La puerta principal del edificio estaba de nuevo abierta, calzada con una piedra para que no se cerrara. McLean pensó en cerrarla como Dios manda, pero luego cambió de idea. Lo último que le apetecía era que lo despertaran los estudiantes del primer piso al pulsar todos los timbres a las cuatro de la mañana hasta que alguien les abriera la puerta. Hacía demasiado calor para que los vagabundos buscaran un rincón donde pasar la noche y, de todos modos, ni siquiera una docena de pordioseros conseguirían empeorar el hedor de la escalera. McLean arrugó la nariz para evitar el olor a orina de gato y subió hasta la última planta por la escalera de piedra.
Mientras cerraba la puerta y dejaba las llaves sobre la mesa, vio el parpadeo del contestador automático, que anunciaba un único mensaje. Pulsó la tecla y escuchó la voz de su antiguo compañero de piso, que le proponía quedar en el pub. De no haber sido por la luz parpadeante, habría pensado que se trataba de un mensaje antiguo, pues Phil llamaba al menos un par de veces por semana para proponerle lo mismo. Y él solo aceptaba la invitación muy de vez en cuando. Se dirigió al dormitorio, sonriendo, se desnudó y arrojó la ropa al cesto de la colada antes de entrar en el baño. La ducha, larga y fría, eliminó el sudor de la jornada, pero no consiguió llevarse también los recuerdos. Pensó en salir a correr o en dejarse caer por el gimnasio, mientras se secaba y se ponía una camiseta y unos holgados pantalones de algodón. Tal vez le sentara bien una hora de intenso ejercicio, pero no le apetecía verse rodeado de impulsivos ejecutivos. Más bien le apetecía estar con gente relajada, que se estuviera divirtiendo…, aunque él se limitara a observar desde fuera. Puede que no fuera tan mala la idea de Phil. Se puso unos zapatos cómodos, cogió las llaves, cerró de un portazo y se dirigió al pub.
El Newington Arms no era el mejor lugar de Edimburgo para beber, se mirara como se mirara, pero tenía la ventaja de ser el que le quedaba más cerca de casa. McLean empujó las puertas de vaivén y se preparó para recibir una avalancha de barullo y humo. Pero justo entonces recordó que los sabios diputados del Parlamento de Holyrood habían prohibido fumar en los locales públicos. El pub seguía siendo ruidoso, aunque sin duda no tardarían mucho en prohibir también el ruido. Pidió una pinta de Deuchars y buscó algún rostro conocido entre la concurrencia.
—¡Eh, Tony! Estamos aquí.
El grito coincidió con una tregua en el alboroto, al hacer una pausa la máquina de discos para cambiar de canción. McLean buscó la procedencia de aquella voz y descubrió un grupo de personas apiñadas en torno a una mesa que estaba junto a la ventana, con vistas a la calle. Por su aspecto le parecieron estudiantes de posgrado. Y, como si fuera el dueño y señor de todos ellos, el profesor Phillip Jenkins le hacía señas para que se acercara, con una sonrisa radiante que parecía obra de la cerveza.
—¿Qué tal, Phil? Ya veo que esta noche te acompaña tu harén —dijo McLean, sentándose en el trocito de banco que le habían dejado los estudiantes al desplazarse un poco.
—No me puedo quejar —respondió Phil, haciendo una mueca—. Me acaban de renovar por tres años más la subvención que recibe el laboratorio. Y me la han aumentado.
—Felicidades.
McLean alzó su jarra con un gesto burlón y luego se dedicó a beber mientras su amigo le contaba historias sobre la biología molecular y las subvenciones privadas. De ahí la conversación derivó hacia toda clase de temas triviales o, lo que es lo mismo, hacia la cháchara insustancial característica de la gente en el pub. McLean participaba de vez en cuando, pero en general se contentaba con permanecer allí sentado, escuchando. Así podía olvidar, durante un rato al menos, la locura, las mutilaciones, el trabajo… No era como salir con los compañeros de la comisaría al terminar el turno. Esa era una forma diferente de desconectar, que solía provocar un intenso dolor de cabeza al día siguiente.
