El examen post mórtem de David Brown estaba programado para esa misma tarde. McLean dedicó el tiempo que faltaba hasta entonces a aligerar un poco la montaña de papeleo que tenía sobre la mesa. Por mucho que le hubieran dicho que se tomara una semana de permiso, los impresos de horas extraordinarias, solicitudes y otros muchos asuntos tan variados como inútiles habían seguido acumulándose sobre su mesa. ¿Qué ocurriría si desapareciera un mes entero? ¿Se le inundaría el despacho de papeles? ¿O alguien se arremangaría finalmente y se pondría manos a la obra?
Unos golpecitos en la puerta lo distrajeron. Al levantar la vista, vio al agente MacBride, que contemplaba aquel caos con unos ojos como platos.
—Pase, agente. Si es que encuentra sitio.
—No se preocupe, señor. Es que he pensado que querría saberlo. Esta tarde formularán los cargos contra Emma Baird.
—¿Qué cargos? —dijo McLean.
Apretó los puños, de vergüenza y de rabia. Con todo el jaleo de David Brown, se le había ido completamente de la cabeza.
—Dagwood va a por todas y quiere que la acusen también de cómplice de asesinato, pero creo que la comisaria en jefe lo ha convencido para dejarlo en perversión de la justicia.
—Mierda. ¿Cree que ha sido ella, Stuart?
—¿Y usted, señor?
—No. Pero si van a formular cargos, es que tienen alguna prueba.
—Usted ha estado en el laboratorio de la policía científica, señor. Ya sabe que comparten ordenadores y contraseñas. La seguridad es de risa.
A McLean se le ocurrió una idea.
—La página esa en la que encontró las fotos… ¿aún existe?
MacBride asintió.
—Está alojada en un servidor extranjero. Podemos tardar meses en cerrarla.
—Y los escenarios del crimen no se especifican, ¿verdad? Solo aparecen las fotos.
—Y las fechas, señor. Pero no hay ninguna descripción de los lugares. Solo frases tipo «torso triturado» o «garganta rajada».
—Qué bonito. ¿Hemos tratado de identificar los otros escenarios del crimen que aparecen en las imágenes que ha colgado esa «MB», o ese «MB», o lo que sea?
—Me parece que no lo ha intentado nadie, señor. Hubo bastante con las fotos de los casos Smythe y Stewart, pues Emma fue en ambos casos la fotógrafa de la policía científica.
—Pero todo el mundo ha tenido acceso a su ordenador. Y nosotros mismos decoramos los centros de coordinación con esas fotos, como si fueran adornos navideños. Hágame un favor, Stuart. Emma estaba en la policía de Aberdeen antes de venir aquí. Consiga copias de las fotos más antiguas y envíelas a Queen Street. A ver si alguien las reconoce y resulta que proceden de esa zona. Y averigüe también quién más ha entrado recientemente en nuestro equipo de la policía científica. Haga lo mismo en sus antiguos destinos.
—Ya estoy en ello, señor —dijo MacBride.
Con una mirada rebosante de entusiasmo, el agente se marchó para completar su tarea. McLean deseó poseer ese mismo entusiasmo, o una parte al menos, pues apenas había aligerado su montaña de papeleo. Se dispuso a coger la siguiente carpeta repleta de números sin sentido y, sin querer, tiró toda la pila al suelo.
—¡Mierda!
Se levantó de su silla y se agachó para recoger los papeles, entre los cuales habían caído también las carpetas de varios casos. Una de esas carpetas se había abierto y McLean vio el rostro exánime de Jonathan Okolo, que lo observaba fijamente con una mirada acusadora. Recogió la fotografía y, cuando se disponía a guardarla de nuevo en su carpeta, se fijó en que, justo al lado, se encontraba la carpeta correspondiente al suicidio de Peter Andrews. La abrió y contempló otro rostro exánime. La misma mirada reprobatoria, como si lo estuvieran criticando por no implicarse lo bastante. Pero… ¿qué tenían en común aquellos dos hombres, aparte de estar muertos?
—Bueno, los dos se cortaron el cuello en un lugar público.
McLean apenas reconoció su propia voz. Era una idea absurda, pero relativamente fácil de verificar. Y mucho más interesante que sumergirse en el informe mensual de estadísticas delictivas. Cogió ambas fotografías, se las guardó en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió a la puerta.
El Feasting Fox estaba tranquilo a aquellas horas; los únicos clientes eran unos pocos bebedores de mediodía que habían hecho un alto para remojar el gaznate antes de volver al frente de sus tiendas. En la atmósfera flotaba un tufillo a aceite de freidora, intenso pero no lo bastante como para eliminar el fuerte aroma a café, procedente de una cafetera infrautilizada que estaba tras la barra. Menos de la mitad de las mesas estaban ocupadas, y el camarero, que en ese momento se limpiaba las gafas con la mirada perdida en algún punto lejano, parecía de lo más aburrido.
—Una pinta de Deuchars —pidió McLean al ver el tirador.
—La Deuchars se ha acabado.
El camarero giró el cartelito del tirador, de manera que mirara hacia los clientes.
—Bueno, pues nada.
McLean se metió la mano en el bolsillo y sacó las dos fotografías. Dejó la primera, la de Peter Andrews, sobre la barra.
