59

—Llegas tarde, Tony. No es propio de ti.

—Lo siento, Angus, me ha surgido algo. ¿Habéis empezado sin mí?

McLean entró en la sala de autopsias con muy poco entusiasmo. No era precisamente su lugar favorito, pero últimamente había pasado mucho tiempo allí.

—Pues sí —dijo Cadwallader, que estaba encorvado sobre el cadáver desnudo, examinando una de las manos—. ¿Has hecho radiografías de las manos, Tracy?

—Sí, doctor. Están en el visor.

Cadwallader se dirigió hacia la pared opuesta, donde una hilera de luces iluminaban varias radiografías desde la parte posterior. McLean siguió al patólogo forense, aliviado de no tener que seguir contemplando el cadáver.

—Fíjate en esto —dijo el doctor, mientras señalaba varias sombras claras y oscuras en las radiografías—. Fracturas múltiples en los huesos de los dedos. Para habérselos fracturado de esa manera, lo normal sería que tuviera las manos hechas fosfatina. Como si le hubiera pasado por encima una apisonadora o algo así. Pero no tiene más que unos cuantos cortes. Vale, son cortes bastante feos, pero no graves. Y luego está esto.

Cadwallader retiró el primer juego de radiografías y lo sustituyó por otro.

—Tiene los dos fémures fracturados por varios sitios. La tibia y el peroné también. Y mira —dijo, colocando otras radiografías—. Las costillas hechas polvo. Creo que no hay ni una que no tenga una fractura.

McLean se estremeció al imaginarse el dolor.

—O sea, que participó en una pelea.

—No, no fue una pelea. Eso implicaría cierto grado de justicia. Sufrió un ataque, sí, pero no estaba en situación de defenderse. Osteoporosis avanzada. Tiene los huesos tan frágiles como la porcelana. Se hacen añicos al menor roce. No hizo falta mucho para matarlo. Mi teoría es que una costilla rota le perforó los pulmones y murió ahogado en su propia sangre.

McLean se volvió a contemplar al hombre que yacía muerto sobre la mesa.

—Pero era conductor de tren. ¿Cómo podía realizar su trabajo si tenía los huesos en tan malas condiciones?

—Pues supongo que con mucho cuidado —respondió Cadwallader—. Aunque me temo que no podría haber guardado el secreto durante mucho más tiempo.

El patólogo forense se concentró de nuevo en su sujeto y McLean adoptó de nuevo la posición que menos le gustaba mientras seguía el examen post mórtem. Tracy consiguió tomar unas cuantas huellas parciales de los moretones que tenía el cadáver en el cuello y, a continuación, procedieron juntos a abrirlo.

—Ah, lo que me imaginaba —dijo Cadwallader, tras varios minutos de desagradables ruiditos como de succión—. La cuarta costilla. Ah, y la quinta también. Las dos en el lado derecho, directas al pulmón. Y una en el lado izquierdo, también, la quinta. El corazón no está en muy buen estado que digamos. Tal vez se parara antes de que el pobre hombre tuviera tiempo de ahogarse.

Una vez terminado el examen, mientras Tracy estaba ocupada cosiendo el cadáver de David Brown, McLean siguió a Cadwallader hasta su pequeño despacho.

—Bueno, ¿cuál es tu veredicto, Angus?

—Le dieron una paliza, seguramente alguien muy corpulento. Las huellas dactilares indican unos dedos gruesos. En condiciones normales, un hombre de su edad y peso habría sobrevivido, pero tenía los huesos y el corazón muy débiles, de modo que podría haber muerto en cualquier momento. Y ¿dices que era conductor de tren?

McLean asintió.

—Pues entonces hemos tenido un golpe de suerte.

—No puede decirse lo mismo de él.

—No.

Cadwallader guardó silencio durante unos instantes y luego pareció recordar algo.

—Ah, por cierto, tenías razón.

—¿Ah, sí? ¿En qué?

—En lo de aquel suicida, Andrews. Examiné de nuevo el cadáver y encontré rastros de sangre y piel bajo las uñas. Se las había frotado a conciencia, hasta el punto de levantarse la piel en algunos puntos, pero su padre me contó que siempre había sido muy maniático en lo que se refiere a la higiene personal, lo cual no acaba de concordar con la manera tan desagradable de suicidarse que eligió.

—¿Tienes alguna idea de a quién pueden pertenecer los restos de sangre y piel?

—Apenas había lo suficiente como para un análisis básico, pero estoy prácticamente seguro de que los restos no eran suyos. Si quieres, puedo mandarlos al laboratorio para que hagan una prueba de ADN. Porque imagino que tú ya crees saber de quién son.

McLean asintió, aunque no le gustaba mucho la idea de tener razón.

