Cadwallader había prometido practicarle un examen preliminar al cuerpo en cuanto llegara al depósito de cadáveres. Eso, sumado a la advertencia de que Duguid estaba de camino hacia el escenario del crimen, significaba que a McLean no le quedaba más remedio que marcharse. Dejó conducir de nuevo al agente MacBride y se dedicó a contemplar la ciudad mientras se abrían camino entre el tráfico, de vuelta a la comisaría.
—¿Cree en fantasmas, agente? —preguntó, mientras estaban parados en un semáforo.
—¿Como la tía buena esa de la tele? ¿La que va por ahí con una cámara muy rara que lo vuelve todo verde? No. La verdad es que no. Pero mi tío jura que una vez vio un fantasma.
—¿Y qué me dice de los demonios? ¿El diablo?
—Qué va. Eso es una invención de los curas para que nos portemos bien. ¿Por qué? ¿Cree que puede haber algo de eso, señor?
—Joder, no. La vida ya es bastante complicada cuando tenemos que vérnoslas con delincuentes normales. No quiero ni pensar en lo que supondría tener que arrestar a las huestes infernales. Pero Bertie Farquhar y sus amigos creían en algo lo bastante como para matar a aquella chica. ¿Qué hace a un hombre estar tan convencido? Y… ¿por qué hacer una cosa así? ¿Qué podían ganar con ello?
—¿Riquezas? ¿Inmortalidad? ¿No es eso lo que quiere normalmente la gente?
—Pues entonces, a ellos no les salió muy bien la jugada.
Aunque en realidad sí, hasta cierto punto. Todos habían triunfado en la vida y habían sido fabulosamente ricos…, y ninguno de ellos había muerto debido a causas naturales. ¿Qué había dicho Angus sobre Smythe? ¿Que sus pulmones habrían dejado en ridículo a los de un adolescente? Y ¿no había dicho también que Carstairs rebosaba salud? ¿Hasta qué punto se podía uno apoyar en el efecto placebo antes de que empezara a ser obvio que también intervenían otros factores?
El coche avanzó lentamente entre las obras para unos tranvías que nunca llegaban. Al otro lado de la calle iban pasando los sórdidos edificios de aquel barrio pobre de la ciudad, de colores sucios y apagados. Escaparates mugrientos que daban a tiendas de empeños y puestos de pescado frito en los que se intoxicaría cualquiera que no se hubiera criado en el barrio y, por tanto, estuviera ya inmunizado. Se fijó por casualidad en una puerta de pintura descascarillada que le resultaba familiar y leyó el cartel que colgaba de ella: SE LEE LA MANO Y EL TAROT. SE ADIVINA EL FUTURO.
—Pare el coche, agente. Aparque donde pueda.
MacBride obedeció, con el consiguiente enfado de los coches que llegaban detrás.
—¿Adónde vamos? —preguntó, mientras descendían del vehículo.
McLean señaló al otro lado de la acera.
—Siento la necesidad de que me lean el futuro.
Madame Rose acababa de terminar con una clienta, una mujer de mediana edad y mirada desconcertada que llevaba el pelo recogido con un pañuelo y, firmemente sujeto bajo el brazo, un bolso recién aligerado de peso. McLean arqueó una ceja, pero no dijo nada mientras la adivina los conducía hacia el estudio situado en la parte trasera del edificio.
—La señora Brown viene a visitarme desde que murió su marido. Hará de eso… unos tres años, diría. Viene cada dos meses.
Madame Rose echó a los gatos que ocupaban un par de sillas e indicó al inspector y al agente que se sentaran, tras lo cual ocupó su sillón.
—La verdad es que no puedo hacer nada por ella, porque lo de hablar con los muertos no es lo mío. Además, tengo la sensación de que su Donald no quiere hablar con ella. Pero en fin, ¿qué le voy a hacer si la buena mujer se empeña en darme su dinero?
McLean sonrió para sus adentros.
—Y yo pensando que no era más que un juego de humo y espejos.
