CAPÍTULO 2

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En teoría, Henry debía vigilar a Anastasia y Richard, pero no creía que nadie se diera cuenta de que no lo estaba haciendo. Había seguido sigilosamente a Henrietta fuera de la casa mientras los demás veían la televisión. De todas formas, si en algún momento lo echaban en falta, el granero no sería el primer sitio en el que empezarían a buscar.

Así que, mientras Henrietta excavaba, él esperaba sentado en un asiento oxidado que colgaba sobre lo poco que quedaba de un viejo arado. Los restos de la máquina estaban amontonados al lado del granero, junto con trozos de cemento cubiertos de musgo y una pila de un metal que no era capaz de reconocer. Henrietta iba ya por el cuarto agujero. Después del segundo, se había puesto de rodillas y había pedido a Henry que volviera dentro de la casa o dejara de mirarla. Así que ahora Henry estaba apoyado junto al granero, observando absorto cómo cambiaba el tiempo. Hubiera sido difícil no hacerlo.

Henry nunca había estado al aire libre durante una tormenta. Nunca. Pero calculaba que, en unos cinco minutos, sería testigo de una. El cielo de primera hora de la tarde se había dividido en dos. Al este estaba tan claro como lo había estado a mediodía, pero al oeste estaba cargado de nubes color carbón, planas y enormes. El mismo viento que se había deslizado suavemente por los cultivos durante la mayor parte del día acometía ahora contra el trigo, doblándolo y agitándolo. El granero crujió detrás de Henry y el césped salvaje se arremolinó en torno a Henrietta, enredándose en sus cabellos mientras cavaba.

Henry había traído al raggant con ellos, pero el animal se había ido a husmear en la vieja acequia que delimitaba las separaciones entre los campos de cultivo. Entre las altas hierbas, era completamente invisible.

—Dejé una botella encima —dijo Henrietta—. Juro que lo hice —Hizo una mueca al tiempo que intentaba apartarse el pelo de la cara—. Pero ya no está aquí.

La niña giró sobre sí misma para poder examinar bien el terreno. El sol empezaba a ponerse bajo las nubes de poniente y su luz jugaba a perseguir al viento sobre los cultivos. Cada tono verde y dorado se intensificaba a medida que las nubes se tornaban más oscuras, como si el resplandor del sol cabalgara sobre ellas. Un estruendo alto y fuerte redobló en el aire y Henry lo notó en el pecho.

—¿Va a haber un tornado? —preguntó—. ¿Deberíamos volver dentro para refugiarnos?

Henrietta levantó la cabeza.

—No —dijo—. Solo será una tormenta eléctrica. Una no muy fuerte.

Henry observó las nubes, los campos, la melena en movimiento de Henrietta, todo ello ribeteado por la luz dorada. Parecía como si el tiempo transcurriese más lento y Henry aprovechó para saborear cada segundo. Deseaba exprimir al máximo cada recuerdo que pudiera quedarle de aquel momento. Sintió que podía hacerlo, que el tiempo se estaba parando para él, que el sol podía quedar suspendido en el horizonte y que las nubes de tormenta, cargadas de granizo, de lluvia y de noche, se quedarían allí para siempre, satisfechas de flotar envueltas en aquella luz.

Los ojos de Henry percibieron una sombra blanca y gris, y el chico se volvió lentamente. Blake, el gato de Henrietta, se les había unido en la búsqueda de la llave y estaba recostado sobre la hierba, golpeando un diente de león tan dorado como el sol. O más dorado, incluso. Tenía un fuego propio que el sol acentuaba al envolver con su luz la corola de pétalos de la flor. Blake la golpeó de nuevo y Henry se deslizó de su asiento y se arrodilló en el suelo junto a él. Aquel momento moriría pronto, pero intuía que aún faltaba un rato para eso.

El diente de león resplandecía y no podía ser solo por la luz. Henry parpadeó y, de repente, el resplandor desapareció. Ahora solo veía una especie de manto luminoso sobre el prado. Trató de no fijar la vista y de relajar la mente. Mientras tanto, el tiempo seguía corriendo, aunque para él se había parado. No estaba mirando al diente de león sino a través de él, detrás de él, delante de él, todo al mismo tiempo.

