Volvimos lentamente de la dimensión en la que estuviéramos, con las extremidades enredadas en las sábanas, y hablamos durante horas sobre nuestro día, sobre la reunión con Gugliotti, sobre la cena y la noche con mis amigas. Hablamos de la mesa que habíamos roto y de que solo llevaba ropa interior para una semana, así que no podía romperme más.
Hablamos de todo excepto de la confusión que yo sentía en lo más profundo de mi corazón.
Le pasé un dedo por el pecho y él me detuvo con su mano y se lo llevó a los labios.
—Es agradable hablar contigo —dijo.
Reí y le aparté el pelo de la frente.
—Hablas conmigo todos los días. Y cuando digo hablar quiero decir gritar. Chillar. Dar portazos. Hacer muecas.
Me fue dibujando espirales sobre el estómago con los dedos para distraerme.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Lo sabía. Sabía exactamente lo que quería decir y quería encontrar una forma de alargar aquel momento, justo así cómo estábamos, hasta la eternidad.
—Cuéntame algo entonces.
Él me miró a la cara, sonriendo un poco nervioso.
—¿Qué quieres saber?
—¿La verdad? Creo que quiero saberlo todo. Pero empecemos por algo sencillo. Hazme el historial de las mujeres de Bennett.
Se pasó un largo dedo por la frente.
—Algo sencillo —repitió con una risa—. Yaaaa. —Carraspeó y después me miró—. Unas cuantas en el instituto, unas cuantas en la universidad, unas cuantas en el máster. Unas cuantas después de eso. Y después una relación estable cuando viví en Francia.
—¿Detalles? —Enredé un mechón de pelo alrededor del dedo, esperando que eso no fuera presionarlo mucho.
Pero para mi sorpresa me respondió sin vacilar.
—Se llamaba Silvie. Era abogada en un pequeño bufete de París. Estuvimos juntos tres años y rompimos unos meses antes de que volviera a casa.
—¿Por eso decidiste volver?
Elevó la comisura de la boca en una sonrisa.
—No.
—¿Te rompió el corazón?
Su sonrisa se convirtió en una sonrisita burlona dirigida a mí.
—No, Chloe.
—¿Le rompiste tú el suyo? —¿Por qué le estaba preguntando aquello? ¿Es que quería que me dijera que sí? Sabía que era capaz de romperle el corazón a alguien. Y estaba bastante segura de que acabaría rompiéndome el mío.
Él se acercó para besarme, atrapándome el labio inferior antes de susurrarme.
—No. Ambos pensamos que aquello ya no funcionaba. Mi vida sentimental ha estado totalmente exenta de dramas. Hasta que llegaste tú.
Reí.
—Me alegro de haber cambiado el patrón.
Sentí su risa en las vibraciones que recorrieron mi piel y él me besó el cuello.
—Vaya que si lo has hecho. —Sus largos dedos bajaron hasta mi estómago, mis caderas y finalmente entre mis piernas—. Tu turno.
—¿De tener un orgasmo? Sí, por favor.
Él rodeó perezosamente con un dedo mi clítoris antes de deslizarlo en mi interior. Conocía mi cuerpo mejor que yo. ¿Cuándo había ocurrido eso?
—No —murmuró—. Tu turno de contar tu historial.
—No puedo pensar en nada cuando estás haciendo eso.
Con un beso en el hombro apartó la mano y la puso sobre mi estómago, volviendo a describir círculos.
Hice un mohín pero él lo ignoró y se puso a observar los dedos que tenía sobre mi cuerpo.
—Dios, ha habido tantos hombres… No sé por dónde empezar.
—Chloe… —dijo en tono de advertencia.
—Un par en el instituto, uno en la universidad.
—¿Solo has tenido relaciones sexuales con tres hombres?
Me aparté para mirarlo.
—Einstein, he tenido relaciones con «cuatro» hombres.
Una sonrisa satisfecha apareció en su cara.
—Cierto. ¿Y soy el mejor por un margen vergonzosamente grande?
—¿Lo soy yo?
Su sonrisa desapareció y parpadeó sorprendido.
—Sí.
Era sincero. Y eso hizo que algo dentro de mí se derritiera hasta producirme un breve ronroneo cálido. Extendí la mano para cogerle la barbilla intentando ocultar lo que esa información me estaba haciendo.
—Bien.
