El comisario Duguid esperaba en el minúsculo centro de coordinación, sentado en la silla de Bob el Cascarrabias mientras contemplaba las fotos clavadas en la pared. McLean estuvo a punto de no entrar al verlo, pero a veces hay que agarrar al toro por los cuernos.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor?
—Según tengo entendido, tenías que estar de permiso, ¿no?
—Y según tengo entendido yo, es mejor que emplee mi tiempo en atrapar delincuentes. Recuerda usted lo que es atrapar delincuentes, ¿no?
—No me gusta tu tono, McLean.
—Y a mí no me hace muy feliz la gente que intenta matarme, pero cada uno tiene su cruz. Bien, ¿para qué quería verme usted?
Duguid se levantó de la silla con una expresión cada vez más oscura en el rostro.
—Ni siquiera sabía que estabas en comisaría. Estaba buscando a ese joven agente tuyo, Mac no sé qué. Me dijo que teníais una pista sobre la filtración. No sé qué de una página de internet, ¿no?
—¿Y qué, señor?
—Bueno, McLean, ¿qué pasa? ¿Cómo pretendes que investigue el asesinato de Carstairs si tú no tiras de tu lado de la cuerda? Rastrear esa filtración es un hilo básico en nuestra investigación.
«El único hilo, en vista de que está usted aquí, intimidando a mi equipo para obtener respuestas», pensó McLean. Sin embargo, no tuvo valor para decirle a aquel tipo que la asesina de Carstairs yacía muerta en el depósito de cadáveres. Era mejor que Cadwallader hiciera antes las pruebas de ADN, que se asegurara y le hiciera llegar los resultados. No quería llevarse el mérito del descubrimiento si eso significaba enemistarse aún más con Duguid. Ya había cometido antes el error de solucionarle un caso al comisario.
—El agente MacBride encontró una página segura en internet, donde la gente cuelga fotos truculentas o comercia con ellas. Algunas fotos eran imágenes de la policía científica tomadas en el escenario del crimen, señor. Parece ser que hay mucho morboso suelto por el ciberespacio. He visto colgadas en esa página algunas fotos tomadas en el estudio de Barnaby Smythe.
—Es decir, que la persona que ha matado a Carstairs tal vez visitara esa página con frecuencia. Y luego ¿qué? ¿Decidió hacer realidad sus enfermizas fantasías? Joder, lo que nos faltaba —dijo Duguid, al tiempo que se frotaba las sienes con los dedos—. Bueno, y ¿quién lo hace? ¿Quién está colgando esas fotos y dando ideas de psicópata a la gente?
—No lo sé, señor.
—Pero alguna idea tendrás, McLean. Sé muy bien cómo funciona tu mente.
—Tengo que hacer unas cuantas comprobaciones, señor. Antes de…
—Gilipolleces. Si tienes una sospecha, compártela. No podemos andarnos con rodeos en esto. Hay un asesino suelto ahí fuera que seguramente ya está acechando a su próxima víctima.
«No, no lo hay. Ya están todos muertos. Ha conseguido ocultar su secretillo, aunque solo él sabe cómo lo ha hecho. La página de internet no es más que una pista falsa».
—No creo que sea necesario precipitarse, señor.
McLean eligió sus palabras con mucho cuidado. Si estaba en lo cierto y Emma era de verdad la culpable de haber colgado esas fotos, quería ser él quien la pillara. Lo que no tenía muy claro era qué haría si se confirmaban sus sospechas.
—Estás protegiendo a alguien, inspector. ¿Acaso quieres llevarte todo el mérito de la detención?
Duguid se levantó de la silla de Bob el Cascarrabias y cruzó la sala en dirección a la puerta.
—¿O se trata de algo completamente distinto?
