El hospital le resultaba tristemente conocido, pues McLean había visitado allí a su abuela tantas veces que ni siquiera podía contarlas. Todas las enfermeras le sonreían y lo saludaban mientras recorría los pasillos. De la mayoría de ellas, incluso conocía su nombre. El agente MacBride, que caminaba junto a él, se ruborizó ante tanta atención. Una doctora residente, que parecía cansada y agobiada, se les acercó mientras caminaban por el pasillo.
—¿Inspector McLean?
McLean asintió.
—¿Qué ha pasado, doctora?
—Es difícil saberlo, pues nunca había visto nada igual. El señor Callum está muy en forma y además es joven, pero le están fallando todos los órganos, uno detrás de otro. Si no podemos detener el proceso, o estabilizarlo, podría morir en cuestión de horas.
—¿Horas? Pero si ayer estaba bien. Mejor que bien.
McLean se palpó las doloridas costillas y recordó al hombre musculoso con el que se había enfrentado no hacía ni veinticuatro horas. Otra pieza del rompecabezas que empezaba a encajar lentamente, construyendo así una imagen que en realidad McLean no quería ver.
—Estamos barajando la hipótesis de que se trate de algún tipo de reacción a los esteroides. El volumen que tiene no lo ha conseguido solo levantando pesas. Fuera lo que fuese lo que tomaba, es posible que lo haya vuelto hipersensible a algo que le hemos dado. Pero nunca había visto algo así ocurrir tan rápido. Ayer le traté la herida del ojo y, aparte de una ligera hiperventilación, parecía estar bien.
—¿Habló con usted?
—¿Qué? Ah, no. No dijo ni una palabra.
—¿No forcejeó, ni intentó quitarse la vida?
—No. Pero estaba esposado y custodiado por tres agentes en todo momento.
—¿Dónde está ahora?
—Lo hemos llevado a una de las habitaciones individuales, junto a la sala de comatosos.
—Porque si se pone violento, allí no molestará a nadie, ¿verdad?
—Bueno, sí, pero también porque allí también tenemos el sistema de monitorización de cuidados intensivos. Acompáñeme, le enseñaré por dónde se va.
—No se preocupe, ya sé dónde es. Estoy seguro de que tiene mil y una cosas más importantes que hacer que preocuparse por un asesino que no va a ir a ninguna parte.
Dejaron atrás a la doctora, que se quedó allí con una expresión de cierta perplejidad. McLean se abrió paso a través de kilómetros y kilómetros de pasillos idénticos, mientras el agente MacBride trotaba tras él, pisándole los talones como un perro fiel.
—¿A qué hemos venido, señor?
—He venido a interrogar a nuestro único sospechoso de asesinato que aún sigue con vida, antes de que esa misteriosa enfermedad acabe con él —dijo McLean, mientras se aproximaban a la habitación que estaba buscando.
Un aburrido agente de uniforme permanecía sentado en una incómoda silla de plástico, leyendo una novela de Ian Rankin.
—Supongo que está usted aquí porque Bob el Cascarrabias es todo un artista a la hora de escaquearse cuando sabe que estoy a punto de hacer algo que no va a ser del agrado de la comisaria en jefe.
—Inspector. Señor. Nadie me había dicho que…
El agente se puso firme, mientras intentaba ocultar el libro tras la espalda.
—No sufra, Steve. Solo quiero hablar un momento con el detenido. ¿Por qué no va a tomarse una taza de té? El agente MacBride se encargará de vigilar.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó MacBride, mientras el aliviado policía se escabullía hacia la cafetería.
—Montar guardia aquí —dijo McLean, al tiempo que abría la puerta y entraba en la habitación—. Y no dejar pasar a nadie.
La habitación era pequeña e impersonal, provista de una única ventana, muy estrecha, que daba a un paisaje de cemento y cristal castigado por el sol. Por lo demás, solo había dos sillas de plástico alineadas junto a la pared y un pequeño armario bajo que hacía las veces de mesilla de noche. Jethro Callum yacía en el centro de un desconcertante despliegue de máquinas que ronroneaban. Varios tubos introducían o extraían de su organismo fluidos de desagradable aspecto. Callum ya no se parecía en nada al fornido guardaespaldas con el que McLean había luchado la tarde anterior. Recostado en una pila de almohadas, tenía el rostro pálido y demacrado, y los ojos hundidos. Se le había caído casi todo el pelo, parte del cual seguía desparramado sobre la almohada en forma de mechones sin vida. En el cuero cabelludo se le apreciaban unas manchas de un vivo color rojo. Tenía los brazos sobre las sábanas, tan voluminosos como antes, pero ya sin tono muscular. Seguía siendo un hombre fornido, pero su propia corpulencia le dificultaba la respiración y le impedía moverse con mucha más eficacia que las esposas que lo mantenían atado a la estructura de la cama.
—Has venido. Sabía que vendrías.
La voz de Callum apenas resultaba audible entre el zumbido de las máquinas que mantenían sus constantes vitales. Pero no era la voz del guardaespaldas, sino la otra, la voz que había amenazado y prometido.
McLean cogió una de las sillas y la colocó a modo de cuña bajo el pomo de la puerta. Luego cogió el cordón de seguridad y lo enrolló de modo que quedara fuera de su alcance. Después procedió a examinar las máquinas durante unos instantes. Varios cables salían de un monitor de electrocardiogramas e iban a conectarse a un fino sensor sujeto a uno de los dedos de Callum. McLean se lo quitó y se lo colocó rápidamente en uno de sus propios dedos. La máquina emitió unos cuantos pitidos rápidos, pero enseguida recuperó el ritmo normal. Estudió el resto de las máquinas, pero solo la del electrocardiograma parecía estar conectada al sistema de monitorización de emergencia. Buscó los otros interruptores y los fue apagando, uno tras otro. La medicina mantenía aquel cuerpo con vida, pero en realidad Jethro Callum había muerto en el momento de matar a David Brown. Fuera lo que fuese lo que se había adueñado entonces de su alma, le había estado devorando la carne desde entonces.
