McLean decidió que Tommy McAllister no le caía bien apenas dos minutos después de conocerlo.
Tampoco había ayudado mucho el hecho de que ninguno de los dos agentes que tenía asignados estuvieran en su sitio cuando él finalmente había conseguido escabullirse del despacho de la comisaria en jefe. Había dedicado varios minutos a buscarlos antes de recordar que él mismo les había pedido que entrevistaran a las víctimas de los anteriores robos. En la comisaría no quedaba prácticamente ningún agente uniformado, pues al parecer todo el mundo había sido reclutado para la investigación del caso Smythe. Finalmente, encontró a una joven agente y la convenció de que lo mejor para ella era encontrarle enseguida un coche de la comisaría. La pobre estaba en ese momento en un rincón, cuaderno en mano, y parecía nerviosa. Si quería llegar a investigadora, tendría que trabajar un poco esa cuestión.
—¿Puedo ofrecerle un café, inspector? ¿Agente?
McAllister estaba repantigado en un sillón de ejecutivo, de piel negra y respaldo alto, que le daba un aire importante. O eso parecía pensar él. Llevaba traje, pero la americana estaba tirada sobre un archivador. Tenía la camisa arrugada y, a causa del sudor, se le habían formado sendos cercos en la tela, bajo las axilas. La corbata aflojada y las mangas subidas hacían pensar que estaba muy tranquilo, pero a McLean no se le pasó por alto su mirada inquieta, ni tampoco la forma en que jugueteaba con los dedos y balanceaba los pies.
—Gracias, pero no —respondió McLean—. No lo entretendremos mucho. Solo quiero aclarar unos cuantos detalles sobre la casa de Sighthill. ¿Está aquí el señor Murdo?
Al oír ese nombre, McAllister frunció ligeramente el ceño. Se inclinó hacia adelante y pulsó una tecla del vetusto intercomunicador que tenía sobre la mesa.
—Janette, ¿puedes llamar a Donnie?
Levantó el dedo de la tecla y miró de nuevo a McLean, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia atrás para señalar la ventana que tenía a su espalda.
—Creo que está ahí fuera.
Una voz femenina, amortiguada en parte por el cristal, solicitó a Donnie Murdo por megafonía que se personase en las oficinas. McLean echó un vistazo a su alrededor y no vio nada raro en el despacho. Estaba abarrotado de archivadores. De las paredes colgaban normas de seguridad, recibos, notas y otros papeles. En un rincón se amontonaban varios trípodes, jalones y otros materiales de topografía.
—¿De quién es la casa? —preguntó.
—Mía. La compré como inversión —respondió McAllister.
Se reclinó en su sillón, mientras en su rostro aparecía una expresión de aparente orgullo.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Unos dieciocho meses, diría. Janette podrá darle más detalles. Hemos tardado mucho en conseguir los permisos de Urbanismo. En otros tiempos, uno podía hacer más o menos lo que le daba la gana si conocía a las personas adecuadas, pero ahora todo son comités, inspecciones y solicitudes. Se lo ponen a uno tan difícil que este oficio ya no da ni para ganarse la vida, ya me entiende.
—Desde luego que sí, señor McAllister.
—Tommy, por favor, inspector.
—¿A quién le compró usted la casa?
—Pues a no sé qué banco nuevo que acababa de establecerse en la ciudad. Creo que se llama Mid-Eastern Finance. La verdad es que no sé muy bien por qué querían venderla, probablemente porque decidieron que era hora de dejar a un lado los bienes inmuebles y concentrarse en las acciones. Tampoco hacía mucho que la tenían ellos, creo. —McAllister se inclinó de nuevo hacia adelante y pulsó otra vez la tecla del intercomunicador—. Janette, ¿puedes traerme la documentación de la mansión Farquhar? —dijo, y soltó la tecla sin esperar respuesta.
