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Cuando salieron de la casa, ya habían llegado los refuerzos. McLean llevaba en brazos a Chloe, que se aferraba a él como si le fuera la vida en ello. Hizo falta un poco de tiempo para convencerla de que se fuera con los enfermeros y solo cedió cuando McLean le dijo que tenía que ir a buscar al hombre de las cicatrices. Dejaron a Bob el Cascarrabias en la casa, para que se encargara de los detalles y se llevara todo el mérito cuando apareciera la comisaria en jefe, pues al fin y al cabo el caso era suyo. El agente MacBride se sentó al volante y, puesto que no dejaban de llegar coches de policía, tardaron bastantes minutos en abrirse paso por el estrecho sendero de gravilla.

—¿Adónde vamos, señor? —preguntó finalmente MacBride cuando consiguieron llegar a Dalry Road.

McLean le dio la dirección de una casa que no se hallaba muy lejos del lugar en el que había vivido su abuela. Una casa a la que había llegado en un coche conducido por Jethro Callum, que, en aquella ocasión, vestía un traje. No muy lejos de donde había aparecido el cadáver de David Brown. ¿Acaso no daba la parte posterior de la finca a aquel olvidado camino?

—Dirígase hacia Grange. Y será mejor que ponga la sirena.

McLean le dio al agente las indicaciones necesarias y luego se recostó en el asiento del copiloto mientras contemplaba el tráfico de la tarde, que les iba cediendo el paso.

—¿Cómo lo ha adivinado, señor? Que la chica estaría allí, quiero decir.

—He recibido una carta de Jonas Carstairs en la que confesaba el asesinato y nombraba a los hombres de los que ya sospechábamos. También confirmaba la existencia de un sexto hombre, tal como pensábamos. Pero no decía su nombre, lo cual no me servía de mucho. Sin embargo, sí afirmaba que ese hombre había regresado a Edimburgo y que intentaría realizar de nuevo el ritual. ¿En qué otro lugar iba hacerlo?

—Tuvo una corazonada, ¿no?

—En realidad, no. Tendría que haberme dado cuenta antes, en cuanto identificamos a Roberts como el hombre que secuestró a Chloe. Representaba a alguien que quería comprar la vieja mansión. Alguien dispuesto a pagar más de lo que vale. Pero yo no sabía quién. Y me concentré en ese detalle, cuando lo que tenía que haber hecho era preguntarme por qué.

—¿Y ahora ya sabe quién?

—El hombre de las cicatrices, dijo Chloe. Conocí a un hombre con cicatrices hace unos cuantos días. Un antiguo amigo de mi abuela. Me contó que había regresado a la ciudad para concluir cierto asunto. Joder, qué burro soy a veces. Gavin Spenser. Jethro Callum es su chófer. O mucho más que eso, intuyo. Y Roberts representaba a Spenser Industries. Vi el logotipo en los papeles, en el despacho de McAllister, pero no lo había reconocido hasta ahora.

Recorrieron el resto del trayecto sumidos en un tenso silencio. Cuando ya estaban cerca de la casa, MacBride retiró la sirena para no llamar la atención. McLean lo guio hasta la dirección exacta por calles que conocía de toda la vida, entre casas que había visto desde pequeño, pero que en ese momento le parecían tan extrañas como amenazadoras.

—Pare ahí —le dijo, señalando una verja abierta.

Varias ventanas de la planta baja proyectaban luz sobre el reluciente Bentley aparcado junto al porche. Al acercarse a la casa, McLean notó un desacostumbrado escalofrío de miedo en todo el cuerpo. Vio que la puerta principal estaba abierta de par en par. Entró en la casa. Quería darse prisa, pero todos sus años de formación le pedían que actuara con prudencia. La antesala estaba presidida por una escalinata de roble oscuro que llevaba a la parte posterior de la casa. Vio varias puertas de recargados paneles de madera. Todas estaban cerradas excepto una.

—¿No deberíamos…? —empezó a decir MacBride.

