El centro de coordinación del caso Smythe bullía de actividad cuando McLean pasó frente a la puerta al volver de la morgue. Echó un vistazo y vio por lo menos a media docena de agentes uniformados tecleando en ordenadores, haciendo llamadas y, en general, manteniéndose muy ocupados. Sin embargo, no había ni rastro de Duguid. Dio las gracias, pensando que podría haber sido peor, y siguió por el pasillo en dirección al minúsculo centro de coordinación que había conseguido agenciarse para su caso, deteniéndose solo para tratar de convencer a una máquina expendedora de que le diera una botella de agua fresca. Desenroscó el tapón y se bebió la mitad del líquido en tres largos tragos. El agua le cayó pesadamente en el estómago, que protestó en el mismo instante en que McLean abría la puerta de la sala.
Bob el Cascarrabias estaba sentado detrás de una de las mesas, leyendo el periódico con la cabeza apoyada en las manos. Levantó la mirada cuando entró McLean y, con expresión de culpabilidad, colocó una carpeta marrón sobre el diario.
—¿Qué tienes ahí, Bob?
—Pues…
Bob el Cascarrabias bajó la mirada hacia la carpeta y luego la giró ciento ochenta grados para poder leer lo que decía la cubierta. Finalmente, al darse cuenta de que estaba contemplando la parte posterior, le dio la vuelta.
—Es el informe del robo en casa de una tal Doris Squires. A finales de junio del año pasado. El chico y yo hemos ido esta mañana a ver a su hijo. Se ha llevado una sorpresa al vernos y nos ha preguntado si habíamos encontrado las joyas desaparecidas de su madre.
—¿Dónde está el agente MacBride?
McLean echó un vistazo a su alrededor, aunque en realidad era difícil esconderse en aquella sala.
—Lo he mandado a buscar unos donuts. Volverá enseguida.
—¿Donuts? ¿Con este calor?
McLean se quitó la chaqueta y la colgó detrás de la puerta. Apuró el resto del agua y se sintió ligeramente mareado cuando el frío líquido le bajó por la garganta. Pensó de nuevo en Barnaby Smythe. Un cuchillo que le rasgaba la arteria carótida, la sangre que se derramaba por su cuerpo destripado, saber que estaba muerto… Sacudió la cabeza para tratar de ahuyentar la imagen. A lo mejor no era tan mala idea comer algo.
—Bueno, y entonces… ¿te ha dicho algo útil el señor Squires? —preguntó.
—Depende de lo que quiera decir con «útil». Creo que podemos asumir sin temor a equivocarnos que la anciana señora Squires no le reveló a nadie el código de la alarma.
—Tenían alarma, entonces.
—Pues sí. Penstemmin Security Systems, sistema de control remoto. De esas que lo tienen todo. Pero la señora Squires estaba casi ciega y chocheaba un poco. No sabía el código. La alarma siempre la conectaba su hijo. Y la anciana murió en casa, mientras dormía. El robo se produjo unas dos semanas más tarde, justo el día del funeral. En la prensa se publicó una nota y también un obituario.
—Entonces no puede tratarse de un trabajador de una residencia. Pero tenemos otra alarma Penstemmin. Creo que será mejor que contactemos con la empresa. Averigua quién es su enlace en jefatura.
Las quejas de Bob el Cascarrabias ante la idea de que le asignaran más tareas se vieron interrumpidas de golpe cuando alguien llamó a la puerta. Antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de reaccionar, el pomo giró y la puerta se abrió, dejando a la vista una gran caja de cartón que parecía flotar en el aire. Una inspección más detallada les reveló que la caja en cuestión llevaba pantalones azules. Unas manos pequeñas asomaban bajo las esquinas de la caja, de cuya parte posterior surgió una voz femenina y medio amortiguada.
—¿Inspector McLean?
McLean se acercó y cogió la caja. Tras ella apareció la agente Alison Kydd, que tenía la cara roja y trataba de recuperar el aliento.
—Gracias, señor. Creo que ya no hubiera podido sostenerla mucho más.
—¿Qué es eso, Alison? —preguntó Bob el Cascarrabias.
