CAPÍTULO 4

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Henrietta chocó contra algo sólido y boqueó intentando aspirar un poco de aire. Se había agarrado a una viga de las catapultas de la cubierta, que cada vez estaba más inclinada. Tenía las piernas sumergidas en el agua y el pelo suelto. El hombre que la había arrastrado hasta aquella situación había desaparecido. Los tambores redoblaban, los hombres gemían y la madera de la cubierta crujía al arquearse. Las cinco filas de remos del enorme galeote achicaban agua mientras el barco se hundía.

Henrietta miró hacia arriba y pudo ver por dónde había llegado hasta allí: había una pequeña escotilla abierta en la plataforma de una catapulta al otro lado del maltrecho mástil. Allí es donde necesitaba llegar antes de que le dispararan, la apuñalaran o de que el barco se hundiera para siempre.

La cubierta estaba despejada casi por completo. Algunos supervivientes habían caído al mar y Henrietta los escuchaba rezar y maldecir, atrapados en las olas, a sus espaldas. Se negaba a mirar la vasta extensión de agua que la rodeaba o a tratar de adivinar qué era lo que le estaba golpeando la espalda. El galeote comenzaba a hundirse por el espolón y Henrietta notó cómo ella, cómo el barco entero, estaban cada vez más metidos en el agua. La nave se estaba poniendo vertical por momentos.

No lograba alcanzar la cubierta con las manos y los pies se le deslizaban sobre los escurridizos tablones. Henrietta decidió darse la vuelta, muy a su pesar, y vio los cuerpos de los ahogados en el mar. La mayoría parecían muy pequeños. A su espalda había un hombre, flotando bocabajo, que tenía un cuchillo enganchado a una cinta que le cruzaba la espalda. Henrietta golpeó el cadáver con el dedo del pie, tiró del pequeño cuchillo de color bronce y lo aferró con fuerza.

El agua le llegaba a las costillas.

Insertó el cuchillo entre dos tablones, todo lo alto que pudo. Después, trepó por la superficie de la cubierta con sus zapatos mojados y consiguió salir del agua casi por completo. Su pie izquierdo encontró una astilla en la que apoyarse y se impulsó hacia arriba, al tiempo que intentaba ignorar el dolor que le produjo la madera cuando atravesó el zapato y se le clavó en la planta del pie. Sacó el cuchillo de entre las tablas, volvió a insertarlo entre los tablones y se aupó de nuevo hacia arriba, poniéndose de rodillas sobre el suelo empapado para evitar toparse con otro doloroso punto de apoyo.

Estaba escalando. Podía hacerlo. Los brazos le temblaban, corría el riesgo de volver a herirse el pie, pero podía hacerlo. A cada paso estaba más cerca de casa.

La escotilla por la que había caído al barco era sorprendentemente pequeña. Demasiado pequeña, de hecho. Henrietta ni siquiera quiso pensarlo. Tenía que caber, era el único modo de volver a Kansas.

A mitad de camino, cuando apenas le quedaba un metro para alcanzarla, Henrietta se detuvo un momento, se tendió sobre la crepitante cubierta del barco, se aferró a la base del mástil con los brazos y resopló. Miró un momento hacia la extensión de agua que había bajo ella y se percató de que no estaba en mar abierto: una gran cantidad de islas moteaba el horizonte y había cientos de barcos, como ciempiés, arrastrándose con sus decenas de finos remos, rodeándolas.

El nivel del agua había subido mientras Henrietta escalaba y ahora prácticamente le besaba los pies. No parecía tener intención de darle un respiro, porque en apenas un segundo los tuvo sumergidos en ella. Henrietta reunió fuerzas para volver a impulsarse y, al hacerlo, el barco gimió. La nave se estaba rindiendo: se hundía a toda velocidad, cayendo en picado hacia las profundidades.

Henrietta soltó el cuchillo. El agua ya le llegaba a las espinillas, la niña se impulsó de nuevo y se encaramó de un salto hacia un hueco de la maltrecha cubierta. Cuando lo alcanzó, separó las piernas todo lo que pudo y saltó de nuevo. A pesar de la longitud de los saltos, el agua la iba alcanzando a medida que el barco se hundía. Henrietta trepó por la cubierta aferrándose a la madera con las uñas, hasta que, por fin, apretándolos dientes y con el agua a la altura de los muslos, sus dedos alcanzaron el interior de la escotilla.

Era demasiado pequeña.