La cabeza le empezó a palpitar y estuvo a punto de volver a parpadear. El resto de la realidad había desaparecido para él. El viento ya no soplaba, sus huesos no percibían los tambores de los truenos. Tenía una palabra en la punta de la lengua, un pensamiento casi formado en su mente.

Y entonces lo vio.

Al principio parecía fuego, como si la flor se estuviera quemando. Pero la flor no se marchitaba, nada en ella parecía quemarse ni reducirse a cenizas. La flor vivía en el fuego. O quizá fuera el propio fuego lo que le diera la vida. Henry la observaba, tratando de ignorar las lágrimas que brotaban de sus ojos, que luchaban por no pestañear. Un dolor agudo le martilleaba el cráneo. De improviso, empezó a ver de manera diferente. Estaba observando un objeto, una forma, un símbolo, una palabra que cambiaba y se retorcía, una historia que se expandía y estallaba. Y, de repente, aquello lo invadió por completo. Estaba viendo el diente de león, pero también lo estaba escuchando. Escuchaba el naranja, el amarillo y la savia que corría por su tallo y sentía en la lengua el sabor de su respiración.

Henry alargó la mano.

En algún sitio, en otro mundo, el granizo caía con violencia, aguijoneándole el cuello y las orejas. Por el rabillo del ojo vio una mancha blanca esfumarse y se dio cuenta de que Blake se había ido.

—¡La encontré! —dijo Henrietta—. ¿Henry?

La manó de Henry se cerró en torno al diente de león, pero no percibió calor. El fuego no era real. En lo más profundo de su ser ya lo sabía, era como si ya lo hubiera tocado. El mundo se desgarró a su alrededor. La luz y el sonido lo envolvieron, lo elevaron y lo arrojaron al suelo.

Cuando aterrizó, Henry estaba inconsciente.

* * *

Era una situación embarazosa para Henrietta, que tenía las manos y las rodillas hundidas en la tierra mientras trataba de encontrar algo que ella misma había escondido. Primero, porque Henry la había pillado mintiendo y que te descubran mintiendo siempre resulta vergonzoso. Aunque habría sido peor si su primo hubiera descubierto sus verdaderas intenciones: pretendía robarle el diario del abuelo antes de que se marchara y, entonces, con la llave y la lista de combinaciones de las brújulas para ella sola, podría ir donde quisiera. No ser capaz de encontrar la llave también era, por supuesto, motivo de vergüenza. Que Henry estuviera ahí sentado, resoplando y quitándose las costras de las quemaduras de la cara, solo empeoraba las cosas.

Por eso se había puesto un poco brusca con él. Su primo había dejado de observarla y el viento la había calmado un poco. Ya se escuchaban los truenos, pero sabía que no sería una gran tormenta, no mientras el sol estuviera bajo las nubes. Henry había bajado al césped, pero no para ayudarla. Estaba jugando con Blake. Henrietta, enfadada, golpeó la hierba que había frente a ella y, al agitarla, vio el lugar que llevaba buscando toda la tarde: la botella de refresco estaba allí tirada, medio enterrada en el suelo. Mientras la desenterraba, empezó a granizar. La llave, envuelta en una bolsa de plástico, estaba a unos cinco centímetros de la superficie. Sus dedos excavaron con rapidez.

—¡La tengo! —dijo, y un puñado de tierra aterrizó sobre su regazo mientras la liberaba de su envoltorio.

Henrietta se volvió. Henry estaba de rodillas en el suelo, con una mano estirada, como intentando alcanzar algo. Estaba llorando.

—¿Henry? —preguntó su prima.

El raggant se abrió paso entre la maleza, bufando. Los relámpagos centelleaban entre las nubes y uno cayó junto a ellos. Todo sucedió tan deprisa que Henrietta no estaba segura de si había surgido de la tierra o había caído del cielo: simplemente estaba allí, restallando su dentado látigo entre el cielo y la tierra. No escuchó el trueno, lo sintió, como una explosión. Henrietta cayó de espaldas; ensordecida y cegada por el resplandor, con el granizo golpeándole en la cara.

