Henry percibió olor a quemado. La lamparita estaba apagada, pero su cuarto estaba envuelto en una luz anaranjada. Se sentó en la cama. Nada parecía ser como era en realidad. La habitación era más estrecha, las puertas más anchas y la mesilla de noche y una de las paredes de su habitación habían desaparecido.
Se arrebujó contra el cabecero de la cama y pegó la espalda a la pared. Las puertas del ático, puertas que ya no reconocía, se ensanchaban y volvían a ocupar sus posiciones originales. Sin embargo, donde antes estaba la pared, ahora había una enorme ventana hacia lo que parecía otro mundo.
Una pequeña hoguera ardía en una chimenea de piedra y generaba la luz que invadía el cuarto de Henry. A ambos lados de la chimenea se mecían unas sillas con un respaldo muy alto y, en una de ellas, había un gigantesco hombre sentado ocultándose el rostro.
Henry tomó aire con mucha calma. Estaba soñando. Tenía que estar soñando.
El hombre se inclinó hacia delante, uniendo las yemas de los dedos, dejando la mitad de su cara oculta por las sombras.
—No —dijo.
El sonido de aquella voz le provocaba escalofríos.
—El sueño es mío. He venido a presentarte mi gratitud. Tu morfosis ha comenzado.
Henry no dijo nada. No entendía ni una palabra.
—Este cambio… —continuó el hombre—, ¿qué poder ha sido el que ha prendido fuego a tu carne?
Henry inspeccionó aquella imitación de su habitación y, después, miró de soslayo al hombre sentado frente al fuego. Estuviera o no soñando, no quería estar allí.
El gigantesco hombre se recostó de nuevo en el asiento. Su voz se intensificó.
—¿Qué han visto tus ojos? —preguntó. Su voz sonaba ansiosa—. Has visto la magia de la naturaleza y ahora tu cuerpo se subleva. Deberá transformarse o morir. ¿Qué fue lo que viste?
—Me cayó un rayo —dijo Henry.
A continuación, se puso en pie y se dirigió hacia la salida.
—¿Henry? —era la voz de su prima, al otro lado de la puerta.
—Aún debes permanecer aquí —La voz del hombre se hizo más profunda. Se alzó de la silla, llenando el espacio de la minúscula habitación con su presencia. El fuego empezó a apagarse a sus espaldas—. Las puertas son producto de mi imaginación. No serán violadas.
La mano de Henry estaba sobre el pomo de la puerta, que estaba empezando a desaparecer. Sin embargo, un momento después, se agitó, se encogió y recuperó su forma original.
Henry dio un paso hacia la nada y las puertas de su cuarto se cerraron detrás de él.
* * *
Henrietta sabía que sus padres no querían que despertara a Henry, así que no les pidió permiso para hacerlo. Dejó a Richard y Anastasia tomándose el desayuno de mala gana y corrió hacia el ático. Golpeó levemente la puerta del cuarto de su primo y, al no obtener respuesta, entró.
—I Henry? —preguntó.
Henry estaba tendido bocabajo en la cama. Tenía los brazos estirados contra los costados. Henrietta se tiró en la cama con él y le sacudió los hombros.
—¿Henry? ¡Levántate!
La niña se levantó, deslizó las manos bajo el cuerpo de su primo y lo obligó a que se diera la vuelta.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó—. Venga, levántate. Tenemos mucho que explorar.
Los ojos de Henry estaban hinchados, cerrados y sellados con una costra de legañas. Henrietta intentó caminar de espaldas hacia la puerta, pero no podía moverse, ni tampoco podía dejar de mirar el rostro de Henry. Una maraña de venitas azules destacaba bajo su piel pálida y tenía los labios hinchados y cortados.
—¿Henry? —volvió a preguntar.
Los ojos eran la peor parte de su cara. Las pocas pestañas que se vislumbraban bajo los párpados hinchados se le habían quedado pegadas a los pómulos con la porquería que manaba de sus lagrimales. Tenía tantas legañas que le llegaban hasta los orificios nasales, las comisuras de la boca y las patillas. También había trozos de aquel asqueroso pegamento color carne en la almohada.
