Kansas no se deja impresionar fácilmente. Ha llegado a ver casas y ganado volando por los aires. En Kansas, cuando los tornados se abren paso a través de los campos de trigo, una cortina de granizo los acompaña. Mientras los copos más grandes se derriten, se pueden ver tortugas, ratones, peces e incluso hombres congelados en su interior. Y aun así, Kansas no se sorprende.
Henry York había visto muchas cosas en Kansas, cosas que no creía que pertenecieran a este mundo y otras que, definitivamente, no pertenecían a este mundo.
Y, a pesar de todo, Kansas no se había inmutado.
* * *
Las suelas de los zapatos de Henry se columpiaban a unos seis metros del suelo. Había conseguido abrir la pesada puerta del granero por completo y, después de quitarse el óxido y los restos de pintura roja de las manos, se había sentado sobre los polvorientos tablones para contemplar los campos de trigo maduro. Los pies de Henry se balanceaban sobre Kansas, cuya extensión se perdía en el horizonte.
Henry había cambiado mucho en las pocas semanas que habían transcurrido desde que se bajara de aquel autobús proveniente de Boston, desde que la tía Dotty casi lo ahogara entre sus abrazos y lo llevara a la vieja granja, al ático, a una nueva vida. También su aspecto había cambiado, y no solo por la cicatriz que le cruzaba el dorso de la mano. La cicatriz estaba curándose peor de lo que debería porque no podía evitar quitarse la costra. Las quemaduras de la cara se notaban bastante más y también estaban empezando a cicatrizar pero, por el contrario, no le gustaba tocarlas. Aunque para curárselas no le quedaba más remedio que hacerlo. La que tenía bajo la oreja le iba a dejar un agujero tan grande como la punta de su dedo.
Pero lo que más había cambiado en Henry estaba dentro de su cabeza. Cosas que siempre había tenido por ciertas ya no lo parecían. El mundo, que siempre había considerado una maquinaria lenta, estable y aburrida, había cobrado vida de repente. Y no era en absoluto aburrido. Había descubierto una pared llena de puertas en su cuarto del ático y ahora ya no sabía quién era. Desconocía quiénes eran sus verdaderos padres y si estaba en el mundo correcto. En realidad, no sabía nada de nada. Pero, por alguna extraña razón, ese desconocimiento lo reconfortaba más que la idea de llegar a saber todas esas cosas.
Apenas un mes antes, recién apeado del autobús de Boston, se habría puesto nervioso si se hubiera sentado donde estaba ahora, golpeando rítmicamente la pared del granero con los talones. Un mes antes, no se habría creído capaz de batear una pelota de béisbol.
En ese momento, escuchó algo jadeando detrás de él y se volvió. Un mes antes, el mundo aún era normal y no existían criaturas como aquella. El raggant olfateó ruidosamente y se sentó sobre las patas traseras. Tenía las alas plegadas contra la rugosa piel gris y su cuerno romo apuntaba, como siempre, hacia el cielo.
Henry sonrió. Siempre lo hacía cuando miraba al animal. Era muy orgulloso y totalmente inconsciente del aspecto que tenía. O Henry pensaba que debía serlo. Era del tamaño de un basset hound pequeño, pero tenía alas y la cabeza y la piel de un rinoceronte. No era precisamente bonito, pero eso no lo frenaba de mostrarse orgulloso y testarudo como un gallo. Como un buen sabueso proveniente de otro mundo, había encontrado a Henry haciendo que la escayola de la pared se desconchara golpeando desde el interior de una de las puertas. El raggant era quien había empezado todo. Quienquiera que lo hubiera enviado a buscarlo, era quien había empezado todo. Henry no tenía ni idea de quién podía haber sido.
—¿Tienes idea de lo raro que eres? —preguntó Henry, acercándose y agarrando la piel flácida que colgaba del cuello de la criatura. Tenía una textura arenosa y, al estrujarla un poco, el raggant cerró sus negros ojos y un leve quejido surgió de su pecho—. Quiero verte volar —dijo Henry—. Sabes que lo conseguiré.