—Bueno, ¿en qué andas metido últimamente, Tony? No es que te veamos mucho.
McLean miró hacia el otro lado de la mesa, a la joven que había hablado. Estaba bastante seguro de que se llamaba Rachel y también de que estaba haciendo un doctorado en algo que él ni siquiera era capaz de pronunciar. Se parecía un poco a la agente de la policía científica que había visto en el escenario del asesinato de Smythe, pero era unos diez años más joven y lucía una melena intensamente pelirroja que sin duda se debía tanto al tinte como a la naturaleza. En los tiempos actuales, hasta las estudiantes de posgrado parecían increíblemente jóvenes.
—Bueno, bueno, Rae… No debes hacerle preguntas al inspector. A lo mejor se ve obligado a arrestarte, puede que incluso a esposarte.
Phil hizo una mueca y bebió un trago de su jarra. Era una sonrisita perversa que McLean conocía muy bien después de haber compartido piso con él durante tantos años.
—En realidad, no puedo hablar de las investigaciones en curso —respondió McLean—. Y, sinceramente, no creo que quieras saber de qué van, hazme caso.
—Truculentas, ¿verdad?
—No especialmente. Las cosas no son como en «CSI» y todas esas series absurdas que ponen en la tele. Básicamente, son robos y delitos callejeros. Y hay demasiados. De todas maneras, tampoco tengo mucho tiempo para investigar de verdad, es uno de los problemas de ser inspector. Se supone que tengo que coordinar a la gente, organizar cosas, gestionar las horas extraordinarias y equilibrar el presupuesto. Supervisar, vamos. Supongo que, más o menos, lo que hace Phil últimamente.
McLean no sabía muy bien por qué había mentido, aunque solo fuera una mentira a medias. Ahora que era inspector, tenía mucho más papeleo y mucho menos trabajo de campo, y tal vez por eso había ido al pub: para desconectar un poco. Pero, fuera cual fuese el motivo, la pregunta había roto el hechizo. Ya no podía apartar de la mente la mirada vacía de Barnaby Smythe ni olvidar la agonía en el rostro de la muchacha.
—Creo que voy a pedir otra —dijo.
Levantó su jarra y se atragantó un poco al apurar de un solo trago lo que quedaba, pues era más de lo que había imaginado. Nadie, sin embargo, pareció reparar en aquel incómodo momento, que Mc Lean aprovechó para escabullirse hacia la barra.
—Para ser policía, miente usted muy mal, inspector McLean.
McLean se volvió para ver quién había hablado y se dio cuenta de que estaba tan metido entre el gentío que no habría podido retroceder ni queriendo. La mujer tenía aproximadamente la misma estatura que él y el pelo rubio pajizo, cortado a la altura de la nuca. Lo que llamaban una media melena, si no estaba equivocado. Había algo en su rostro que le resultaba familiar, pero era un poco mayor que los estudiantes que alborotaban en la mesa en torno a Phil.
—Lo siento. ¿Nos conocemos?
La mirada de perplejidad que sin duda había aparecido en el rostro de McLean le arrancó una sonrisa a la mujer, por cuyos ojos cruzó un malicioso centelleo.
—Soy Jenny, ¿te acuerdas? Jenny Spiers, la hermana de Rae. Nos conocimos en la fiesta de cumpleaños de Phil.
La fiesta. Se acordó en ese momento. Demasiados estudiantes atiborrándose de vino barato y Phil recibiendo a su corte como un moderno rey Arturo. McLean había llevado una botella de whisky caro, se había tomado una copa de algo que le había dado dentera y se había retirado temprano. Había sido el mismo día en que se había recibido una llamada desde un bloque de Leith. Los vecinos se quejaban de un perro que estaba armando un jaleo tremendo. El pobre animal no tenía la culpa: su dueña había muerto en la cama al menos dos semanas antes y ya no quedaba nada comestible en la anciana. Era perfectamente posible que McLean hubiera conocido a la tal Jenny en la fiesta, pero aquella noche apenas había podido apartar de su mente la imagen de la carne roída y de los huesos mordisqueados pudriéndose en un colchón hundido.