El cuerpo de Henry se sacudió: una de sus piernas se elevó unos dos centímetros sobre la cama y un suave gruñido surgió de su garganta.
—¿Estás despierto? —preguntó Henrietta.
—No —logró articular Henry—. Estoy muerto.
Henrietta se acercó a la cama.
—Henry, ¿puedes abrir los ojos?
La piel de sus inflamados párpados se agitó levemente. Parecía como si dentro le hubieran metido dos ciruelas.
—No —dijo—. No puedo.
Se humedeció los labios e hizo una mueca de dolor. Trató de llevarse las manos a los ojos y se palpó los párpados con cuidado.
—Están enormes —dijo.
Intentó arrancarse la costra de legañas muy despacio. Henrietta frunció el ceño, asqueada, y se dio la vuelta para no tener que verlo.
—Voy a buscarte un trapo, o algo —le dijo—. Vuelvo en un momento.
En el piso de abajo, Henrietta empapó una manopla con agua caliente y observó el aspecto de sus propios ojos en el espejo. Se sentía mal por haber creído que Henry estaba fingiendo. Pero ella había visto el rayo caer y, si lo había alcanzado, tenía que haber sido en alguna parte invisible de su cuerpo. Tampoco había escuchado nunca que cuando a alguien le cae un rayo se le hincharan los ojos y le salieran tantas legañas. Normalmente te mueres, te quedas sordo o se te forman unas ampollas tan grandes que la piel parece la corteza de un árbol viejo. Precisamente las ampollas, las quemaduras y la carne abierta eran lo que le había hecho pensar que no le apetecía en absoluto que le cayera un rayo encima. Había consultado un libro en la biblioteca y la primera imagen que había visto la había disuadido por completo. Aunque todavía consideraba la posibilidad de que la atrapara un tornado.
Quizá su primo fuera alérgico. Henrietta sonrió. Igual era alérgico al polen y le había dado fiebre, quién sabe. Alérgico al polen y a los rayos.
Henrietta se estaba tomando más tiempo del necesario en el baño, pero lo cierto es que no tenía ninguna prisa por volver al ático y ver otra vez la cara hinchada de Henry.
* * *
En el piso de arriba, Henry la oyó subir las escaleras del ático. Había conseguido sentarse en la cama y quitarse la mayor parte de las legañas de los párpados. Pellizcó la piel floja, se los levantó y, al hacerlo, se arrancó casi todas las pestañas, que permanecieron pegadas a sus mejillas. Probó a levantárselos un poco más. Parpadeó, volvió a probar suerte y puso los ojos en blanco. No veía nada. Ni siquiera oscuridad. Nada de nada. Veía exactamente lo mismo que hubiera visto con el codo o con la parte trasera de la rodilla. Sintió que el pánico le cerraba la garganta. Trató de tragarse el miedo, pero estaba evolucionando muy deprisa, tornándose en terror puro.
—Henry, eso es asqueroso —dijo Henrietta—. Déjate los párpados quietos. Se te van a secar los globos oculares.
Henry se los subió más aún. Notaba cómo los ojos se le movían dentro de las cuencas, como rebotando contra ellas.
—No puedo ver —dijo—. No puedo ver, Henrietta. No puedo ver.
Empezó a mover la rodilla de manera frenética. Se frotó los ojos con fuerza, como si así pudiera paliar el punzante dolor que sentía.
—¡Basta! —gritó Henrietta—. ¡Si sigues así te los vas a empeorar!
Henry sintió las manos de su prima sobre las suyas. El dolor cesó y sus rodillas dejaron de moverse. Notó cómo una cálida humedad le hinchaba aún más la cara.
—Tus ojos están bien —dijo Henrietta—. Ni siquiera los tienes inyectados en sangre. Pensaba que los tendrías fatal, pero solo son los párpados. Dales un minuto para que se recuperen.
—Estoy ciego —dijo Henry—. No, Dios mío. Quiero ver. Quiero ver. Henrietta, ábreme los ojos. ¡Ábremelos!