—Es un cambio para usted, ¿no, señor McAllister? —manifestó McLean—. Reformar una casa antigua, quiero decir. Usted ganó una fortuna construyendo todos esos bloques de Bonnyrigg y Lasswade, ¿verdad?
—Sí, eso es cierto. Fueron buenos tiempos…, pero cada vez resulta más difícil encontrar terreno urbanizable a buen precio en la ciudad, ¿sabe? La gente se queja porque nos estamos cargando el campo y luego se queja porque el precio de la vivienda está por las nubes. Pero no se pueden tener las dos cosas, ¿verdad? A ver, o construimos más casas o la demanda supera la oferta y los precios suben.
—Y entonces… ¿por qué no echa abajo ese caserón y construye en su lugar un edificio de apartamentos?
McAllister estaba a punto de responder cuando lo interrumpió un golpecito en la puerta, que de inmediato se abrió y reveló la presencia en el umbral de un hombre de aspecto hosco.
—Entra, Donnie, y siéntate. No seas tímido.
McAllister no se levantó. Donnie Murdo miró a McLean y luego a la agente de uniforme con cara de animal acorralado. Era la expresión de quien ya ha tenido más de un problema con la policía. Se había puesto a la defensiva: hombros caídos, brazos sueltos a los costados, rodillas ligeramente flexionadas, como si estuviera preparado para salir corriendo a la primera de cambio… Tenía unas manos grandes y dos desteñidas palabras, odio y amor, tatuadas en los nudillos.
—Aquí está la carpeta que me has pedido, Tommy.
La secretaria que los había acompañado antes entró apresuradamente y dejó una voluminosa carpeta sobre la mesa. En silencio, le lanzó una mirada reprobatoria a McLean y luego salió a toda prisa del despacho, sin olvidar cerrar la puerta.
—Anteanoche estuviste en el caserón de Sighthill, ¿no, Donnie?
McLean observó al hombre y lo vio cruzar una rápida mirada con su jefe. McAllister estaba ahora muy erguido en su sillón, con los brazos apoyados sobre la mesa, y asintió de forma casi imperceptible.
—Sí, señor, sí que estuve allí.
—¿Y qué estabas haciendo exactamente?
—Bueno, pues estábamos limpiando el sótano. Vamos a montar un gimnasio ahí abajo.
—¿Estábamos? ¿No dijiste que estabas solo cuando encontraste el cadáver?
—Sí, bueno, lo estaba. Es verdad. Los chicos me habían estado ayudando antes, ¿sabe?, pero los mandé a casita. Vamos, que estaba yo limpiando… Terminando, vaya, para que se pudiera empezar a enlucir ya por la mañana.
—Supongo que te llevaste un buen susto al encontrar el cadáver, ¿no?
—Pues la verdad es que no vi mucho, ¿sabe? Solo una mano. Y entonces fue cuando llamé al señor McAllister.
Donnie se contempló las manos y se pellizcó las uñas, con la cabeza gacha para no tener que establecer contacto visual con ninguno de los presentes en el despacho.
—Bien, muchas gracias, Donnie, nos has ayudado mucho.
McLean se puso en pie y le tendió la mano al capataz, que al principió pareció desconcertado, pero después se la estrechó.
—¿Puedo hacer algo más por usted, inspector?
—Si pudiera facilitarme una copia de los títulos de propiedad me sería muy útil. Tengo que averiguar a quién pertenecía la casa cuando asesinaron a esa pobre chica.
—Está todo aquí. Lléveselo, por favor.
McAllister hizo un gesto con la mano y señaló la carpeta, pero no se puso en pie.
—¿Dónde va a estar más seguro que en manos de la policía? —añadió.
McLean cogió la carpeta y se la entregó a la agente.
—Bien, muchas gracias por su cooperación, señor McAllister. Me ocuparé personalmente de que les devuelvan la documentación lo antes posible.
Justo cuando McLean se disponía a marcharse, McAllister se puso en pie.
—¿Inspector?