Empuñando la llave, rodó sobre sí misma y gateó hasta donde estaba Henry. Su primo tenía las piernas dobladas y los brazos extendidos. El raggant se agachó junto a su cabeza, cubriéndose con las alas oscuras. Henrietta vio el rostro de su primo y entró en pánico. El rayo no lo había alcanzado. Sabía que el rayo no lo había alcanzado. Había caído un relámpago, sí, pero no sobre su primo; a la fuerza habría tenido que ver cómo lo golpeaba. El rostro de Henry estaba pálido y sin vida. Tenía los ojos y la boca abiertos y sus pupilas eran apenas dos puntitos.

—¡Henry! —gritó, y le abofeteó las mejillas.

El granizo empezó a caer con más violencia, como una cortina de guijarros. Al descender, dejaba pequeñas marcas rojas en la piel de Henry y rebotaba hacia su boca, golpeándole los labios y los dientes.

—¡¡Henry!! —gritó Henrietta de nuevo.

Las bolas de granizo se derretían en sus ojos abiertos. Henrietta agarró al raggant por un ala, la extendió sobre el rostro de Henry y apoyó una mano en su pecho. Una ola de alivio la invadió cuando percibió un débil latido. Sin embargo, aún tenía que conseguir que respirara. Lo agarró por un hombro y lo empujó para ponerlo de costado, con las piernas estiradas. El granizo empezaba a remitir.

—¡Henry, respira! ¡Tose! ¡Haz algo! —Henrietta lo aporreó en la espalda.

No era posible que. le hubiera caído un rayo. Si lo hubiera hecho, se le habrían derretido los zapatos y se le habría electrificado el pelo. Las yemas de sus dedos estarían abiertas y carbonizadas. Sintió cómo las costillas de su primo se expandían, y se sentó. Seguramente solo se trataba de una conmoción. Henry se asustaba con facilidad. En ese momento, Henrietta miró la mano de su primo: tenía la palma derecha completamente descarnada. No sangraba, pero tenía una franja de piel de unos cinco centímetros en carne viva y los bordes de la herida estaban negros. La palma estaba surcada por pequeñas ampollas y en la carne expuesta de la herida tenía algunas aún más grandes.

El cuerpo de Henry empezó a convulsionar. Sus piernas dieron un par de sacudidas y, de repente, se enderezó y se volvió hacia Henrietta, parpadeando. Henrietta frunció el ceño.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Henry.

—Un rayo —dijo ella—. Has tenido una conmoción o algo así.

—¿Me ha caído un rayo?

—No —dijo ella, mirando su mano—. Creo que no.

Henry intentó ponerse de pie, pero no pudo. Henrietta lo agarró por los hombros y, aunque se tambaleaban, consiguió mantenerlo erguido. Caminaron trastabillando para rodear el granero y, cuando las últimas bolas de granizo rebotaron contra el suelo, ya estaban bastante cerca de la parte trasera de la casa.

Las articulaciones de Henry vibraban y sentía como si le hubieran encadenado la cabeza al suelo. Tenía la visión borrosa y le hervía el estómago. Se agarró fuerte a Henrietta, que impidió que se cayera, pero no pudo evitar que vomitara.

Supo que estaban dentro de la casa cuando dejó de sentir la lluvia sobre él y la voz de Henrietta surgió como un estallido:

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó—. ¡Henry está enfermo!

Henry se apoyó contra la pared de la cocina. Las voces y las personas se movían a su alrededor. Le ardían los ojos, así que los cerró y confió en que las manos que tiraban de él, lo empujaban, lo traían y lo llevaban supieran qué hacían. Trató de ignorarlo todo y quedarse a solas con sus pensamientos.

A solas con un diente de león.

* * *

No podía abrir los ojos. No tenía intenciones de intentarlo, pero, aunque así hubiera sido, no parecía que sus ojos pudieran cumplir con la orden mental. Sin embargo, sí que podía oír.

—Frank, creo que deberíamos llevarlo al hospital —La voz de la tía Dotty sonaba vacilante—. Henrietta no cree que el rayo lo haya alcanzado pero, ¿qué otra cosa podría haberlo dejado en este estado?

Henry notó una mano áspera tocándole la cara. La mano de Frank.

—No hace falta que te caiga un rayo para estar así. Es por la corriente. Aunque el rayo caiga sobre otra cosa, la corriente puede alcanzarte.

—Deberíamos llevarlo al hospital.

Henry sintió el crujido de la cama cuando Frank se levantó.

—Esperaremos hasta mañana. Dejarlo dormir es mejor que hacerle traquetear durante cuarenta y cinco minutos en la furgoneta para que luego el médico nos diga que necesita reposo.