—Shhh —dijo Henrietta—. Cálmate. ¿Qué tal te sienta esto? Solo estoy enjuagándote la cara con la manopla. Ahora lo intentamos otra vez.
—¡Ahora! —chilló Henry—. ¡Ahora! Quítame las manos de la cara.
Henry intentó golpear a Henrietta en los brazos y la empujó todo lo fuerte que pudo. Notó cómo su prima se tambaleaba y caía al suelo. Sin dejar de frotarse los ojos, intentó levantarse.
—Quiero ver —susurró—. Quiero ver, quiero ver, quiero ver. Ahora mismo. Tengo que poder ver.
En algún lugar del suelo, Henrietta lloraba. Henry escuchó pasos de gente subiendo las escaleras del ático. Se levantó los párpados de nuevo, sabiendo cuál sería el resultado. De repente, se dio cuenta de que, probablemente, lo que pasaba es que tenía más de un par de párpados. Otro par, al menos. Sus antiguos párpados debían estar bajo los originales, que estaban defectuosos. Los nuevos estarían cerrados, seguro. Se pellizcó los ojos con los dedos, buscando más carne que levantar.
—¡Aquí están! —farfulló—. Aquí están, aquí están. Ahora se abrirán.
Se tropezó y cayó hacia delante. Su codo chocó con algo duro y la cabeza siguió exactamente la misma trayectoria. Unas manos fuertes lo agarraron por las muñecas y le apartaron las manos de la cara.
—Henry —dijo el tío Frank—. Ya basta. Ahora respira. Respira.
Su tío lo obligó a apoyar la espalda contra el suelo y le cruzó los brazos sobre el pecho. La áspera mano de Frank recorrió su frente. Le rascó con el pulgar las cejas, el borde de las pestañas y las mejillas. Henry sintió cómo le abría un párpado.
—¿Henry? —dijo Frank dulcemente—. ¿Qué ves?
—Nada —dijo Henry. La respiración sonaba espasmódica dentro de su pecho—. Me han salido otro par de párpados. Tienes que abrírmelos. Por favor. ¿Puedes?
Su ojo se cerró y alguien lo obligó a ponerse de pie. Frank lo sostuvo por la espalda, sujetándole los brazos al cuerpo.
—Niñas —dijo la voz de Frank—. Os vais a quedar un rato solas. Nosotros vamos a llamar al hospital. Dots, busca el número de Phil y Úrsula.
—Iré con vosotros —dijo Richard—. No os causaré ningún problema.
—De acuerdo —dijo Frank—. Date prisa. Irás en la parte trasera de la furgoneta.
* * *
Henrietta detestaba llorar; no había nada más estúpido en el mundo. La vieja furgoneta marrón se había ido hacía una hora. Su madre conducía mientras su padre sujetaba a Henry, que llevaba la manopla sobre los ojos. Richard se había metido en la parte trasera, haciendo chirriar los oxidados amortiguadores de la camioneta.
Penélope y Anastasia habían ido a hacerle compañía en el ático. Lloraba porque estaba enfadada, porque Henry le había hecho daño, porque estaba aterrorizada y porque le hacía falta llorar. Anastasia, completamente pálida, la observaba en silencio y no tuvo ni una sola salida de tono. Penny había querido abrazarla, pero su hermana la había apartado, aunque había tardado un rato en hacerlo.
Sus hermanas se habían ido. Henrietta se lo había pedido educadamente y ambas se habían marchado sin protestar. Así que ahora estaba sola, sentada en el borde de la cama de Henry, todavía un poco temblorosa.
En lo más profundo de su ser quería creer que Henry se pondría bien, que si aguantaba un poco el dolor y se calmaba, sus ojos volverían a la normalidad. Pero en el fondo, sabía que podía estar equivocada. Probablemente. De cualquier manera, odiaba que la gente perdiera el control; solo empeoraba las cosas, igual que llorar.
