McLean llegó lo bastante tarde como para no poder hacer nada excepto estorbar. Duguid había ido allí sin duda con la esperanza de demostrar a sus superiores de la jefatura del cuerpo que era un tipo muy concienzudo en su trabajo. Probablemente, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que todos aquellos agentes resultarían mucho más útiles en la búsqueda de Chloe Spiers.
La entrada al laboratorio de la policía científica estaba bloqueada por agentes uniformados y, justo en el momento en que McLean se acercaba, Duguid se abrió paso entre ellos y se dirigió de nuevo hacia el aparcamiento, seguido de cerca por un par de sargentos que flanqueaban a la esposada Emma Baird. La joven parecía aterrorizada y desviaba la mirada de un lado a otro, como si buscara un rostro amigo.
—¿Qué diantre haces aquí, McLean?
Duguid vio a McLean antes que McLean a él.
—Intento evitar que cometa usted un grave error, señor. Ella no es la persona que está buscando.
—Tony, ¿qué está pasando? —preguntó Emma.
Duguid se volvió al oír su voz y dio instrucciones a los dos sargentos.
—Llevadla de vuelta a comisaría. Y que se le formulen los cargos lo antes posible.
—¿Está usted seguro de que es buena idea, comisario? —dijo McLean, haciendo hincapié en el término «comisario».
—Ah, el gentil caballero, que acude a salvar a su novia. No me digas cómo tengo que dirigir mi investigación, McLean.
—Es de los nuestros, señor. Y la está usted tratando como si fuera una vulgar adicta al crack.
Duguid se encaró con McLean.
—Es cómplice en el asesinato de Jonas Carstairs. Sabe quién lo mató, estoy seguro de ello, y me propongo sacarle esa información antes de que muera alguien más.
Mierda. Los resultados de los análisis de sangre no habían llegado. Y, una vez más, Duguid estaba errando el tiro.
—No es cómplice de nada, señor. Y, para que lo sepa, Sally Dent mató a Jonas Carstairs.
—¿Qué chorradas estás diciendo, McLean? Fuiste tú el primero en señalarla. Ahora no intentes escabullirte.
—¿Es eso cierto? —preguntó Emma, mirándolo fijamente.
Su expresión seguía siendo de perplejidad, pero estaba solo a un paso de la rabia.
—¿Qué hace está mujer todavía aquí? —preguntó Duguid.
Antes de que McLean tuviera tiempo de decir nada, los dos sargentos ya se la habían llevado hacia el coche patrulla que los estaba esperando.
—Tendría que haberme dejado solucionar esto, señor —dijo McLean con los dientes apretados.
Mientras seguían allí, en el aparcamiento, varios técnicos salieron del edificio de la policía científica cargados con ordenadores que metieron en una furgoneta.
—Ya, para que tuvieras tiempo de advertir a tu amante y ella pudiera ocultar cualquier pista, ¿no? Ni hablar de eso, McLean.
—No es mi «amante». Es mi amiga. Y, si me lo hubiera permitido usted, podría haber aprovechado esa circunstancia para descubrir qué estaba ocurriendo, sin necesidad de llegar a esto.
McLean señaló a todos los policías uniformados y agentes de la policía científica allí congregados, los últimos con cara de desconcierto.
—Ahora mismo acaba usted de cerrar todo el departamento de la policía científica y, además, se ha cargado toda posible colaboración por parte del personal que nos hace casi todo el trabajo de investigación en los escenarios de los crímenes. Excelente actuación policial, sí señor. Muy bien hecho.
Se marchó hecho una furia y dejó allí a Duguid, boquiabierto. Fue entonces cuando vio de nuevo a Emma, que lo había oído todo y lo estaba observando fijamente a través de la ventanilla abierta del coche patrulla. Cruzaron una mirada tan breve que McLean no pudo leer su expresión. Un instante después, ella volvió la cabeza deliberadamente.