Caía la noche cuando McLean regresó finalmente a la comisaría. Otro día que había transcurrido en un aluvión de inquietantes sucesos. Otro día que no se hallaba más cerca de encontrar a Chloe Spiers, ni al asesino de Alison. O al misterioso sexto hombre. Por lo menos, McReadie estaba entre rejas y no podía ir a ninguna parte. Al menos era algo.

—Ah, inspector. La comisaria en jefe quiere hablar con usted.

Bill, el sargento de guardia, le abrió la puerta que conducía a la parte posterior de la comisaría.

—¿Ha dicho de qué se trataba?

—No, solo que era urgente.

McLean se apresuró a recorrer los sinuosos pasillos, mientras se preguntaba qué habría ocurrido. Al llegar al despacho de la comisaria, llamó al marco de la puerta con una ligera sensación de desasosiego. McIntyre apartó la mirada de lo que fuera que estaba haciendo en ese momento y le indicó que pasara.

—Acabo de hablar por teléfono con el comisario en jefe Jamieson, del distrito central y oeste de Glasgow, Tony. Parece que su joven protegido, el agente MacBride, le ha enviado unas fotos muy bonitas para que les echara un vistazo y le ha comentado que estaba muy preocupado por averiguar de dónde habían salido.

Glasgow, no Aberdeen. McLean soltó un suspiro de alivio.

—Deduzco entonces que las ha reconocido, ¿no, señora?

—Sí, así es. Correspondían a varios casos denunciados durante los últimos tres años. Tal vez recuerde haber leído algo sobre la última escaramuza de la Guerra de los Helados.

McLean lo recordaba, solo que aquellos tipos duros de Glasgow no se habían matado unos a otros por unos cuantos helados.

—¿Cuántos escenarios del crimen se subieron a internet?

—No me lo ha dicho, pero creo que podemos concluir sin temor a equivocarnos que quien haya colgado esas fotos en internet tuvo acceso a las dependencias de la policía científica de Glasgow durante ese período. Y puesto que, por esa época, nuestra amiga Emma Baird estaba todavía en período de prácticas en Aberdeen, el comisario Duguid se ha visto obligado a ponerla en libertad, con una humillante disculpa.

Mierda. Lo había vuelto a hacer. Entrometerse en el caso de otro investigador y resolvérselo.

—Solo se ha calmado un poco al saber que el verdadero culpable ocupa ahora mismo la celda que acaba de dejar libre la señorita Baird.

—Lo siento, señora. Tenía que investigar a fondo el asunto, se lo debía a Emma.

—¿Porque salió a cenar con ella? —preguntó McIntyre, arqueando una ceja—. No me malinterprete, Tony, creo que es un excelente investigador, pero como siga fastidiando al personal, se va a quedar de inspector durante el resto de su carrera.

No era lo peor que podía pasarle. Él no era de los que pisoteaban a los demás para ascender en el escalafón. Lo único que le interesaba era pillar a los malos.

—Lo tendré en cuenta, señora.

—Eso espero, Tony. Y manténgase alejado de Duguid durante uno o dos días, ¿vale? Está que trina.

McLean cruzó apresuradamente la comisaría para dirigirse a su despacho, con la esperanza de no encontrarse a nadie que pudiera distraerlo. Tenía que anotar las últimas informaciones recibidas antes de que se le escaparan y las perdiera para siempre. Existía una conexión entre Okolo, Andrews, Dent y Brown: cada uno de ellos había presenciado la muerte del anterior. No se atrevía a pensar aún en cómo encajaba eso con lo que había dicho Madame Rose. Tenía que existir una explicación racional, pero lo único que se le ocurría era que alguien había manipulado a esas personas, primero para que mataran y luego para que se quitaran la vida. ¿Era posible algo así? Y, si lo era, ¿quién había matado a Brown y lo había abandonado en el callejón sin salida? Y ¿dónde estaba esa persona? Y ¿quién había ordenado matar a Brown?

Lo esperaba una carta, que descansaba sobre la enésima montaña de papeleo de su mesa. La cogió y se fijó en la dirección escrita a mano, así como en el logotipo y el nombre: «Carstairs Weddell, abogados y notaría». El sobre contenía una única hoja de papel grueso, repleta de una caligrafía de trazos delgados e inseguros, tan apresurada como difícil de descifrar. McLean le dio la vuelta y vio una firma, bajo la cual aparecía impreso el nombre Jonas Carstairs, QC.[3] Se sentó a su mesa y encendió la lámpara para leer mejor.