Le besé el hombro y gemí contenta. Me encantaba su sabor y oler ese aroma a salvia y a limpio. Metí los dedos entre su pelo y tiré hacia atrás para poder morderle la mandíbula, el cuello y los hombros. Él se quedó muy quieto, un poco incorporado por encima de mí y sin devolverme los besos.
¿Qué demonios…?
Inhaló para hablar y después cerró la boca de nuevo. No sé cómo, pero logré apartar la boca de él lo justo para pronunciar:
—¿Qué?
—Me acabo de dar cuenta de que crees que soy un mujeriego empedernido, pero me importa.
—¿Qué te importa?
—Quiero oírtelo decir.
Lo miré y él me devolvió la mirada y sus iris empezaron a tornarse de ese tono verde tirando a castaño que sabía que se le ponía cuando se enfadaba. Revisé mentalmente los últimos minutos intentando entender de qué estaba hablando.
Oh.
—Oh, sí.
Juntó las cejas.
—¿Sí qué, señorita Mills?
El calor me llenó. Su voz sonó diferente al decir eso. Brusca. Exigente. Y tremendamente sexy.
—Sí, tú eres el mejor por un margen vergonzosamente grande.
—Eso está mejor.
—Al menos hasta ahora.
Él rodó para ponerse encima de mí, me agarró las muñecas y me las sujetó por encima de la cabeza.
—No me provoques.
—¿Que no te provoque? Por favor… —le dije casi sin aliento. Su miembro estaba apretado contra la parte interior de mi muslo. Lo quería más arriba, empujando hacia mi interior—. Provocarnos es prácticamente todo lo que hacemos.
Como si quisiera demostrar que estaba equivocada, bajó la mano para agarrársela y la guió hacia mi interior, tirando de mi pierna para que le rodeara la cadera con ella. Y se quedó muy quieto, mirándome. Su labio superior se elevó un poco.
—Muévete por favor —le susurré.
—¿Eso te gustaría?
—Sí.
—¿Y si no lo hago?
Me mordí el labio e intenté mirarlo fijamente.
—Eso es una provocación —dijo en un gruñido, sonriendo.
—¿Por favor? —Intenté mover las caderas, pero él siguió mis movimientos para que no pudiera conseguir ninguna fricción.
—Chloe, yo nunca te provoco. Yo te follo hasta que te dejo casi sin sentido.
Reí y vi que se le cerraban los ojos porque mi cuerpo le apretaba aún más.
—Aunque no es que tuvieras mucho sentido en la cabeza ya de principio —dijo mordiéndome el cuello—. Ahora dime lo bien que te hago sentir. —Algo en su voz, cierta vulnerabilidad o una forma de bajar el tono al final de la frase, me dijo que no estaba solo jugueteando.
—Nunca nadie me había hecho correrme antes. Ni con las manos, ni con la boca, ni con ninguna otra cosa.
Había estado manteniendo la inmovilidad hasta entonces, aunque los signos de esfuerzo para lograrlo eran evidentes; le temblaban los hombros y respiraba entrecortadamente, como si todo su cuerpo quisiera explotar en una enorme maraña entre las sábanas. Pero cuando dije eso, se quedó completamente helado.
—¿Nadie?
—Solo tú. —Me estiré para darle un mordisco en la mandíbula—. Yo diría que eso te da cierta ventaja.
Él dijo mi nombre en una exhalación cuando sus caderas empezaron a moverse adelante y atrás. Y otra vez. La conversación había terminado; su boca encontró la mía, y después mi barbilla, mi mandíbula y mis orejas. Su mano subió por mi costado, mi pecho y finalmente hasta mi cara.
Creí que los dos estábamos perdidos en el ritmo; pude sentir el clímax más allá de mí pero muy cerca y le clavé ambos talones en el trasero porque necesitaba que se moviera más y más rápido, lo necesitaba todo de él. Pero entonces me susurró:
—Ojalá lo hubiera sabido.
—¿Por qué? —conseguí preguntar en una exhalación que apenas hizo llegar el sonido a mis labios. «Más rápido», le pedía a gritos mi cuerpo. «Más.»—. ¿Es que eso cambiaría de alguna forma lo capullo que eres?
Él me apartó las piernas, me giró y me puso de rodillas.
—No lo sé. Solo me gustaría haberlo sabido —gruñó empezando a embestirme de nuevo—. Dios. Tan profundo.