El agente se puso en pie mientras McLean dejaba caer la caja sobre la mesa, encima del informe de Doris Squires.
—Lo ha enviado el equipo de peritos forenses. Dicen que han hecho todas las pruebas posibles y que no han encontrado nada.
La caja contenía un montón de bolsas de pruebas, todas perfectamente identificadas y etiquetadas, en cuyo interior se encontraban los objetos descubiertos en las hornacinas ocultas. También contenía voluminosas carpetas de informes forenses y fotografías del escenario del crimen. Los órganos, en sus correspondientes frascos de cristal, seguían en la morgue, pero los peritos forenses habían incluido en la caja algunas fotografías de los restos en cuestión, así como los resultados de las pruebas practicadas, que confirmaban que eran de la chica. McLean cogió la primera de las bolsas y vio en ella una sencilla aguja de corbata, dorada, y un trozo de cartón doblado. Después buscó entre las fotografías, hasta que encontró una en la que aparecían los dos objetos in situ, delante de un frasco agrietado.
—¿Tenemos las otras fotos del escenario del crimen? —preguntó.
Bob el Cascarrabias rodeó la mesa, se agachó junto a una de las esquinas y volvió a levantarse con un crujido de articulaciones y una voluminosa carpeta. Se la entregó a McLean, que la abrió y contempló una docena de fotografías, impresas en papel satinado tamaño A4.
—Bien, vamos a intentar ordenar todo eso. Agente…, Alison, ¿podría echarnos una mano?
La agente le dirigió una mirada cohibida.
—Se supone que tendría que estar en el centro de coordinación del caso Smythe, señor.
—Y yo tendría que estar recopilando los informes forenses, pero esto seguramente resultará más divertido. No se preocupe. No permitiré que Dagwood la tome con usted.
Ya habían sacado todas las bolsas de la caja y las habían colocado en el suelo con sus correspondientes fotografías cuando llegó el agente detective MacBride, cargado con una grasienta bolsa marrón repleta de donuts. La pared curva de la habitación tapiada había ocultado seis hornacinas, cada una de las cuales contenía un órgano conservado en un frasco, un trocito de cartón doblado con una única palabra escrita en tinta negra y otro objeto. La aguja de corbata había aparecido junto al frasco que contenía los viscosos restos de los riñones de la chica, acompañado todo ello de la palabra «Jugs». McLean colocó la bolsa de pruebas sobre la fotografía de la hornacina y, a continuación, buscó en la caja hasta encontrar los siguientes objetos: una fotografía del hígado, perfectamente conservado, un pastillero plateado que contenía restos de aspirina y la palabra «Wombat». Después venía el frasco agrietado en cuyo interior se habían conservado los pulmones, un gemelo con incrustaciones de piedras preciosas y la palabra «Toots»; luego, junto al bien conservado bazo, una cajita netsuke que contenía restos de rapé seco y la palabra «Profesor». El siguiente en el círculo era otro frasco intacto, que contenía los ovarios y el útero de la joven muerta. Lo habían encontrado junto a unas sencillas gafas de montura metálica y la palabra «Grebo». Y por último, oculto en una hornacina perfectamente alineada con la cabeza de la chica, se encontraban el corazón, la palabra «Skipper» y una pitillera plateada.
Un incómodo silencio se hizo en la sala mientras iban colocando las últimas piezas del rompecabezas. De los seis frascos de muestras, dos aparecían extrañamente resquebrajados. ¿Los habrían tapiado así? ¿Era algo intencionado o solo una coincidencia?
McLean se puso en pie y las rodillas le crujieron a modo de protesta.
—Vale. ¿Quién quiere ser el primero?
Se produjo una larga pausa, como en un aula cuando el profesor hace una pregunta con trampa. La primera en romper el silencio, con voz vacilante, fue la joven agente Kydd.
—¿Podrían ser apodos?
—Explíquese.
—Bueno, hay seis. Seis objetos personales. Seis órganos extraídos de la víctima. ¿Seis personas?
McLean se estremeció. Tenía sentido que hubiera más de una persona implicada en el asesinato, porque de otro modo habría sido difícil ocultar el cadáver. Pero… ¿seis?
