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El discreto zumbido del despertador se fue abriendo paso entre el intenso dolor de cabeza y le recordó quizá con demasiado entusiasmo que eran las seis de la mañana, hora de levantarse. McLean gimió de dolor y se dio media vuelta para pulsar el botón que retrasaba la alarma. Tal vez se le pasara la resaca dentro de diez minutos. Valía la pena intentarlo. Chocó contra algo sólido que estaba justo a su lado, pero no tenía ni la más remota idea de lo que podía ser. Entonces el bulto gruñó y se movió y, de repente, McLean se sintió muy despierto.

Tras sentarse en la cama y frotarse los ojos para despejarse, contempló la figura tendida boca abajo de Emma Baird y experimentó una mezcla de rabia y miedo. Llevaba tanto tiempo durmiendo solo en aquella cama, manteniendo relaciones solo en lo profesional y distanciándose de todo el mundo… Cualquier psicólogo habría dicho que lo suyo era miedo al compromiso y, muy probablemente, no se hubiera equivocado. Después de lo de Kirsty le había resultado demasiado dolorosa la simple idea de intimar con alguien. Y ahora, después de un par de cenas y una noche de borrachera con la mitad de la comisaría, ella estaba durmiendo a su lado.

Intentó recordar la noche anterior. Los dos habían celebrado el hecho de haber encontrado a Chloe sana y salva, aunque en realidad no era más que otra forma de protegerse. Jamás bebía tanto como para perder el control. Jamás bebía tanto como para no recordar al día siguiente lo que había hecho.

Al principio, Emma estaba enfadada con él. Había escuchado todo lo que él había dicho delante de las dependencias de la policía científica, en la jefatura. Lo de que tenía pensado aprovechar su amistad con ella para investigar la filtración de imágenes policiales. Por mucho que McLean intentara justificarse, por mucho que intentara convencerla de que lo que se proponía no era lo que ella había interpretado, no hubo nada que hacer. Emma estaba convencida de que había estado jugando con ella. Solo cedió un poco cuando él se disculpó y le suplicó que lo perdonara. Pero, en fin, así son las mujeres, ¿no?

Y luego, el personal de limpieza los había echado del pub. Debían de ser las tantas de la madrugada y, cuando llegara el cambio de turno, habría unos cuantos agentes resacosos en la comisaría. ¿Habría propuesto él que fueran a su casa a tomar un whisky? ¿O había sido idea de Bob el Cascarrabias? Los recuerdos eran un poco vagos, pero sí estaba seguro de haber pensado que prefería cualquier compañía antes que regresar solo a su piso frío, silencioso y vacío. Así que unos cuantos habían ido a su casa y, muy probablemente, entre todos habían acabado con sus existencias de whisky de malta. Eso, al menos, explicaba el palpitante dolor de cabeza.

Tratando de no gemir de dolor, McLean rodó sobre la cama y se puso en pie. Aún llevaba los calzoncillos, lo cual ya era algo. El traje estaba doblado sobre el respaldo de la silla, la camisa y los calcetines en el cesto de la ropa sucia. Eran cosas automáticas, es decir, que las hacía rutinariamente, sin pararse a pensar. Pero, de todas formas, no se habría mostrado tan concienzudo de haber estado medio borracho la noche anterior o de haberse dejado llevar por un arrebato de improbable pasión. Cuanto más lo pensaba, más seguro estaba de haberse ido solo a la cama. Bob el Cascarrabias había aguantado hasta el final, pero MacBride se había quedado frito en el suelo. ¿Y Emma? Sí, Emma se había quedado dormida en el sillón. Él había cogido una manta del armario y se la había echado por encima, antes de acostarse. Sin duda, Emma se había despertado en algún momento de la noche y se había metido bajo su edredón. Bueno, se podía decir más alto, pero no más claro.