—¿Sí, señor McAllister?
—Por casualidad no sabrá usted cuándo podemos volver a la obra, ¿verdad? Es que este proyecto ya ha sufrido demasiados retrasos. Cada día que pasa pierdo dinero y estamos aquí sin poder hacer nada.
—Hablaré con los peritos forenses, a ver qué se puede hacer. Estoy convencido de que será cuestión de uno o dos días más.
Una vez fuera, McLean subió al asiento del pasajero del coche de la comisaría y dejó que condujera la agente. Guardó silencio hasta que llegaron a la carretera.
—Miente.
—¿McAllister?
—No. Bueno, sí. Es promotor inmobiliario, esta gente siempre esconde algo, pero lo único que le interesa ahora es recuperar su obra. No, me refería al capataz. Donnie Murdo. Puede que la otra noche estuviera en el sótano, pero no estaba trabajando. Ya te digo yo que no estaba picando con un mazo. Tiene las manos muy cuidadas. Para mí que ese lleva años sin pegar ni golpe.
—Entonces, el cuerpo lo descubrió otra persona. ¿Quién?
—No lo sé. Y supongo que tampoco tiene mayor interés para el caso.
McLean abrió la carpeta y empezó a hojear aquella maraña de documentos y cartas.
—Pero tengo intención de descubrirlo —añadió.
—¿Es que nunca enciendes el puto móvil?
Al comisario Duguid le palpitaba una gruesa vena en la sien derecha, lo cual nunca era una buena señal. McLean rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, cogió el móvil y lo abrió. La pantalla estaba negra y tampoco obtuvo respuesta alguna al pulsar las teclas.
—La batería se ha muerto otra vez. Y ya es la tercera este mes.
—Bueno, ahora eres inspector, tienes tu propio presupuesto, ¿no? Cómprate un teléfono nuevo, a ser posible que funcione. Y, a lo mejor, hasta podrías plantearte comprar un radiotransmisor.
McLean volvió a guardarse en el bolsillo el maldito teléfono y luego le entregó la carpeta a la agente Kydd, la joven que lo había acompañado al despacho de McAllister y que, en ese momento, ponía cara de querer largarse de allí lo antes posible para no verse atrapada en medio de una discusión entre dos superiores.
—Llévaselo al agente MacBride y dile que no lo pierda. No quiero deberle nada a Tommy McAllister.
—¿Quién es McAllister? ¿Otro de tus chungos soplones?
Por encima del hombro de McLean, Duguid siguió con la mirada a la agente que se retiraba, preguntándose sin duda por qué no estaba trabajando en su investigación.
—Es el dueño de la casa en la que encontraron el cadáver de la joven.
—Ah, sí, tu prehistórico sacrificio ritual. Ya me he enterado. Bueno, supongo que ese caso te va como anillo al dedo: los ricos y sus indecorosas perversiones.
McLean dejó pasar la pulla. Las había oído peores.
—¿Para qué quería usted verme, señor?
—El caso Smythe. Supongo que has hablado con Jayne, así que ya sabes lo importante que es conseguir resultados. Y rápido.
McLean asintió, pero no pudo dejar de advertir que Duguid se había referido informalmente a la comisaria en jefe por su nombre de pila.
—Bueno, el examen post mórtem es dentro de media hora y te quiero allí. Quiero que controles todos los informes forenses a medida que vayan llegando, que ataques el problema desde ese ángulo. Yo me dedicaré a interrogar al personal de Smythe, a ver si descubro quién podía tener algo en contra de un hombre como él.
Tenía sentido dividir así la investigación. McLean se resignó a la idea de tener que trabajar con Duguid y decidió que lo mejor era empezar con buen pie.
—Mire, señor, respecto a la otra noche… Lamento haber metido las narices. Estuvo fuera de lugar, lo sé. Esta investigación es suya.
