiera explicarle lo que le estaba pasando, alguien que le dijera por qué no podía ver nada más que aquella quemadura flotando en medio de la oscuridad como si fuera algo vivo. O al menos alguien que, aunque no supiera por qué le estaba sucediendo aquello, pudiera decirle qué hacer, alguien que le preparara una pócima vomitiva y le obligara a bailar alrededor de una calavera de mono agitando unos cuantos huesos.
Necesitaba a alguien mágico, no a un ridículo chamán vestido con papel maché y que hiciera numeritos para los turistas como los que había visto en los videos que sus padres traían de sus viajes, sino a alguien mágico de verdad, mágico como… no se le ocurría como qué. Como el viento. Como la tormenta y los colores del cielo, como el diente de león. Una magia que fuera capaz de transformarte, la misma magia que hacía que las orugas se convirtieran en mariposas, los renacuajos en sapos y los árboles muertos en carbón o en diamantes. Necesitaba a alguien que fuera capaz de hacer que la madera resistiese los dientes de una sierra eléctrica.
Henry se sentó y el raggant se deslizó de su regazo al suelo como si fuera un saco de arena. El animal gruñó, resopló dos veces y siguió roncando.
De repente, a Henry se le ocurrió quién podría ayudarlo: Eli, el hombrecillo que había mantenido cerrada la puerta de la habitación del abuelo durante dos años. Él había conocido al abuelo. Puede que incluso supiera cómo había llegado Henry a Kansas, o de qué puerta provenía. Si Henrietta no lo hubiera perseguido por todo FitzFaeren, Henry tendría las respuestas que necesitaba en lugar de estar allí, ciego y con menos de dos semanas para averiguar quién era realmente y de dónde venía.
No tenía que explorar las puertas. Lo que tenía que hacer era buscar a Eli en FitzFaeren. Y debía leer el diario del abuelo antes de buscarlo. Necesitaba que alguien se lo leyera en voz alta. Henry se levantó y tanteó buscando las puertas de su cuarto. Cuando las encontró, salió del ático con decisión.
—¡Richard! —gritó.
Mientras esperaba una respuesta, levantó la mano y la observó. El alma del diente de león flotaba en el espacio.
* * *
Henrietta se repanchingó en el suelo junto a la televisión en silencio mientras pasaban los anuncios. Su madre, de pie detrás del sofá, llevaba puestos unos guantes amarillos mojados de haber estado limpiando con ellos el fregadero. Su padre estaba sentado en el sofá, entre Richard y Anastasia, y Penny también estaba en el suelo, leyendo. Penny siempre estaba leyendo.
—Deberíamos subirle algo de comer —dijo Dotty—. Tiene que comer y alguien debería hacerle compañía, no es bueno que esté solo.
—Yo iré a hacerle compañía —dijo Richard.
Frank dio una palmada en la rodilla al chico. Llevaba las viejas mallas rosas de Anastasia.
—Quédate aquí, de momento —le dijo Frank.
Frank giró la cabeza para mirar a su mujer, de pie tras él.
—Dots, nos hemos pasado el día entero toqueteándole y respirándole encima, eso cuando no había alguien sacándole sangre, poniéndole tubos, obligándole a hacer pis en un vaso o hurgándole los globos oculares. Si el muchacho necesita espacio, no podemos culparle por ello. Podemos llevarle algo de picar en un rato.
—¿Tú crees que estará bien? —le preguntó Dotty.
Frank bajó la vista.
—No —dijo—, no creo que esté bien. Tienen que verle más médicos, y tendrán que seguir viéndole médicos hasta que dé con uno que le diga que no está chalado y que lo que ha pasado es que se le ha metido un bichito en el cerebro y le ha pisado el circuito equivocado. Henry todavía tiene un montón de pinchazos por delante, pero no tienen por qué empezar hasta mañana.
—¿Eso puede pasar? —preguntó Anastasia—. ¿Que se te meta un bicho en el cerebro?
—No —dijo Dotty—, no puede pasar.
—A veces pasa —asintió Frank.