La ducha consiguió disipar parte de la neblina que le enturbiaba el cerebro, pero aún se sentía lento cuando salió y procedió a secarse. Las costillas fracturadas protestaron. El moretón que tenía en el torso había empezado a volverse amarillo en los bordes. Con la toalla enrollada en torno a la cintura, puso agua a hervir. Luego cogió aire y regresó al dormitorio. Emma seguía durmiendo, pero se había dado la vuelta y el edredón se había caído hacia un lado. La melena corta le tapaba la cara, pero casi todo lo demás quedaba a la vista. En el suelo, formando un rastro desde la puerta hasta la cama, descubrió unas cuantas prendas femeninas desperdigadas, entre ellas varias de ropa interior que McLean no veía desde hacía unos cuantos años. Al menos, en su cuarto. Con tanto sigilo como pudo, recogió su traje, sacó del armario una camisa y una muda de ropa interior limpias, y se dirigió al estudio para vestirse.

La grabadora con la cinta del contestador seguía sobre la mesa, acusándolo de cruel indiferencia hacia la memoria de los muertos. Hizo caso omiso de esa voz que venía de un rincón de su mente, pues sabía que no era más que autocompasión, una especie de capullo protector hecho de remordimientos. Sabía muy bien que jamás se desharía de aquella cinta, como también sabía que jamás olvidaría a Kirsty. Pero puede que, después de tantos años, fuera hora de seguir el consejo de todos sus amigos y seguir adelante con su vida. En el mundo pasaban cosas malas, cierto, pero de vez en cuando también cosas buenas. Al fin y al cabo, habían encontrado viva a Chloe Spiers.

Ya vestido, se dirigió a la cocina y preparó una taza de café instantáneo. El cartón de leche que estaba en la nevera aún no había dado a luz, pero habría que inducirle pronto el parto para que no acabara explotando. Asomó la cabeza al salón y en la cama de invitados vio a un agente que dormía y a un sargento que roncaba, los cuales sin duda iban a necesitar mucho café y sándwiches de beicon. Cogió las llaves de la mesa del recibidor y bajó a la tienda de la esquina.

Cuando regresó, la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y, al otro lado, se oía el siseo del agua de la ducha. Bob el Cascarrabias estaba sentado a la mesa de la cocina, con aspecto de haber dormido vestido. Mientras McLean empezaba a preparar los sándwiches de beicon, entró tambaleándose el agente MacBride, que parecía ligeramente azorado.

—Buenos días, agente —dijo McLean.

El agente MacBride hizo un gesto de dolor ante aquel ruido, y McLean pensó que no le extrañaba. Al fin y al cabo, era el que más había bebido. Pero aún tenía un hígado joven, sobreviviría sin problemas.

—¿Qué bebí anoche? —preguntó.

—¿En el pub o aquí? —dijo Bob el Cascarrabias, mientras se rascaba la barbilla.

Sin duda, iba a necesitar la maquinilla eléctrica que guardaba en su taquilla de la comisaría.

En el rostro de MacBride apareció una expresión confusa, pero alguien llamó suavemente a la puerta antes de que el agente tuviera tiempo de decir nada.

—Encárgate de los sándwiches, Bob. Hay salsa marrón en el armario.

McLean se dirigió al vestíbulo y abrió la puerta. Jenny Spiers estaba al otro lado, en el rellano.

—Tony, yo…

—Jenny. Hola…

Los dos hablaron al mismo tiempo y, luego, los dos se interrumpieron para dejar hablar primero al otro. McLean se apartó de la puerta.

—Pasa. Justo estaba haciendo sándwiches de beicon.

Antes de que tuviera tiempo de añadir nada más, Jenny lo abrazó con fuerza.

—Gracias por encontrar a mi niña… —dijo, tras lo cual rompió en un llanto histérico.

Emma eligió precisamente ese momento para salir del cuarto de baño. Se había puesto un viejo albornoz de McLean, que dejaba a la vista bastante más muslo de lo que debería. Llevaba el pelo de punta allí donde se lo había frotado para secarlo y emanaba un intenso perfume a champú de árbol del té. En el recibidor, la temperatura descendió en picado cuando las dos mujeres se observaron mutuamente, en silencio. McLean, aún abrazado a Jenny, notó cómo esta tensaba el cuerpo.

—Eh… Jenny, esta es Emma. Emma, Jenny.

La tensión no desapareció. Y entonces se oyó un grito.

—¡Dejen paso!