Henrietta cerró los ojos, obligó a sus brazos, que sentía como si fueran de goma, a auparla una vez más y forzó las piernas para elevarse lo más alto posible mientras los pies le resbalaban sobre los tablones húmedos. La habitación del abuelo estaba justo encima de ella. Podía llegar. Henrietta hizo un último esfuerzo y consiguió meter la cabeza en la puertecita. El agua se arremolinaba en torno a su cintura. Alcanzó el marco de la puerta que conectaba con la habitación del abuelo y sus dedos rozaron la alfombra. Dio un último empujón, un gemido de esfuerzo que le hinchó todas las venas de la cara y se dio impulso a través de la escotilla hacia el cuarto.

Exhausta y aterrorizada, se obligó a levantarse y salió corriendo de la habitación en dirección al ático, dejando la puerta abierta al salir. Entró tambaleándose en el cuarto de Henry, se dejó caer contra la pared en la que estaban las puertecitas y, con una mano, giró las brújulas, sin importarle qué combinación marcaban. Después, con piernas temblorosas, bajó corriendo al segundo piso y, apoyándose en la barandilla, volvió a entrar en la habitación del abuelo.

La alfombra estaba empapada y goteaba agua de la puerta. Confió en que no se filtrara a través del techo hasta el cuarto de estar, pero en realidad aquello no le importaba demasiado. Por lo menos no se estaba ahogando, ni estaba flotando en medio de una batalla naval, sin ninguna esperanza de volver a casa. Cerró la puerta de la habitación y se dirigió al baño.

—¿Henrietta? —preguntó Penny—. ¿Estás bien?

—Sí —acertó a decir, pero se quedó sin aire—. Estoy bien —dijo por fin, y tragó saliva—, solo voy a darme una ducha.

—¡Ha venido Zeke! —gritó Anastasia—. Ven y cuéntale lo que le ha pasado a Henry.

—Voy en un momento —dijo Henrietta.

Entró en el baño, cerró la puerta con el cerrojo y se apoyó en el lavabo. Tenía la ropa destrozada y cubierta de suciedad, grasa, sangre y agua salada. En la cara, donde el hombre la había tocado antes de caer, tenía unas sanguinolentas marcas de dedos que le recorrían la frente y la mejilla. Sintió que el llanto la oprimía el pecho, pero se contuvo. En lugar de romper a llorar, se volvió hacia la ducha y, tiritando, se metió dentro.

Se quedó allí de pie, vestida, observando la suciedad que caía de su ropa y sus zapatos y se arremolinaba en torno al desagüe. Dudó un poco, pero finalmente se llevó la mano a la cara y se la frotó para limpiarse la sangre. Sintió cómo un miedo gélido y una nota de alivio la invadían a la vez. Las piernas empezaron a fallarle, como negándose a sostenerla. Henrietta se quitó los zapatos, se sentó sobre el plato de la ducha y se quedó allí acurrucada.

A través del bolsillo, sintió la llave del cuarto del abuelo clavándose en su pierna.

* * *

Henry estaba tumbado, completamente quieto. No sabía con seguridad si estaba dormido o despierto, pero sí sabía que podía escuchar. Quería seguir escuchando, así que no se movió.

Una mujer hablaba.

—Para cuando se despierte, el efecto del sedante se le habrá pasado. Preferiría no tener que volver a administrárselo, pero podemos hacerlo si piensan que lo necesita.

—Estará bien —dijo Frank.

—Eso no lo sabemos —dijo Dotty, nerviosa—. No sabemos cómo estará esta noche.

—Les daré algo, por si acaso —dijo la mujer—. No es necesario que se lo administren, pero puede que prefieran hacerlo. En estos casos, el pánico no es el síntoma, sino la causa.

—¿Realmente piensa que es psicológico? —preguntó Dotty—. Tenía los ojos tan mal… y esa quemadura que tiene en la mano…

Henry escuchó a la mujer moverse por la habitación. Estaba dándole golpecitos a algo y sus zapatillas de enfermera chirriaban contra el suelo.