Sus movimientos eran tan fluidos que era como el agua danzarina y ondeante, como un rayo de sol que se colara en la habitación. Los muelles del colchón se quejaron debajo de nosotros y la fuerza de sus embestidas me empujaba hacia el cabecero de la cama.
—Casi. —Me aferré a las sábanas mientras suplicaba en mi interior que siguiera—. Casi. Más fuerte.
—Joder. Estoy tan cerca. Vamos. —Sincronizaba un movimiento con el anterior porque sabía que había llegado al punto en el que no podía cambiar nada—. ¡Vamos!
Su cara, su pelo, su voz, su olor… Cada parte de su cuerpo me llenó la mente cuando obedientemente llegué al clímax debajo de él.
Sus embestidas eran salvajes; entonces todos los músculos se le quedaron helados antes de fundirse contra mi cuerpo. «Joder, joder joder…» murmuró en mi pelo antes de quedarse en silencio y dejar todo su cuerpo aún encima de mí.
El aire acondicionado se encendió con un zumbido constante. Cuando consiguió recuperar el aliento, Bennett se apartó de mí y me pasó la mano por la espalda sudada.
—¿Chloe?
—¿Hummm?
—Quiero más que esto. —Su voz sonaba tan ronca y pastosa que ni siquiera estaba segura de que estuviera despierto del todo.
Me quedé helada y mis pensamientos explotaron formando un terrible caos.
—¿Qué acabas de decir?
Abrió los ojos con un esfuerzo evidente y me miró.
—Quiero estar contigo.
Me incorporé sobre un codo y lo miré, totalmente incapaz de extraer una sola palabra de mi cerebro.
—Tengo mucho sueño. —Se le cerraron los ojos y me puso un brazo pesado alrededor para atraerme hacia él—. Ven aquí, cariño. —Metió la cara en mi cuello y murmuró—: No pasa nada si tú no quieres. Aceptaré cualquier cosa que me des. Solo déjame quedarme aquí hasta mañana, ¿vale?
De repente yo estaba totalmente despierta, mirando fijamente a la pared oscura y escuchando el zumbido del aire acondicionado. Me aterraba que eso lo cambiara todo y más aún que él no supiera lo que estaba diciendo y que eso no cambiara nada.
—Vale —le susurré a la oscuridad al oír que su respiración se ralentizaba hasta adoptar el ritmo constante del sueño.
Rodé y abracé una almohada contra mi cuerpo, buscando algo de consuelo. Su olor no me dejaba dormir, pero las sábanas frías del otro lado de la cama me decían que estaba sola. Miré hacia la puerta del baño, intentando centrarme en cualquier ruido que se oyera desde el interior, pero no había ninguno.
Seguí tumbada allí, agarrando la almohada mientras se me iban cayendo los párpados. Quería esperarlo. Necesitaba el consuelo de su cuerpo caliente al lado del mío y el contacto de sus fuertes brazos rodeándome. Me lo imaginé abrazándome, susurrándome que esto era real y que nada iba a cambiar por la mañana. No pasó mucho tiempo antes de que los ojos se me cerraran y volviera a un sueño incómodo.
Algo más tarde volví a despertarme, sola de nuevo. Me moví para mirar la hora: eran las 5.14 de la madrugada.
«¿Qué?» En la oscuridad me puse lo primero que encontré y fui hasta el baño.
—¿Bennett? —No hubo respuesta. Llamé suavemente—. ¿Bennett? —Un gruñido y el sonido de alguien revolviéndose me llegó desde el otro lado de la puerta.
—Vete. —Su voz era ronca y resonaba contra las paredes del baño.
—¿Bennett, estás bien?
—No me encuentro bien. Pero me repondré, vuelve a la cama.
—¿Necesitas algo?
—Estoy bien. Solo vuelve a la cama, por favor.
—Pero…
—Chloe… —gruñó, evidentemente irritado.
Me volví, sin saber muy bien qué hacer, mientras luchaba con una sensación extraña y desestabilizadora. ¿Se ponía enfermo alguna vez? En casi un año yo no le había visto con nada más grave que una congestión. Era obvio que no me quería esperándolo al otro lado de la puerta, pero tampoco podía volver a dormir.
Volví a la cama, estiré las mantas y me encaminé al saloncito de la suite. Cogí una botella de agua del minibar y me senté en el sofá.