—No puedo creer que le dejes dormir al lado de estas horribles puertas —farfulló Dotty—. Me dan escalofríos. Nunca me ha gustado estar aquí, ni siquiera cuando estaban cubiertas con escayola. Y hablando de escayola, Frank…

—Déjalo estar—suspiró Frank—. Se marcha en dos semanas. Ya me ocuparé de ello.

Henry escuchó vagamente cómo sus tíos descendían las escaleras del ático. Se esforzó por buscar un lugar en su mente en el que pudiera descansar sin sueños, donde no hubiera dolor. Sin embargo, las puertas de su cuarto se abrieron, dando paso a nuevas voces.

—¿Henry? —La voz de Richard sonaba igual de pomposa que siempre, aunque no pudiera verlo—. Si puedes oírme, quiero decirte que estoy muy apenado por tu sufrimiento.

—Lárgate de aquí, Richard —dijo Anastasia—. Quiero verle la mano.

Anastasia le levantó la mano, apartó la venda y contuvo el aliento.

—Esto tiene pinta de doler. ¿Viste cómo le caía el rayo, Henrietta? Seguro que parecía un mago.

—No le cayó un rayo —La voz de Henrietta sonó plana—. Yo lo vi. El rayo cayó tan cerca de mí como de él y yo estoy bien.

—Henrietta —La voz de Penélope pretendía ser conciliadora—, yo creo que el rayo debió de alcanzarlo. Quizá la corriente solo le haya afectado parcialmente, pero algo tuvo que hacerle eso en la mano.

—Lo hubiera visto. Si le hubiera caído un rayo en la mano, creo que me habría dado cuenta —resopló Henrietta.

—Pues yo creo que estás celosa —dijo Anastasia—. Siempre has querido que te cayera un rayo, o que te atrapara un tornado, o algo así.

—Creo que deberíamos dejarlo a solas —dijo Penélope, condescendiente.

—Creo que vosotros deberíais dejarlo a solas —bufó Henrietta.

—Me gustaría quedarme con él —dijo Richard—. Podría dormir en el suelo esta noche.

—Fuera de aquí, Richard. Ahora mismo. Tú también, Anastasia. Chao, chao, Penny.

Las puertas hicieron clic al cerrarse y Henry notó cómo Henrietta se sentaba junto a él en la cama. La niña suspiró:

—Henry, ¿estás fingiendo?

Henry tragó e intentó lamerse los labios. Sentía como si su lengua perteneciera a una persona mucho más grande que él. Antes de que pudiera decir nada, notó dos pulgares presionando contra sus pestañas e impulsándole los párpados hacia atrás. Luz y aire, instrumentos del dolor, se abrieron camino hacia sus ojos.

—¡Hey!

Henry intentó sentarse, pero lo consiguió solo a medias. Henrietta todavía le estaba abriendo los párpados. Balanceó el brazo izquierdo hacia ella para intentar golpearla y la niña le soltó los párpados y se apartó.

—Estabas fingiendo —dijo lentamente—. Menos mal. Estaba empezando a preocuparme.

—No estaba fingiendo —acertó a decir Henry.

La lengua se le enredaba en los dientes. Se esforzó por mantener los irritados ojos abiertos y, poco a poco, consiguió enfocar a Henrietta.

—Fingías estar dormido.

—No —dijo Henry—. Es que me duelen los ojos.

Henrietta se reclinó hacia él y le susurró al oído:

—Escúchame. Está bien. Todos piensan que te ha caído un rayo. Mamá no sospechará nada. Podemos explorar las puertas esta noche.

Henry se derrumbó sobre la cama y sacudió la cabeza para negar.

—Está bien —dijo Henrietta—. Te dejaré descansar y vendré a despertarte en un par de horas, cuando los demás estén dormidos. Tengo la llave de la habitación del abuelo y tú tienes las combinaciones en el diario, así que tendremos que ponernos manos a la obra. Dos semanas pasan muy rápido.

Henry sacudió la cabeza de nuevo y se puso un brazo sobre los ojos.

—Si les haces creer que realmente estás enfermo durante mucho tiempo, probablemente te mandarán a Boston antes.

—Henrietta, no estoy fingiendo —dijo Henry—. Vete. Por favor.