—No es ninguna competición, McLean. Un hombre ha muerto y su asesino anda suelto por las calles. Eso es lo único que importa ahora mismo. Siempre y cuando me traigas resultados, te toleraré en mi equipo. ¿Entendido?
A eso se le llamaba tender un puente. McLean asintió de nuevo y guardó silencio, pues no estaba muy seguro de poder decir solo lo que Duguid quería oír y no lo que él pensaba en realidad.
—Bien, pues andando a la morgue, a ver qué descubre ese morboso amigo tuyo, Cadwallader.
La doctora Tracy Sharp levantó la vista de su mesa cuando entró McLean. Le sonrió y luego siguió jugando al solitario en su ordenador.
—Aún no ha vuelto, tendrá que esperar.
En realidad, a McLean no le importaba. Ver cómo abrían un cadáver en canal no es que fuera muy divertido, pero al menos el edificio tenía aire acondicionado y, además, funcionaba.
—¿Les han llegado ya resultados de la chica muerta, Tracy? —preguntó.
La mujer suspiró y, tras cerrar una ventana en la pantalla, se volvió hacia una bandeja repleta de papeles.
—Veamos… —dijo mientras rebuscaba en la pila y extraía una única hoja de papel—. Aquí está. Ajá. Más de cincuenta años.
—¿Y ya está?
—Bueno, no. La mataron hace menos de trescientos años, pero como fue hace más de cincuenta años, no podemos precisar más. Con la datación radiocarbónica, al menos.
—¿Y eso por qué?
—Se lo debemos a los estadounidenses. Empezaron a hacer pruebas nucleares en los años cuarenta, pero las más importantes fueron en los cincuenta. Llenaron la atmósfera de isótopos artificiales. Usted y yo tenemos un montón. De hecho, todo el que siga vivo después de 1955, más o menos, tiene un montón. Y cuando alguien muere, los isótopos empiezan a desintegrarse. Podemos utilizarlos para saber cuándo se produjo la muerte, pero solo desde mediados de los cincuenta en adelante. Su pobre chica murió antes, parece.
—Entiendo —mintió McLean—. ¿Y la conservación? ¿Qué utilizaron?
Tracy rebuscó en la bandeja, hasta que encontró otro pliego de papeles.
—Nada.
—¿Nada?
—Nada que hayamos podido detectar. Según indican las pruebas, simplemente se secó.
—A veces pasa, inspector. Sobre todo si antes se ha extraído la sangre y los fluidos corporales.
McLean se volvió y vio a Cadwallader, que en ese momento entraba en la sala. Le tendió a su ayudante una bolsa pequeña de papel marrón.
—Aguacate y beicon. No les quedaba pastrami.
Tracy cogió la bolsa, hurgó en el interior y extrajo un largo panecillo tostado. A McLean le hicieron ruido las tripas al ver aquel bocadillo y cayó en la cuenta de que no había comido nada en todo el día. Luego recordó por qué estaba allí y pensó que ponerse a comer quizá no fuera tan buena idea.
—¿Te trae por aquí algún motivo concreto o has venido simplemente para charlar con mi ayudante? —dijo Cadwallader.
Se quitó la chaqueta, la colgó detrás de la puerta y se puso una bata limpia de quirófano.
—Barnaby Smythe. Por lo que me han dicho, lo vas a examinar esta tarde.
—Creía que el caso era de Dagwood.
—Smythe tenía un montón de amigos poderosos. Me consta que McIntyre sería capaz de reclutar a todos los agentes del cuerpo si creyera que con eso va a resolver antes el caso. Presiones desde arriba.
—Debe de haberlas recibido si os ha juntado de nuevo a ti y a don Amargado. Bien, veamos si los restos nos aportan alguna pista.
El cadáver aguardaba en la sala de autopsias, tendido sobre una mesa de acero inoxidable y cubierto por una reluciente sábana plástica de color blanco. McLean se mantuvo todo lo alejado que pudo mientras Cadwallader trabajaba con Barnaby Smythe y concluía la tarea que su asesino había empezado. El patólogo forense se mostró muy meticuloso mientras examinaba la carne pálida y firme, e inspeccionaba la descomunal herida.