—Tendrías que inhalar un huevo, o algo así —le dijo Penny—. Cuando eclosionan, las larvas trepan por la cavidad nasal y se te meten en el cerebro.
Penélope soltó el libro.
—Papá, yo puedo ir a leerle. No le agobiaré.
Frank sacudió la cabeza.
—Frank, yo también estoy muy preocupada por él —Dotty se llevó una mano enguantada a la frente—, pero Henry no tiene un bicho en el cerebro.
—Algo tiene —dijo Frank. Echó el brazo hacia atrás, tanteó a ciegas y cogió a su mujer de la mano—. En un rato iré a ver qué tal está.
—¡Richard!
La voz de Henry atravesó la habitación.
Richard dio un respingo en el sillón y miró a Frank, que asintió y sonrió al enclenque chico de las piernas rosas. Richard saltó por encima de Henrietta y se dirigió a las escaleras. Un minuto después, el sonido de la televisión había vuelto, Dotty había salido de la habitación y Henrietta aprovechó para ponerse de rodillas, arrastrarse sigilosamente hacia la puerta, levantarse y seguirlo.
* * *
A Henrietta no le hizo falta subir las escaleras del ático; escuchaba perfectamente lo que decían desde el rellano.
—No —dijo Henry—. No nos vamos para siempre. Solo vamos a inspeccionar un poco. Bueno, en realidad, quiero que tú inspecciones por mí.
—¿Qué acaecerá si lo encontramos esta noche? —preguntó Richard—. ¿Lo perseguiremos como hizo Henrietta?
—No. No lo perseguiremos como hizo Henrietta. Solo quiero hablar con él. De todos modos, no creo que lo encontremos.
—Entonces, ¿por qué razón habríamos de indagar?
—Escúchame, Richard. Quiero encontrar a Eli, pero no quiero precipitarme de nuevo a la hora de explorar un mundo extraño. Primero tenemos que investigar, hacernos una idea de cómo es el lugar, si es de noche, si es de día, todas esas cosas. No vamos a perseguir a nadie en la oscuridad. No en ese lugar.
—Deberíamos hablar con Henrietta —dijo Richard—; ella conoce el sitio.
—Yo también. Tuve que rescatarla cuando se quedó allí atrapada. Ya te sabes la historia.
—Y yo salvé tu vida cuando te quedaste atrapado.
—Sí —dijo Henry—, algo así.
—Y entonces, ¿por qué no pedirle ayuda?
—Porque —dijo Henry— necesito a alguien que haga lo que yo le diga. Estoy ciego, Richard. Ella saldría corriendo en cuanto viera algo que le llamara la atención y me dejaría solo en la oscuridad. En cuanto viera cualquier cosa extraña, vaya. Por eso no le pido ayuda.
—De acuerdo —dijo Richard—. Y quieres que robe una luz, ¿no es así?
—Una linterna, sí. Y pilas. ¿Podrás hacerlo sin que te pillen?
—En mi antigua morada, una vez tuve una liebre celada en la camisa durante cuatro días sin que nadie se percatara de ello.
—¿Una liendre? ¿De las del pelo?
—No, una liebre, de las que saltan. Desgraciadamente, la hallaron y obligaron al cocinero a preparármela estofada.
—Vaya —dijo Henry—, lo siento. Tengo algo que necesito que me leas. Ahora date prisa; coge la linterna y ven corriendo.
Henrietta escuchó a Richard salir del ático, atravesó el rellano a toda prisa y se escabulló hacia su cuarto antes de que Richard alcanzara las escaleras. Quizá pudiera agarrarlo por sorpresa y obligarlo a que no dijera nada, así podría ir con ellos. En definitiva, Henry estaba ciego, puede que no se diera cuenta de que ella los acompañaba. Aunque quizá fuera más divertido pillarlos in fraganti y ver cómo Henry trataba de justificar haberla excluido del plan. O, mejor aún, podía contárselo a su padre y dejar que él los descubriera con las manos en la masa. Aunque, en ese caso, no podría volver a visitar FitzFaeren, porque allí era donde se dirigían; allí era donde ella se había quedado atrapada, donde Eli se le había escapado. Sabía que no lo encontrarían, hacía mucho de aquello. Pero aunque se lo encontraran allí, en el centro del Salón de Baile en ruinas, no tenían ninguna posibilidad de alcanzarlo. No si ella no lo había conseguido.
