57

La sala de interrogatorios número 4 era un espacio pequeño y oscuro. La única ventana, diminuta y situada a bastante altura, quedaba oscurecida por la adición posterior de un conducto de gas en la parte exterior del edificio. El aparato de aire acondicionado borboteaba y daba golpes secos, pero no parecía refrescar en absoluto el aire que escupía a la sala. Por suerte, aún no hacía mucho calor, pues faltaban unas cuantas horas para que el sol llegara a lo más alto.

Christopher Roberts tenía aspecto de no haber pegado ojo desde que McLean lo había visto en el despacho de McAllister, el día anterior. Llevaba el mismo traje y tenía las mejillas cubiertas por la oscura sombra de una barba incipiente. Lo había recogido un coche patrulla en el Bridge Motel de Queensferry, que era un alojamiento cuando menos curioso para alguien que vivía en Cramond. El número de matrícula de su reluciente BMW rojo coincidía con el número parcial que el agente MacBride había conseguido obtener a partir de las imágenes de las cámaras de seguridad en las que aparecía el coche que había recogido a Chloe Spiers. Tal vez se tratara de una coincidencia, pues había muchos BMW con el mismo año de matriculación y las mismas dos letras iniciales. Pero McLean se había topado últimamente con tantas coincidencias que ya no se creía nada.

—¿Por qué no volvió usted a casa anoche, señor Roberts? —preguntó McLean, tras cumplir con las formalidades del interrogatorio.

Roberts no respondió, sino que se limitó a contemplarse los dedos y toquetearse las uñas.

—Muy bien —dijo McLean—. Empecemos por algo más sencillo. ¿Para quién trabaja usted?

—Trabajo para Carstairs Weddell, el bufete de abogados. Soy socio del departamento de Contratación Inmobiliaria.

—Todo eso ya lo sé. Dígame qué hacía usted ayer en el despacho de Tommy McAllister. Estaba usted acordando la venta de la mansión de Sighthill. ¿Quién es el comprador?

Roberts se puso pálido y la frente se le perló de gotitas de sudor.

—No puedo decirlo. La identidad del cliente es confidencial.

McLean hizo una mueca. Aquello no iba a resultar nada fácil.

—Bien, entonces le haré otra pregunta. ¿Adónde llevó anteayer usted a Chloe Spiers después de recogerla en Princess Street a las once y media de la noche?

—Yo… No sé de qué está usted hablando.

—Señor Roberts, tenemos imágenes grabadas por las cámaras de seguridad en las que aparece Chloe Spiers subiendo a su coche. Ahora mismo, nuestros expertos de la policía científica lo están desmontando pieza a pieza. Es cuestión de tiempo que encuentren pruebas de que, efectivamente, Chloe estuvo en su coche. ¿Adónde la llevó usted?

Lo que acababa de decir McLean era mentira. El coche estaba en el garaje de la policía, sí, pero nadie sabía cuánto tiempo se podía tardar en convencer a los expertos de la policía científica para que se pusieran manos a la obra.

—No puedo decirlo.

—Pero la llevó usted a algún sitio.

—Por favor, no me obligue a contárselo. Me matarán si le digo algo. Matarán a mi esposa.

McLean se volvió hacia Bob el Cascarrabias, que estaba tras él, apoyado en la pared.

—Envíe un coche patrulla a casa del señor Roberts y que pongan a su esposa bajo custodia.

El sargento asintió y abandonó la sala. McLean se concentró de nuevo en Roberts.

—Si alguien lo ha estado amenazando, señor Roberts, lo mejor que puede hacer es decirnos de quién se trata. Podemos protegerlo a usted y a su esposa. Pero si usted guarda silencio y Chloe Spiers sufre algún daño, me aseguraré de que pase usted una temporada larga en la cárcel.

McLean dejó aquella frase flotando en el aire y guardó silencio durante los largos minutos que transcurrieron hasta que regresó Bob el Cascarrabias. Roberts no dijo ni una sola palabra.

