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—Spenser lo reclutó en una banda callejera hará unos diez años y lo contrató como guardaespaldas personal. Desde entonces trabajaba en Estados Unidos para el viejo, y ese es el motivo de que se le perdiera el rastro. Y… ¿a que no sabe quién era uno de sus colegas fichados en aquella época?

—Donnie Murdo.

—El mismo. Mi teoría es que Murdo estaba trabajando para Spenser cuando atropelló a Alison. Probablemente intentaba desviar la atención de la búsqueda de Chloe hasta que hubiera acabado con ella. Joder, qué motivo tan absurdo y estúpido para matar a alguien…

Bob el Cascarrabias le dio una patada a una inocente papelera, cuyo contenido salió volando en todas direcciones.

—¿Sabemos por qué, de repente, decidió matar a su jefe? —dijo McLean, señalando con la barbilla la mole que era Jethro Callum.

Lo estaban observando a través del espejo unidireccional que daba a la sala de interrogatorios. McLean tenía una idea bastante clara del porqué, pero no le resultaba precisamente agradable.

—Será mejor que se lo preguntemos.

—Muy bien, Bob. Pues vamos a acabar con esto de una vez.

McLean hizo un gesto de dolor al levantarse de su silla. Había conseguido partirse tres costillas y se había ganado en la pelea un moretón que tenía la misma forma y tamaño que Polonia. Empezaba a tener una ligera idea de cómo debía de haberse sentido David Brown antes de morir.

Callum no se movió cuando abrieron la puerta, ni pareció reparar en su presencia cuando McLean se sentó con mucho cuidado en la silla que tenía delante. Bob el Cascarrabias retiró el envoltorio de dos cintas y las introdujo en la grabadora, para que quedara registrado el interrogatorio. Y ni siquiera entonces pronunció palabra el corpulento chófer. McLean procedió con las formalidades y, por último, se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en la mesa que lo separaba del asesino.

—¿Por qué mató usted a Gavin Spenser, señor Callum?

Muy despacio, el guardaespaldas levantó la cabeza. Parecía tener dificultades para enfocar la mirada y en su rostro se advertía una expresión de perplejidad, como si acabara de comprender dónde estaba.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Ya hemos pasado por todo esto, señor Callum. Soy el inspector de policía McLean y este es mi colega, el sargento Laird.

—¿Dónde estoy? —preguntó, sacudiendo las manos esposadas—. ¿Por qué estoy aquí?

—¿En serio espera que me crea que no lo sabe, señor Callum?

McLean estudió el rostro del guardaespaldas. Era algo que solo una madre podría amar: incontables cicatrices obtenidas en peleas, nariz chata y torcida, ojos demasiado juntos como para poder transmitir una mirada de inteligencia… Pero también había algo más, algo que acechaba tras la perplejidad. McLean percibió su presencia y, en aquel mismo instante, supo que aquel algo también percibía la suya. Callum dejó de luchar contra las esposas y se dejó caer hacia adelante, al tiempo que relajaba todo el cuerpo.

—Te conozco —dijo—. Te he olido antes. Trazaste el círculo en torno a ti mismo, pero no te protegerá de mí. Nuestro destino es estar juntos, tú y yo. Lo llevas en la sangre. Su sangre.

Si Callum había arrastrado las frases anteriores y las había pronunciado con voz titubeante, en ese momento hablaba con claridad, en tono tajante. Era una voz dotada de control y poder, acostumbrada a ser obedecida. La de una persona completamente distinta.

McLean repitió su pregunta anterior.

—¿Por qué mató usted a Gavin Spenser?

—Era su líder. El último. Lo maté para ser libre.

—¿El último? ¿Ha matado usted a otros?

—Ya sabes a quién he matado. Y sabes que merecían morir.

—No, no lo sé. ¿A quién ha matado? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué merecían morir?

Callum lo observó fijamente, con una expresión pétrea en el rostro. Y, entonces, relajó de nuevo las facciones, como si acabara de recordar algo especialmente emotivo. Abrió mucho los ojos y se quedó boquiabierto. Miró a izquierda y derecha, volvió la cabeza hacia uno y otro lado con gestos nerviosos y observó la sala de interrogatorios. Tiró una vez, dos veces, de las esposas y luego, al darse cuenta de que era inútil, se dejó caer hacia adelante. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que rodaron sobre las cicatrices de sus mejillas.

—Oh, Dios… Oh, Dios… Oh, Dios… —empezó a murmurar con voz aterrada e infantil.

McLean contempló a aquel gigantón que se mecía despacio en su silla. De no haber sido porque estaba esposado, Callum se habría acurrucado hecho un ovillo en un rincón de la sala. McLean había visto algo en él, fugazmente, pero el instinto que lo había impulsado a cometer tan brutal crimen, fuera cual fuese, había desaparecido, y Callum se había quedado a solas con el recuerdo de lo que había hecho.

—Interrogatorio suspendido a las veintiuna cincuenta y dos.

McLean se puso en pie, respirando entrecortadamente ante las protestas de sus costillas, y apagó la grabadora.

—Que lo escolten de vuelta a los calabozos. Volveremos a intentarlo mañana por la mañana.