—Oh, no —dijo Madame Rose, llevándose una de sus enormes manos enjoyadas a su generoso, aunque falso, pecho—. Precisamente usted tendría que entenderlo. Con su pasado…
A McLean se le borró la sonrisa tan rápido como se le había dibujado.
—No entiendo qué quiere usted decir.
—Y, sin embargo, aquí está. Para consultarme sobre demonios. Otra vez.
Puede que no fuera tan buena idea, al fin y al cabo. McLean sabía que era todo charlatanería, pero hasta él tenía que admitir que la interpretación de Madame Rose era excelente. Y, por otro lado, su pasado era del dominio público, aunque no le gustara. Era parte de la interpretación aprenderse bien la lección para hacer que la otra persona se sintiera incómoda. Así conseguía Madame Rose que sus clientes no pensaran en lo que ella estaba haciendo, y también que les resultara más difícil atenerse a su propio guion.
—Tal como lo dice, da la sensación de que nos estaba usted esperando.
—Esperándolo a usted, inspector —dijo Madame Rose, ladeando la cabeza hacia McLean—. Si hace falta, declararé que la última vez que le leí las cartas no lo acompañaba su joven amiguito.
Y, seguramente, a él le resultaría más fácil preguntar lo que quería preguntar de no haber estado allí MacBride. McLean casi tuvo que reprimir la imperiosa necesidad de retorcerse como un crío que tiene que ir al baño pero no se atreve a pedirle permiso a la maestra.
—Quiere usted saber si existen de verdad. Los demonios, claro.
Madame Rose formuló la pregunta antes de que él tuviera tiempo de hablar y la respondió igual de rápido:
—Acompáñeme, quiero enseñarle algo.
La adivina se puso en pie, lo cual despertó las miradas de curiosidad de los gatos. McLean la imitó, pero cuando MacBride hizo ademán de levantarse, Madame Rose le hizo un gesto con una mano.
—Tú no, cariño. Esto solo puede verlo el inspector. Tú quédate aquí y cuida de mis niños.
Como si hubiera recibido una orden, el gato que estaba más cerca saltó al regazo del agente. MacBride trató de echarlo con una mano, pero el animal se la empujó con la cabeza al tiempo que ronroneaba ruidosamente.
—Será mejor que se quede aquí, agente. No creo que tardemos mucho.
McLean siguió a Madame Rose y salieron del estudio por una puerta distinta a la que habían utilizado para entrar. La puerta daba a una especie de almacén repleto de estantes y libros que ocupaban las paredes y parte del suelo, lo cual dejaba solo unos estrechos pasillos por los que apenas pasaba la clarividente, por no decir ya los dos juntos. Estaban incómodamente cerca el uno del otro, y la atmósfera desprendía un olor a papel antiguo y cuero que puso de los nervios a McLean. Las librerías de viejo nunca habían sido santo de su devoción, pero la estancia en la que se hallaban destilaba la pura esencia de uno de esos lugares.
—Lo incomoda estar rodeado de conocimientos, inspector McLean —dijo Madame Rose. Había abandonado el tono místico que empleaba con sus clientes para dejar paso a la voz ronca del travesti—. Pero no es la primera vez que se enfrenta usted a los demonios.
—No he venido a que me lea la palma de la mano, Madame Rose, Stan o como se llame usted.
McLean quería salir de aquella habitación, pero estaba atrapado entre altas pilas de libros. Madame Rose se hallaba tan cerca que incluso le podía ver los poros de la piel. Aquella mujer… Qué leches, no era una mujer, era un hombre que le estaba tomando el pelo. ¿Qué coño había ido a hacer allí?
—No. Ha venido para aprender algo de los demonios. Y si lo he traído aquí es porque me doy cuenta de que no quiere hablar de lo que le preocupa delante de su joven agente.
—Los demonios no existen.
—Ah, creo que tanto usted como yo sabemos que eso no es cierto. Y pueden presentarse de muchas formas distintas.
Madame Rose cogió un grueso libro de un estante alto y lo sostuvo con un brazo como si fuera un bebé mientras iba pasado páginas que crujían.