—Háblame de la chica —dijo McLean, sentándose en la otra silla.
—¿Qué chica?
—Ya sabes de que chica te hablo. La que asesinaron en aquella horrenda ceremonia.
—Ah, sí. Ella.
Callum hablaba con voz extrañamente distante, como si fuera el muñeco enfisémico de un ventrílocuo, pero parecía disfrutar tanto con lo que decía que escucharle daba náuseas.
—La pequeña Maggie Donaldson. Era tan guapa… No debía de tener más de dieciséis años. Eso es lo que me atrajo de ella. Pero ellos la mancillaron, todos. Uno detrás de otro. El mayor sabía muy bien lo que hacía. Me atrapó dentro de ella y luego la abrieron en canal. Y cada uno se quedó una parte.
—¿Por qué lo hicieron?
—Por el mismo motivo que mueve siempre a los de tu especie. Porque querían vivir eternamente.
—¿Y tú? ¿Qué ocurre contigo?
—Yo sigo viviendo. En ti.
McLean contempló la patética y moribunda figura que tenía ante sí. A eso se reducía todo. Esa era la causa de todas las desgracias que le habían ocurrido desde que había aparecido el cadáver de la joven en la mansión Farquhar. Aquello era lo que había matado a personas inocentes, lo que las había utilizado en su propio interés, sin el menor aprecio por sus vidas. Aquel era el motivo de que hubieran atropellado en plena calle a Alison Kydd. Sintió el tremendo impulso de estrangular a aquel hombre. Le resultaría tan fácil agarrarlo de la garganta con ambas manos y arrancarle la vida… O, mejor aún, clavarle algo en el ojo ciego hasta llegar al cerebro. Llevaba un bolígrafo en el bolsillo que podía servirle. Lo único que tenía que hacer era meterlo por el punto exacto, con la inclinación exacta. Existían tantas formas de matar a un hombre. Tantas…
—De eso ni hablar —dijo, ahuyentando de su mente todos aquellos pensamientos ajenos.
Barnaby Smythe, Buchan Stewart, Jonas Carstairs, Gavin Spenser… Todos habían permanecido tranquilamente sentados, sin atadura alguna, mientras los destripaban brutalmente y los asesinaban. Y Fergus McReadie también. Se había quitado la vida tras una simple palabra. Y McLean ahora sabía por qué. Porque todos eran esclavos de esa voz, estaban unidos a ella por un acto salvaje en el que todos habían participado. Pero él no había matado a la chica, ni había planeado asesinar a Chloe. No existía vínculo alguno entre él y aquel monstruo.
—Claro que lo hay, mi querido inspector. Tú completaste el círculo. Formas parte de esto tanto como ellos. Más, incluso. Porque tienes una fuerza de espíritu de la que ellos carecían. Su sangre corre por tus venas. Eres el recipiente perfecto para contenerme.
En esa ocasión, aquella voz persuasiva era como un manto de oscuridad que se cernía sobre McLean. Vislumbró fugazmente escenas horripilantes: el rostro de Barnaby Smythe contraído por el dolor mientras el cuchillo se clavaba en su pecho de vello canoso; el corazón de Jonas Carstairs latiendo aún entre las costillas expuestas; Gavin Spenser tranquilamente sentado mientras le rajaban muy despacio el cuello, pero con una mirada que dejaba traslucir lo que verdaderamente sentía en ese momento… Y cada imagen llegó acompañada de una oleada de poder, de un sentimiento de incontrolable entusiasmo y alegría. Él también podía tener todo aquello, también podía ser todo aquello. Podía vivir eternamente.
—Me parece que no —dijo.
Se levantó de la silla y se acercó a la cama. Cogió el gotero de suero y fue girando el regulador hasta que el flujo quedó interrumpido.
—Ahora lo entiendo —prosiguió—. No me lo quería creer, pero supongo que no me queda más remedio. Necesitas la violencia para pasar de un huésped a otro. Sin eso, estás atrapado. Y cuando este cuerpo se vaya, a ti te ocurrirá lo mismo. Regresarás a dondequiera que estuvieras cuando te invocaron con su macabra ceremonia.
—¿Qué estás haciendo…? Te ordeno que mates este cuerpo.
Callum trató de deshacerse de las esposas y sábanas que lo mantenían inmóvil en aquella cama, pero el esfuerzo le resultó agotador y sucumbió de inmediato a un acceso de tos sofocada.
—Tú solito ya lo estás haciendo muy bien.
McLean se impuso a otro intento de coacción, más débil esta vez, más desesperado. Volvió a sentarse, mientras contemplaba la figura consumida que yacía en la cama.
—Supongo que nunca tuviste intención de quedarte tanto tiempo dentro del pobre Jethro, pero tenías que borrar tu rastro y eso requería tiempo. Nunca fue lo bastante fuerte como para llevarte, ¿verdad?
—Mátame —dijo con una voz que era apenas un suspiro entrecortado—. Libérame.
—Esta vez no.
McLean se acomodó en la silla, esperando y observando, mientras los últimos soplos de vida abandonaban a Callum como insectos que huyen.
—Esta vez vas a morir por causas naturales.