EPÍLOGO

Christopher Roberts estaba sentado a la mesa, cabizbajo. Olía a demasiadas noches pasadas en los calabozos y su traje, antes elegante, estaba hecho un asco. McLean estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared de la sala de interrogatorios. Contempló durante unos instantes a aquel hombre, tratando de sentir algo de compasión por él. No lo consiguió.

—Gavin Spenser está muerto y Jethro Callum también.

Roberts alzó la vista al asimilar aquellas palabras, con un destello de esperanza en la mirada. Pero, antes de que tuviera tiempo de decir nada, McLean prosiguió:

—La cuestión, señor Roberts, es que estoy prácticamente seguro de que lo han coaccionado para que hiciera lo que hizo, cosa que podríamos tener en cuenta. Chloe está sana y salva, aunque dudo que llegue a olvidar algún día la experiencia de haber estado varios días encerrada en un sótano con un cadáver mutilado. De todas formas, creo que podría convencerla para que no presente cargos contra usted.

—¿Haría usted eso? —dijo Roberts, mirando de repente a McLean con cara de perro apaleado.

McLean dio un paso al frente, acercó la silla y se dejó caer pesadamente.

—No. No lo haré. Ya no. Tuvo usted una oportunidad, señor Roberts, cuando trajimos aquí a su mujer para protegerla. Podría habernos ayudado entonces y nosotros podríamos haber atrapado a Callum antes de que asesinara a Spenser. Pero ahora todas las personas a las que me gustaría acusar de secuestro y asesinato están muertas… excepto usted.

—Pero… pero… Me coaccionaron. Me obligaron a…

—No es cierto, señor Roberts. Usted se obligó a sí mismo. Lo tenía todo, pero quería más. Y ahora va a pasar una larga temporada entre rejas.

Un cementerio gris, azotado por el viento, con vistas al Forth. El verano ya había llegado a su fin. La lluvia caía con fuerza en el extremo del estuario, por lo que la reducida multitud quedaba resguardada del agua, pero no del frío. McLean se llevó una agradable sorpresa al comprobar cuántas personas habían acudido al entierro. El agente MacBride y Bob el Cascarrabias estaban allí, lo mismo que Emma. La comisaria McIntyre había encontrado un hueco en su apretada agenda para hacer acto de presencia, aunque parecía inquieta y no dejaba de mirar el reloj una y otra vez. Angus Cadwallader se había atrevido a presentarse con Tracy. Pero lo más sorprendente, quizá, era que Chloe Spiers había insistido en ir. Se aferraba a su madre, junto a la tumba, y contemplaba el sencillo ataúd que la tierra iba cubriendo poco a poco. Había tenido que investigar bastante, pero McLean finalmente había conseguido encontrar las tumbas de John y Elspeth Donaldson. Y, en ese momento, se estaba asegurando de que su hija reposara finalmente junto a ellos. Había pagado el entierro de su propio bolsillo, pero tenía la esperanza de que nadie llegara a descubrirlo jamás.

—Aún no he entendido cómo consiguió identificar a la chica —le dijo McIntyre, mientras se alejaban de la tumba.

—Averiguamos que un albañil de Sighthill había desaparecido en 1945, lo cual nos dio una idea más clara de la fecha de la muerte. Los informes de personas desaparecidas en esa época no son muy exhaustivos, pero el agente MacBride se dedicó a buscar en los archivos del Scotsman. Y encontró un artículo breve que hablaba de una chica desaparecida. Resulta que su madre trabajaba como doncella en la mansión Farquhar. Conseguimos localizar a un pariente vivo en Canadá. Y el perfil de ADN se encargó del resto.

Era una verdad algo distorsionada, pero tampoco demasiado. Se había limitado a darle a MacBride las pistas que podía proporcionarle y a decirle que las investigara. McLean no podía decir de dónde había sacado en realidad el nombre de la chica.

—La mayoría de los investigadores se habrían conformado con atrapar a los asesinos.

—Ya me conoce usted, señora. No me gusta dejar el trabajo a medias.

—¿Cree que funcionó? ¿Cree que de verdad atraparon a un demonio y utilizaron su poder para prolongar sus vidas?

—Escuche lo que usted misma acaba de decir, Jayne. Desde luego que no funcionó. Al fin y al cabo, están todos muertos, ¿no? —McLean sacudió la cabeza, como si ese gesto pudiera sacar la verdad a la luz—. No existen los demonios.

—Pero estaban todos muy en forma para la edad que tenían.

—Bueno, menos Bertie Farquhar y Toby Johnson. Ambos murieron jóvenes. No…, si vivieron muchos años es porque estaban convencidos de que así iba a ser. Joder, es imposible que hicieran lo que hicieron sin creérselo. Y si alcanzaron el éxito, es porque todos venían de familias ricas y habían recibido una buena educación.