Si estaba enfermo, es decir enfermo de verdad, no podría ir a la reunión con Gugliotti que tenía dentro de un par de horas.
Encendí la televisión y empecé a pasar canales. La teletienda. Una película mala, la comedia Nick at Nite. Aaah, El mundo de Wayne. Me acomodé en el sofá, metí las piernas debajo del cuerpo y me preparé para esperar. A media película, oí que corría agua en el baño. Me incorporé y escuché porque era el primer sonido que se oía en más de una hora. La puerta del baño se abrió y yo salté del sofá y cogí otra botella de agua antes de entrar en el dormitorio.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunté.
—Sí. Creo que ahora solo necesito dormir. —Se tiró en la cama y enterró la cara en la almohada con un gemido.
—¿Qué?… ¿Qué te pasaba? —Coloqué la botella de agua en la mesita de noche y me senté en el borde de la cama a su lado.
—El estómago. Creo que ha sido el sushi de la cena. —Tenía los ojos cerrados e incluso en la escasa luz que llegaba desde la otra habitación, pude ver que tenía un aspecto horrible. Se apartó de mí un poco, pero yo lo ignoré, colocándole una mano en el pelo y la otra en la mejilla. Tenía el pelo húmedo y la cara pálida y pegajosa y, a pesar de su reacción inicial, se acercó al sentir mi contacto.
—¿Por qué no me has despertado? —le pregunté apartando unos cuantos mechones húmedos de su frente.
—Porque lo último que necesitaba era que tú estuvieras ahí viéndome vomitar —respondió de mal humor y yo puse los ojos en blanco y le ofrecí la botella de agua.
—Podría haber hecho algo. No tienes que ser tan masculino con estas cosas.
—Y tú no seas tan femenina. ¿Qué podrías haber hecho? La intoxicación alimentaria es un asunto bastante solitario.
—¿Qué quieres que le diga a Gugliotti?
Gruñó y se pasó las manos por la cara.
—Mierda. ¿Qué hora es?
Miré el reloj.
—Un poco más de las siete.
—¿A qué hora es la reunión?
—A las ocho.
Él empezó a levantarse, pero no me costó nada volver a tumbarlo sobre la cama.
—¡No te pienso dejar ir a esa reunión así! ¿Cuándo has vomitado por última vez?
Gruñó de nuevo.
—Hace unos minutos.
—Exacto. Asqueroso. Lo llamaré para que cambie la reunión.
Él me sujetó del brazo antes de que pudiera ir hasta la mesa para coger el teléfono.
—Chloe. Hazlo tú.
Elevé las cejas casi hasta el nacimiento del pelo.
—¿Que haga qué?
Él esperó.
—¿La reunión?
Asintió.
—¿Sin ti?
Asintió de nuevo.
—¿Me vas a enviar sola a una reunión?
—Señorita Mills, la veo muy aguda esta mañana.
—Que te den —dije riendo y dándole un leve empujón—. No voy a hacerlo sin ti.
—¿Por qué no? Estoy seguro de que conoces la cuenta que les estamos ofreciendo tan bien como yo. Además, si cambiamos la reunión, necesitarán una visita a Chicago y por supuesto nos enviarán por ella una generosa factura. Por favor, Chloe.
Me quedé mirándolo, esperando que de repente apareciera en su cara una sonrisa burlona y retirara el ofrecimiento. Pero no lo hizo. Y la verdad era que conocía la cuenta y los términos. Podía hacerlo.
—Vale —dije sonriendo y sintiendo una oleada de esperanza de que nosotros (los dos) podíamos manejar aquella situación después de todo—. Me apunto.
Su expresión se endureció y utilizó una voz que no le había oído en varios días, pero que envió oleadas de necesidad por todo mi cuerpo.
—Cuénteme su plan, señorita Mills.
Asentí y comencé:
—Tengo que asegurarme de que tienen claros los parámetros y los plazos del proyecto. Debo tener cuidado de que no se pasen con las promesas; sé que Gugliotti es famoso por eso. —Cuando Bennett asintió, sonriendo un poco, continué—. Y hay que confirmar las fechas de inicio del contrato y los puntos más importantes.
Cuando le dije los cinco que había enumerándolos a la vez con los dedos, su sonrisa creció.
—Lo vas a hacer bien.