—Le hemos hecho todas las pruebas pertinentes. Su cerebro no presenta anomalías y no hay síntomas aparentes de daños en el sistema nervioso. Los niveles de glucosa en la orina eran un poco altos, pero los resultados de los análisis de sangre eran normales. En realidad, no tenía los ojos tan mal. La inflamación ha bajado y reaccionan normalmente a la luz. Si tuviera la vista dañada por el efecto de un rayo, los párpados hinchados no hubieran sido un síntoma. Sinceramente, considero que ha tenido una pequeña reacción alérgica que le ha producido un cuadro de ansiedad. Un ataque de pánico. El muchacho está convencido de que le ha caído un rayo y, al notar la hinchazón, ha creído que estaba ciego. Si no recupera la visión en unos días, creo que deberían llevarlo a un psiquiatra.

—La quemadura —dijo Frank.

—¿Disculpe?

—¿Qué me dice de la quemadura?

—Bueno —dijo la mujer—, no puedo darles un diagnóstico para la quemadura, pero sí puedo decirles que no se parece a ninguna herida producida por un rayo que yo haya visto antes y, desde luego, no es grave. Tiene mala pinta, pero es por la inflamación. No está infectada y está empezando a curarse. Puede que tenga algo que ver con el ataque de pánico, pero no guarda relación con el resto de síntomas.

—¿Señora? —La voz de Richard sonaba gangosa pero decidida—. Mmm, por favor, permítame.

La mujer no pudo evitar reírse.

—¿Qué puedo hacer por ti, muchachito?

—Lamento informarle de que está equivocada. No puedo creer que Henry York haya osado fingir su ceguera.

Henry tuvo unas ganas inmensas de bajarse de la cama y abrazarlo.

—No, muchacho, su ceguera es real. Pero lo único que la causa es la ansiedad.

—Henry no es propenso a tener miedo.

Henry tragó saliva. Desgraciadamente, lo último que Richard había dicho no era del todo cierto pero, aun así, el chico continuó.

—Yo me he enfrentado con él a grandes peligros. Para ser más precisos, yo me he escondido tras él mientras él se enfrentaba a grandes peligros. En ningún momento tuvo miedo ni creyó haberse quedado ciego. En todo momento cumplió con su deber.

—Richard, cariño —dijo Dotty, mientras Frank reía entre dientes.

Richard inspiró.

—Si fuera yo quien yaciera en esa cama y me dijerais que la debilidad de mi espíritu es la causa, no dudaría de vosotros. Pero no puedo creerlo tratándose de Henry.

Richard siguió hablando, pero su voz empezó a disiparse, a perderse en la distancia. De repente, desapareció por completo: lo habían dejado solo en la habitación.

Henry se sentía avergonzado. Sentía vergüenza porque sabía que Richard estaba equivocado. Era perfectamente capaz de tener un ataque de pánico. Pero este no era el caso. Abrió un ojo y lo que vio fue… absolutamente nada. Allí donde deberían haber estado los azulejos del techo y los fluorescentes, no había nada. Definitivamente, se había quedado ciego.

Pero, peor aún que estar ciego era estar ciego y que el médico te dijera que en realidad no lo estabas. Peor que eso era estar ciego, que te llevaran a casa y que le contaran a sus primas que realmente no estabas ciego, que solamente eran imaginaciones tuyas.

Penélope sentiría lástima por él. Seguramente se ofrecería para leerle en voz alta y todo. Anastasia le preguntaría por qué no se dejaba de tonterías y recuperaba la vista de una vez y Henrietta pensaría que era un cobarde. Bueno, en realidad ya lo pensaba. Pero ahora sabría que estaba en lo cierto.

Y Richard, su fiel Richard, con sus flacuchos brazos cruzados sobre el pecho y los carnosos labios fruncidos, defendería el honor de Henry York, caballero del reino. Eso sería la guinda del pastel. La defensa de Richard provocaría que todo el mundo terminara de convencerse de que se había vuelto majareta.

Una oleada de pena lo invadió cuando se dio cuenta de que, en realidad, aquello no era lo peor. Lo peor era que sus primas se lo contarían a Zeke Johnson. Zeke, que le había enseñado a jugar al béisbol y que nunca se reía de él. Zeke, que había atado a la bruja y le había salvado la vida, ese mismo Zeke lo miraría con desprecio. Y los chicos con los que solía jugar al béisbol se preguntarían por qué Henry ya no los acompañaba.

Porque Henry piensa que se ha quedado ciego.

Por un momento deseó estar en Boston. No lo mandarían de vuelta al internado mientras estuviera ciego.

Y, cuando se pasara todo el día tumbado en el sofá del nuevo apartamento de su madre, solo habría una persona que pensaría que era un flojo. La niñera lo miraría y sacudiría la cabeza con condescendencia, pero como él no podría verlo, le daría igual. Ni siquiera sabría quién era la niñera.