Henry miró primero en dirección al suelo y después al raggant. Podría empujarlo y así no le quedaría más remedio que volar. Pero quizá fuera tan orgulloso que,en lugar de hacerlo, mantendría las alas bien plegadas y rebotaría en el césped.
—Algún día —dijo Henry.
* * *
El sol comenzaba a ponerse y Henry sabía que no faltaba mucho para que la sombra del granero se proyectara sobre las interminables hectáreas de trigo. Peor aún, no faltaba mucho para que los campos, el granero y todo Kansas formaran parte de su pasado. Ya hacía unos días que sus padres habían vuelto de su accidentado viaje en bicicleta y aún no sabía nada de ellos. Eso no era algo extraño tratándose de sus padres; cuando estaban a punto de volver de sus ajetreados reportajes fotográficos por el mundo, pocas veces lo avisaban. El hecho de que esta vez se las hubieran apañado para que los secuestraran había provocado que el retorno fuera aún más enloquecido de lo habitual, y había mantenido a Henry alejado de su pensamiento durante aún más tiempo. Pero aquello no duraría. Si hubieran podido opinar, nunca lo habrían enviado a casa de sus primas. Nunca jamás. Ahora que estaban de vuelta, no le dejarían que empezara el curso en Kansas, ni tan siquiera le dejarían pasar allí el verano. Lo llevarían de vuelta a Boston, le pondrían una dieta de complementos vitamínicos, una nueva niñera y, después, lo mandarían de vuelta al internado. Quizá a un internado nuevo. El tercero.
Padres. Todavía pensaba en ellos como sus padres. ¿Se habrían atrevido ellos a contarle que el abuelo lo había encontrado en el ático? Seguro que no. A Henry no le importaba ser adoptado. Pero era un poco más difícil sentir indiferencia ante el hecho de que sus padres nunca se hubieran comportado como verdaderos padres; nunca lo habían tratado como el tío Frank y la tía Dotty trataban a sus primas. Henry siempre había sido consciente del lugar que ocupaba en su lista de prioridades.
El día anterior los había visto en televisión. Estaba removiendo los cereales del desayuno mientras escuchaba a Anastasia, su prima pequeña, quejarse de Richard cuando el tío Frank lo llamó. Fue corriendo y, cuando entró en la habitación, vio que su tío señalaba algo con el dedo. En el lugar que su tío señalaba, sentados en el rígido sofá de un desconocido estudio de televisión, Úrsula y Philip asentían y sonreían. Ambos tenían las manos cruzadas sobre las rodillas. Úrsula miraba directamente a la cámara; se daba un aire a la tía Dotty, pero sus rasgos eran más duros. Sus padres hablaban de su increíble capacidad de aguante, de las dificultades de recorrer los Andes en bicicleta, de cómo en ningún momento habían desechado la idea de terminar su viaje, incluso después de haber sido secuestrados en Colombia, de las renegociaciones con los editores de las guías de viajes para los que trabajaban y de sus discusiones con agentes cinematográficos.
A grandes rasgos, Henry recordaba casi todo lo que habían dicho, pero había dos frases concretas en las que no podía dejar de pensar, cada sílaba había quedado grabada a fuego en su mente:
—¿Os sentís más unidos ahora? —les preguntó la periodista—. Después de todo lo que habéis pasado juntos…
Úrsula se inclinó hacia delante, Philip se recostó en el sofá.
—Bueno, ya sabes —dijo Úrsula—. Los dos hemos cambiado mucho con esta experiencia. La verdad es que necesitamos volver a conocernos mutuamente. Pero, sobre todo, necesitamos conocernos a nosotros mismos.
Philip asintió. Henry estaba seguro de haber entendido a lo que se referían. Y, entonces, la periodista preguntó por él:
—Solo tenéis un hijo, ¿verdad?