Henrietta se levantó lentamente y se pasó el pelo detrás de las orejas. Henry la observaba por debajo del hueco del brazo.

—¿De verdad te duele? —preguntó.

Henry asintió.

to—Entonces, lo siento —dijo.

La niña se dio la vuelta y salió de la habitación.

* * *

Henry cerró los ojos; todavía le ardían. Trató de respirar con calma para relajarse, pero se sentía oprimido en la estrechez de su cuarto. Todo el mundo se había ido, pero todavía notaba el calor de su respiración y el eco de sus palabras.

Una súbita oleada de determinación lo invadió y Henry se sacudió y se incorporó. Las articulaciones le escocían como si las tuviera llenas de sal y su visión se tornó borrosa a medida que la sangre se le iba bajando de la cabeza. Permaneció un momento sentado en la cama, esperando a que se le pasara el mareo. Cuando se sintió mejor, se abrazó las rodillas y gimió al estirarse. Intentó mantener el equilibrio y se deslizó con cuidado a los pies de la cama.

Henrietta era increíble. Aunque no le hubiera caído un rayo, o lo que fuera que le había pasado, no habría tenido ninguna gana de volver a explorar las puertas. No a propósito. Solo había una puerta que le interesaba, y allí es donde pretendía estar dentro de dos semanas, sin importar lo que hubiera en ella. Sus ojos llorosos parpadearon y atinó a enfocar lo suficiente para alcanzar el picaporte de la puerta de Badon Hill. La puerta se deslizó con su peso y se abrió de par en par. Entonces, respirando apresuradamente, se acurrucó contra la pared y aguardó a que aquel aire purificador invadiera su cuarto.

Sin embargo, no ocurrió nada. Henry no percibía más que el agrio olor a cerrado del ático. Colocó la mano en la abertura de la puerta, pero el aire seguía quieto y cálido. La introdujo un poco y sus nudillos rozaron con un tablón áspero. No había musgo, ni tierra blanda, ni lombrices desubicadas. Ni la más mínima brisa. Habían limpiado el interior de la puerta y habían cegado el fondo. Henry apoyó la mano contra el tablón y lo empujó. No consiguió que se moviera, pero las yemas de sus dedos toparon con un grueso trozo de papel pegado a la madera. Lo despegó, se recostó contra las puertas y se lo quedó mirando. Sus ojos aún no enfocaban bien, así que parpadeó varias veces para evitar que se le nublara la vista.

Había un sello de lacre en el reverso del sobre, el rostro del mismo hombre con el que habían sellado las otras dos cartas de advertencia que le habían llegado a través de las puertas. Pero esta vez era ligeramente distinto. La cabeza del hombre barbudo seguía estando en la mitad del círculo, envuelta en hojas de parra que le trepaban por la nariz, las orejas y la boca, pero en medio de las hojas que le cubrían la barbilla, había ' algo más. Henry abrió los ojos de par en par y pestañeó, provocando que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas. El hombre le estaba sacando la lengua.

Al igual que los anteriores, el mensaje había sido mecanografiado, pero era mucho más breve y parecía una plantilla en la que hubieran completado algunos huecos. La firma estaba escrita a conciencia, con una notita a mano al final.

ALERTA

Bajo sospecha de alteración y transporte,

Este ÁRBOL ha sido:

CERRADO POR MANTENIMIENTO (y vigilancia).

Los infractores serán perseguidos.

Las multas aplicadas consistirán en:

CONFISCACIÓN DEL HÁLITO, ESPÍRITU, VIDA O EQUIVALENTE.

Autorizado por el Comité de los Faeren para la

Preservación de Monumentos Históricos.

Ralph T. R., Esq. IX. Presidente (Presidente)

Ralph Radulf

(Presidente)

No creas que no lo haremos

Henry leyó la carta una vez. Intentó releerla, pero ni cien mil pestañeos podían ya limpiar sus ojos de lágrimas. Dejó la puerta de Badon Hill abierta y se deslizó lentamente hacia su cama, contrayéndose de dolor y empezando a sentir una pena infinita por sí mismo.

Apagó la lámpara y apretó el rostro contra la almohada. No vio el resplandor amarillo que surgía del buzón justo debajo de la puerta de Badon Hill. Y, aunque lo hubiera visto, no le hubiera importado lo más mínimo.