—Sí, claro, Jenny. Disculpa, tenía la cabeza en otro lado.
—Creo que la sigues teniendo. Y no parece un lugar especialmente bonito. ¿Un mal día en el trabajo?
—Más bien sí. —McLean buscó la mirada del camarero y le hizo una seña—. ¿Quieres tomar algo? —le preguntó.
Jenny volvió la mirada hacia el grupito de estudiantes que le reían todas las gracias a su profesor y no pareció tardar mucho en decidir dónde le apetecía más quedarse.
—Sí, un vino blanco, gracias.
Guardaron los dos un silencio incómodo, plagado de ruidos, mientras les servían las copas. McLean trató de observar a aquella inesperada acompañante sin ser demasiado descarado. Era mayor que su hermana, bastante mayor. Alguna que otra cana, que no se había molestado en disimular, salpicaba su melena rubia. Tampoco parecía llevar maquillaje de ninguna clase y vestía con ropa sencilla, tal vez un poco anticuada. A diferencia del grupo con el que había venido, no se había arreglado para una noche de fiesta. No llevaba pinturas de guerra ni adoptaba pose alguna.
—Así que Rachel es tu hermana —dijo McLean, aunque se dio cuenta al momento de lo estúpido que sonaba el comentario.
—Sí, el resbalón de papá y mamá —sonrió Jenny, como si se tratara de una broma privada—. Parece que le ha caído en gracia a tu amigo Phil. He oído decir que compartíais piso.
—Sí, en mi época universitaria. Hace siglos de eso.
McLean bebió un trago de cerveza y observó a Jenny mientras esta bebía un sorbo de vino.
—¿Te voy a tener que obligar a contar la historia?
—Pues… No. Perdona. Es que me has pillado en mal día. Ahora mismo no soy precisamente la mejor compañía.
—Vaya, pues no sé… —dijo Jenny, mientras hacía un gesto en dirección al escandaloso grupo de estudiantes que jaleaban a su profesor para que hiciera aún más payasadas—. Teniendo en cuenta la alternativa, creo que prefiero a alguien introvertido y taciturno.
—Yo no…
McLean se disponía a protestar, pero se vio interrumpido por una insólita vibración en el bolsillo de su pantalón. Sacó el teléfono justo a tiempo de ver una llamada perdida del hospital. Mientras contemplaba el móvil, desconcertado, la pantalla se oscureció y se apagó del todo. Cuando pulsó las teclas, obtuvo unos cuantos destellos y tonos apagados, pero nada más. Luego volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo y se volvió hacia Jenny.
—¿Me podrías dejar tu teléfono un momento? El mío insiste en quedarse sin batería.
—Eso es que alguien piensa cosas negativas de ti. Y eso le chupa la vida a cualquier aparato electrónico en el que confíes —dijo Jenny mientras rebuscaba en su bolso, hasta que encontró un delgadísimo smartphone que le tendió a McLean—. Bueno, eso es lo que diría mi ex, pero está como una cabra. ¿Te llaman del trabajo?
—No, del hospital. Mi abuela.
McLean consiguió encontrar el teclado y marcó de memoria el número. Había llamado ya tantas veces y conocía tan bien a todas las enfermeras que solo tardó un momento en conseguir que le pasaran con la sala indicada. En apenas unos segundos, ya había terminado la llamada.
—Me tengo que ir —dijo McLean, mientras le devolvía el teléfono.
Empezó a dirigirse hacia la puerta y Jenny hizo ademán de imitarlo, pero él la detuvo.