McLean levantó una mano para interrumpirlo y luego señaló hacia la parte posterior de la casa, indicándole al agente que echara un vistazo por allí. Mientras, él cruzó sigilosamente la antesala, en dirección a la puerta abierta. Le pareció oír débiles ruidos procedentes del interior. Ruidos desagradables, como de chapoteo. Cogió aire con fuerza, empujó la puerta hasta abrirla totalmente y entró.

El mobiliario de oficina de aquel estudio era, sorprendentemente, moderno. Junto a la puerta se hallaba un pequeño escritorio, seguramente el de la secretaria, pero su silla estaba vacía. Más allá de la mesa se abría un amplio espacio, ocupado por dos prácticos sofás y una mesilla de centro. Y más allá aún, una mesa grande. Tras la cual estaba sentado Gavin Spenser.

Estaba desnudo de cintura hacia arriba y su ropa descansaba, perfectamente doblada, sobre un archivador bajo situado junto a la mesa. Varias moscas perezosas vagaban entre la carne blancuzca o revoloteaban en torno a la espesa sangre, reseca y oscura, que se le había quedado pegada en las puntas de los dedos. El rostro lleno de cicatrices aparecía lívido y en sus ojos ya sin vida se apreciaba una última expresión de terror. Llevaba ya cierto tiempo muerto, tenía el pecho abierto en canal. Si McLean hubiera tenido que aventurarse, habría dicho que alguien le había arrancado el corazón.

Una sombra se movió, y McLean se dejó llevar por el instinto. Se agachó y se volvió justo en el momento en que un hombre muy robusto se abalanzaba sobre él. Jethro Callum llevaba en una mano un cuchillo de caza y se movía con una agilidad que no cuadraba con su corpulencia. Nunca hay que dar por sentado que los tipos grandes son lentos. Eso era lo que les enseñaban en las clases de defensa personal. McLean esquivó el filo y cambió de posición para evitar la consabida embestida. Pero, en lugar de pelear, Callum retrocedió un paso y se acercó el cuchillo a la garganta.

—Ah, no, ¡ni hablar!

McLean saltó hacia adelante y, de un golpe, le arrebató el cuchillo. Cayeron los dos juntos al suelo. McLean tuvo la suerte de quedar encima, pero su atacante le sacaba por lo menos palmo y medio y probablemente le doblaba el peso. Sus músculos, bajo la cazadora de cuero, estaban tensos y duros como una piedra. No se molestó en empujar a McLean, sino que lo levantó en vilo, para después girar sobre sí mismo y tratar de alcanzar el cuchillo.

McLean se sacó unas esposas del bolsillo y las abrió al mismo tiempo que saltaba hacia adelante. Resbaló en la moqueta al pisar algo viscoso, perdió el equilibrio y se estrelló contra la espalda de Callum. Una vez más, cayeron los dos al suelo, pero en esta ocasión McLean consiguió ponerle una de las esposas. Callum intentó de nuevo alcanzar el cuchillo y, en un gesto desesperado, arañó con sus gruesos dedos la moqueta ensangrentada. Tirando de la otra esposa para hacer fuerza, McLean le retorció el brazo a Callum hasta colocarle la mano esposada entre los omóplatos, tras lo cual le clavó una rodilla en la nuca y le hundió la cara en la moqueta. Y, sin embargo, aquel gigantón intentó una vez más coger el cuchillo, sacudiendo las piernas y el torso para tratar de quitarse de la espalda el peso del inspector.

McLean no tenía la menor posibilidad de inmovilizarle el otro brazo a Callum, ni tampoco de llegar al cuchillo antes que él. Echó un vistazo a su alrededor, en busca de algo que pudiera usar como arma, y su mirada reparó en un jarrón de porcelana que descansaba sobre una pequeña mesa auxiliar de roble, justo a su alcance. Lo cogió y, tras sentir un ligero remordimiento al comprobar que se trataba de un valiosísimo Clarice Cliff, lo hizo añicos contra la cabeza de Callum. El gigantón soltó un gruñido y luego se quedó inmóvil en el suelo, inconsciente. McLean oyó entonces unos pasos apresurados en el vestíbulo y, al volverse, vio al agente MacBride aparecer junto a la puerta.

—Gracias por su ayuda —le dijo.