Bob abrió la puerta de la sala de interrogatorios y llamó a un par de agentes uniformados, que se situaron a ambos lados de Callum. Uno de ellos se inclinó hacia adelante para quitarle las esposas.

Sucedió en un instante. El guardaespaldas lanzó un poderoso rugido de rabia, se levantó bruscamente de la silla y arremetió con ambos puños contra los agentes, que salieron disparados y se estrellaron contra las paredes. Tras él, McLean oyó los movimientos de Bob el Cascarrabias, que se disponía a bloquear la puerta, pero en lugar de dirigirse hacia la salida, Callum se volvió hacia el gran espejo que ocupaba una de las paredes, tras el cual se hallaba la sala de observación. Se lanzó hacia el espejo, inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás, y lo golpeó con todas sus fuerzas. Varias grietas surgieron en el punto de impacto, pero no se rompió. Enfurecido, Callum volvió a echar la cabeza hacia atrás y golpeó de nuevo el cristal resquebrajado. El vidrio cedió en esa ocasión y se rompió en largos fragmentos peligrosamente afilados. Una de esas astillas, de unos treinta centímetros de longitud y tan afilada como una aguja, se mantuvo en pie, unida a la base del espejo. Justo en la punta relucía una gotita de la sangre de Callum. El guardaespaldas se volvió y observó a McLean con la misma mirada poderosa y controlada de antes. Una mirada que no dejaba traslucir miedo ni locura, sino astucia. La mirada no de la presa, sino del depredador.

—Pronto lo entenderás —dijo con aquella voz que no le pertenecía.

Luego se volvió, levantó la cabeza y arqueó la espalda, dispuesto a lanzarse hacia adelante y clavarse hasta el cerebro el afilado fragmento de cristal. Pero los dos agentes se abalanzaron sobre él, lo agarraron de los brazos y se los retorcieron hacia la espalda. De repente, la sala estaba llena de hombres que se amontonaban sobre Callum como hormigas. El gigantón se retorcía y gritaba, pero poco a poco consiguieron tumbarlo en el suelo y sujetarle las manos tras la espalda con unas esposas. Cuando finalmente lo obligaron a ponerse en pie y a volverse, McLean vio los feos cortes que se había producido en la frente y en la nariz. Una astilla se le había clavado en el ojo izquierdo, del cual manaba un humor acuoso que le resbalaba por la mejilla, como si fuera una parodia de unas lágrimas.

—Joder —maldijo McLean—. Llevadlo al hospital, rápido. Y no le quitéis las esposas. No quiero que tenga otra oportunidad de intentarlo.

Ya en el pasillo, McLean se apoyó en la pared y trató de controlar los temblores que le habían entrado. Bob el Cascarrabias se quedó a su lado y guardó silencio durante unos instantes.

—No estaba intentando escapar, ¿verdad? —dijo al fin el sargento.

—No, estaba intentando suicidarse. Como los otros.

—¿Los otros? ¿Qué quiere usted decir?

McLean alzó la vista para mirar a su viejo amigo.

—Olvídalo, Bob. Creo que necesito una copa.

—Me apunto. Ya hace horas que ha terminado mi turno y tenemos algo que celebrar.

—¿Dónde está MacBride? —preguntó McLean—. A él tampoco le iría mal una copa.

—Supongo que abajo, en el centro de coordinación, tecleando informes como un loco. Ya sabe usted como es, siempre tan entusiasta.

—No te metas con él, Bob.

—Todo lo contrario, señor.

Bob el Cascarrabias sonrió, lo cual alivió un poco el impacto de lo que acababa de suceder.

—Si quiere hacer el trabajo de dos investigadores, por mí perfecto. No me importa en absoluto ser el otro.

Se dirigieron a las entrañas de la comisaría y finalmente, después de esquivar a muchos agentes que querían felicitarlos, llegaron a su destino. La noticia de que habían encontrado a Chloe sana y salva se había extendido con rapidez, a diferencia de los últimos acontecimientos. Una silla metálica impedía que se cerrara la puerta del minúsculo centro de coordinación, con la esperanza de aliviar un poco el calor. Desde el interior les llegó el murmullo de unas voces apagadas. McLean entró y vio al agente MacBride sentado a su mesa, con el portátil delante. Otra figura permanecía en pie, hablando con él, y se volvió al ver que el joven agente dirigía brevemente la mirada hacia McLean. Era Emma Baird. La agente dio entonces dos pasos al frente, se acercó a McLean y le propinó una bofetada en plena cara.

—Esto por haber pensado que yo era capaz de algo tan repugnante como colgar en internet fotos del escenario de un crimen.

McLean se llevó una mano a la cara, mientras pensaba que probablemente se lo merecía. Pero antes de que tuviera tiempo de frotarse la mejilla dolorida, Emma lo cogió, lo obligó a acercarse a ella y le plantó en los labios un beso largo y húmedo.

—Y esto por encontrar la forma de demostrar mi inocencia —añadió después de apartarse de él.

McLean se puso rojo hasta las orejas. Miró al agente MacBride, pero este parecía de repente muy interesado en el informe que estaba redactando. Bob el Cascarrabias miraba deliberadamente hacia el otro lado del pasillo.

—A la mierda con eso, Stuart. Ya lo redactará mañana —dijo el inspector—. Vámonos al pub.