Me incliné y le besé la frente húmeda.
—Lo sé.
Dos horas después, si alguien me hubiera preguntado que si podía volar, habría dicho que sí sin pensarlo.
La reunión había ido perfectamente. El señor Gugliotti, que se había molestado inicialmente por encontrarse a una asistente junior en donde debería estar un ejecutivo de Ryan Media, se había aplacado al oír las circunstancias. Y más tarde pareció impresionado por el nivel de detalles que yo les proporcioné. Incluso me ofreció un trabajo.
—Después de que acabe su trabajo con el señor Ryan, por supuesto —me dijo con un guiño y yo intenté darle largas con mucho tacto.
Ni siquiera sabía si alguna vez iba a querer acabar mi trabajo con el señor Ryan.
Mientras volvía de la reunión, llamé a Susan para preguntarle qué le gustaba a Bennett cuando estaba enfermo. Como sospechaba, la última vez que había podido malcriarle dándole sopa de pollo y polos de sabores todavía llevaba aparato en los dientes. Estuvo encantada de oírme y tuve que tragarme toda la culpa que sentía cuando me preguntó si se estaba comportando como era debido. Le aseguré que todo iba bien y que solo estaba sufriendo un leve virus estomacal y que, por supuesto, le diría que llamara. Con una pequeña bolsa de comida en la mano, entré en la habitación y me detuve en la minúscula zona de la cocina para dejar la bolsa y quitarme el traje de lana a medida.
Solo con la combinación, entré en el dormitorio, pero Bennett no estaba. La puerta del baño estaba abierta y tampoco estaba allí. Parecía que el servicio de limpieza había pasado; las sábanas estaban planchadas y limpias y en el suelo no estaban las pilas de ropa que habíamos dejado. La puerta del balcón estaba abierta para que entrara la brisa fresca. Lo encontré fuera, sentado en una tumbona, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza en las manos. Parecía que se había dado una ducha y ahora llevaba puestos unos vaqueros negros y una camiseta de manga corta verde.
Mi piel respondió al verlo, calentándose.
—Hola —le dije.
Él levantó la vista y examinó todas mis curvas.
—Madre de Dios. Espero que no llevaras eso para ir la reunión.
—Bueno, sí —dije riendo—, pero lo llevaba debajo de un traje azul marino muy correcto.
—Bien —dijo entre dientes. Me acercó a él y me rodeó la cintura con los brazos antes de apretar su frente contra mi estómago—. Te he echado de menos.
El pecho se me apretó un poco. ¿Qué estábamos haciendo? ¿Era todo aquello real o estábamos jugando a las casitas durante unos cuantos días para después volver a la normalidad? No creía que pudiera volver a lo que era normal para nosotros después de aquello y no estaba segura de que fuera capaz de ver varios pasos más allá para saber cómo iba a ser.
«¡Pregúntale, Chloe!»
Él levantó la vista para mirarme, con los ojos ardientes fijos en los míos mientras esperaba que dijera algo.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunté.
«Cobarde».
Su expresión se puso triste, pero lo ocultó rápidamente.
—Mucho mejor —dijo—. ¿Cómo ha ido la reunión?
Aunque todavía estaba de subidón por la reunión con Gugliotti y me moría por contarle todos los detalles, cuando me preguntó eso me apartó los brazos de la cintura y se sentó, lo que me dejó fría y vacía. Quería que le diera al botón de rebobinar y que volviera dos minutos atrás cuando me había dicho que me echaba de menos y yo podría haberle dicho: «Yo también te he echado de menos». Le habría besado y ambos nos habríamos distraído y le habría contado lo de Gugliotti varias horas después.
En cambio le di todos los detalles de la reunión en ese momento: cómo había reaccionado Gugliotti al verme y cómo había redirigido su atención al proyecto que teníamos entre manos. Le repetí todos los detalles de la discusión con tanta precisión que, para cuando terminé la historia, Bennett se estaba riendo por lo bajo.
—Vaya, cuánto hablas.
—Creo que ha ido bien —dije acercándome. «Vuelve a rodearme con los brazos otra vez».
Pero él no lo hizo. Se tumbó y me miró con una sonrisa tensa, de nuevo el lejano cabrón atractivo.
—Eres muy buena, Chloe. No me sorprende en absoluto.