—El sujeto gozaba de una excelente salud, teniendo en cuenta su edad. El tono muscular indica que hacía ejercicio de manera regular. No se aprecian magulladuras ni marcas de cuerdas, lo cual hace pensar que no estaba atado mientras lo abrían. Ese detalle concuerda con el escenario del crimen. No presenta cortes ni abrasiones en las manos. No luchó ni trató de defenderse de su atacante.
Pasó a inspeccionar la cabeza y el cuello de Smythe, y abrió un poco el corte limpio que le iba de una oreja a otra.
—Para cortarle la garganta se utilizó un cuchillo afilado, aunque es dudoso que se tratara de un escalpelo. Más bien un cuchillo Stanley. Se aprecian algunos desgarros, lo cual indica que el corte se realizó de izquierda a derecha. A juzgar por el ángulo de entrada, el asesino estaba situado detrás de la víctima, que estaba sentada. Sujetó el cuchillo con la mano derecha y… —Cadwallader hizo un significativo movimiento con la mano.
—¿Fue eso lo que lo mató? —preguntó McLean, tratando de no pensar en lo que debía de sentirse.
—Probablemente. Pero ya tendría que haber estado muerto después de eso —dijo Cadwallader, señalando el largo corte que iba desde el bajo vientre de Smythe hasta su pecho—. La única forma de que su corazón siguiera latiendo después de que alguien lo destripara así es que estuviera anestesiado.
—Pero tenía los ojos abiertos —apuntó McLean, mientras recordaba la mirada sin vida de Smythe.
—Ah, se puede anestesiar completamente a alguien sin que por ello pierda la lucidez, Tony. Pero no es fácil. De todas formas, no podré decirte exactamente qué le administraron hasta que tenga los resultados de los análisis de sangre. Supongo que lo sabré a última hora de hoy, o como mucho mañana por la mañana, a primera hora.
El patólogo se concentró de nuevo en el cadáver y empezó a extraer órganos. Una tras otra, extrajo todas las vísceras, las examinó y las fue colocando en cubetas de plástico blanco que tenían el sospechoso aspecto de haber contenido en otra vida helado de frambuesa. Finalmente, le pasó las cubetas a Tracy para que las pesara. McLean observó con creciente desasosiego a Cadwallader mientras este estudiaba minuciosamente dos pulmones de un brillante tono rosa. El patólogo forense los toqueteó con sus dedos enguantados, casi como si los estuviera acariciando.
—¿Qué edad tenía Barnaby Smythe? —preguntó mientras sostenía en alto algo marrón de aspecto viscoso.
McLean sacó su cuaderno de notas, solo para darse cuenta de que no contenía ninguna información útil sobre el caso.
—No lo sé. Era viejo. Ochenta, por lo menos.
—Sí, eso era lo que yo creía.
El patólogo forense depositó el hígado en una cubeta y lo colocó en la balanza. Murmuró algo entre dientes. McLean conocía bien aquel gesto y notó una punzada en la boca del estómago que no tenía nada que ver con el hecho de no haber comido. Conocía perfectamente aquella sensación de miedo, de encontrar demasiadas complicaciones en una parte de la investigación que tendría que haber resultado sencilla. Y Duguid se lo echaría en cara, aunque él no tuviera la culpa. Siempre se las cargaba el recadero.
—Pero hay un problema —dijo McLean. No era una pregunta.
—Ah, seguramente no. Supongo que es cosa de mi imaginación —dijo Cadwallader, mientras ahuyentaba sus preocupaciones haciendo un gesto vago con la mano cubierta de sangre reseca—. Es que es una lástima. Debió de cuidarse mucho durante toda la vida para estar tan sano y tan en forma…, total, para que luego llegara un hijo de puta y lo abriera en canal.