El cielo del atardecer se iba tiñendo de un rojo encendido cuando cruzaron a toda velocidad la verja de la mansión Farquhar. A Tommy McAllister le había faltado tiempo para llevarse su maquinaria de la obra, pero la casa seguía cerrada con tablones de madera. La cinta policial azul y blanca, rota, ondeaba en la brisa. No parecía que nadie hubiera tocado las ventanas de la planta inferior desde la última vez que habían estado allí y la puerta estaba asegurada con una hembrilla enorme y un candado.
—Necesitaremos una palanca. No puedo quedarme aquí a esperar a que me traigan las llaves.
McLean envió a MacBride de vuelta al coche, en busca de algo que pudiera hacer de palanca, mientras él y Bob el Cascarrabias buscaban indicios de que hubiera entrado alguien. Pero el terreno estaba tan removido a causa de las obras que resultaba imposible saberlo.
El agente regresó con una larga herramienta para desmontar neumáticos y, tras pasar varios minutos haciendo palanca, la hembrilla se desprendió de la puerta de madera con un satisfactorio crujido. En el interior del edificio, que olía a moho y falta de uso, reinaban el silencio y la oscuridad propios de una tumba. McLean encendió una linterna y cruzó el vestíbulo, vacío y tenebroso, en dirección a la escalera que bajaba al sótano. La puerta estaba cerrada con llave. Le dio una fuerte patada y la puerta, medio carcomida, cedió en mitad de una nube de polvo que los hizo toser, pero McLean descendió rápidamente la escalera, impulsado por una inquietante sensación de urgencia.
Las luces del sótano habían desaparecido, pero el oscuro agujero de la pared seguía allí. McLean lo iluminó y, durante un segundo, le dio un vuelco el corazón. Vio un cuerpo en el centro de la estancia, con los brazos y las piernas extendidos, y los pies y las manos sujetos al suelo de madera con clavos nuevos, relucientes. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, en un grito eterno de agonía, y el abdomen abierto de arriba abajo. Las blancas costillas destellaron a la luz de la linterna. McLean dirigió el haz de luz hacia las paredes y allí estaban las seis hornacinas, con sus preciados órganos de nuevo en frascos de muestras.
Y entonces oyó un gemido apagado. Se volvió y la luz de la linterna iluminó una segunda figura, acurrucada junto a la pared. Tenía los tobillos y las muñecas sujetos con una cadena, cuyo extremo colgaba enrollado de un gancho nuevo y reluciente que alguien había clavado a la pared. Aún llevaba el atuendo de los años veinte, aunque en algún momento había perdido el sombrerito de fieltro. Las lágrimas le habían dejado churretes de rímel en las mejillas y tenía las muñecas despellejadas de tanto intentar liberarse de las cadenas. Pero estaba viva. Chloe estaba viva.
McLean se adentró a toda prisa en la cámara oculta y notó cómo descendía de golpe la temperatura, lo mismo que si acabara de entrar en una nevera. Se enfocó la cara con la linterna, para que Chloe pudiera ver quién era, y luego se agachó junto a ella para quitarle la cinta adhesiva con que la habían amordazado.
—Tranquila, Chloe, soy policía. Te vamos a llevar a casa.
Chloe se apretó las rodillas contra el pecho, sin pronunciar palabra mientras McLean le quitaba las cadenas. De vez en cuando, recorría con la mirada la habitación oscura y el bulto indefinido del centro. ¿Cuánto tiempo llevaba allí encerrada con aquel cuerpo? ¿Qué había podido ver de él antes de que apagaran las luces y la abandonaran allí, a su lado?
—Vamos. Ven.
McLean la ayudó a ponerse en pie y la sacó de la habitación para llevarla hasta donde esperaban los otros dos policías.
—Decía que me iba a rajar. Igual que hizo con ella muchos años atrás. Ella me lo contó. En la oscuridad.
La voz de Chloe, ligeramente temblorosa cuando la muchacha se aferró a él, era una tímida imitación de la de su madre.
—Tranquila, Chloe. Nadie va a hacerte daño. Estás a salvo —dijo McLean, que trataba de pensar en frases reconfortantes. Y entonces asimiló lo que ella acababa de decir—: ¿Quién quería hacerte daño, Chloe?
—El hombre de las cicatrices. La mató a ella. Y quiere matarme a mí.
Y entonces todo empezó a tener sentido. Si es que la locura puede tener sentido.