Primera hora de la mañana y ya había un montón de agentes apiñados junto a la entrada de uno de los centros de coordinación de mayor capacidad. McLean asomó la cabeza por la puerta y contempló el caos que siempre caracterizaba el inicio de una investigación importante. Una pizarra blanca, en la que alguien había garabateado «Barnaby Smythe» con rotulador negro, cubría una pared de punta a punta. Varios agentes de uniforme disponían sillas y mesas mientras un técnico se afanaba en conectar los ordenadores. Ni rastro de Duguid.
—¿Nos va a echar una mano en este caso, señor?
McLean se volvió y vio a un fornido agente que se abría paso entre los convocados. El hombre llevaba una enorme caja de cartón sellada con precinto amarillo y negro, lo cual indicaba que contenía pruebas. Era Andrew Houseman, Andy el Grandullón para sus amigos, excelente policía y mejor pilar en rugby. De no haber sido por una desafortunada lesión al principio de su carrera deportiva, seguramente podría estar jugando en la selección, en lugar de dedicarse a hacer recados para Dagwood. A McLean le caía bien. Puede que Andy el Grandullón no fuera un tipo brillante, pero era concienzudo.
—El caso no es mío, Andy —respondió McLean—, y ya sabe lo mucho que aprecia Duguid mi ayuda.
—Pero usted estuvo en el escenario del crimen. Em me dijo que estaba usted allí.
—¿Em?
—Emma. Emma Baird. Ya sabe, la nueva agente de la policía científica. Esa que lleva el pelo tieso, de punta, y que siempre se pinta demasiado la raya en los ojos.
—¿Ah, sí? Vaya, veo que tienen algo. Bueno, Andy, a ver si va a despertar la ira de su mujer…
—No, no. Yo solo he ido a jefatura a recoger estas pruebas del escenario del crimen —dijo el grandullón, al tiempo que se ruborizaba y levantaba la caja para demostrar que decía la verdad—. Me ha dicho que lo vio a usted en casa de Smythe y que esperaba que pillara al cabrón hijo de puta que había matado al pobre viejo.
—¿Yo? ¿Solito?
—Bueno, supongo que se refería a todos nosotros.
—Yo también lo supongo, Andy. Pero esta investigación va a tener que pasar sin mí. Es cosa de Dagwood. Además, yo ya tengo un asesinato que resolver.
—Ah, sí, ya me he enterado. Espeluznante.
McLean estaba a punto de responder, pero en ese momento se oyó una voz estentórea que resonaba en el pasillo y anunciaba la llegada del comisario. McLean no tenía la menor intención de verse arrastrado a otra investigación, y menos aún si la dirigía Charles Duguid.
—Me voy, Andy. La comisaria en jefe quiere verme y no es cuestión de hacerla esperar.
Esquivó al hombretón y se dirigió a su propio centro de coordinación, mientras la mitad —como mínimo— de los agentes de la región se preparaban para aquella reunión matutina sobre el asesinato de Smythe. Era agradable presenciar una distribución tan equitativa de los recursos. Pero en fin, Smythe era un tipo importante, un benefactor de la ciudad, un miembro destacado de la sociedad. En cambio, nadie le prestaba la menor atención a su chica, que había pasado cincuenta años muerta en un sótano.
No había ni rastro de Bob el Cascarrabias cuando McLean llegó a su centro de coordinación. Era demasiado temprano para él. El agente MacBride, sin embargo, ya estaba trabajando. Se las había apañado para encontrar tres sillas y, milagrosamente, también un ordenador portátil, de cuya pantalla apartó la mirada cuando McLean entró en la sala.
—¿Qué tal, Stuart? —saludó McLean.
Se quitó la chaqueta y la colgó en la parte posterior de la puerta. Bajo la ventana, el radiador seguía escupiendo calor.
—Ya casi he terminado de revisar estos informes de robos, señor. Creo que he encontrado algo.
McLean acercó una silla, a la que le faltaba una de las ruedas.
—Cuénteme.
—Bien, señor. Veamos, todos estos son casos que no están relacionados, en mi opinión. No parecen obra de expertos, más bien de yonquis que roban para pagarse la droga. Tal vez tengamos suerte con las pruebas forenses.
MacBride cogió la mayor parte de los informes, que se hallaban apilados a un lado de la mesa, y los depositó de nuevo en la caja de cartón.
—Estos, sin embargo… Bueno, creo que puede haber alguna relación entre ellos —dijo, mientras cogía una delgada pila de carpetas, tal vez cuatro o cinco en total, y las dejaba caer de nuevo sobre la mesa.
—Siga.
—Son robos muy profesionales, nada de romper cristales con un ladrillo ni de forzar puertas. Todas las casas tenían una alarma y, en todos los casos, los ladrones la burlaron sin dejar rastro alguno. Además, en todos los robos se llevaron artículos pequeños pero de gran valor.
—¿Siempre guardados en una caja fuerte?