Henrietta se dejó caer en la cama de Henry, pero se sobresaltó cuando notó humedad en la almohada. La cogió para darle la vuelta y se quedó petrificada. Había una hoja de papel en la cama, estampada con el mismo sello del hombre verde que habían visto en las cartas de los faeren. Leyó rápidamente la «Alerta» y se quedó un rato mirando la firma y la carta.
Suspiró y tiró el papel al suelo. Henry había estado intentando explorar las puertas solo. ¿Qué podía significar sino aquello de «alteración y transporte»? Claro que lo había intentado. Se había enfadado muchísimo cuando ella había intentado hacer lo mismo,pero él nunca la involucraría en sus exploraciones si no fuera estrictamente necesario. La única razón por la que Henrietta sabía de la existencia de las puertas era porque lo había sorprendido quitando la escayola de la pared en mitad de la noche.
Pero ahora, ella tenía la llave. Puede que Henry hubiera intentado viajar al otro lado por los huequecitos de la pared, pero Henrietta sabía que era imposible. Henry la necesitaba. Y ahora se había quedado ciego, o se había vuelto majareta, o ambas cosas. O quizá estuviera inventándoselo todo. Todo, menos lo de los párpados hinchados. Ella podría haberle ayudado a explorar las puertas. A estas alturas, ya podían haber visitado una docena. Henrietta se preguntó dónde guardaría Henry el diario del abuelo. Seguramente lo escondía debajo de los calcetines, donde escondía todo lo demás.
Henrietta se deslizó hasta los pies de la cama para alcanzar la mesilla de noche y abrió el primer cajón. Antes incluso de que su mano tocara el tirador, escuchó tres chasquidos provenientes de la puerta que estaba sobre su cabeza. Dio un brinco, se volvió y echó un vistazo rápido a las puertas, pero no vio ninguna abierta.
Se escucharon otros tres y, un momento después, sus ojos percibieron algo tras el cristal del buzón de correos. Henrietta volvió a situarse a los pies de la cama, se arrodilló y se quedó mirando al empañado panel de vidrio. Vio el extremo de un palo (una especie de caña) presionar desde el interior del buzón y arañar el cristal. Después se retiró. Tras un momento de silencio, una hoja de papel doblada ocupó su lugar.
—¿Henrietta? —La voz de Anastasia subió desde el piso de abajo—. ¿Quieres bajar? ¿Qué estás haciendo?
Henrietta giró la cabeza y respondió en dirección a su hermana.
—No gracias —dijo—. Solo estoy pensando.
—¿En qué? —preguntó Anastasia.
Henrietta se incorporó y se acercó a la mesilla de Henry. El armario de los calcetines estaba vacío. Bueno, técnicamente no, pero solo había calcetines.
—En Henry —chilló para responder a su hermana.
En el cajón de las camisetas, encontró lo que estaba buscando: los dos cuadernos con los diarios del abuelo unidos con una goma elástica y una llavecita.
—Zeke ha llamado preguntando por Henry —dijo Anastasia—. Penny está hablando con él.
—Estupendo —dijo Henrietta.
Se dirigió con rapidez de vuelta al buzón e introdujo la llave en la cerradura. Sacó el pesado papel con manos temblorosas y volvió a cerrar la puerta con mucho cuidado.
—¿Has visto al raggant? —preguntó Anastasia—. No sé dónde se ha metido.
—Papá dice que a veces se va a dar una vuelta, pero siempre vuelve. —Henrietta se quedó mirando el papel doblado que tenía en las manos—. Anastasia, ahora quiero pensar. ¿Por qué no te vas a buscarlo? Mira en el granero. Le gusta esconderse en la parte de arriba.
Henrietta esperó. Había dos opciones: Anastasia subiría al ático o se marcharía. No soportaría quedarse en las escaleras gritando.
—No sé —dijo Anastasia—. Sí, igual voy a buscarlo. Detesto cuando Penny y Zeke hablan: escucharlos es un rollazo y no me apetece estar aquí sentada pensando que Henry se está quedando ciego. Me pone mal cuerpo.
Henrietta se mordió el labio y no dijo nada.