—Creo que tiene razón. Y seguro que detrás de todo esto se esconde algún retorcido motivo, aunque solo Dios sabe cuál… Pero si hubo seis personas implicadas, que de alguna manera estaban vinculadas al ritual, es posible que cada uno de ellos dejara una prenda y se llevara una parte de la chica…
—Es… asqueroso. ¿Por qué iba alguien a hacer algo así? —preguntó Bob el Cascarrabias.
—La tribu fore, de Papúa Nueva Guinea, tenía la costumbre de comerse a sus muertos.
Todas las miradas se volvieron hacia el detective MacBride, que se puso rojo al verse convertido en el centro de atención.
—¿Y eso qué tiene que ver, chaval? —preguntó el sargento.
—Bueno, no lo sé. Creían que, al comerse a los muertos, recibían su fuerza y poder. Organizaban grandes banquetes fúnebres y todo el mundo comía un pedazo del cadáver. El jefe de la tribu y los miembros más importantes se comían los mejores trozos, mientras que las mujeres y los niños tenían que conformarse con los despojos y el cerebro.
—¿Y usted cómo sabe todo eso, Stuart? —le preguntó McLean.
—Bueno, porque muchos de ellos empezaron a morir de una misteriosa enfermedad degenerativa. Creo que la llamaban kuru. Estuvo a punto de exterminarlos por completo. Los científicos creen que uno de los antepasados contrajo la versión humana del mal de las vacas locas, la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Y que, al comérselo, la transmitieron a la siguiente generación.
—Eres una fuente de información inútil. ¿Qué tiene que ver todo eso con nuestra pobre muchacha asesinada? Nadie se la ha comido, ¿verdad? —dijo Bob el Cascarrabias.
—Bueno, si cada uno de ellos se quedó con un trozo de la chica, a lo mejor la idea era… No sé… quedarse con algo de su juventud, quizá.
—Suena un poco rocambolesco —dijo Bob el Cascarrabias.
—Trata bien al chico, Bob. Ahora mismo no tenemos ni la menor idea de por qué asesinaron a la joven, así que estoy abierto a cualquier sugerencia por descabellada que parezca. De todas formas, creo que lo primero que tenemos que hacer es concentrarnos en las pruebas físicas.
McLean sacó la última bolsa de la caja. Contenía el vestido con el estampado floral, perfectamente doblado, como si alguien se dispusiera a colocarlo en un estante de los almacenes Marks & Spencer.
—A ver si podemos precisar un poco más la fecha de la muerte.
El comisario Charles Duguid estaba en mitad del centro de coordinación del caso Smythe como si fuera un maestro ante una orquesta formada por músicos especialmente negados. Los agentes se le iban acercando tímidamente para proponerle actuaciones que él aprobaba o, en la mayoría de los casos, ridiculizaba. McLean se quedó unos instantes junto a la puerta observando, convencido de que todo saldría mucho mejor si Duguid no estuviera allí.
—No, no pierdas el tiempo con eso. Quiero pistas sólidas, no absurdas especulaciones. —El comisario levantó en ese momento la cabeza y vio a McLean—. Ah, inspector —dijo, consiguiendo que aquella palabra sonara como un insulto—. Todo un detalle que se haya unido a nosotros. Agente Kydd, la próxima vez que quiera largarse a colaborar en otras investigaciones, consúltelo antes con su superior.
McLean se dispuso a defender a la agente, pero ella agachó la cabeza a modo de disculpa y se escabulló para unirse al grupo de policías uniformados que trabajaban ante los ordenadores. McLean recordaba muy bien las dotes de Duguid a la hora de tratar al personal: los gritos y las amenazas estaban a la orden del día. Todo agente con un mínimo instinto de supervivencia aprendía de inmediato a aceptarlo y a no llevarle nunca la contraria.
—Bueno, ¿cómo ha ido la autopsia?
—La muerte se produjo muy probablemente por la pérdida de sangre que provocó el corte en la garganta. El doctor Cadwallader no está seguro, pero cree que seguramente lo anestesiaron antes de abrirlo en canal. No hay señales de lucha, ni nada que indique que lo ataron. Dado que no murió hasta después de que le extirparan el bazo, es lógico pensar que le administraron algún sedante.