—No, señor, lo de forzar la caja fuerte es nuevo. Pero también hay otro factor en común: en todos los casos, el dueño de la casa había fallecido recientemente.
—¿Cómo de recientemente?
—Bueno, a lo largo del último mes.
MacBride hizo una pausa, como si estuviera tratando de decidir si debía añadir algo o no. McLean guardó silencio.
—De acuerdo, uno de los robos se produjo a las ocho semanas de la muerte de la anciana, pero los otros cuatro se perpetraron al cabo de dos semanas como mucho. Y el de la semana pasada tuvo lugar el mismo día en que se oficiaba el velatorio. Quisiera cotejar los otros robos con la fecha del funeral, pero en el informe no consta esa información.
—El funeral de la señora Douglas se anunció en la prensa y, antes de eso, ya se había publicado un obituario.
McLean cogió los informes y echó un vistazo a los nombres y fechas que constaban en la portada. El más reciente, aparte del caso que estaban investigando, databa de hacía casi un año, y el más antiguo, de unos cinco años atrás. Técnicamente, seguían siendo casos abiertos. No resueltos. Y todos bajo la atenta mirada del comisario favorito de McLean. Lo más probable era que Duguid ni siquiera recordara los nombres.
—Bien, vamos a ver si podemos darle un poco más de cuerpo al asunto —dijo, devolviéndole los informes a MacBride—. Investigue un poco más sobre esas personas: si se publicaron obituarios, si se anunciaron los funerales y, en ese caso, en qué periódicos.
—¿Y qué hay de las alarmas? —preguntó MacBride—. No es nada fácil burlar esos sistemas.
—Tiene razón. De acuerdo. Tenemos que averiguar dónde murieron esas personas: en casa, en el hospital, en una residencia…
—¿Cree que el ladrón se acercó hasta ese punto a las víctimas? ¿No es demasiado arriesgado?
—No si la víctima ya estaba muerta cuando se cometió el robo. Piénselo bien: si el ladrón trabaja en una residencia, puede conquistar a los ancianos, ganarse su confianza. Y luego, una vez que le han contado lo que quiere saber, solo tiene que esperar a que se mueran.
Nada más pronunciarla en voz alta, McLean se dio cuenta de que su teoría sonaba un poco rocambolesca, pero por suerte alguien llamó a la puerta en ese momento y le impidió enredarse aún más en el asunto. Al volverse, vio a una agente uniformada que en ese instante asomaba la cabeza, como si no quisiera aventurarse más por miedo a sufrir un horrible destino.
—Ah, señor, ya sabía yo que lo encontraría aquí. La comisaria en jefe quiere hablar con usted.
McLean se puso en pie con gesto cansino y, mientras la agente desaparecía, cogió su arrugada chaqueta.
—Vamos a probar primero con los obituarios. Siga con los familiares, con las personas a las que se interrogó al denunciarse el robo. Averigüe si los fallecidos eran personas importantes o no. Y cuando llegue Bob el Cascarrabias, pónganse en contacto con todos los testigos que aparecen en esos informes, a ver si encuentran algún hilo en común. Yo tengo que ir a ver qué desea Su Majestad. Ah, Stuart…
El joven detective alzó la vista de las carpetas abiertas.
—Buen trabajo —dijo McLean.
McLean recordaba a Jayne McIntyre de la época en que era una ambiciosa sargento que ascendía rápidamente en el escalafón. Ya entonces, nunca le faltaba tiempo para quienes ocupaban puestos inferiores en la jerarquía, aunque en aquella época no es que se relacionara mucho con sus iguales, pues más bien prefería codearse con los inspectores y el jefe de policía, pero aun así siempre ofrecía su ayuda cuando alguien la necesitaba. Es de sabios no cabrear a la gente cuando uno asciende, no sea que se los vuelva a encontrar cuando desciende. De todas formas, McLean estaba convencido de que eso no sería un problema en el caso de McIntyre. En primer lugar porque todo el mundo la respetaba y, en segundo lugar, porque estaba destinada a llegar a lo más alto. Solo era ocho años mayor que él, pero allí estaba, al mando de una comisaría. Casi nadie dudaba de que ocuparía el cargo del actual director general de la policía cuando este se jubilara, dentro de dieciocho meses. Era una mujer que conocía a fondo la política, que sabía impresionar a la gente importante sin tener que recurrir a las habituales gilipolleces. Y tal vez fuera ese su mayor talento. McLean no le envidiaba el éxito que había conseguido, solo esperaba no desaparecer de su radar.
—Ah, Tony, gracias por pasarse.
McIntyre se puso en pie mientras McLean llamaba a la puerta abierta. No era buena señal. La mujer rodeó su escritorio, al tiempo que le tendía la mano al inspector para que se la estrechara. Era una mujer bajita, que a duras penas rebasaba la altura mínima de un agente de policía. Llevaba la larga melena castaña recogida en un estirado moño, y McLean se fijó en que se le empezaban a ver algunas canas en las sienes. En torno a los ojos, el maquillaje ya no podía ocultar las arrugas que se le formaban al sonreír.