O quizá contrataran a un hombre para cuidar de él. Alguien que fuera lo suficientemente fuerte para controlarlo cuando tuviera uno de sus habituales ataques de pánico.

* *

Cuando volvieron a la habitación, Henry estaba sentado en un lado de la camilla, preguntándose qué pinta tendría con el camisón del hospital.

Nadie le preguntó si había recuperado la vista. Lo dejaron solo para que se vistiera (o al menos eso creyó él) y, después, la tía Dotty lo agarró por el brazo y lo ayudó a caminar por el pasillo. Henry se sentó junto al tío Frank mientras la tía Dotty discutía con alguien sobre el seguro médico de sus padres.

—No hemos podido localizarlos —dijo Frank.

—¿A quiénes? —preguntó Henry.

—A Phil y Urs. Los números que tenemos son antiguos. Dots no ha encontrado la carta del abogado. Si no, los habríamos llamado.

—Me la disteis a mí —dijo Henry—. Estaba en el granero, pero la tiré al césped justo antes de la tormenta.

—Ah —dijo Frank—. Bueno, probablemente ese sea su lugar. Puede ser útil ahí fuera.

Henry se incorporó en la silla.

—¿Tío Frank? —le preguntó—. Tú piensas que no me pasa nada, ¿verdad?

—Claro que te pasa algo, Henry —Henry escuchó a su tío rascarse la barba—. Ahora mismo, yo diría que te pasa algo en los ojos. Si no ha sido por el rayo, debe haber sido por otra cosa. Aunque me alegro de que no los tengas dañados. Hay una gran diferencia entre roto y fuera de servicio.

—¿Crees que me volverán a funcionar?

—Yo sí lo creo —dijo Richard.

Henry casi había olvidado que estaba allí.

—No lo sé —dijo Frank—. Habrá que esperar y ver, supongo.

Henry volvió a recostarse en la silla.

—O esperar y no ver… —farfulló.

—¡Arreglado! —dijo Dotty.

Agarró a Henry de la mano y el chico se incorporó, esperando que alguien lo guiara. Un brazo mullido y suave se deslizó bajo el suyo y le hizo girar con delicadeza. Mientras aspiraba el olor de su tía, Henry prestó atención a los sonidos que hacía el mundo al pasar. El murmullo de la televisión se diluyó a sus espaldas, y las puertas automáticas se abrieron. Escuchó gente caminando y charlando y sintió una ráfaga de aire en la cara, caracoleando entre sus orejas. Sintió la suela de sus zapatos sobre el asfalto, coches que arrancaban, frenaban y giraban, el gemido de la puerta de la vieja furgoneta al abrirse, los quejidos de los muelles del maltrecho asiento trasero, el olor a un polvo que tenía más años que él posado en la tapicería de los asientos, las puertas cerrándose y el golpeteo amortiguado que hizo Richard al meterse en la parte de atrás de la furgoneta. Por último, escuchó el clic que hizo la llave al introducirse en la cerradura para arrancar y el leve estremecimiento quejumbroso del motor antes de explotar cobrando vida.

Aquel sonido de explosiones los llevarían de vuelta a casa.

* * *

Henrietta bajó las escaleras. Se había recogido el pelo mojado en una coleta alta y se había puesto una sudadera vieja que le había robado a su padre. Zeke y sus hermanas estaban sentados a la mesa. Le habían servido un vaso de limonada, pero ya solo quedaba hielo en el vaso. Estaba completamente repanchingado sobre el respaldo de la silla, pasándose una pelota de béisbol de una mano a otra. Una delgada línea bajo el pelo, cortado a cepillo, mostraba el lugar que normalmente ocupaba su gorra.

—¡Hey, Henrietta! —dijo.

El chico sonrió y se puso de pie junto a la silla que ocupaba Penny. Zeke lo sabía todo sobre la vieja granja y las puertas del ático. Bueno, si no todo, al menos si tanto como Anastasia y Penny. Había perdido un buen bate de béisbol al golpear a la bruja en la cabeza y las salpicaduras de sangre le habían provocado a Henry quemaduras en la barbilla.

Todos la estaban mirando. Forzosamente se le debía notar en la cara: acababa de ver gente morir, casi había muerto ella misma. Sus hermanas no debían enterarse de lo que había estado haciendo. Pero seguro que se enteraban de que había hecho algo terriblemente estúpido. ¿Cuánta agua podía haberse colado bajo la puerta? Henry, Kansas, debía ser a estas alturas un enorme lago salado.