—Esperemos que tenga razón, Tony. Ya es lo bastante mala esta ciudad, solo nos falta que lo sobrenatural venga a hacerle la vida aún más difícil a la pobre policía.

—Gavin Spenser murió intestado —dijo McLean. Era un dato que había conocido a través de las noticias y que, por varios e incómodos motivos, no conseguía apartar de su mente—. Jamás se casó y no tenía familia. Los abogados están buscando como locos a algún heredero de su fortuna. Cualquiera que reclame la herencia y aporte pruebas de parentesco mínimamente sólidas puede llegar a heredar miles de millones. Qué desastre. Pero así de seguro estaba de que iba a vivir para siempre.

—Tal vez sí existan los demonios, después de todo. Pero están aquí —dijo McIntyre, dándose un golpecito en la sien con un dedo y haciéndolo girar.

Llegaron a las verjas del cementerio y a la breve fila de coches aparcados que aguardaban para devolver a todos los asistentes a sus respectivas vidas. Un sargento uniformado se puso firme junto al coche de la comisaria en jefe, que se encontraba apretujado entre el vetusto Volvo familiar de Phil, de color rojizo, y el Jaguar verde oliva de Cadwallader. El reluciente Alfa Romeo de McLean estaba aparcado a un lado. McIntyre, horrorizada, contempló a McLean abrir la puerta del pasajero para que subiera Emma.

—Madre mía, Tony. ¿Eso es suyo? —le preguntó.

Durante un segundo, McLean no supo si se refería al coche o a Emma. Finalmente, decidió que ni siquiera McIntyre podía ser tan maleducada y negó con la cabeza, mientras trataba de contener una sonrisa.

—Mío no —dijo—. Es de mi padre.

Estaba de pie en el dormitorio de su abuela, contemplando el tocador con su colección de cepillos de pelo, pinceles de maquillaje y fotografías. La bolsa negra que llevaba en la mano pesaba considerablemente, pues ya estaba medio llena de basura: los restos desechables de una vida que ya había desaparecido hacía mucho. Tendría que haberlo hecho meses atrás, cuando había aceptado que su abuela jamás recuperaría el conocimiento, que jamás volvería a su hogar. La pobre anciana ya no necesitaba pintalabios, ni pañuelos de papel, ni aquel tubo medio gastado de caramelos de menta extrafuerte; y él no necesitaba el contenido de su armario. Ni la mayoría de las antiguas fotografías que adornaban la habitación, sobre todo una en concreto.

Colgaba de la pared, cerca de la puerta del cuarto de baño. Era una imagen en blanco y negro en la que aparecían dos hombres y una mujer: Bill McLean, Esther Morrison y otro hombre. Cuando había reparado por primera vez en aquella fotografía, se había fijado en lo poco que se parecía él a su abuelo y en lo mucho que se parecía su padre al otro hombre. En lo mucho que él se parecía al otro hombre. ¿Era ese el sórdido secretillo que ocultaba su abuela, el que no debía revelarse hasta después de su muerte? ¿Algo que se había sentido capaz de contar a su abogado pero no a su nieto? ¿Qué era lo que decía la carta? «Es obvio que no te has convertido en el hombre que tu abuela temía que llegaras a ser». Y luego estaban las palabras de Jethro Callum: «Su sangre corre por tus venas». Tal vez fueran las palabras de un loco, o quizá de un demonio, pero era difícil ignorarlas. Bueno, tampoco era tan complicado imaginar su intención, o lo que había pasado.

Descolgó la fotografía de la pared y le dio la vuelta para ver si había algo escrito en la parte posterior del marco. Solo una pulcra marca mimeografiada con el nombre del estudio en el que se había hecho la foto, correspondiente a una calle demolida ya hacía mucho tiempo. Era un trabajo profesional, pues la parte posterior estaba sellada con gruesa cinta. Siempre podía recortar la foto y ver si aparecía alguna inscripción en el dorso, pero en realidad le importaba muy poco.

Le dio otra vez la vuelta al marco y observó atentamente la imagen. A los veintipocos años, su abuela era francamente guapa. Estaba sentada entre los dos hombres con un brazo sobre los hombros de cada uno, aunque se veía claramente que solo tenía ojos para William McLean. El otro hombre sonreía, pero la suya era una mirada fría, en la que se apreciaba nostalgia de algo que no podía tener. De algo que tal vez estaba dispuesto a coger a la fuerza. ¿O se estaba imaginando demasiadas cosas? McLean ahuyentó aquellas ideas, abrió la bolsa de basura y arrojó dentro la fotografía.