—Disculpe que no haya venido antes, he tenido una noche movida.
—No pasa nada. Siéntese.
McIntyre le indicó uno de los dos sillones situados en un rincón del espacioso despacho y, a continuación, ocupó el otro.
—He hablado esta mañana con el comisario Duguid y me ha dicho que la otra noche estuvo usted husmeando en el escenario del crimen de Barnaby Smythe.
Así que se trataba de eso. Ah, qué malos eran los celos profesionales.
—Estaba por el barrio, vi que había pasado algo y pensé que a lo mejor podía echar una mano. Me crie por esa zona y conozco a algunos de los vecinos. El comisario Duguid me invitó a ver el escenario del crimen.
McIntyre asintió mientras McLean hablaba, sin dejar de observarlo ni un momento. Cuando estaba con ella, siempre se sentía como un colegial travieso al que han enviado al despacho de la directora. Sin previo aviso, McIntyre se puso en pie y cruzó la sala para dirigirse a un aparador sobre el cual descansaba una cafetera eléctrica.
—¿Café?
McLean asintió. McIntyre dedicó unos momentos a extraer de un tarro la cantidad necesaria de café molido y depositarla en el filtro. Luego vertió el agua exacta para dos tazas y puso la cafetera en marcha.
—Barnaby Smythe era un hombre muy importante en esta ciudad, Tony. Su asesinato ha provocado mucha inquietud en las altas esferas. Desde Holyrood hacen preguntas. Nos están presionando, de modo que tenemos que obtener resultados lo antes posible.
—Estoy convencido de que el comisario Duguid hará un trabajo minucioso. Ya he visto que dispone de un considerable equipo para llevar a cabo la investigación.
—No es suficiente. Quiero a mis mejores investigadores en este caso y necesito que cooperen entre ellos.
Un líquido oscuro y no muy espeso empezó a gotear de la cafetera para caer en la jarra de cristal que estaba justo debajo.
—¿Quiere que participe en la investigación?
McIntyre se dirigió de nuevo a su escritorio y cogió una carpeta de color beige, que abrió sobre la mesa que McLean tenía delante. Contenía un par de docenas de fotografías a todo color, de tamaño grande, tomadas en la biblioteca de Barnaby Smythe. En su mayoría eran primeros planos del abdomen abierto de Smythe, de su mirada sin vida y su barbilla manchada de sangre, de sus manos apoyadas en los brazos del sillón y de sus intestinos amontonados sobre el regazo. McLean se alegró de no haber comido aún.
—Todo eso ya lo he visto —dijo McIntyre mientras servía el café en dos tazas. Tras ofrecerle una a McLean, volvió a sentarse en su sillón.
—Tenía ochenta y cuatro años. A lo largo de su vida Barnaby Smythe hizo más contribuciones a esta ciudad que cualquier otra persona que yo conozca. Aun así, alguien se ha permitido hacerle eso a un anciano. Quiero que averigüe quién lo ha hecho y por qué. Y quiero que lo averigüe antes de que rajen a algún otro ciudadano prominente.
—¿Y Duguid? ¿Le alegra que yo forme parte de su equipo?
McLean bebió un sorbo de café y al instante deseó no haberlo hecho. Estaba caliente, pero sabía a aguachirle.
—«Alegrar» no es la palabra que yo utilizaría, Tony. Pero Charles es un investigador veterano y no va a permitir que las diferencias personales se interpongan en un asunto tan importante como este. Y me gustaría pensar que usted va a hacer lo mismo.
—Desde luego.
McIntyre sonrió.
—Bueno, y ¿qué tal van sus otros casos?
—El agente MacBride tiene una muy buena teoría sobre el robo. Cree que existe relación con unos cuantos casos más que se han producido en los últimos cinco años. Aún no sabemos quién es la joven muerta, aunque el médico cree que la asesinaron hará unos sesenta años. He quedado de aquí a un rato con el constructor.
McLean repasó rápidamente sus casos, pero se dio cuenta de que la comisaria en jefe solo lo estaba escuchando a medias. Era el número de siempre: fingía interés, fingía ser su amiga. Era buena señal, porque significaba que McIntyre estaba convencida de que él podía resultarle útil, pero McLean no era tan tonto como para no captar el mensaje subliminal: estaba en la investigación del asesinato de Smythe porque existía la posibilidad de que la cosa fracasara. De que se produjeran otros asesinatos de ciudadanos destacados o, peor aún, de que el asesino despareciera y no pudieran dar con él jamás. Si la cosa salía mal, sin embargo, la culpa no sería de la comisaria McIntyre. Ni siquiera Duguid saldría escaldado del asunto. No, lo invitaban a formar parte de la investigación de manera que el cuerpo de policía de la región de Lothian y Borders tuviera a alguien prescindible a quien poder arrojar a los lobos en caso de necesidad.