Penny se levantó y señaló el vaso de Zeke.

—¿Quieres más limonada?

—Claro. Gracias —dijo él, tendiéndole el vaso.

—Henrietta —dijo Anastasia—, cuéntale lo de los ojos de Henry. ¿Crees que se ha quedado…?

Anastasia paró en seco. Henrietta había rodeado a Penny con los brazos y la estaba abrazando. No sabía muy bien por qué abrazar a su hermana debía ser algo embarazoso, pero lo cierto es que lo era. Sin embargo, la vergüenza no le importó lo más mínimo. Sintió cómo se le formaban las lágrimas en los ojos y parpadeó rápido para evitarlas. No iba a volver a llorar. Soltó a su hermana, dio un paso atrás, resopló y observó los tres rostros que la miraban.

Penny sonreía. Zeke no parecía sorprendido en absoluto. Anastasia estaba boquiabierta y tenía los ojos como platos.

—Lo siento —dijo Henrietta—. Creo que me voy a echar un rato. Henry se ha levantado esta mañana con los ojos hinchados y sin poder ver. Eso es todo lo que sé. ¿Han llamado papá y mamá?

—Cuando llegaron al hospital, nada más —dijo Penny—. Todavía no saben nada.

Anastasia se recostó sobre la mesa.

—¿Tú crees que se lo estaba inventando?

—No —dijo Henrietta—. No fingía.

Zeke se puso la gorra del revés.

—Pero, ¿no le había caído un rayo?

Henrietta se encogió de hombros.

—No sé qué ha sido, pero a Henry le ha pasado algo muy malo —Se volvió en dirección a las escaleras—. Voy a echarme un rato.

Henrietta se detuvo en el rellano del segundo piso y echó un vistazo a la puerta del cuarto del abuelo. Después, subió las escaleras del ático.

Una vez en la habitación de Henry, se recostó en la cama y deslizó una mano bajo la almohada. No tenía intención de volver a explorar las puertas sola. Nunca más. O al menos, no hasta que hubiera terminado de leer los diarios del abuelo. Y, dependiendo de lo que encontrara en ellos, volvería a hacerlo. Pero quizá ni siquiera entonces.

Ya había leído las primeras páginas antes: las disculpas a Frank y Dotty, el reconocimiento de su hipocresía y su engaño y todo lo que tenía que ver con las investigaciones del bisabuelo. Las ojeó rápidamente, aunque se detenía cuando encontraba algo nuevo. A veces lo que leía no tenía mucho sentido, pero le daba igual. Henrietta pretendía leer solo las partes que sí tenían sentido.

—Cuando descubráis las puertas de nuevo, sentiréis la necesidad de explorarlas. Si escribo esto es para que, en la medida de lo posible, podáis evitar sufrir los daños que acarrean estas empresas, pero sobre todo para que evitéis los errores que cometimos mi padre y yo.

La recopilación de las puertas y la construcción de esta casa fueron las obras de su vida, pero también le llevaron a su destrucción. Si os interesa leer sus notas, las encontraréis, atadas con una cuerda, bajo un azulejo suelto debajo de mi cama. Allí están todas, desde apuntes atropellados de sus primeras revelaciones y las elegantes variaciones de las teorías de Euclides, Pitágoras, Ptolomeo y Sharaf al Tusi hasta sus últimos incomprensibles garabatos de viejo chocho. La casa y las puertas pasaron a ser asunto mío, pero la locura de mi padre aplacó mi deseo de continuar su trabajo. El nunca fue capaz de hacer que todas las puertas funcionaran. Para bien o para mal, yo completé el diseño original.

No aspiro a que tú, Dotty, o tú, Frank, lleguéis a comprender algún día la complejidad del asunto, así que simplemente os diré esto: mi padre aplicó la teoría del movimiento de las rectas en el espacio a una forma de geometría esférica y consiguió tener acceso directo a ciertos puntos en el tiempo, Porque, ¿acaso no es el tiempo espacio en movimiento? Sé que, a estas alturas, tendréis los ojos vidriosos por el esfuerzo. Pero, por favor, complaced a un hombre muerto. Mi padre no fue capaz de establecer dichas conexiones, solamente podía encontrarlas, reordenarlas y aprovecharlas. La magia (para él todo era pura mecánica, pero fue necesario que robara las reliquias de FitzFaeren para que todo funcionara) reside en la madera, o en el hierro o en la piedra. Los materiales no están tan aislados en el tiempo como nosotros. El tronco de un árbol tiene vida en todos sus anillos. Un viejo roble tiene la capacidad de presenciar un ritual arcano, ver sangre derramada y sentir cómo impregnan con ella su corteza. si lo talas siglos más tarde y tallas la madera de la forma adecuada, puede llevarte a ese mismo punto en el tiempo en el que aún está vivo, a lo más profundo de sus recuerdos.