—No todos los demonios son monstruos diabólicos, inspector, y algunos de ellos solo viven en su mente. Pero hay otros, criaturas poco comunes, que se mueven entre nosotros, nos influencian y, sí, a veces nos incitan a hacer cosas terribles. Aunque eso no significa que no podamos hacer cosas terribles sin su ayuda, claro. Mire.
Madame Rose giró el libro de manera que McLean pudiera verlo. El inspector esperaba un volumen antiquísimo, manuscrito en latín con elegantes capitales miniadas. Pero lo que vio fue algo que parecía más bien un anuario del instituto. Al fijarse mejor, sin embargo, se dio cuenta de que las fotografías correspondían a hombres de mediana edad. Un rostro en concreto le llamó la atención, aunque era más joven que el hombre al que McLean conocía. Nada más verlo, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Cerró el libro de golpe, lo empujó hacia Madame Rose y dio media vuelta para marcharse, pero una pesada mano en el brazo se lo impidió.
—Sé lo que le ocurrió, inspector. Los clarividentes y médiums de esta ciudad formamos una comunidad pequeña, pero todos conocemos su historia.
—Eso fue hace mucho tiempo.
McLean trató de soltarse, pero Madame Rose lo aferraba con fuerza.
—Se enfrentó usted a un demonio.
—Donald Anderson no es un demonio. Es un hijo de puta que se merece pudrirse en la cárcel durante el resto de su vida.
—Era un hombre, inspector. Parecido a mí en muchos aspectos. Más interesado en los libros antiguos que en cualquier otra cosa. Pero entró en contacto con un demonio y cambió.
—Donald Anderson era un cabrón que se dedicaba a violar y asesinar, y nada más.
McLean apartó el brazo y se volvió hacia Madame Rose, al tiempo que empezaba a encolerizarse. Ya era bastante tener que vérselas todos los días con gente como Dagwood, así que no estaba dispuesto a pasar por aquello. No había ido hasta allí para eso… ¿A qué había ido exactamente?
—Puede. Pero con los demonios, nunca se sabe.
—Ya es suficiente. No he venido aquí para hablar del puto Donald Anderson y la verdad es que me da igual si los demonios existen o no. Lo único que quiero saber es qué creían estar consiguiendo aquellos hombres. ¿Qué podían obtener del asesinato ritual de una muchacha?
—¿Una muchacha? —preguntó Madame Rose, arqueando una ceja—. Una virgen, sin duda. ¿Qué podían no obtener? Supongo que los únicos límites eran los que imponía la imaginación.
—O sea, inmortalidad, riquezas y todo eso, ¿no? —dijo McLean, recordando en ese momento lo que poco antes había sugerido MacBride.
—Supongo que por ahí van los tiros. Como le he dicho, los únicos límites eran los que imponía la imaginación.
—¿Y, normalmente, qué ha de pasar para que salga mal?
—Aquí no hay nada normal, inspector. Estamos hablando de demonios —dijo Madame Rose, pero enseguida se corrigió—: O, por lo menos, de personas que creen sinceramente que están tratando con demonios. Por lo general, las personas que invocan al demonio se sitúan dentro de un círculo para protegerse mientras formulan sus peticiones. Una vez que han desterrado de nuevo a ese ser al infierno del que ha salido, pueden abandonar el círculo y unirse de nuevo al mundo. Pero la cosa puede salir mal si algún imbécil invoca al mismo demonio poco después. Los demonios tienen memoria, inspector, y no les gusta que los mangoneen.
—El cuerpo estaba dentro del círculo —dijo McLean.
—En ese caso, intentaron atar el demonio a la joven. Lo cual es perfecto siempre y cuando el círculo permanezca cerrado.
McLean imaginó el lugar. Una pared derribada por los obreros. Escombros por todas partes.
—¿Y si se rompe?
—Bueno, entonces tenemos un demonio que no solo está cabreado porque lo hayan invocado, sino que además ha permanecido atrapado durante años, puede que décadas. ¿Cómo se sentiría usted?