—Su teléfono sigue sin funcionar, deduzco.
El sargento de guardia, Pete Murray, saludó a McLean con una mueca cuando este entró apresuradamente en la comisaría el lunes por la mañana. El inspector se palpó los bolsillos hasta encontrar el aparato, pero ni siquiera recordaba si se había tomado la molestia de ponerlo a cargar la noche anterior. Había estado bastante distraído, así que probablemente no. Y, como era de esperar, el teléfono siguió muerto cuando pulsó las teclas.
—¿Qué les hace a los pobres aparatos? ¿Lanzarles una maldición?
Pete empujó una gruesa pila de papeles hacia el inspector, mientras señalaba con un gesto de la barbilla la zona más alejada de la recepción.
—Aquí tiene un montón de mensajes de los que debería ocuparse, y aquel tipo de allí ha estado preguntando por usted. Dice que es de Hoggett Scotia Asset Management. A mí me parece un banquero.
Desconcertado, McLean se volvió para mirar, al tiempo que trataba de recordar dónde había oído antes ese nombre. Ver al señor Masters sentado en uno de los sencillos bancos de material plástico no le sirvió de nada, pues tenía el mismo aspecto anónimo que otros muchos ejecutivos vestidos con traje y corbata: cuarenta y pocos; pelo tirando a canoso; una barriga incipiente que ya no conseguía mantener a raya con dos partidos semanales de squash; caro maletín de piel repleto de dispositivos electrónicos; esposa e hijos en algún barrio residencial; amante en algún piso de la Ciudad Vieja.
—¿Inspector McLean? Gracias por recibirme. Soy Jonathan Masters, de Hoggett Scotia.
Masters se puso en pie cuando McLean ni siquiera había terminado aún de cruzar la recepción. Y en ese momento los recuerdos le empezaron a encajar lentamente.
—Señor Masters. Usted fue uno de los testigos en el suicidio de Peter Andrews.
Jonathan Masters hizo una mueca al oír el nombre de su antiguo colega.
—Ha sido una semana muy difícil en Hoggett Scotia, inspector. Peter era uno de nuestros mejores analistas. Lo echaremos muchísimo de menos.
Uno de los mejores analistas. No «un buen hombre», ni «el alma de todas las fiestas». No un amigo.
—He hablado con el padre de Peter Andrews, señor Masters. Por lo que he entendido, Peter era un hombre con muchos motivos para vivir…, hasta que descubrió que tenía un cáncer en fase terminal.
—Eso sí que fue una sorpresa. No se lo contó a nadie del trabajo. Tal vez si lo hubiera hecho… —dijo, pero no terminó la frase.
—En fin, supongo que no ha venido usted para hablar de Peter Andrews, señor.
—No, claro que no. Lo siento, inspector. Ha sido una semana muy dura. Pero parece que también hemos perdido a una secretaria, Sally Dent.
—Dent… ¿no fue testigo ella también?
—Sí, estaba en recepción. Le dijimos que se tomara libre el resto del día. Bueno, era lo mínimo que podíamos hacer, ¿no? Al día siguiente no apareció, pero no le dimos demasiada importancia. Y luego ya era fin de semana. Pero esta mañana no se ha presentado. De hecho, no ha vuelto desde…, bueno, desde que Peter…, ya me entiende.
—Supongo que habrán intentado contactar con ella.
McLean notó una espantosa sensación de déjà vu que se iba abriendo paso en su mente, como la sombra de una araña.
—Por supuesto. La llamamos a su casa, pero su madre creía que se había ido de viaje al extranjero. La verdad es que es todo un poco absurdo, porque se supone que Sally tenía que ir a Tokio con uno de nuestros gestores de inversiones, pero se canceló todo después de…
—Entonces, ustedes creían que estaba en casa y su madre creía que estaba de viaje. Y, entre unos y otros, nadie conoce su paradero desde el día en que Peter Andrews se suicidó.
—Más o menos, inspector.
—Hábleme de Sally Dent, señor Masters —dijo McLean—. ¿Qué aspecto tiene?
—Oh, voy a hacer algo mucho mejor. Tenga.
Masters dejó su maletín sobre el banco de plástico y abrió los dos pasadores idénticos. McLean vio un portátil pequeño, una tableta, un navegador GPS y un delgado teléfono móvil sobre la suave piel interior del maletín, antes de que Masters sacara una hoja tamaño A4 y volviera a cerrarlo.
—Su ficha del departamento de Personal.