—Así es —respondió Philip.
—Nuestro pequeño Henry —Úrsula sonrió.
—Él debe haber sido el motivo de que no perdierais la esperanza. ¿Qué sentisteis cuando lo volvisteis a ver?
—Fue maravilloso —dijo Úrsula—. Sentí júbilo. Puro júbilo maternal.
—Fue conmovedor —añadió Philip.
* * *
Le había resultado extraño ver mentir a sus padres. El tío Frank le había dado una palmadita en el hombro cuando terminó el programa y la tía Dotty lo había estrujado al abrazarlo contra ella. Anastasia fue a decir algo, pero Penélope, la mayor y la más considerada, la pellizcó antes de que pudiera abrir la boca. Henrietta se había quedado mirándolo mientras jugueteaba con sus rizos. Habían abierto las puertas juntos, y juntos se habían arrodillado en el suelo del ático para asomarse a mundos desconocidos. Y, aun así, ella lo había puesto a prueba para ver si era un cobardica. Henry sabía que su prima estaba esperando que demostrara síntomas de tristeza. Pero no estaba triste. Al menos no en ese momento. Richard, desubicado como siempre, había salido de la habitación como si tuviera mucha prisa.
* * *
—¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó Henry al raggant—. No me van a dejar quedarme aquí y no vas a poder venir conmigo, ni aunque lo intentes. Te venderán a un zoo. O a un circo.
Una brisa cálida se deslizó por los cultivos como si fuera un líquido espeso. El raggant no abrió los ojos, pero sus orificios nasales se hincharon.
—Richard está peor —dijo Henry. El chico flacucho que lo había seguido desde una de las puertas hasta Kansas no se le iba de la mente—. A no ser que me quede a vivir aquí para siempre, tendrá que regresar por una de las puertas. Quizá no a casa, quizá a otro sitio. Eso si Anastasia no lo mata antes, claro.
Abajo, en el otro extremo del granero, se escuchó el sonido de la puerta corredera al abrirse.
—¡Lord Henry de York! —gritó el tío Frank.
—¿Sí? —respondió Henry.
Unos pasos cruzaron el suelo de madera que había bajo él. Pararon. Los peldaños de la vieja escalera gimieron y la cabeza del tío Frank emergió un metro y medio por debajo de donde estaban sentados Henry y el raggant. Henry le sonrió, pero el tío Frank no le devolvió la sonrisa. Miraba a través de su sobrino, hacia la vasta extensión de campos de cultivo. Impulsó con los brazos su delgado cuerpo hacia arriba, rascó al raggant en la barbilla y se sentó junto a Henry. Su mirada se deslizaba del cielo al océano de trigo que se abría ante ellos.
—Ten cuidado, Henry. Los lugares como este te calan en los huesos. Incluso si no les tienes ningún aprecio, marcharse puede doler más de lo que debería —le dijo.
Henry observó el rostro de su tío; ajado y delgado, con los ojos fijos en el horizonte, como los de un marinero que busca un trozo de tierra firme sabiendo que no lo va a encontrar. Su expresión no delataba sus pensamientos. Nunca lo hacía. Su tío había llegado a Kansas dando tumbos como una planta rodadora cuando era un adolescente. Él también era víctima de las puertas. Henry se preguntaba cuánto tiempo haría falta para que empezara a parecerse al tío Frank, que tenía el aspecto de algo que ha sido prestado pero nunca devuelto, fuera de lugar pero polvoriento y en su sitio, al fin y al cabo. El tío Frank, por lo menos, tenía sus recuerdos. Él era consciente de lo que había perdido, aunque no hablara de ello. Henry ni siquiera tenía eso. Frank se crujió los nudillos y se recostó.
—Cuando los cultivos están verdes, puedes percibir su olor. También cuando están dorados. Tienen un sonido distinto dependiendo del color. Los campos verdes susurran. Los dorados crujen.
