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Sentado en la semipenumbra del centro de videovigilancia de la cárcel de Saughton, McLean observó en el vídeo la imagen de un hombre corpulento que entraba en la sala de visitas y se sentaba a la solitaria mesa. Vestía de modo informal: cazadora oscura de piel, vaqueros desteñidos y una camiseta con un logo indescifrable. McLean no supo situarlo, pero había algo en él que le resultaba muy familiar.

—Conozco a ese hombre. ¿Cómo se llama?

El funcionario de prisiones que lo había acompañado por las instalaciones consultó una hoja de papel sujeta a una carpeta.

—Firmó en el registro como Callum, J. La dirección es del barrio de Joppa.

—¿Lo ha comprobado alguien?

Una alarma había empezado a sonar en la cabeza de McLean, pero el encogimiento de hombros con que respondió el funcionario dejaba las cosas muy claras. Tomó nota mental del nombre y la dirección, y luego se volvió de nuevo hacia la pantalla en el momento en que McReadie entraba en la sala. La reacción del ladrón al ver al tipo corpulento era cautelosa, pero no de terror, como había imaginado McLean.

—¿Las imágenes no tienen sonido? —le preguntó.

El funcionario negó con la cabeza.

—No, hace unos cuantos años hubo mucho jaleo por el tema de los derechos humanos. Lo que me sorprende es que aún nos dejen encerrar a estos tipos.

McLean asintió, como si quisiera corroborar que le parecía una locura, y luego volvió a contemplar la pantalla. Los dos hombres hablaban durante unos minutos. El lenguaje corporal de McReadie denotaba cada vez más inquietud. Y entonces, de repente, McReadie se quedaba inmóvil, dejaba caer lentamente los brazos a ambos lados del cuerpo y contemplaba a su interlocutor como si estuviera hipnotizado. Al cabo de unos treinta segundos, el hombre corpulento se ponía en pie y se marchaba. Luego aparecía un funcionario que se llevaba a un McReadie muy sumiso. Y así terminaba la cinta.

—Una media hora después de eso, mientras hacíamos la ronda habitual para comprobar las celdas, lo encontramos muerto. Había cortado su camisa en tiras y las había utilizado para ahorcarse.

—Qué raro. No parecía tener tendencias suicidas.

—No. Por eso no estaba incluido en ningún programa de vigilancia especial ni nada.

El funcionario parecía nervioso, como si temiera haberse metido en un lío. Por lo que a McLean respectaba, McReadie le había hecho un enorme favor al mundo, pero habría sido mejor que antes les hubiera revelado el paradero de Chloe Spiers y les hubiera dicho quién era su misterioso jefe. Ahora ya solo quedaba una persona con la que podían hablar.

—Sé lo que le van a hacer, señor Roberts. ¿Y usted?

Había pasado otra hora, otros sesenta minutos de tiempo que iban transcurriendo, hasta que fuera demasiado tarde. Si no lo era ya. McLean estaba de vuelta en comisaría, tratando de sacarle respuestas a un Christopher Roberts claramente aterrorizado.

—Le clavarán los pies y las manos al suelo. La violarán. Luego cogerán un cuchillo y la abrirán en canal. Mientras aún esté viva, le empezarán a arrancar un órgano tras otro. Habrá seis hombres y cada uno se quedará un órgano. ¿Tenía que ser usted uno de esos seis hombres, señor Roberts? ¿Y Fergus McReadie? Lo malo es que se van a perder los dos esa oportunidad de alcanzar la inmortalidad o lo que sea que esperaban conseguir unos hijos de puta como ustedes. Usted está aquí conmigo y Fergus está muerto.

Roberts soltó un breve chillido de alarma al escuchar aquella noticia, pero no dijo nada más.

—Han llegado los resultados forenses. Sabemos que Chloe estuvo en su coche —mintió McLean.