No estaba acostumbrada a ese tipo de halagos viniendo de él. Una caligrafía mejorada, una mamada increíble… Esas eran las cosas en las que se fijaba. Pero me sorprendió darme cuenta de cuánto me importaba su opinión. ¿Siempre me había importado tanto? ¿Iba a empezar a tratarme diferente si éramos amantes que cuando éramos simplemente follamigos? No estaba segura de que quisiera que fuera un jefe más amable o que intentara mezclar los aspectos de amante y mentor. Me gustaba el tipo odioso en el trabajo… y también en la cama.
Pero en cuanto lo pensé, me di cuenta de que la forma en que interactuábamos ahora me parecía un objeto extraño y ajeno en la distancia, como un par de zapatos que hace mucho tiempo que te quedan pequeños. Estaba hinchida entre el deseo de que dijera algo desagradable para traerme bruscamente a la realidad y el de que me acercara a su cuerpo y me besara los pechos por encima de la combinación.
«Una vez más, Chloe. Razón número 750.000 para no follarte al jefe: Vas a convertir una relación muy claramente definida en un desastre con las fronteras borrosas».
—Se te ve muy cansado —le susurré mientras le pasaba los dedos entre el pelo de la nuca.
—Lo estoy —murmuró—. Me alegro de no haber ido. He vomitado. Mucho.
—Gracias por compartir eso —reí. Me aparté a regañadientes y le puse las manos en la cara—. Te he traído polos, ginger ale, galletas de jengibre y galletas saladas. ¿Qué quieres para empezar?
Él me miró totalmente confundido durante un segundo antes de balbucear:
—¿Has llamado a mi madre?
Bajé al salón del congreso durante unas cuantas horas para que pudiera dormir un poco más. Él opuso mucha resistencia, pero me di cuenta de que incluso medio polo de lima hacía que se sintiera mareado y adquiriera un tono de verde similar al del helado. Además, en este congreso en concreto, él no podía dar diez pasos sin que alguien le parara, le alabara o le diera un discurso. Ni aunque hubiera estado sano habría conseguido llegar a ver nada que mereciera la pena el tiempo que le iba a dedicar de todas formas.
Cuando volví a la habitación estaba despatarrado en el sofá en una postura muy poco atractiva, sin camisa y con la mano metida por la parte delantera de los bóxer. Había algo muy cotidiano en la forma en que estaba sentado, aburrido y viendo la televisión. Agradecí recordar que ese hombre era, en algunos aspectos, solo un hombre. Nada más que una persona que iba buscándose la vida por el planeta sin pasar cada segundo del día poniéndolo patas arriba.
Y en alguna parte de esa epifanía en que Bennett no era más que Bennett, estaba enterrada una salvaje necesidad de que hubiera una oportunidad de que se estuviera convirtiendo en «mi nada más que Bennett» y durante un segundo deseé eso más de lo que creía haber deseado nada nunca.
Una mujer con un pelo esplendorosamente brillante agitó la cabeza y nos sonrió desde la pantalla del televisor. Me dejé caer en el sofá a su lado.
—¿Qué estás viendo?
—Un anuncio de champú —me respondió sacándose la mano de los calzoncillos para acercármela. Comencé a decir algo sobre microbios, pero me callé cuando empezó a masajearme los dedos—. Pero están poniendo Clerks.
—Es una de mis películas favoritas —le dije.
—Lo sé. Hablabas de ella el día que te conocí.
—La verdad es que la cita era de Clerks II —aclaré y después me detuve—. Un momento, ¿te acuerdas de eso?
—Claro que me acuerdo. Sonabas como un universitario grosero pero con la pinta de una modelo. ¿Qué hombre podría olvidar eso?
—Habría dado cualquier cosa por saber qué pensaste en aquel momento.
—Estaba pensando: «Oh, una becaria muy follable a las doce en punto. Descanse, soldado. Repito: ¡descanse!».
Me reí y me apoyé contra su hombro.
—Dios, el momento en que nos conocimos fue terrible.
Él no dijo nada pero no dejó de pasarme el pulgar por los dedos, presionando primero y acariciando después. Nunca me habían dado un masaje en las manos antes e incluso aunque él intentara convertirlo en una sesión de sexo oral, sería capaz de rechazarla para que siguiera haciendo lo que estaba haciendo.