—No pasa nada, mi abuela está bien, pero tengo que ir a verla. Quédate y disfruta de tu vino. Dile a Phil que lo llamaré este fin de semana.
McLean se abrió paso entre la alegre multitud y ni siquiera volvió la vista atrás. A fin de cuentas, se le daba fatal mentir.
La parte posterior de la cabeza del conductor descendía en una serie de michelines, desde la calva hasta los hombros, sin que quedase claro dónde estaba la nuca, lo cual le daba la curiosa apariencia de algo medio derretido. McLean iba sentado en el asiento trasero del taxi, contemplando aquella piel rosada y velluda a través del hueco del reposacabezas, al tiempo que iba rezando para que el taxista no empezara a darle conversación. Las farolas de la calle proyectaban destellos estroboscópicos a medida que el taxi avanzaba a medianoche, a buena velocidad, hacia el hospital. Un repentino chaparrón, empujado por el viento del mar del Norte, había empañado el paisaje. McLean aún notaba el agua en la piel después del breve paseo hasta la parada de taxis. La lluvia le había humedecido el pelo y había hecho que su abrigo desprendiera un olor a perro viejo.
—¿Quiere ir a la entrada principal o a los edificios A y E?
El taxista hablaba con acento inglés, probablemente del sur de Londres. Estaba muy lejos de casa, pues. Su voz alejó a McLean de algo que podría haber sido un sueño. Se esforzó por ver a través del mugriento limpiaparabrisas y descubrió la mole reluciente y húmeda del hospital.
—Aquí está bien.
Le dio al taxista un billete de diez libras y le dijo que se quedara el cambio. El trayecto por la calle hasta llegar al aparcamiento casi vacío le sirvió para despertarse, pero no para aclararse las ideas. Apenas un día antes había estado junto a ella, mirándola. Y ahora ya no estaba. Debería sentirse triste, ¿no? Y entonces… ¿por qué no sentía nada?
En la parte posterior del edificio los pasillos estaban siempre tranquilos, pero a aquellas horas de la noche daba la sensación de que habían evacuado el hospital. McLean se dio cuenta de que caminaba con mucho cuidado, procurando no hacer demasiado ruido, que respiraba despacio y que tenía las orejas bien abiertas, atento al más leve sonido. Si hubiera oído acercarse a alguien, probablemente habría intentado esconderse en algún hueco o cuartito. Casi sintió alivio al llegar al pabellón de comatosos sin que nadie advirtiera su presencia. Sin saber muy bien por qué lo angustiaba tanto la idea de encontrarse con alguien, abrió la puerta y entró.
Una cortina blanca separaba la cama de su abuela de las de los demás pacientes, algo que hasta ese día nunca había visto. Los consabidos pitidos y zumbidos, que mantenían a los otros enfermos con vida, seguían oyéndose, pero aun así se respiraba una atmósfera distinta en la sala. ¿O era solo su imaginación? Cogió aire con fuerza, como si se dispusiera a zambullirse en el océano, y se acercó a la cama tras apartar la cortina.
Las enfermeras habían retirado todos los tubos y cables, y se habían llevado los aparatos, pero habían dejado allí a su abuela. Permanecía inmóvil en la cama, con los ojos cerrados, como si estuviera profundamente dormida, y las manos encima de las sábanas, pulcramente unidas sobre el estómago. Por primera vez en dieciocho meses se parecía un poco a la mujer que él recordaba.
—Lo siento muchísimo.
McLean se volvió y vio a una enfermera junto a la puerta. Era la misma con la que había hablado el día anterior, la que había cuidado de su abuela durante aquellos largos meses. Jeannie se llamaba. Jeannie Robertson.
—No lo sienta —respondió McLean—. Jamás se hubiera recuperado. En serio, esto es lo mejor para ella.
Se volvió hacia la mujer muerta que yacía en el lecho y, por primera vez en dieciocho meses, vio a su abuela.
—Si me lo repito una y otra vez, tal vez me lo acabe creyendo.