Richard pasó por delante de su cuarto y Henrietta lo dejó marchar. Había decidido seguirlos de incógnito.
* * *
La voz de Richard era terriblemente molesta; el muchacho no era capaz de leer en voz alta sin elevar el tono hasta el techo y hacer que las vocales reverberaran en su nariz. Henry trató de prestar atención a la parte del funcionamiento de las puertas, pero no conseguía concentrarse. Además, el estilo del abuelo, al menos cuando Richard leía, parecía no tener pausas.
Se quedó dormido dos veces hasta que, finalmente, rodó en la cama para alcanzar a Richard y le tapó la boca con la mano.
—Gracias —le dijo—. Ya te puedes ir a dormir. Te despertaré más tarde.
Richard le pasó el diario y le susurró algo acerca de lo emocionado que estaba por la inminente exploración.
—Sí, sí, claro —dijo Henry—. Cierra bien la puerta, por favor.
La puerta hizo clic al cerrarse y Henry deslizó el diario dentro de una mochila que solo contenía una linterna. La llave todavía estaba bajo su almohada. No tenía intención de llevársela a FitzFaeren; si pasaba algo malo, que no tendría por qué pasar, el tío Frank debería poder entrar en la habitación del abuelo.
Tumbado de espaldas, con la mochila sobre el pecho, Henry cruzó los brazos y se quedó quieto. Ya le había pedido a Richard que marcara la combinación correcta con las brújulas y que le colocara los zapatos junto a la cama. Todo estaba preparado. Era la vez que mejor se sentía desde que el tío Frank le dio la carta del abogado. Por fin sentía que iba a entrar en acción, puede que no fuera de mucha ayuda, puede que no consiguiera averiguar nada, pero por lo menos era algo.
El tío Frank había subido a visitarlo y Henry había tratado de estar contento prácticamente todo el rato. Le había contado a su tío que empezaba a ver un poco borroso, lo que no era del todo mentira, y la voz del tío Frank había sonado alegre al darle una palmada en el hombro y desearle buenas noches.
Henry pensó que probablemente la luz estuviera encendida, así que se puso de lado y tanteó en busca de la lámpara, siguiendo el rastro del calor de la bombilla con los dedos hasta que encontró el interruptor. Cuando la apagó, no percibió absolutamente ningún cambio.
Amparado por la oscuridad, Henry levantó la mano. La marca seguía allí; brillaba y se retorcía, plegándose sobre sí misma y expandiéndose. Henry observó aquellos colores moverse hasta que sintió en las sienes unas palpitaciones como redobles de tambor. El chico bajó el brazo y cerró los ojos.
* * *
El sueño empezó con los dedos de sus pies. Los tenía desnudos y los notaba húmedos. Henry los movió y sintió que se le hundían en algo frío y esponjoso. Le empezó a chorrear agua entre los dedos.
Un viento le golpeó en la cara, con fuerza pero sin violencia. Era una brisa constante. Inspiró una gran bocanada mientras la cabeza se le llenaba de pensamientos. El aire era dulce, aunque percibió una nota salada. El suave susurro que producían las hojas de miles de árboles al moverse lo envolvió y sufrió por no poder verlos, por no poder sacudirse la ceguera y ver las hojas plateadas relucir y serpentear a merced del viento.
¿Por qué no podía ver? Estaba soñando. Sabía que estaba soñando. En el sueño, sus ojos aún podían funcionar. Henry intentó parpadear, pero algo se lo impidió. Aquello no estaba delante de sus ojos, sino tras ellos; había algo entre sus ojos y su alma, una cortina de oscuridad. Henry intentó mentalmente zafarse de ella. Se llevó las manos a la cabeza y se imaginó escarbando en la carne con los dedos, insertando un palo con el que raspar el interior de su cráneo, intentando quebrar, reventar lo que fuera aquel muro que le impedía ver.