—Dígame cómo convenció a Chloe para que subiera al coche —dijo McLean al cabo de un rato—. Es una chica lista, por lo que sé. No subiría al coche de un desconocido así, por las buenas.

Roberts mantuvo la boca cerrada, pero tenía una mirada de pánico en los ojos.

—No fue un encuentro al azar, usted la estaba buscando, ¿verdad?

—Yo… yo no tendría que haberlo hecho. Pero me obligaron. Dijeron que le harían daño a Irene.

—¿Y quién tendría que haberlo hecho, señor Roberts? ¿Tendría que haber sido Fergie? ¿Lo obligaron a usted a hacerse pasar por él?

Roberts no dijo nada, pero asintió de modo casi imperceptible, como si ni siquiera fuera consciente de ello.

—Bueno, ¿y quién es Fergie? ¿Y por qué no podía hacerlo él mismo?

Roberts apretó aún más los labios mientras se retorcía las manos sobre el regazo, como un hombre que tiene remordimientos de conciencia. El miedo era como una especie de fiebre en él. A saber qué habrían utilizado para aterrorizarlo de aquella forma. McLean sabía que era inútil: no diría ni una palabra, por lo menos hasta que supiera que su esposa estaba a salvo. Tal vez ni siquiera entonces. Pero McLean creía saber por qué Fergie no había podido acudir a su cita con Chloe Spiers. Ahora solo tenía que demostrarlo.

La prisión de Su Majestad la Reina en Saughton no era un lugar que apeteciera visitar a menudo. McLean lo detestaba y no solo por todos los internos a los que había metido entre aquellos muros sin vida. Había algo en aquella cárcel que le arrebataba a uno la alegría y las ganas de vivir. Había visitado otras muchas cárceles a lo largo de su carrera y todas, hasta cierto punto, tenían ese algo. Pero Saughton era la peor con diferencia.

McLean y Bob entraron en una sala pequeña, provista de una sola ventana y sin aire acondicionado. A pesar de que aún era temprano, el calor de la mañana era lo bastante intenso para que la sala resultara incómoda. El abogado de McReadie ya estaba allí, esperando. Su rostro cadavérico, nariz ganchuda y larga cabellera plateada le daban el aire de un buitre, que era, sin duda, el motivo principal de que hubiera elegido aquella profesión.

—Supongo que entiende usted que esto constituye acoso policial a mi cliente, inspector.

Ni apretón de manos, ni saludo con la cabeza, ni siquiera un triste «hola».

—Su cliente es sospechoso de haber secuestrado a una menor. Si esto acaba convirtiéndose en una investigación por homicidio, entonces ya se enterará de lo que es el acoso policial.

McLean contempló fijamente al abogado, pero este siguió sentado en silencio, con gesto impasible. Bob el Cascarrabias acechaba desde un rincón de la sala, apoyado en la pared. Al cabo de unos minutos llegó un guardia que empujaba a Fergus McReadie. Le hizo sentarse en una silla de un empellón y luego señaló la puerta con el pulgar, como si con ello quisiera decir que estaría fuera por si lo necesitaban. Por último, abandonó la sala. La puerta se cerró con un chasquido y se quedaron los cuatro solos.

McReadie parecía cansado, como si no hubiera dormido bien desde que había ingresado en prisión. La cárcel era lo menos parecido a su guarida habitual, el loft del ático, con una estrella de cine por vecina. Se inclinó hacia su abogado, que le susurró algo al oído, y luego se incorporó de nuevo, mientras sacudía la cabeza y fruncía el ceño.

—Te sienta bien la cárcel, Fergus —dijo McLean, al tiempo que se recostaba en su silla.

—Pues es una lástima, porque no tengo pensado quedarme mucho tiempo.

McReadie parecía incómodo. Estaba esposado y el uniforme de la cárcel no le sentaba precisamente bien a alguien como él, acostumbrado a la ropa de los mejores diseñadores.