Mi querido Anthony:

Si estás leyendo esta carta, significa que yo estoy muerto y que mis pecados de juventud me han pasado factura al fin. No puedo justificar lo que hice: fue un crimen execrable por el cual arderé en el infierno, sin duda. Pero sí puedo intentar explicarlo y, tal vez, hacer algo para reparar el daño.

Conocía bien a Barnaby Smythe. Fuimos juntos al colegio y los dos llegamos a la Universidad de Edimburgo en la misma época. Allí fue donde conocí a Buchan Stewart, Bertie Farquhar y Toby Johnson. Más tarde, cuando empezó la guerra, nos alistamos todos juntos y acabamos destinados en el África occidental. Formábamos parte de una unidad de inteligencia y nuestra tarea consistía en impedir que Hitler consiguiera información útil, misión que cumplimos con bastante éxito. Pero la guerra cambia a los hombres y en África vimos cosas que nadie tendría que presenciar jamás.

Estoy buscando excusas, pero en realidad no existe forma de excusar lo que hicimos al volver a casa, en 1945. Aquella pobre niña tardó tanto tiempo en morir… Aún oigo sus gritos de noche. Y ahora se han descubierto sus restos, el pobre Barny ha sido asesinado y Buchan también. La bestia vendrá a buscarme a mí. Noto que se acerca cada vez más. Cuando yo ya no esté, solo quedará uno de nosotros, el que lo empezó todo.

No puedo decir su nombre, porque eso quebrantaría un juramento que compromete algo más que mi honor. Pero lo conoces, Tony. Y él te conoce a ti. Él, el hombre al que todos admirábamos, que nos salvó la vida más de una vez durante la guerra y que luego nos convenció a todos para llevar a cabo aquella locura. Buscará a otros jóvenes estúpidos para realizar de nuevo ese monstruoso ritual. Es la única forma que tiene de protegerse. Temo que, con todo ello, se pierda otra alma inocente. Pero si fracasa, entonces quien está atrapado será libre para deambular y matar impunemente. Vive de la violencia, pues no conoce otra cosa.

Tu abuela me pidió que te entregara una serie de mensajes. Cosas que no quería que supieras mientras ella aún vivía. Cosas que la incomodaban, que le resultaban dolorosas e incluso indignas, aunque de hecho ella jamás tuvo la culpa. Esta carta no es lugar para esas cosas: te las contaré en persona o bien me las llevaré a la tumba. En algún momento me parecieron trascendentes, pero en realidad ahora ya no tienen la menor importancia. Es obvio que no te has convertido en el hombre que tu abuela temía que llegaras a ser, así que tal vez sea mejor dejar las cosas como están.

Hoy he cambiado mi testamento y te he dejado toda mi fortuna personal. Por favor, quiero que entiendas que no es un intento de salvar mi conciencia. Estoy condenado y lo sé. Pero tú puedes deshacer lo que yo, Barny y los otros hicimos, y esto es lo único que puedo llevar a cabo desde la tumba para ayudar.

Con sincero arrepentimiento,

JONAS CARSTAIRS

McLean contempló aquella caligrafía de largos trazos durante muchos minutos. De vez en cuando le daba la vuelta a la hoja, como si esperara encontrar en el reverso la información que necesitaba. Pero Carstairs no le había dicho lo que él necesitaba saber, no había nombrado al líder del grupo. Y ¿qué se suponía que significaba aquel párrafo sobre su abuela? Típico de los abogados, nunca decían nada comprometedor. Todo era demasiado confuso. Y resultaba aún más frustrante que si aquella carta no hubiera existido jamás. Allí no había más que vagas insinuaciones y la amenaza de otro brutal asesinato.

Y, entonces, algo encajó en el cerebro de McLean. Otro asesinato. Reproducir el ritual. Una jovencita a punto de convertirse en mujer. Supo en ese momento por qué habían secuestrado a Chloe Spiers. Era tan obvio que sintió ganas de darse cabezazos contra la pared por no haberlo visto antes. Se abalanzó sobre el teléfono, dispuesto a marcar un número, pero le sonó en la mano.

—McLean —ladró con impaciencia, decidido a acabar con la conversación enseguida.

Se le estaba acabando el tiempo. Necesitaba respuestas y ningún abogado con cara de buitre se iba a interponer en su camino esta vez.

—Aquí el agente MacBride, señor. Acabo de recibir una llamada de Saughton.

—¿Ah, sí? Pues yo estaba a punto de llamar. Tenemos que hablar urgentemente con McReadie, Stuart. Sabe quién ha secuestrado a Chloe Spiers y yo sé lo que le van a hacer.

—Ya. Pues me temo que va a ser difícil, señor.

McLean contuvo el aliento en la garganta.

—¿Por qué?

—McReadie se ha colgado en su celda esta misma tarde. Está muerto.