La policía científica y los forenses aún trabajaban muy despacio, a pesar de que hubieran absuelto a Emma. Pasaría algún tiempo antes de que se pudiera convencer a Dagwood para que le pidiera disculpas, sobre todo teniendo en cuenta que sí se había producido una filtración. Y más tiempo aún antes de que alguien se dignara a examinar el BMW de Roberts.

—¿Adónde la llevó usted? ¿Quién le ordenó que la secuestrara? ¿Fue Callum?

Aquellas preguntas provocaron una mínima reacción en Roberts, a quien le empezó a temblar un párpado en un gesto nervioso.

—¿Cómo ha muerto? —preguntó con un hilo de voz temblorosa.

—¿Qué?

—Fergus. ¿Cómo ha muerto?

McLean se apoyó en la mesa y acercó el rostro al de Roberts.

—Hizo tiras con la tela de su camisa y las ató, se enrolló un extremo en torno al cuello, como si fuera una soga, y ató el otro a lo más alto de la litera de su celda. Luego utilizó el peso de su propio cuerpo para ahorcarse.

Alguien llamó suavemente a la puerta y los interrumpió. McLean se apartó de la mesa.

—Adelante —dijo.

El agente MacBride asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—Han llegado los resultados de unas pruebas que creo que le interesarán, señor.

—¿De qué se trata, Stuart?

—Las huellas dactilares que hallamos en el cuello de David Brown, señor. Coinciden casi exactamente con las del tal Callum. Y tiene antecedentes. Parece que formaba parte de una banda de matones callejeros en Trinity, pero se le perdió la pista hará unos diez años. Nadie lo había visto desde entonces.

—Bueno, pues ha vuelto. Gracias, agente.

McLean se volvió hacia Roberts. Había llegado el momento de probar una táctica diferente.

—Mire, señor Roberts. Sabemos que lo hizo bajo coacción. Usted es abogado, no asesino. Podemos protegerlo y, como sabe, ya estamos protegiendo a su mujer. Pero tiene usted que ayudarnos. Si no encontramos pronto a Chloe, será demasiado tarde.

Roberts siguió sentado en su incómoda silla de plástico, contemplando fijamente la pared de enfrente. Se negaba a establecer contacto visual con McLean y había palidecido hasta adquirir un tono cadavérico.

—Llegaron hasta Fergus. Tienen que haberlo hecho. No puedo decir nada, porque lo sabrán y me matarán.

Y Christopher Roberts se negó a decir nada más.

—Envíe una descripción de Callum a todos los puertos y aeropuertos.

McLean estaba en su minúsculo centro de coordinación con el agente MacBride y Bob el Cascarrabias, intentando no dejarse llevar por la frustración que sentía después de haber interrogado a Roberts. También le preocupaba no situar a aquel grandullón. El nombre le sonaba, pero en las imágenes de las cámaras de seguridad de la cárcel no se le veía bien el rostro.

—Y a ver si puede conseguir una foto decente, ¿vale?

Se le ocurrió en ese momento que, supuestamente, él ya no formaba parte de la investigación en curso sobre la desaparición de Chloe. El caso era de Bob el Cascarrabias, pero el viejo sargento parecía más que feliz dejándolo en sus manos. El agente MacBride cogió su radio y empezó a hacer llamadas. Su voz serena llenó el silencio mientras McLean contemplaba las fotografías clavadas a la pared. El cuerpo desaparecido y los órganos preservados. ¿Por qué iba alguien a robarlos? ¿Para qué los querían?

—Mierda, qué imbécil soy —dijo, poniéndose en pie de un salto.

—¿Qué?

Bob el Cascarrabias alzó la vista y el agente MacBride terminó su llamada.

—Es que es tan obvio, joder. Se me tendría que haber ocurrido ya hace días.

—¿El qué?

—Adónde han llevado el cadáver —dijo McLean, mientras señalaba las fotos de las paredes—. Y dónde van a matar a Chloe.