—¿Cuándo es la cosecha? —preguntó Henry.
—Pronto —dijo Frank—. Cuando el dorado se empiece a convertir en blanco. Podrás ver las cosechadoras en marcha, aunque igual no estés aquí para el final de la temporada.
Henry observó el efecto del viento sobre los campos de trigo maduro.
—Tengo que irme, ¿verdad?
—Sí.
—Desearía no tener que hacerlo.
—Bueno —dijo el tío Frank—, si los deseos fueran caballos…
Henry lo miró.
—¿Entonces qué? —le preguntó.
—Entonces tendría un caballo.
Henry estuvo a punto de sonreír. Esperaba una respuesta como esa. A su lado, el raggant roncaba. Aún estaba sentado, pero tenía la mandíbula abierta de par en par y la cabeza caída hacia atrás. Su cuerno ya no apuntaba altivo hacia el cielo. Henry lo apartó a un lado.
—Ojalá supiera cuánto tiempo me queda —dijo Henry—. Ya ni siquiera soporto estar dentro de la casa. Cada vez que suena el teléfono, pienso que es alguien diciendo que viene a recogerme.
—El 3 de julio —dijo el tío Henry—. Dos semanas. He recibido hoy una carta.
—¿Qué? —dijo Henry—. ¿Por qué el 3? ¿Quién ha mandado la carta?
Frank estiró la pierna, metió una mano en el bolsillo de sus pantalones y arrojó un sobre caliente y arrugado sobre el regazo de Henry.
—He venido aquí a contártelo. Es de un abogado. Phil y Urs se separan. Tienen que arreglar algo de la custodia la semana que viene. Decidirán quién se queda contigo y entonces te marcharás.
Henry abrió la carta y se la quedó mirando. Iba dirigida a sus tíos y no decía mucho más de lo que el tío Frank le había contado.
—Dos semanas —dijo Henry—. Me perderé los fuegos artificiales.
—Quizá sea incluso menos —dijo Frank—. La luna da media vuelta al mundo en dos semanas. ¿Lo sabías?
Ambos permanecieron sentados mientras el raggant roncaba. Después de un rato, Frank se levantó y se estiró.
—Anastasia vendrá a avisarte cuando la cena esté lista —dijo, y se dirigió hacia la escalera.
Henry asintió.
No quería que su tío se fuera.
* * *
Cuando escuchó la voz de Anastasia, las piernas de Henry todavía colgaban sobre la puerta, pero ahora estaba recostado. Se incorporó y volvió a mirar la carta que tenía en las manos. La dobló y la metió en el sobre.
—¡Henry! —gritó Anastasia de nuevo.
—¡Voy! —dijo, y dio un golpecito al sobre, que se deslizó arrastrado por el viento. Observó su trayectoria mientras caía en picado hacia el ondulante césped silvestre que crecía tras el granero—. ¡Piérdete! —dijo, y se puso en pie.
Dejó al raggant durmiendo donde estaba y bajó por la escalera. Anastasia ya estaba de vuelta en la casa.
* * *
La mesa estaba abarrotada de personas, pero Anastasia parecía la única interesada en mantener una conversación. Los chicos estaban sentados en un extremo, frente a las tres primas de Henry. Richard llevaba una camiseta amarilla muy ajustada con la imagen de un poni galopando en la parte delantera que, sin duda, era propiedad de Anastasia. Estaba hurgándose en la escayola azul que tenía en la muñeca. El tío Frank tenía la mirada perdida y el tenedor congelado en la mano, mientras que la tía Dotty sonreía, cogía los platos, los llenaba con un generoso cucharón de espaguetis con mantequilla y los repartía entre los comensales. Henry miraba a Penny, que se apartaba el pelo de la cara y le sonreía con los labios apretados. A su lado estaba sentaba Henrietta, con los rizos sueltos y la barbilla apoyada en la mano. Miraba fijamente a Henry, pero cuando sus ojos se encontraron, clavó la vista en el lugar que ocuparía su plato en cuanto su madre se lo devolviera. Justo a su lado, Anastasia, la más bajita de todas, charlaba animadamente.