—Bueno —dijo Anastasia, finalmente—. Iré a molestar a Penny.
Henrietta dio la vuelta al folio que tenía en las manos. Era áspero, tenía los bordes rizados y el tacto de una mosquitera. Lo habían doblado en tres partes y llevaba un sello de lacre negro en el que se veía un árbol con las ramas extendidas. Deslizó un dedo por debajo para romperlo. El folio era asimétrico y la imagen del árbol se repetía al principio de la nota. La carta estaba escrita con una caligrafía irregular y había manchas de tinta esparcidas por todo el papel.
Concédeme la ablución. Me encuentro deprimido. Nuestra breve charla y tu rápida partida me han persuadido de tu valía. Si verdaderamente presenciaste magia en las dentadas lenguas de la tormenta. Entonces necesitas de mi asilo. si no haces caso de mis palabras, perecerás durante la morfosis. Durante la adquisición de mi segunda visión, farfullé y me quede ciego ante la tumba abierta. Yo te guiaré. Aquellos que cuidan de ti no pueden comprender el dolar al que te enfrentas. Mas aguarda te estoy allanando el camino.
£Henrietta desconocía el significado de «ablución» o de «asilo», o de «morfosis», pero tampoco necesitaba saberlo. Henry había estado hablando con alguien y ella sabía quién era ese alguien. Ya había leído una carta suya anteriormente, aunque aquella vez le había sonado la mitad de rara que esta; había sonado malvada. Las «dentadas lenguas» debían hacer referencia a los rayos, por lo que Henry debía haber hablado con él la noche anterior, después de pedirle a Henrietta que se fuera de su cuarto. Y fuera quien fuera aquel chalado, iba a ayudar a Henry a marcharse.
Henrietta estaba confusa. Le había resultado relativamente fácil aceptar que Henry estaba planeando explorar las puertas en solitario para marcharse de Kansas sin ayuda de nadie. Ambas cartas parecían indicar que eso era lo que había pasado. Sin embargo, el pánico que había sentido al quedarse ciego había sido real. No había razón alguna para fingir que estaba ciego a no ser que… estuviera planeando algo.
Henrietta se mordió el labio e inspeccionó la habitación. Tenía que dejar de pensar. Tenía que tomar una decisión y hacer algo. Si Henry se estaba comportando como una rata de alcantarilla, ella estaba en todo su derecho de indagar por su cuenta. Si realmente estaba enfermo y no podía explorar las puertas, necesitaría que ella lo hiciera en su lugar. Y si era tan idiota como para confiar en el tipo de la carta, entonces ella debía intervenir.
Henrietta cogió el diario del abuelo y pasó rápidamente las páginas hasta llegar al diagrama de las puertas. Después, dio un paso atrás y miró alternativamente las puertas de la pared del cuarto de Henry y las del diagrama del cuaderno. La llave de la habitación del abuelo estaba en su bolsillo. Podría empezar ahora mismo si Anastasia no la descubría. Sí. Eso haría.
Eligió una de las puertas de la pared: una pequeña con forma de rombo que estaba cerca de las brújulas del centro. Estaba etiquetada como la puerta número 18 del diario. Henrietta buscó su nombre: Treb/Actium/Constante. Tan solo pretendía hacerse una idea de cómo era aquel lugar, no haría una inspección completa. Aquello implicaba meter rápidamente unas cuantas cosas en una mochila y estar preparada para cualquier aventura, y tenía que hacerlo rápido para que no le diera tiempo a cambiar de idea. Tenía que hacerlo en aquel preciso momento.
Henrietta volvió a pasar las páginas del cuaderno rápidamente para encontrar las combinaciones de las puertas. Se arrodilló sobre la cama de Henry, inspiró lentamente, contuvo el aliento y deslizó la flecha de la brújula izquierda por los signos hasta uno que tenía el aspecto de una cerradura con los extremos curvados. Después giró la brújula derecha, que chirrió mientras se deslizaba por los números romanos, hasta alcanzar el IX. Comprobó que había marcado bien la combinación y se recostó en la cama. Cogió las dos cartas, las puso bajo la almohada de Henry con los diarios del abuelo, dio media vuelta y bajó corriendo las escaleras del ático.