Lo único que deseaba McLean era irse a casa a dormir y, si eso no podía ser, perderse en una botella de whisky. Todo se había ido a la mierda: él tenía la cabeza llena de demonios, Chloe Spiers llevaba desaparecida casi veinticuatro horas, y ni siquiera recordaba la última vez que había visto su cama. El arresto de Emma había sido la guinda del pastel, la metedura de pata más espectacular de Duguid hasta el momento. No conseguía pensar con claridad, pero había algo que necesitaba saber. Así pues, en lugar de parar un taxi para que lo llevara a casa, buscó un coche patrulla que lo acompañara de vuelta a comisaría. A pesar de que era tarde, la actividad era frenética en el sótano, donde varios técnicos habían conectado los diez o doce ordenadores requisados en el laboratorio fotográfico de la policía científica. En ese momento estaban procediendo a desmontarlos y analizarlos. Cuando McLean entró en la sala, Mike Simpson le lanzó una mirada entre una maraña de cables y frunció el ceño.
—¿Qué quiere?
Su tono era airado, acusador. McLean levantó ambas manos en un gesto de rendición.
—Eh, pare el carro, Mike. ¿Qué he hecho yo para que me trate así?
—¿Qué le parece delatar a Em? ¿O endilgarnos toda esta mierda?
Mike se volvió a contemplar a los otros técnicos informáticos, todos los cuales observaban monitores parpadeantes con los ojos enrojecidos, o hacían cosas extrañas con pinzas de contacto en las entrañas de los ordenadores.
—Yo no he delatado a Emma. Más bien intentaba protegerla.
—Eso no es lo que dice Dagwood.
—¿Y usted lo cree a él antes que a mí? Pensaba que era más listo.
Mike suavizó un poco la expresión.
—Puede. Pero usted sospechaba de ella.
—Soy investigador, Mike. Ese es mi trabajo. Alguien que tiene acceso a las fotos de todos los escenarios del crimen, que utiliza las iniciales «MB»… Por supuesto que tenía que investigarlo. Pero pensaba que era mucho más fácil preguntárselo en persona, con discreción. Lo cual nos hubiera ahorrado todo esto, sin duda.
Mike se encogió de hombros.
—Pero eso no quita que aún tengamos que analizar toda esta mierda.
—Bueno, eso es culpa mía, lo siento. Lo invitaré a una cerveza para compensarlo.
La oferta pareció animar considerablemente a Mike, pues lo más probable era que, hasta ese día, nadie le hubiera demostrado tanta generosidad.
—Le tomo la palabra, señor. Y ahora, si no le importa, tengo que desmontar y analizar esto antes de medianoche. Intentamos que la policía científica esté de nuevo en funcionamiento mañana por la mañana.
—Es que hay un tema que…
El técnico dejó caer los hombros con una teatralidad de aficionado.
—¿Qué?
—Fergus McReadie. ¿Aún tenéis su PC?
—Es un Power Mac, pero sí, aún lo tenemos. ¿Por qué?
—Sabemos lo de Penstemmin Security, pero… ¿qué otras entradas tiene? ¿Para qué otras empresas de seguridad había trabajado?
—¿Hasta cuándo quiere usted remontarse? —dijo el técnico, que parecía cansado y agobiado—. Porque lleva más de una década en el sector de la seguridad.
—No lo sé. Puede que el último año. ¿Para quién estaba trabajando cuando lo detuvimos? ¿Qué hay de sus correos electrónicos?
Mike se levantó de su silla y se dirigió a otro ordenador medio escondido en la otra punta de la sala. McLean lo siguió y observó al técnico mientras este iba pasando pantallas de datos. Finalmente, apareció una lista, ordenada alfabéticamente.
—Aquí está, señor. Correos electrónicos enviados y recibidos la semana antes de que trincáramos el ordenador del señor McReadie. Según parece, tenía unos cuantos clientes.
Sin embargo, solo uno de esos clientes le llamó la atención a McLean: como mínimo, dos docenas de mensajes intercambiados entre Fergus McReadie y un tal Christopher Roberts, de Carstairs Weddell Solicitors.