—Cuando Henry se vaya, tendremos que quedarnos con el raggant, ¿no? Tendrías que haberle puesto nombre hace mucho. Te escribiré una carta para decirte qué nombre le hemos puesto, ¿quieres?
Henry la miró y se encogió de hombros. Anastasia miró a Richard.
—¿Y qué vamos a hacer con Richard? —preguntó—. No puede quedarse aquí para siempre, vistiéndose con mi ropa.
—No seas maleducada —la recriminó Penny.
—No lo soy —Anastasia parecía sorprendida—. ¿A que no, mamá?
Dotty asintió con la cabeza.
—Sé educada.
Dotty terminó de pasar los platos, se sentó en su sitio y resopló, apartándose el pelo encrespado de la frente.
—No estoy siendo maleducada —dijo Anastasia—, solo estoy siendo sincera. Deberíamos mandarlo de vuelta por una de las puertas.
—¡Anastasia! —gritó Dotty.
Richard levantó la vista. Su cara, delgada y sonrojada, parecía más roja todavía en contraste con la camiseta amarilla.
—Si vais a discutir el asunto de mi estancia aquí —dijo, enarcando las cejas—, preferiría no estar presente.
—No —dijo Dotty.
—Quiero que me devuelva mi ropa —farfulló Anastasia.
—¿Frank? —inquirió Dotty—. ¿Podrías volver con nosotros, por favor? Aquí, a este mundo. Solo durante un ratito.
Frank inspiró profundamente, como si estuviera volviendo a la vida.
—Aunque quisiéramos no podríamos mandarlo de vuelta. No sin tener acceso a la puerta de la habitación del abuelo, y esa habitación ha vuelto a ser, como por arte de magia, infranqueable, ¿os acordáis? No pienso volver a intentar abrirla con la sierra mecánica. Y las puertas del ático son tan pequeñas que no entraría por ellas ni aunque lo dobláramos en tres partes.
—No puedo creer que estemos hablando de esto —dijo Dotty—. Frank Willis, prometiste tapar de nuevo con escayola esa pared. Y espero que no se os pase por la cabeza volver a viajar a través de las puertas… si no queréis meteros en problemas.
Durante un instante, Frank se quedó completamente inmóvil. Su mandíbula dejó de moverse, con la mano suspendida sobre el plato. Entonces, habló.
—Da igual. No tenemos la llave de la habitación del abuelo —dijo, y se metió en la boca otra cucharada de espaguetis.
Henry estaba pensando en lo mismo. En su dormitorio había una pared llena de puertas, ninguna de las cuales llevaba a Boston, aunque una de ellas llevaba al mundo en el que había nacido y al mundo del que provenía el raggant. Pero daba igual. Las puertas del ático eran solo ventanitas que conectaban otros mundos con el mundo en el que estaban, pero no servían para nada sin la puerta de la habitación del abuelo, la única lo suficientemente grande para pasar a través de ella. Todavía tenía el diario del abuelo con las combinaciones que había que marcar para conectar cada puertecita con la puerta grande pero, sin la llave de su habitación, no era de ninguna utilidad.
—Henrietta tiene la llave —dijo Anastasia—. Os lo he dicho un millón de veces, no sé por qué no me hacéis caso.
—Yo no la tengo —Henrietta golpeó la mesa con el tenedor y puso los ojos en blanco.
—No está en ninguno de sus escondrijos habituales —prosiguió Anastasia—, pero la encontraré.
Henry se puso de pie.
—¿Os importa si me voy a mi cuarto? —preguntó a su tía—. No tengo mucha hambre.
Dotty lo miró con una ceja arqueada.
—¿Qué piensas hacer allí?