—Lo cual significa que el asesino debía poseer ciertos conocimientos médicos —dijo Duguid—. ¿Sabemos qué utilizaron?
—Los resultados de los análisis de sangre estarán listos esta tarde. Hasta entonces no puedo hacer gran cosa.
—Bueno, pues mételes prisa, hombre. No estamos en situación de perder ni un minuto. El director general de la policía lleva todo el día llamándome por teléfono para que le cuente las novedades. Y la prensa va a publicar esta tarde la noticia de la muerte de Smythe. Tenemos que averiguar todo lo que podamos.
O sea, que lo importante era resolver rápidamente el caso para evitar que el director general de la policía hiciera el ridículo, no para atrapar a un chiflado que iba por ahí extrayendo órganos a la gente y obligándoles a comérselos. Un orden de prioridades muy interesante.
—Iré a ocuparme ahora mismo, señor —dijo McLean, y se dio la vuelta para marcharse.
—¿Qué llevas ahí? ¿Algo interesante?
Duguid estaba señalando la bolsa que McLean llevaba en la mano y formuló la pregunta en el tono de quien se aferra a una esperanza. McLean pensó que debían de haber obtenido muy poca información después de un día entero de interrogatorios. O tal vez era que Duguid no tenía ni idea de por dónde empezar.
—El caso de Sighthill. Es el vestido que llevaba la muchacha cuando la asesinaron. —Levantó la bolsa en alto, pero Duguid no la cogió—. Se lo voy a enseñar a alguien que probablemente podrá decirme cuándo se fabricó. Así podremos concretar un poco la fecha de la muerte.
Por un momento, McLean creyó que Duguid se disponía a gritarle, como solía hacer cuando él aún era un sargento a sus órdenes. El comisario se puso rojo y le empezó a palpitar una vena en la sien derecha. Haciendo un visible esfuerzo, consiguió mantener la calma.
—Bien. Sí, claro. Desde luego. Pero no olvides que este caso es muy importante —dijo, haciendo un gesto con la mano que abarcaba toda la sala—. Lo más probable es que tu asesino lleve muerto mucho tiempo. Mejor que encontremos a otro que aún sigue vivo.
No recordaba cuándo habían abierto aquella tienda. A mediados de los noventa, probablemente. No estaba muy seguro, porque parecía de esos sitios que llevan allí toda la vida. En Clark Street abundaban los establecimientos de ese estilo, pensados para los estudiantes con pocos recursos, es decir, más de la mitad de los habitantes de la zona. La tienda estaba especializada en ropa de segunda mano, sobre todo vestidos de fiesta y trajes de noche, confeccionados en una época en que la calidad aún era importante. McLean había estado allí unas cuantas veces, buscando algo distinto a los trajes de ejecutivo producidos en serie que constituían su uniforme diario desde que había aprobado los exámenes de investigador. Pero nunca había encontrado nada que le gustara. De hecho, todo le había parecido demasiado afectado, así que finalmente había recurrido a un sastre que le había hecho un par de trajes a medida. Uno de ellos aún lo tenía en el armario, sin estrenar, mientras que el otro había terminado en la basura tras un escenario del crimen especialmente sangriento que había dejado en evidencia incluso a las tintorerías más caras. Desde entonces vestía trajes baratos que compraba en los grandes almacenes, resignado a que nunca le quedaran bien.
La mujer que atendía la caja llevaba un conjunto de los años veinte, rematado por una larga boa de plumas que sin duda debía de estarla sofocándola con aquel calor de finales de verano. Cuando McLean se acercó al mostrador, la mujer le lanzó una mirada suspicaz. El detective pensó que allí no debían de entrar muchos clientes de su edad, y menos aún hombres.
—¿Entiende mucho de este tipo de ropa? —dijo, señalando los estantes organizados por décadas—. ¿Conoce los estilos y la época en que fueron populares?
—¿Qué quiere saber?