Estas conexiones son violentas la mayoría de las veces: transportan a, situaciones traumáticas, son el resultado de la maldad y el equívoco. Algunas puertas conectan con un momento concreto. Otras conectan con un lugar. Y aquí empiezan las advertencias: no os adentréis por las puertas a menos que estéis preparados para ser testigos de asesinatos, vagar por tumbas o arrastraros por ruinas plagadas de huesos. Las puertas no son malvadas, pero recuerdan la maldad.

No creáis, tampoco, que lo que presenciáis es una ilusión. Dondequiera que os encontréis, lo que allí sucede, sucede en el presente. Pueden cortaros la cabeza en Topkapi o podéis morir ahogados bajo un trabuquete, en Actium junto con los esclavos encadenados a los remos. Estas Dos puertas siempre conectan con los mismos momentos de peligro.

Henrietta se sentó en la cama. Había estado saltándose párrafos, pero ahora tenía los ojos abiertos de par en par y estaba completamente absorta en el diario. Deseó haber leído aquel párrafo antes pero, aun así, ¿qué tipo de advertencia era aquella? ¿Podéis morir ahogados en Actium? ¿Momentos de peligro? ¿Por qué no había escrito, mejor: «Caeréis de cabeza a un barco mientras se hunde y se hace trizas. Agarraos a algo o estaréis perdidos para siempre»? Eso sí que habría sido una buena advertencia. Pero por lo menos ahora sabía que el abuelo no exageraba. Y también sabía que no tenía ninguna intención de averiguar dónde estaba Topkapi.

Henrietta, que continuaba sentada, siguió leyendo.

No cometáis el error de pensar que, estáis en vuestro propio pasado (personalmente, no creo que tal cosa sea posible). Hay muchos presentes y muchos pasados, pero un único mundo. Es como las ramas de, un árbol. O más bien, es como una maraña de zarzas en una zanja o un matojo de plantas rodadoras antes de ser separadas. Puede que sean tres, puede que sean una docena, pero, en el pasado, fueron parte de un todo. Hay mundos que comparten nuestro pasado pero que en algún momento se desviaron en otra dirección. En realidad, estoy convencido de que todos esos lugares, esos mundos o, al menos, aquellos a los que podéis acceder, comparten un pasado común, son como un camino con muchas bifurcaciones. Ese camino ha sufrido más violencia de la que puede cuantificarse. O quizá esté sobreestimado el efecto del caos. Lo cierto es que solo hay unos pocos mundos a los que se puede acceder a través de las puertas y la mayoría llevan siempre al mismo momento y al mismo lugar.

No creáis, tampoco, que podéis perjudicar vuestro propio presente. Ya que creo que a través de las puertas no viajamos a nuestro pasado, cualquier daño que podamos generar repercutirá en el futuro De otros, no en el nuestro. Dios sabe que yo he hecho bastante mal en ese sentido.

Se suponía que este diario debía estar bien estructurado y bien escrito, pero ahora me doy cuenta de que tengo más urgencia por liberarme del sentimiento de culpa que por advertiros. No tengo confesor; vosotros tendréis que escuchar, mis pecados aunque, para cuando lo hagáis, ya formaré parte de las filas de los condenados.

FitzFaeren, mi adorado FitzFaeren. Sus magníficos salones y aquella gente fueron destruidos por mi culpa y por lo que en ellos robé. Entrad allí y presenciaréis el más vívido de los recuerdos de la madera de aquel lugar. Puede que incluso me veáis a mi, o una imagen mía, abandonando mi propia creación, arrastrándome hacia la seguridad de mi cuarto. Eli me ha perdonado, o al menos eso dice, pero yo no puedo hacerlo.

Henrietta había visto aquellos salones. Había presenciado el baile y había escuchado la música. Había perseguido a Eli, el hombrecillo del pelo cano, hasta aquel lugar. Eli le había dicho que su abuelo era un necio.