«Bueno, eso es una gran mentira. Yo querría esa boca entre mis piernas cualquier día del…»
—¿Cómo quieres que sea, Chloe? —me preguntó sacándome de mi debate interno.
—¿Qué?
—Cuando volvamos a Chicago.
Lo miré sin comprender, pero el pulso se me aceleró y envió la sangre en potentes oleadas por mis venas.
—Nosotros —aclaró con una paciencia forzada—. Tú y yo. Chloe y Bennett. Hombre y arpía. Me doy cuenta de que esto no es fácil para ti.
—Bueno, estoy bastante segura de que no tengo ganas de pelear todo el tiempo. —Le di un golpe de broma en el hombro—. Aunque de alguna extraña manera me gusta esa parte.
Bennett se rió, pero no pareció un sonido totalmente feliz.
—Hay mucho espacio fuera de «no pelear todo el tiempo». ¿Dónde quieres estar?
«Juntos. Tu novia. Alguien que ve el interior de tu casa y que se queda allí a veces». Fui a responder, pero las palabras se evaporaron en mi garganta.
—Supongo que depende de si es realista pensar que podemos ser «algo».
Él dejó caer la mano y se rascó la cara. La película volvió y los dos entramos en lo que a mí me pareció el silencio más extraño de la historia.
Finalmente me cogió la mano otra vez y me dio un beso en la palma.
—Vale, cariño. Me las arreglaré con eso de no pelear todo el tiempo.
Me quedé mirando los dedos con los que envolvía los míos. Después de lo que me pareció una eternidad, conseguí decir:
—Lo siento. Es que todo esto es un poco nuevo.
—Para mí también —me recordó.
Volvimos a quedarnos en silencio de nuevo mientras seguíamos viendo la película, riéndonos en los mismos puntos y cambiando de postura lentamente hasta que estuve prácticamente tumbada encima de él. Por el rabillo del ojo miraba de vez en cuando el reloj de la pared y calculaba mentalmente las horas que nos quedaban en San Diego.
Catorce.
Catorce horas de esta realidad perfecta en la que podía tenerlo siempre que quisiera y todo aquello no era secreto, ni sucio, ni teníamos que utilizar la ira como elemento preparatorio.
—¿Cuál es tu película favorita? —me preguntó girándome hasta quedar encima de mí. Tenía la piel caliente y yo quería quitarle lo que llevaba puesto, pero a la vez no quería que se moviera ni un centímetro ni un segundo.
—Me gustan las comedias —empecé a decir—. Está Clerks, pero también, Tommy Boy, Zombies Party, Arma letal, El juego de la sospecha, cosas así. Pero tengo que decir que mi película favorita de siempre probablemente sea La ventana indiscreta.
—¿Por James Stewart o por Grace Kelly? —me preguntó agachándose para besarme el cuello creándome una estela de fuego.
—Por ambos, pero seguramente más por Grace Kelly.
—Ya veo. Tienes varios hábitos muy Grace Kelly. —Subió la mano y me apartó un mechón de pelo que se me había salido de la coleta—. He oído que Grace Kelly también tenía una boca muy sucia —añadió.
—Te encanta que tenga la boca tan sucia.
—Cierto. Pero me gusta más cuando la tienes llena —dijo con una sonrisa elocuente en la boca.
—¿Sabes? Si lograras callarte alguna vez serías totalmente perfecto.
—Sería un rompedor de bragas silencioso, lo que me parece que es algo más escalofriante que un jefe furioso y con tendencia a romper bragas.
Empecé a reír debajo de él y él me hizo cosquillas por las costillas.
—Pero sé que te encanta que lo haga —dijo con voz ronca.
—¿Bennett? —le dije intentando parecer despreocupada—. ¿Qué haces con ellas?
Él me dedicó una mirada oscura y provocativa.
—Las guardo en un lugar seguro.
—¿Puedo verlas?
—No.
—¿Por qué? —le pregunté entornando los ojos.
—Porque intentarías recuperarlas.
—¿Y por qué iba a querer recuperarlas? Están todas rotas.
Él sonrió pero no respondió.
—¿Por qué lo haces de todas formas?
Me estudió durante un momento, obviamente pensando en la respuesta. Finalmente se incorporó sobre un codo y acercó la cara a solo un par de centímetros de la mía.
—Por la misma razón por la que a ti te gusta.
Y con esas palabras, se puso de pie y tiró de mí para que le acompañara al dormitorio.