—¿Ha visto por aquí a este hombre?
—¿Quién quiere saberlo?
McLean suspiró y buscó su placa.
—Yo. Y estoy investigando un asesinato, así que lo mejor que puede hacer es colaborar.
El hombre observó la fotografía durante dos segundos, como mucho.
—Sí —dijo a continuación—. Viene a tomar algo casi todas las noches. Trabaja por aquí cerca, creo. Ahora que lo pienso, hace días que no lo veo.
—¿Lo vio alguna vez hablando con este otro hombre?
McLean dejó sobre la barra la fotografía de Jonathan Okolo y el camarero abrió mucho los ojos.
—Ese es el hombre que…, ya sabe…
—Sí, ya sé —dijo McLean—. Pero… ¿lo vio usted alguna vez hablar con este otro hombre, Peter Andrews?
—Creo que no. Tampoco lo había visto nunca hasta la noche en que estuvo aquí.
—¿Y qué vio exactamente esa noche?
—Bueno, como ya he contado a los otros agentes, yo estaba aquí, en la barra. Ese día el bar estaba a tope, ya sabe, por el Fringe y todo eso. Pero enseguida vi entrar a ese tipo, ¿vale?, porque iba hecho un asco y actuaba de forma rara. Antes de que pudiera pararlo se fue directo al servicio de caballeros. Me fui tras él, porque aquí no queremos gente de esa clase. Pero me lo encontré desangrándose en el suelo. Joder, la que lio.
—¿Había alguien más en los lavabos cuando se suicidó?
—No lo sé. Creo que no —dijo el camarero, mientras se rascaba la barba—. No, un momento, le estoy diciendo una mentira. Salió alguien justo antes de que entrara yo. Y podría haber sido este tipo, ahora que me ha enseñado usted la foto —añadió, señalando a Peter Andrews.
—Supongo que no tiene usted cámaras de seguridad.
—¿En los retretes? Qué va, sería asqueroso.
—¿Y en el resto del bar?
—Sí, tenemos un par de cámaras, una en la puerta delantera y otra en la puerta de atrás.
—¿Durante cuánto tiempo guarda las imágenes?
—Una semana, diez días… Depende.
—O sea, que aún tiene la cinta de la noche en que estos dos estuvieron aquí —dijo McLean, señalando las fotografías.
—No, lo siento. Se la llevaron ustedes. Y aún no me la han devuelto.
—Retrocede un poco. Eso es. Ahí.
La calidad de las imágenes era aún peor que la de las cámaras de Princess Street. Un fotograma cada dos segundos, lo cual hacía que las personas saltaran y desaparecieran como magos chiflados. El grano de las imágenes y la escasa iluminación tampoco ayudaban mucho, pero al menos la cámara que vigilaba la puerta trasera del pub también cubría la entrada al servicio de caballeros.
No le había resultado fácil conseguir que Duguid le entregara la cinta. McLean sabía que no podía esperar mucha colaboración de un hombre como él, que al fin y al cabo no dejaba de ser un gilipollas. Por una vez, sin embargo, le habría gustado que el comisario no le pusiera tantas trabas. Pero ya tenía la cinta y, en los tenebrosos confines de la sala de visionado, también conocida como «sala de interrogatorios número 4», con las persianas bajadas, podían ver el Feasting Fox de hacía casi dos semanas abarrotado de clientes.
—A Sanidad le encantaría ver este vídeo —dijo MacBride.
En las imágenes se veía a un montón de clientes amontonados en el estrecho pasillo que pasaba ante el lavabo de caballeros, en dirección a la puerta de atrás. Las imágenes de la otra cámara permitían entender el motivo: la sala principal del bar parecía una lata de sardinas, en la que solo se podía estar de pie. Entonces se abría la puerta y entraba Jonathan Okolo.
Iba hecho un asco, cosa que se apreciaba en las imágenes a pesar de que la calidad era muy mala. Mientras se abría paso gracias a una serie de saltitos por la zona principal, la clientela del bar se iba apartando, como si fuera el mar Rojo ante Moisés. McLean había leído las declaraciones que los testigos habían hecho en su día y se preguntó cómo era posible que nadie recordara haber visto a aquel hombre. Era obvio que apestaba si todo el mundo se apartaba así de él, pero también era cierto que todos habían ido al pub para beber como si el gobierno estuviera a punto de prohibir el alcohol. Y, además, ¿quién quería hablar con la poli, con los tiempos que corrían?
Pocos segundos después de haber desaparecido de la primera cámara, Okolo reaparecía en la segunda. Los clientes que estaban en el pasillo se alejaban de él cuando entraba en el lavabo. Una pausa de varios segundos y luego volvía a abrirse la puerta.
—Páralo ahí —dijo McLean.
MacBride pulsó el botón de pausa. La cámara grababa desde un ángulo extraño, mirando hacia abajo, desde el techo. Y el objetivo de ojo de pez distorsionaba las imágenes. Pero, por algún motivo, el hombre que salía del lavabo de caballeros miraba hacia arriba al pasar, como si supiera que en aquel momento era el centro de atención.
Y se trataba, sin lugar a dudas, de Peter Andrews.