Henry sonrió a medias.
—Nada —dijo—, no tengo la llave de la habitación del abuelo.
* * *
Cuando llegó al rellano del segundo piso, Henry se paró en seco. La voz de Anastasia se mezclaba con la de Henrietta, pero intentó apartar el sonido de su mente. Tenía toda la atención puesta en la puerta de la habitación del abuelo, desprovista de pomo. A pesar de estar destrozada y embrujada, estaba herméticamente cerrada. No había manera de abrirla sin la llave. Y la única posibilidad que tenía de averiguar de dónde venía estaba tras esa puerta.
Henry echó a andar siguiendo la barandilla y se paró justo enfrente de los destrozados paneles de la puerta. Rozó con un dedo del pie la maraña de alfombra que había quedado en el punto en el que el tío Frank había dejado caer la sierra eléctrica. El mismo había yacido allí, inerte, con las manos de Nimiane de Endor alrededor de su cuello. Su sangre le había quemado la cara como si fuera ácido. La garganta se le cerró al recordarlo y el estómago se le encogió. Se dio la vuelta rápidamente, temblando, y subió corriendo las escaleras del ático. Había cosas peores que volver a Boston.
El ático era estrecho y abovedado. En el suelo, junto a la pared que había frente al armario de Henry, se amontonaban el saco de dormir de Richard y una pequeña pila de prendas que las chicas le habían prestado. Richard había querido dormir en el suelo de la habitación de Henry, a los pies de su cama, pero a Henry la idea de compartir habitación no le hacía especial ilusión. Cuando entró en el cuarto, Henry emprendió una serie de acciones que se habían convertido en una especie de ritual de bienvenida. Encendió las luces y se recostó sobre la pared que quedaba enfrente de las puertas para examinarlas. Noventa y nueve puertas de diversas formas y tamaños le devolvieron la mirada. Sus ojos se posaron primero en el centro, donde quedaba la puerta con las brújulas que gobernaban el resto de las puertas. No era la puerta más llamativa pero, marcando la combinación adecuada, tenía el poder de conectarse con cualquiera de las otras a través de la del piso de abajo, la de la habitación del abuelo. También había sido a través de la que el raggant había llegado a Kansas.
Tras pasear la mirada por los toscos estucados y las brillantes incrustaciones metálicas, los barnices descamados y las bisagras oxidadas, los diferentes colores y texturas, Henry se dirigió a la cama y la apartó de la pared para inspeccionar las dos hileras de puertas que se escondían tras ella. Contuvo el aliento, se obligó a acuclillarse y miró fijamente a la puerta con el picaporte dorado en el centro de la última fila. La puerta número 8. La puerta a Endor.
Henry pasó un dedo por los cuatro tornillos que el tío Frank había usado para sellarla, se incorporó y volvió a empujar la cama contra ella. Entonces, por fin, respiró. Sabía que Nimiane ya no se encontraba tras esa puerta. Estaría dondequiera que sus primas hubieran elegido enviarla (de manera totalmente azarosa) mientras ambos estaban inconscientes. Le habían contado la historia, le habían descrito cómo el bate le había golpeado la cabeza y lo fría que era su piel. Anastasia todavía insistía en que deberían haberla apuñalado en el cuello. Pero no lo habían hecho. Temerosos de que se despertara, la habían arrojado a algún desgraciado lugar a través de la puerta de la habitación del abuelo. Nimiane ya no estaba en Endor pero, aun así, a Henry aquellos tornillos le daban seguridad.
Cuando recuperó el aliento, buscó la puerta número 56, que daba a un lugar llamado Badon Hill, y la abrió. Se sentó en la cama y esperó a que el aire de aquel lugar invadiera la habitación. Cuando el olor a musgo y lluvia y un viento que era capaz de derribar olas y fluir entre árboles milenarios lo envolvieron, Henry por fin tuvo la sensación de estar en «su» habitación.