El agente MacBride salió tambaleándose de la cocina y, de camino al cuarto de baño, pasó junto a Emma. Cerró de un portazo y, al otro lado, todos pudieron oír el ruido de la tapa del inodoro al levantarse, seguido de unas discretas arcadas.

—Anoche tuvimos una fiestecita —dijo McLean, mientras trataba con la mayor delicadeza de soltarse de los brazos de Jenny—. Y parece que el agente MacBride bebió demasiado whisky Bowmore.

—Más bien habrán sido los chupitos de tequila que se tomó en el pub —dijo Emma, tras lo cual se alejó en dirección al dormitorio de McLean.

—¿Cómo está Chloe, por cierto? —preguntó el inspector, con la esperanza de distraer a Jenny, que había seguido a la otra mujer con una mirada en la que se mezclaban la angustia y la incredulidad.

Jenny consiguió centrar de nuevo su atención en McLean y se obligó a sonreír.

—Los médicos dicen que se pondrá bien, físicamente. Cuando tú la encontraste, estaba muy deshidratada. Gracias a Dios que la encontraste. La verdad es que no sé cómo darte las gracias.

—Es mi trabajo, Jenny.

McLean condujo a la mujer hacia la cocina. Bob el Cascarrabias estaba ante los fogones, ataviado con un largo delantal que llevaba estampado un gracioso biquini.

—Lo que no sé es si lo superará psicológicamente. Dejarla encadenada de esa manera, junto a un cadáver…

McLean se preguntó en ese momento qué sabía Jenny.

—¿Te lo ha contado? —le preguntó.

Jenny asintió, al tiempo que aceptaba una taza de café.

—Entonces —prosiguió McLean— está dando los pasos adecuados para superarlo. Es una chica fuerte. Supongo que lo ha heredado de su madre.

Jenny bebió un sorbito de café y siguió sentada a la mesa de la cocina, sin decir nada. Bob el Cascarrabias también guardó silencio, mientras preparaba, con la mayor diligencia, sándwiches para un ejército. De fondo, se oyó el ruido de la cisterna del inodoro. Y entonces Jenny dejó su taza sobre la mesa y miró a McLean directamente a los ojos.

—Me ha dicho que la eligieron por ti. Que querían llegar hasta ti a través de mí. ¿Por qué? Apenas te conozco.

—Viniste al funeral de mi abuela —dijo, porque era lo único que se le ocurría—. Spenser ya debía de estar vigilándome por entonces. Él estaba detrás de todo el asunto desde el principio: intentó desacreditarme, contrató a McReadie para que me tendiera una trampa, hizo matar a Alison para retrasarnos… Tenía que apartarme de la investigación sobre la chica muerta y también necesitaba a alguien que ocupara su lugar. Chloe tenía la edad perfecta. Lo siento, Jenny. Si tú y yo no nos hubiéramos conocido, habrían buscado a otra joven.

—Uno de estos días, Tony, me vas a tener que contar cómo lo haces.

McLean estaba en la sala de autopsias por la que parecía la enésima vez en los últimos quince días. Cadwallader le caía bien y disfrutaba con el agudo ingenio y el sentido del humor de su viejo amigo, pero hubiera preferido quedar con él en el pub. Hasta ir a la ópera con él se le antojaba más apetecible.

—¿Cómo hago el qué? —preguntó, cambiando el peso de una planta del pie a la otra mientras el patólogo forense procedía a examinar el cadáver de Gavin Spenser.

—Peter Andrews. Sabías que tendría restos de sangre y piel debajo de las uñas, ¿verdad?

—Llamémoslo «corazonada».

—¿Y te dijo esa corazonada de quién eran los restos de sangre y piel?

—Buchan Stewart.

—¿Lo ves? A eso me refiero, Tony.

Cadwallader se irguió y se quedó mirando al inspector, sin recordar al parecer que lo que sostenía en la mano era el hígado de Gavin Spenser.

—Disponemos de un montón de maravillas de la tecnología, que cuestan a los contribuyentes millones de libras, y resulta que tú ya sabes la respuesta antes de formular la pregunta.

—Hazme un favor, Angus. Guarda en secreto esa valiosa información.