McLean siguió a Duguid con la mirada y, una vez que hubo salido, cogió el teléfono y trató de marcar un número. Nada, estaba muerto. Rescató su móvil del bolsillo, lo sacudió y pulsó la tecla de encendido. Nada. Mierda. Si Cadwallader estaba enterado de que había salido a cenar con Emma, era obvio que Dagwood también lo sabía…, y no tardaría en atar cabos, pues en el fondo también era investigador, aunque a veces resultara difícil de creer. Contempló de nuevo el teléfono. ¿De verdad tenía que advertirla de que estaba bajo sospecha? Sí, tenía que hacerlo. Si Emma era culpable, intentarían acusarla de cómplice en un asesinato. Y, aunque no consiguieran demostrarlo, su nombre saltaría a la prensa. Para ser absolutamente sincero, no quería verse implicado por asociación, aunque tampoco le gustaba la idea de que le hicieran algo así a una amiga.
Maldiciendo, salió atropelladamente de la sala para buscar un teléfono y a punto estuvo de chocar con el agente MacBride, que en ese momento llegaba corriendo por el pasillo.
—Joder. ¿Qué le pasa?
—La han encontrado, señor —dijo MacBride con una expresión de entusiasmo en el rostro.
—¿El qué han encontrado?
—La furgoneta, señor. La que mató a Alison.
Los vientos del cambio habían soplado con fuerza en Edimburgo en los últimos años: habían derribado viejos edificios de pisos, almacenes, depósitos y viviendas de protección oficial para sustituirlos por nuevas promociones inmobiliarias, zonas de ocio, apartamentos de lujo y centros comerciales. Pero aún quedaban algunos lugares que se negaban a ceder ante ese aburguesamiento y se alzaban con la osadía de un dedo corazón. Newhaven seguía resistiéndose al ímpetu de las mejoras urbanas y aguantaba el tipo allí donde Leith y Trinity habían sucumbido. La orilla sur del estuario del Forth, azotada siempre por el viento, resultaba demasiado inhóspita para atraer a nuevos habitantes y, además, las fábricas habían infestado los terrenos ganados al mar.
McLean observaba desde el asiento del copiloto del coche. MacBride, al volante, cruzó una alambrada que alguien había forzado y entró en un recinto abandonado. Ya habían llegado dos coches patrulla. Aparcaron junto a la furgoneta de la policía científica y, de repente, McLean sintió deseos de que Emma estuviera allí. Si conseguía hablar un momento a solas con ella, tal vez pudiera descubrir la verdad acerca de las fotografías. Incluso advertirla, si era necesario. Sin embargo, se sorprendió al darse cuenta de que también tenía otros motivos, puramente personales, para desear que estuviera allí. Ni siquiera recordaba la última vez que había sentido aquello por alguien.
Era muy probable que, en otros tiempos, aquel depósito hubiese albergado cosas de valor, pero el tejado había desaparecido y las vigas de hierro fundido se habían convertido en un hogar para las palomas y la herrumbre. E incluso tras varios días de calor seco se habían formado charcos de agua inmunda en el suelo de cemento. En invierno, cuando el viento del este soplaba cargado de aguanieve desde el mar del Norte, aquel lugar debía de resultar muy acogedor. Un fétido olor impregnaba la atmósfera: una mezcla de humo y animales putrefactos, combinada con excrementos de pájaro y el aire salobre del mar. En el centro, rodeada de agentes de la policía científica que parecían hormigas en torno a un pájaro muerto, se alzaba una furgoneta Transit ennegrecida.
Todas parecían iguales, se dijo McLean mientras se acercaba. Pero había algo en aquella furgoneta que le hizo pensar que no se equivocaba, que era la misma que había visto por última vez doblando a toda velocidad una esquina al final de Pleasance, en dirección a Holyrood. Las matrículas habían desaparecido, pero tampoco las había llevado aquel día. Y lo más probable era que hubieran borrado también el número de bastidor. Sin embargo, había una marca que la identificaba: una abolladura grande y reciente en el metal quemado del capó, justo donde había acabado una vida joven y prometedora.
McLean rodeó la furgoneta, aunque se mantuvo a una distancia prudente para no contaminar el escenario del crimen. Un agente de la policía científica, vestido con un mono blanco, estaba agachado junto al vehículo, recogiendo con unas pinzas fragmentos de pintura descascarillada y abombada. Percibió a su espalda el destello de un flash y se volvió, con la esperanza de ver a Emma. Sin embargo, era otro técnico el que en esa ocasión estaba tras la cámara. Malky, recordó McLean, el fotógrafo que había estado en el escenario del crimen en el caso del asesinato de la mansión Farquhar. El tipo que olía a jabón y decía que los pensamientos negativos podían succionar la vida a la batería de los teléfonos móviles. Bueno, tenía cierto sentido, aunque fuera de una manera perversa. Tanto sentido como todo aquello.