Cuando llegó al rellano escuchó con atención. Se oía a Penny hablando en el piso de abajo, pero no a Anastasia. Comprobó que la pequeña no estuviera en la habitación que las tres hermanas compartían y, cuando estuvo segura de que Anastasia estaba en el primer piso, o fuera, entró en el cuarto del abuelo.
A pesar de que su padre había destrozado su superficie intentando entrar sin la llave, la puerta era más sólida que nunca. Henrietta trató de hacer caso omiso a su temblorosa mano e introdujo la llave en la pequeña oquedad que había en la madera. El pomo giró y la puerta se abrió sin hacer ruido. Henrietta entró en el cuarto, se guardó la llave en el bolsillo y cerró la puerta tras ella.
Tragó saliva. La última vez que había estado en la habitación, sus padres yacían inconscientes en el suelo. Todavía había una mancha oscura como el petróleo donde su padre había sangrado. El cuarto estaba polvoriento y silencioso. En el suelo había unos libros que se habían caído de la estantería la última vez que había hecho una incursión en solitario a través de las puertas y el extremo de una soga sobresalía bajo la cama. En la pared, junto a las estanterías, había una puerta plana, medio abierta, lo suficientemente grande para entrar por ella a gatas.
Antes de que algo le hiciera cambiar de idea, Henrietta se puso a cuatro patas y se arrastró por la puerta. El interior estaba oscuro y silencioso y el aliento le supo a polvo.
Henrietta se inclinó hacia delante, a la espera.
* * *
Una ráfaga de aire rancio le golpeó el rostro y le trajo un olor a alcantarilla, agua salada, madera quemada, cuero y carne. También se escuchaban voces: gritos y chillidos, órdenes y maldiciones que casi le revientan los tímpanos.
Notó que el suelo se movía bajo ella y su mano se topó con una pequeña escotilla. Henrietta la empujó y la puerta se deslizó para abrirse. Una ola de calor la golpeó al tiempo que sus ojos se percataban de la presencia de cientos de hombres trepando por la cubierta de un barco hundiéndose. Algunos iban armados con espadas y arcos. Otros vestían unos simples taparrabos, estaban cubiertos de sudor y sangre y escalaban por las vigas de unas enormes catapultas de madera. Mientras los observaba, paralizada por el terror, una lluvia de flechas atravesó la multitud. Un ruido similar a un trueno subterráneo sacudió el barco y la cubierta tembló con un violento bandazo. Un enorme galeote impulsado por remos, el doble de grande que el barco, se abrió camino con la proa, llevándose por delante los botes que tenía a un lado para, a continuación, cargar contra el barco. La nave se sumergió un poco y después se irguió debido al peso que ejercía el galeote. Henrietta se tambaleó y los hombros y la cabeza se le deslizaron por la escotilla que acababa de abrir. La niña separó las piernas e intentó mantener el equilibrio presionando los brazos contra las paredes de la oquedad. Podía sentir cómo la cubierta del barco se retorcía bajo ella y el estruendo de las enormes vigas al partirse por la mitad. Tuvo que girarse en el hueco para contrarrestar la creciente inclinación del barco. Tenía que volver a Kansas. Al presente.
Un hombre flacucho, con la piel reluciente por el sudor y la sangre, aterrizó bocabajo justo delante de ella. Tenía una flecha clavada en el cuello. Cuando el barco empezó a hundirse más, se aferró con las uñas a la cubierta y los dedos del hombre le rozaron la cara. A continuación, con las últimas fuerzas que pudieron reunir antes de morir, aquellos dedos aprisionaron su pelo.
Henrietta intentó zafarse de ellos, pero el peso del hombre la impulsó hacia abajo. Los pies se le deslizaron por el hueco de la escotilla y el hombre y la niña se precipitaron juntos hacia la resbaladiza cubierta del barco, que estaba siendo devoraba por las voraces aguas del mar.