Se acostó sobre la cama y suspiró. Las puertas lo asustaban, pero también ejercían sobre él una poderosa atracción. Tras una de ellas estaba el mundo en el que había nacido. Un mundo en el que tenía hermanos, por lo menos seis, si eran ciertas las palabras del hechicero que encontró en la fría habitación del trono a la que había llegado en su primer viaje a través de las puertas. Levantó la vista hacia la pared y miró la puerta número 12. Richard lo había seguido a gatas hasta aquel lugar. El brujo había reconocido a Henry inmediatamente. Estaba seguro de que él habría podido decirle de dónde venía realmente, pero la experiencia había sido horrible. Henry intentó apartar sus pensamientos de aquel recuerdo y se concentró en las puertas que tenía ante sí. No tenía ningún motivo para pensar que venía de un mundo agradable, o que el hombrecillo encorvado que comía gusanos en su oscuro trono dijera la verdad, o que su familia estuviera viva y, en caso de estarlo, todavía lo quisieran. Los bebés deseados no se solían abandonar a través de puertas mágicas. Pero, por otro lado, ahí estaba el raggant. Los raggants servían para buscar cosas, por lo que alguien había querido encontrarlo.
Henry inspiró profundamente y, después, resopló dejando escapar el aire que hinchaba sus carrillos. ¿Por qué había dejado de intentar volver a su mundo el tío Frank? ¿Acaso también él tenía miedo? La diferencia era que Frank tenía a Dotty y a sus hijas. Nadie planeaba ponerlo en un autobús de vuelta a Boston en dos semanas.
—Dos semanas —dijo Henry en voz alta.
Miró hacia la esquina del cuarto donde una semana antes el tío Frank había dejado un rollo pequeño de malla de alambre y un cubo de veinte litros de escayola. La malla era para cubrir las puertas y reforzar la escayola. Desde que las dejó en aquella esquina, el tío Frank no había tocado ninguna de las dos cosas. Bueno, había preparado la mezcla de escayola, que aún seguía allí. Ahora el cubo estaba más duro que una roca.
—Podría volver cuando cumpla dieciocho años —dijo de nuevo en voz alta.
Pero no creía que Frank pudiera aplacar la voluntad de Dotty durante tanto tiempo. Un par de años, quizá, pero no más de cinco. De repente, Henry escuchó a alguien subir por las escaleras del ático. Se sentó en la cama y cerró con cuidado la puertecita que acababa de abrir. Las puertas de su cuarto se abrieron de par en par y Henrietta entró por ellas. Llevaba al raggant acurrucado bajo un brazo. El animal se dejó caer al suelo y saltó a la cama de Henry. Henrietta olfateó el aire y sus ojos se fueron derechos a la puerta de Badon Hill. Hacía tiempo que no hablaban y, durante un momento, ambos permanecieron en silencio.
—Henrietta —dijo Henry—, necesito la llave de la habitación del abuelo.
Los ojos de Henrietta se encontraron con los de Henry. Se miraron fijamente.
—No tiene sentido que me mientas —prosiguió Henry—. Al final hubo mucho lío, pero sé que yo no la guardé, y tú eres la única que puede tenerla.
Henrietta se cruzó de brazos y miró hacia las puertas de la pared. Henry empezó a divagar.
—Me encantaría quedarme aquí, pero no puedo. Dos semanas más, Henrietta, y tendré que volver a Boston, y al colegio. Y, cuando termine el verano, me enviarán a otro sitio y ya no podré volver hasta que sea lo suficientemente mayor como para irme de casa o ir a la universidad —Henry tomó aire—. No puedo estar aquí cuando vengan a por mí. Tengo que descubrir de dónde vengo, tengo que volver a viajar por las puertas.
Y tú tienes la llave, Henrietta. Tienes que dármela.
Henrietta se sentó en la cama, detrás de él.
—Lo sé —dijo—. La enterré detrás del granero.