—¿Emma Baird no está?
—Tenía otro caso.
Tenía acento de Glasgow, pero algo más educado que el de Fergus McReadie.
—Tú debes de ser Malky —dijo McLean.
Antes incluso de haber terminado la frase, se dio cuenta de que había cometido un error, pues el hombre endureció las facciones en un gesto de fastidio tan evidente que, a su lado, el comisario Duguid parecía un angelito.
—En realidad, es Malcolm. Malcolm Buchanan Watt.
—Disculpa, Malcolm. Solo he…
—Ya sé cómo me llaman los otros agentes de la policía científica, inspector. Y, en otros aspectos de su trabajo, demuestran la misma falta de cuidado por los detalles. Más le vale a usted recordarlo la próxima vez que trabaje con Emma Baird y compañía.
—Venga ya, Malcolm. Emma es tan buena profesional como tú.
El fotógrafo ni siquiera se molestó en responder, sino que se limitó a esconderse tras su cámara para seguir tomando instantáneas. McLean sacudió la cabeza. ¿Por qué algunas personas eran tan susceptibles? Estaba a punto de dirigirse hacia el otro lado de la furgoneta, cuya puerta corredera estaba abierta de cara al mar, cuando lo detuvo una voz conocida.
—Gracias a Dios. Por fin un inspector —dijo Andy el Grandullón—. Me alegro de que le hayan dado el caso a usted. Queremos buenos resultados.
—La verdad es que yo no he estado aquí, Andy. No me has visto, ¿vale?
—¿Qué? No me diga que le van a dar el caso a Dagwood.
—Soy una de las víctimas, Andy. No puedo implicarme en este caso.
McLean levantó las manos en un gesto de súplica, aunque compartía la frustración del sargento.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un tipo que iba paseando el perro por la orilla ha visto la furgoneta y ha decidido llamar a la policía. Tengo a un par de agentes haciendo preguntas en los edificios de la carretera, pero me juego lo que sea a que nadie ha visto nada. Aunque hayan visto algo.
—¿Y qué me dices de la furgoneta? ¿Ya la han identificado?
—Estamos trabajando en ello, señor. Pero a juzgar por lo que vemos aquí, la han limpiado profesionalmente. Ni matrículas ni número de bastidor.
—¿Cómo sabemos que es la furgoneta que atropelló a Alison?
—No lo sabemos con seguridad. Pero es muy probable. La parte delantera está abollada, como si hubiera golpeado algo. Seguramente, usted es el mejor testigo, pero sabemos que era una Transit. Los de la policía científica están en ello, pero me juego la paga extra a que se trata de la misma furgoneta.
—¿Alguna posibilidad de encontrar huellas? ¿O de descubrir quién la conducía?
—Podemos hacer algo aún mejor. Tenemos un cuerpo. Por aquí.
Andy el Grandullón acompañó a McLean al otro lado de la furgoneta. El inspector vio una conocida figura encorvada sobre algo negro y chamuscado que estaba dentro y que, claramente, había sido el epicentro del fuego. Angus Cadwallader se irguió y, al estirar el cuerpo, le crujió la espalda.
—Si seguimos viéndonos tan a menudo, Tony, le voy a tener que presentar a mi madre.
—Ya lo hiciste, Angus. En aquella fiesta de Holyrood, ¿no te acuerdas? Bueno, ¿qué tenemos aquí?
Cadwallader se volvió hacia el objeto de su investigación y señaló con un dedo enguantado unas motas de color claro en lo que parecía un rollo de moqueta medio quemado. El látex blanco de su guante estaba manchado de ceniza grisácea. A aquellas alturas, a Cadwallader ya no le hacía falta añadir nada más, pues McLean ya había adivinado, gracias a su olfato, qué era realmente aquello.
—La pregunta no es qué —dijo el patólogo forense—, sino quién.