Ya era lo bastante triste que Jonathan Okolo y Sally Dent hubieran pasado a los anales de la historia como asesinos, cuando probablemente no habían sido más que involuntarios peones en el macabro juego de Spenser. No había ninguna necesidad de causar más dolor a la familia de Peter Andrews.

—Con mucho gusto.

Cadwallader reparó por fin en el hígado goteante y lo depositó en una bandeja de acero inoxidable para pesarlo.

—Porque, para empezar —añadió—, me resultaría humillante tener que admitir que ese detalle se me pasó por alto.

El patólogo forense siguió hurgando en el pecho del cadáver. Iba extrayendo fragmentos indefinibles, que observaba con atención, pesaba y, por último, depositaba en cubetas individuales. Estaba en su salsa. Pobre Tracy, que después tendría que devolverlos uno por uno a su sitio y coser el cadáver.

—Bueno, ¿te atreves a aventurar la causa de la muerte? —preguntó McLean cuando tuvo la sensación de que ya no podía más.

—Mi teoría es fallo cardíaco debido a la abundante pérdida de sangre. La herida de la garganta es tan profunda que seccionó la arteria carótida e incluso dejó marcas en las vértebras del cuello. Tenemos el arma, ¿verdad?

Tracy cogió una bolsa de plástico que contenía el cuchillo de caza. Cadwallader lo sopesó con una mano, para luego examinar el filo y acercarlo a la garganta del cadáver.

—Sí, coincide. Y también explicaría estas marcas en el esternón y en las costillas. El asesino lo abrió en canal para extraerle el corazón. Es difícil llegar a ese órgano si no se tienen los conocimientos necesarios, o si no se es muy chapucero.

—¿Podrías darme una hora aproximada de la muerte?

—Entre treinta y seis y cuarenta y ocho horas. Llevaba allí sentado bastante tiempo. Lo que me sorprende es que tu asesino no saliera pitando hacia la frontera. Podría haber estado en otro país antes de que tú encontraras el cadáver.

McLean echó cuentas. A Spenser lo habían asesinado algo más tarde que a David Brown. Que había aparecido muerto entre los arbustos, justo en los límites del jardín de Spenser. Asesinado por Jethro Callum en un arrebato de furia.

—Nos estaba esperando, en la habitación donde lo encontramos a él —dijo McLean, señalando con la barbilla al hombre eviscerado que yacía sobre la mesa—. Intentó quitarse la vida. Delante de mis narices.

—Ah. Empiezo a ver una pauta.

Y McLean también empezaba a verla, pero antes de que tuviera tiempo de añadir nada más, el bolsillo de su chaqueta empezó a emitir un zumbido y a vibrar con furia. Era una sensación tan desconocida que tardó bastante tiempo en darse cuenta de que le estaba sonando el móvil. Lo abrió y se fijó en que la batería estaba casi completamente cargada.

—Sigue sin mí —le dijo a Cadwallader.

Abandonó apresuradamente la sala y, una vez al otro lado de las puertas, contestó:

—McLean.

—Soy el agente MacBride, señor. Se ha producido un incidente en el hospital. Se trata de Callum. Ha sufrido un colapso.

«Vive de la violencia, pues no conoce otra cosa». McLean recordó las palabras de la carta de Jonas Carstairs. Y luego los nombres: Peter Andrews había presenciado la muerte violenta de Jonathan Okolo en un pub del centro de la ciudad; Sally Dent había visto a Peter Andrews quitarse la vida; David Brown había visto el cuerpo de Sally Dent precipitarse al vacío desde el techo de cristal de la estación de Waverley y estrellarse contra el tren que él mismo conducía; Jethro Callum le había partido los huesos a David, hasta arrancarle la vida. Callum se había golpeado la cabeza contra el espejo, para intentar matarse. ¿Qué había dicho? «Pronto lo entenderás». Con aquella voz tan distinta y extraña.

A pesar del calor veraniego, McLean notó un escalofrío en todo el cuerpo. A lo mejor sí lo entendía. Y a lo mejor sí sabía lo que debía hacer. Si se equivocaba, iba a tener que dar muchas explicaciones, pero… ¿y si estaba en lo cierto? Bueno, la verdad es que ni siquiera se atrevía a pensarlo.