El acento de la mujer echó por tierra el efecto de su atuendo. Al verla de cerca, McLean decidió que no era una mujer, sino una cría. No debía de tener mucho más de dieciséis años, pero la ropa la hacía parecer mayor.
—A ser posible, cuándo se fabricó esto. O, por lo menos, cuándo estuvo de moda.
McLean dejó la bolsa de pruebas sobre el mostrador. La dependienta la cogió y le dio la vuelta.
—¿Quiere venderlo? Porque no compramos esta clase de ropa.
McLean le mostró su placa.
—Estoy investigando. Este vestido apareció en el escenario de un crimen.
La dependienta dejó caer la bolsa como si fuera una serpiente viva.
—Voy a buscar a mamá. Ella entiende más que yo de este tipo de ropa.
Se encaminó de mala gana hacia la trastienda y despareció tras unos percheros. A los pocos segundos apareció otra mujer de más edad, aunque no tan vieja como la ropa que llevaba, que seguramente había estado de moda un siglo antes. Había algo en ella que a McLean le resultaba familiar.
—Eres Jenny. Jenny Spiers, ¿no? Casi no te reconozco con esa ropa.
—No pasa nada. Nos vestimos con la ropa de nuestra década favorita. Tendrías que ver a Rae cuando se pone uno de sus vestidos preferidos de la época hippy. Por cierto, ¿cómo está tu abuela?
McLean echó un vistazo a la tienda y contempló las prendas expuestas de distintas épocas. Pensó entonces que la mayor parte de la ropa que fabricaban en la actualidad los esclavizados trabajadores de la India y Bangladesh no sobreviviría para ocupar, dentro de un par de décadas, su propio espacio en aquella tienda.
—No sabía que trabajaras aquí.
Su respuesta le pareció patética nada más pronunciarla. Había esquivado la pregunta, como un político.
—En realidad soy la dueña. Desde hace diez años. Bueno, técnicamente el dueño es el banco, pero… —Jenny se interrumpió, algo incómoda—. Pero no has venido para darme conversación, ¿verdad, inspector?
—Tony, por favor. La verdad es que me preguntaba si podrías decirme algo sobre este vestido —dijo, alzando la bolsa una vez más.
—¿Puedo abrirla? —preguntó Jenny.
McLean asintió y observó a Jenny mientras extraía con cuidado la prenda, la extendía sobre el mostrador y la analizaba minuciosamente. Detuvo la mano al ver las desteñidas manchas de sangre, y los dedos le temblaron ligeramente.
—De confección casera —dijo al fin—. Cosido a mano por alguien muy diestro con el hilo y la aguja. El encaje parece comprado, pero es difícil saberlo. En cuanto al corte, me suena, ya lo he visto antes. Espera.
Se alejó hacia las profundidades de la tienda y se abrió paso por el largo pasillo que quedaba entre dos hileras de vestidos protegidos por fundas de plástico y colgados de largos percheros con ruedas. Fue pasando las prendas con gestos rápidos, hasta que encontró lo que buscaba, y regresó al mostrador con un aire triunfal.
—Esto es un vestido de cóctel de finales de los años treinta. Solían llevarlo las chicas de la alta sociedad, más o menos antes de la guerra. El vestido que has traído es muy parecido, casi como si fuera una imitación. Pero la tela es barata y, como te he dicho, está cosido a mano. Tampoco lleva etiqueta, lo cual me hace pensar que se lo hizo alguien que no podía permitirse comprar uno.
—¿Y cuándo dirías que lo hicieron? ¿Durante cuánto tiempo crees que pudo llevarse?
—Bueno, un vestido de este estilo no puede haberse hecho mucho antes de 1935, porque la falda hubiera sido más larga y el cuello distinto. Parece bastante usado. En la espalda tiene unos cuantos zurcidos muy bien hechos y, en algunas partes, la tela se ve gastada. Yo diría que se llevó durante unos diez años. En la época de la guerra, se las arreglaban con lo poco que tenían.
A mediados de los años cuarenta, pues, finales de la segunda guerra mundial. McLean se preguntó si cabía la posibilidad de que aún viviera alguna de las personas implicadas en el asesinato.