Henry notó la mano derecha caliente sobre la sien. Se la apartó del rostro con dificultad y la observó con atención. La quemadura refulgía y la luz que emanaba de ella dibujaba la silueta de su mano. Henry la levantó y se acercó el ardiente símbolo a un ojo. El dolor se intensificó y Henry abrió la boca para gritar, pero su garganta fue incapaz de expulsar aire. Henry emitió un gorgoteo agónico, sintió de repente que el dolor punzante que tenía en el ojo había desaparecido y el alivio superó por un momento al sufrimiento. Se apartó la mano de la cara, inspiró y se la colocó sobre el otro ojo.
Las piernas le flojearon y Henry cayó al suelo de rodillas, pero no se atrevió a apartar la mano de la cara, no podía. No hasta que aquel bloqueo, aquella dolo-rosa membrana, aquella costra cerebral que le cerraba los ojos, hubiera desaparecido por completo. Presionó aún más la palma de la mano contra el ojo, trató de canalizar el calor que se inyectaba directamente en su cabeza y cayó de espaldas al suelo, jadeando. Los brazos le colgaban pegados al cuerpo. Allí tendido, con la humedad trepándole por el cuerpo y empapándole el pelo, Henry abrió los ojos. Y vio Badon Hill.
Los gruesos árboles se elevaban sobre él, rozando el cielo con sus altísimas copas. Crecían aún más altos en las zonas en las que el terreno se escalonaba. Justo encima de su cabeza las copas no eran tan espesas y, un poco más allá, solo se divisaba la inmensidad azul salpicada de nubes errantes. El chico estaba a los pies de la colina, en el extremo de la isla en que los árboles alcanzaban el mar.
—Valiente acción —dijo un hombre—. Aunque loca en apariencia, un sueño. Henry se sentó y, después, se puso rápidamente de pie. Había estado tendido sobre un lecho de espeso musgo. La colina, que era casi una montaña, tenía una pendiente muy pronunciada por una cara, pero por la otra, el suave manto de musgo se extendía hasta la orilla. Y, bajo él, en el agua, Henry avistaba un pequeño muelle en el que había una pequeña barca amarrada. En frente, de pie, con las piernas muy rectas y los brazos cruzados a la espalda, vio un hombre gigantesco.
El hombre calzaba unas botas negras hasta las rodillas y un abrigo largo también negro. Las perneras de los pantalones se le ajustaban a las espinillas, rebosándole sobre las botas. Tenía una nariz grande y aguileña pero, a pesar de ello, parecía pequeña en comparación con la prominente barbilla y las espesas y rizadas patillas. Era alto, debía sacarle media cabeza al tío Frank, y su estatura se veía incrementada por un sombrero de ala ancha y copa en forma de cono. En la parte delantera del sombrero llevaba una hebilla plateada. El hombre sonreía.
—¿Eres un peregrino? —preguntó Henry.
—Peregrino —dijo el hombre, como paladeando el término—. Yo peregrino, sí. A través incluso de los más intrincados senderos. Entrar en tu sueño no fue empresa fácil. Mi nombre es Darius.
Henry dio un paso atrás.
—¿Por qué estás aquí?
—He venido —dijo Darius, muy despacio— porque eres un septugénito, un hijo de mendigo, un benjamín. Yo te ayudaré.
—Ya me han dicho eso antes —Henry movió sus pies descalzos con nerviosismo—. ¿Qué significa ser un septugénito?
—Para muchos, nada. Significa únicamente que son el séptimo hijo engendrado y que, cuando su padre sea sepultado, recibirán la última parte de la herencia,la porción del mendigo, una miseria. Para otros, para ti, para mí, significa poder. Significa la vista doble, la segunda visión —Darius sacó la mano derecha de detrás de su espalda y la tendió en dirección a Henry—. Significa esto.
En la palma desnuda de su mano había una cicatriz que parecía un símbolo. Henry la observó y pudo ver que se movía, retorciéndose como una lombriz dolorida, lenta y marrón. Un sombrío susurro atravesó el aire.