—Supongo que crees que lo tienes fácil, Fergus. Delito de guante blanco, un poco de pirateo informático, un poco de allanamiento… Tienes un historial bastante limpio, así que el juez no será muy duro, por mucho que yo le pida al comisario que hable con él. Quién sabe, entre tú y un buen abogado a lo mejor podéis conseguir una pena de cinco años. Que se quedarán en dieciocho meses por buena conducta. En una cárcel de régimen abierto, puesto que no eres un hombre violento. No es mucho, la verdad, por haber robado a los muertos.

McReadie no dijo nada, se limitó a observar a McLean con gesto insolente. El inspector sonrió y se inclinó hacia él.

—Pero si sale a la luz que te has estado camelando a una niña de quince años para tener relaciones sexuales con ella… Bueno, los internos son gente un poco rara, ¿sabes? Tienen un código moral un tanto retorcido. Y les gusta que el castigo sea acorde con la gravedad del delito, no sé si me explico.

El silencio se impuso en la sala, pero McLean se dio cuenta de que sus palabras habían calado hondo. La mirada insolente desapareció de golpe y fue sustituida por una expresión angustiada. McReadie lanzó una mirada rápida a la puerta, luego miró a su abogado y por último de nuevo a McLean, que se recostó en su silla y dejó que se impusiera el silencio.

—No tiene nada contra mí. Todo eso es mentira —dijo McReadie, rompiendo el silencio al cabo de unos instantes.

—Señor McReadie, le aconsejo que no diga nada más —intervino el abogado.

McReadie lo observó fijamente, con el ceño fruncido en un gesto de rabia. McLean percibió la hostilidad y decidió aprovecharla.

—Tenemos tus correos electrónicos y los de Chloe. Sí, yo diría que tenemos muchas cosas en tu contra. ¿Crees que fue inteligente usar tu propio nombre?

—No… no fue exactamente así.

—¿Ah, no? ¿Y entonces cómo? ¿Fue amor?

—No se lo puedo decir. Me matará.

—Señor McReadie, como abogado suyo debo insistir en que…

—¿Quién te matará?

McReadie no respondió, y McLean advirtió el terror en su mirada. No le iba a resultar fácil vencerlo. En el caso de Roberts, era comprensible. Pero McReadie era un tipo duro. ¿Qué le habían hecho para dejarlo en aquellas condiciones?

—Hemos detenido a Christopher Roberts, Fergus. Nos ha contado muchas cosas sobre ti. Cómo te camelaste a la joven Chloe Spiers. ¿Qué te atrajo de ella? Es casi mayor de edad. Yo pensaba que a los tíos como tú les gustaban un poco más jovencitas.

—¿Qué quiere decir con a los tíos como yo? Yo no soy ningún pederasta —dijo con una mirada iracunda.

McLean había tocado una fibra sensible.

—O sea, que solo te gusta chatear con adolescentes en internet, ¿es eso?

—Yo no la elegí. Me dieron su nombre y me limité a cumplir mi trabajo.

—¿Quién te dio su nombre? ¿Qué trabajo?

McReadie no dijo nada, pero McLean se dio cuenta de que algo lo asustaba, de que le preocupaba quizá haber dicho demasiado. Decidió cambiar de táctica.

—¿Por qué intentaste tenderme una trampa, Fergus? ¿Era solo una absurda venganza por haberte detenido?

McReadie se echó a reír, con un resoplido nervioso.

—¿Y desperdiciar todo ese dinero? Está usted de broma, ¿no? Si me pilló usted fue porque cometí un estúpido error. Y no lo odio por ello.

—Ya, todo formaba parte del juego, ¿no? Y entonces ¿por qué lo hiciste? ¿Me estás diciendo que alguien te obligó? ¿También te dieron las drogas?

El rostro de McReadie era un poema, en el que luchaban sentimientos contradictorios. Estaba asustado, era cierto. Alguien le había metido el miedo en el cuerpo. Pero también era un oportunista que buscaba desesperadamente la manera de salir de aquel agujero.