Quería marcar la combinación de FitzFaeren y deslizarse por la puerta del cuarto del abuelo para volver a ver a los bailarines. Quería buscar a su abuelo. ¿Por qué demonios habría dejado marchar a Eli? El podría habérselo explicado todo.

Escuchó voces en el piso de abajo. Eran sus hermanas. Henry estaba en casa.

—No —le escuchó decir—. No me estás ayudando. Puedo hacerlo yo solo. Estoy bien.

Su padre dijo algo que no pudo escuchar y, a continuación, la casa se quedó en silencio, a excepción de los lentos pasos que se oían en la escalera.

Henrietta esperó. Aunque Henry estuviera de mal humor, quería hablar con él. Los pies de su primo trastabillaron con los escalones y Henrietta escuchó cómo los maltrechos miembros se quejaban mientras su dueño subía las escaleras.

Un minuto después, las puertas del cuarto se abrieron y Henry entró. Tenía un aspecto mucho mejor; sus párpados apenas estaban hinchados. Henrietta le sonrió e inmediatamente se sintió culpable por haberlo hecho. Henry tenía los ojos abiertos, pero se paseaban perdidos por la habitación. Henrietta tragó saliva, pensando algo que decir. Quizá debería carraspear.

Henry consiguió llegar a los pies de la cama y, después, a la pared de las puertas. Pasó las manos sobre ellas y se acuclilló con cuidado, tanteando la pared hasta encontrar la puerta de Endor. Repasó con los dedos los cuatro tornillos y palpó el marco de la puerta.

Parecía satisfecho. Se enderezó, respirando con dificultad, y tanteó buscando la puerta de Badon Hill. La abrió y metió la mano dentro. De repente, apretó los dientes y propinó un fuerte puñetazo contra el fondo. Henrietta escuchó un crujido.

Henry sacó el puño y se lamió los nudillos.

—Hey, Henry —dijo Henrietta.

Henry se sobresaltó y estuvo a punto de caerse.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo, tratando de mantener la calma.

—Estaba… eh… estaba leyendo el diario del abuelo. Hoy he viajado por una de las puertas cuando no estabas. Sé que fue una estupidez, lo sé. Casi me muero. Creo que deberíamos leer el diario entero antes de hacer nada más.

Esperó a que su primo le pidiera que le contara la historia, o que repitiera sus propios reproches o, por lo menos, que se enfadara con ella por haber estado fisgoneando en sus cajones. Pero Henry no hizo ninguna de esas cosas. Únicamente se sorbió la nariz.

—Definitivamente, no vienes de la número 18 —dijo, tratando de bromear—. Es una batalla naval. Escucha… con todo esto de tu ceguera…

—No quiero hablar de eso.

—Bueno, pero algo tendremos que hacer.

—¿Qué, me vas a comprar un perro lazarillo? Ya tengo a Richard. Vete. Quiero echarme un rato.

Henrietta se puso en pie rápidamente y se apartó de su camino.

—Claro —dijo.

La niña metió el diario bajo la almohada y se rebuscó en los bolsillos. Henry se arrastró hasta la cama y se quedó allí tendido, bocabajo.

—De verdad que lo siento —dijo Henrietta.

—Tú no tienes la culpa —bufó Henry.

—No —dijo Henrietta—, no siento que estés ciego. Bueno, sí que lo siento. Pero me refería a que lamento haberte mentido con lo de la llave.

Henry no dijo nada. Henrietta esperó, pero no estaba muy segura de querer escuchar nada más. Ya hablaría con él más tarde, por la noche quizá, o al día siguiente. La niña salió de la habitación.

—Tus cosas están debajo de la almohada —dijo, y cerró las puertas al salir.

* * *

Henry pensó que había actuado bien. Puede que su prima pensara que era un cobarde pero, por lo menos, no se había comportado como tal. Había actuado como si estuviera cansado. En realidad, no había actuado en absoluto. Estaba cansado y no tenía ni idea de qué hora era. Esperaba que, al menos, ya hubiera pasado la hora de la cena; así no tendría que poner excusas para no tener que sentarse a la mesa con los demás.

Metió las manos bajo la almohada. Allí estaban los cuadernos de tapas de goma del abuelo. Pero sobre ellos había algo más, algo frío.

Los dedos de Henry se cerraron en torno a la llave.