Henry no pretendía acercarse al hombre, pero no pudo evitarlo. Dio un paso adelante, absorto en el oscuro símbolo, tratando de interpretarlo. Unos gruesos dedos ocultaron la cicatriz y Darius se llevó la mano al rostro. Se tironeó suavemente de la rizada barba y sonrió. Mejor dicho, sus labios sonrieron; su mirada se había tornado dura y fría.
—Veo que quieres saber qué marca de fuego corre por mis venas. Quieres conocer la fuerza de mi propia morfosis.
—Mmm —dijo Henry—. Solo estaba mirando porque tú me la estabas mostrando.
—Yo —dijo Darius con calma. La sonrisa había desaparecido. El gigante se acercó a Henry mientras el chico trataba de retroceder—. El más grande de los magos, de todos los benjamines de esta era de tiempos cambiantes, de este mundo en el que mis pulmones mueven el viento. Desde que los hijos de Endor vagan sin rumbo, no ha habido otro hombre que haya podido doblegar la magia de la naturaleza sin destruirse. Sus potens se vieron incrementadas porque conjuraron a la muerte, la entretejieron a su carne, a sus huesos, a su sangre. Incluso ahora, que viven sin vida en los cementerios de Endor, locos, podridos y enterrados, carne y alma aún permanecen unidas, respirando.
Henry quería salir corriendo, rodar colina abajo y caer al agua. Sabía que podía salir del sueño, ya lo había hecho antes. Pero, en lugar de eso, esperó. Darius tenía una quemadura como la suya. Aunque fuera malvado, o estuviera loco, o las dos cosas a la vez, sabía más que Henry de aquel asunto.
—Así que eres un hombre poderoso —dijo Henry—. Perdóname, no entiendo muchas de las cosas que dices, pero eso sí que lo he entendido.
Darius se estiró y sonrió.
—No pretendía sonar jactancioso —Darius extendió los brazos, pero mantuvo el puño derecho cerrado—. Hablaré con palabras sencillas. Tú has hecho realidad una leyenda que llevo mucho tiempo persiguiendo. Has liberado a la última hija de Endor. Juntos, unidos, la encontraremos y descubriremos el secreto de su no-vida, la fórmula para doblegar a la muerte y, cuando la hayamos dominado, se nos otorgará la vida eterna.
A pesar de estar soñando, Henry no podía evitar sentir escalofríos. Miró hacia lo alto de la colina y, después, al chiflado que tenía ante él que no paraba de sonreír.
—La bruja intentó matarme —dijo Henry.
—Sin embargo, aún vives —dijo Darius.
—Su sangre me quemó la barbilla —Henry tragó saliva. No creía que uno se pudiera poner enfermo en un sueño, pero él empezaba a sentirse revuelto—. Es malvada.
Darius dejó caer los brazos y dio un paso en dirección a Henry, mirándolo fijamente. Henry trató de acercarse a la colina.
—Mi discurso está llegando a su fin —dijo Darius—. Pero aún nos aguarda un largo camino. Primero, tú has de mantenerte con vida. Todavía estás ciego en tu vida consciente y la magia que corre por tus venas te sacudirá el alma. Aún no ha terminado. Un deformasmo precede a la segunda visión, y tus ojos se sellarán para siempre.
—No lo entiendo —dijo Henry.
Darius se aproximó aún más, frustrado.
—Tú ya has presenciado la magia viva de la naturaleza, la has tocado. Ahora morirás. O resucitarás, despertarás y podrás ver la magia que subyace en el mundo, serás capaz de tocarla, de saborearla, de expresar lo que ves, de convencer a los incrédulos.
Darius se paró justo enfrente de Henry y levantó la mano derecha. Henry sintió el peso de aquel gigantesco brazo al caer sobre su hombro. Intentó darse la vuelta y huir. Era hora de despertarse. Hora de marcharse corriendo de allí.
—Ven a mí —dijo Darius, muy despacio—. Mi septugénito. Yo te guiaré.