—¿Y qué obtengo yo de todo esto? Sáqueme de este agujero de mierda. Métame en un programa de protección de testigos y a lo mejor se lo cuento.

—Tengo que hablar un momento en privado con mi cliente —intervino el abogado.

En su rostro de buitre apareció el gesto de quien ha estado chupando un limón, y fue abriendo más y más los ojos, a medida que McReadie se incriminaba a sí mismo.

McLean asintió.

—Probablemente no sea mala idea. Intente hacerle entrar en razón. Si la chica resulta herida, no hay trato.

Se puso en pie. Bob el Cascarrabias llamó para que abrieran la puerta. Una vez fuera, en el pasillo, se les acercó otro guardia de la prisión.

—¿Inspector McLean?

—Sí.

—Tiene una llamada, señor.

McLean lo siguió por el pasillo hasta un despacho sobre cuya mesa descansaba el auricular descolgado de un teléfono. El inspector lo cogió.

—McLean —dijo.

—Soy MacBride, señor. Creo que será mejor que venga usted. Han encontrado un cadáver. Justo en la esquina de la casa de su abuela.

McLean recordaba haber jugado de pequeño en aquel oscuro callejón sin salida. Por aquel entonces era un lugar frecuentado por peatones, pues hacia el final la calle se convertía en un frondoso sendero que descendía hacia el río por una escarpada y estrecha cañada. Sin la iluminación adecuada, había ido cayendo en desuso en los últimos años y la vegetación estaba ahora tan crecida que resultaba casi imposible pasar. Las latas de coca-cola abandonadas, las bolsas de patatas fritas y los condones usados daban a entender para qué se utilizaba aquel camino en la actualidad.

Los coches patrulla bloqueaban la calle, cosa que los obligó a aparcar a cierta distancia. McLean y Bob el Cascarrabias recorrieron a pie la irregular acera, bajo la sombra de inmensos sicómoros adultos, en dirección a los agentes uniformados que se encontraban al final del callejón.

—Por aquí, señor.

El agente MacBride les indicó por señas la densa maleza, junto a la cual permanecían arrodilladas un par de figuras vestidas con monos blancos.

—¿Quién lo ha encontrado? —preguntó McLean.

—Una anciana que estaba paseando el perro, señor. El animal no quería salir cuando lo ha llamado, así que se ha acercado para ver qué le parecía tan interesante.

—¿Dónde está?

—Se la han llevado al hospital. En estado de shock.

Al oír la voz del agente, la figura vestida de blanco que en ese momento les daba la espalda se puso en pie y se volvió.

—Siempre me proporcionas los cadáveres más interesantes, Tony —dijo Angus Cadwallader—. A este parece que le han dado unos cuantos puñetazos. He visto moretones similares en hombres que participan en combates de boxeo sin guantes. Pero las heridas no parecen lo bastante graves como para haberle causado la muerte.

McLean dio un paso al frente para observar el cuerpo. Se trataba de un hombre bajo y robusto, aunque tal vez el abotargamiento propio de la muerte hubiera sido la causa de que la camisa azul celeste le apretara el estómago un poco más que en vida. El hombre yacía despatarrado sobre la tierra, con los brazos desplegados como si se hubiera tendido de espaldas para echar una siestecita. Tenía la cabeza ligeramente ladeada, el rostro lleno de moretones y la nariz rota. La ropa que llevaba estaba sucia y hecha jirones. En su chaqueta azul oscuro se veía la insignia rojo pálido de Virgin Rail.

—¿Sabemos quién es?

El agente MacBride le entregó una delgada cartera de piel.

—Llevaba esto, señor. Coincide con la foto que aparece en el carné de conducir.

—David Brown, South Queensferry. ¿Por qué me suena ese nombre?

Bob el Cascarrabias se acercó, se arrodilló y observó el cadáver.

—Conozco a este hombre —dijo en voz baja—. Lo interrogué hace apenas unos días. Es el conductor del tren que golpeó a Sally Dent. ¿Qué diantre está haciendo aquí?