McLean cogió la hoja y la acercó a la luz para ver mejor la fotografía impresa que en aquel momento le devolvía la mirada. Lo que más le sorprendió al ver la fotografía no fue reconocer a la mujer, sino el hecho de que por algún motivo ya esperaba verla allí. El rostro de la fotografía era más atractivo, lucía una expresión sonriente y cargada de esperanzas para el futuro. La última vez que McLean había visto a aquella mujer, yacía sobre una mesa de acero inoxidable en la sala de autopsias del depósito de cadáveres de Cadwallader. La primera vez, se hallaba entre las vías cubiertas de basura, grasa y gravilla de la estación de Waverley, con el cuerpo destrozado y retorcido, y el pelo manchado de sangre.
—Está claro que no puedes alejarte de aquí, ¿eh, Tony? Podrías hacer un curso de reciclaje para ser ayudante de patólogo, así nos dejábamos de cuentos de una vez.
Angus Cadwallader sonrió desde la silla de su despacho cuando McLean llamó a la puerta abierta. Había dejado a un inquieto Masters en la sala de espera, consultando una y otra vez su reloj. Cuanto antes acabaran con todo aquello, mejor.
—Es tentador, Angus, pero ya sé que tú solo tienes ojos para Tracy.
A Cadwallader le tembló la sonrisa un instante, de forma casi imperceptible, y McLean tuvo la sensación de que el patólogo forense se había puesto algo tenso. Interesante.
—Ya, bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?
—La mujer que saltó desde el puente de Waverley la semana pasada. Creo que podría ser Sally Dent. ¿Puedes prepararla para la identificación? Tengo a su jefe arriba.
—No hay problema. La saco en una camilla y te aviso cuando esté lista.
El patólogo forense entró en la sala de autopsias y se dirigió a la hilera de unidades refrigeradas. Por el camino, cogió una camilla. McLean lo siguió.
—¿Has enviado ya su informe?
—¿Qué? Ah, sí. Creo que sí. Tracy suele enviarlos por correo electrónico en cuanto están listos. ¿Por qué?
—No, porque no lo he visto.
—Ah, entonces no sabrás lo de las placas que se le estaban comiendo el cerebro.
—¿Las qué?
McLean notó un escalofrío en la boca del estómago. Complicaciones. Siempre surgían complicaciones.
—Enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. Bastante avanzada. Sospecho que había estado teniendo alucinaciones muy reales antes de saltar. Probablemente por eso se suicidó.
Cadwallader abrió la unidad y dejó a la vista el cuerpo limpio y pálido de Sally Dent. Los cortes de la cara estaban perfectamente suturados, pero seguían desfigurándola de forma espantosa. Cadwallader colocó el cadáver sobre la camilla y lo cubrió con una larga sábana blanca. Luego, entre los dos, empujaron la camilla hasta la sala de identificación, donde un angustiado Jonathan Masters se puso en pie de un salto, como si alguien le hubiera gritado algo.
—Disculpe que lo haya hecho esperar, señor Masters. Tendría que haberle advertido antes de que sufrió heridas bastante graves antes de morir.
Masters, cuyo rostro había adquirido de golpe un tono blanco verdoso, asintió en silencio mientras contemplaba la figura amortajada. Cadwallader apartó la sábana lo justo para mostrar el rostro. El banquero miró hacia abajo, y McLean advirtió su expresión de horror al reconocer el cuerpo. Era una mirada que ya había visto demasiadas veces.
—¿Qué le ocurrió?
Masters habló con una voz ronca y aguda a la vez, pero al menos no se había desmayado como les pasaba a otros muchos hombres. Eso había que reconocérselo.
—Saltó desde el North Bridge.
—¿El suicidio? Algo he oído. Pero Sally… No… Sally no hubiera…
—Sufría una grave enfermedad neurológica —dijo Cadwallader, mientras volvía a cubrir el maltrecho rostro—. Lo más probable es que ni siquiera supiera qué estaba haciendo.
—¿Y su madre…? —preguntó Masters, dirigiéndole a McLean una mirada suplicante—. ¿Quién se lo va a explicar?
—No se preocupe, señor Masters. Yo hablaré con la señora Dent.
McLean cogió del brazo al ejecutivo y lo sacó de la sala.
—¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que busque a alguien para que lo acompañe de vuelta a la oficina?
Una vez lejos del cadáver, Masters pareció recobrar la compostura. Irguió los hombros y consultó de nuevo su reloj.
—No, estoy bien, inspector, gracias. Será mejor que vuelva a la oficina. Oh, Dios. Sally —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Tal vez le parezca que la pregunta está fuera de lugar, señor Masters, pero… ¿es posible que hubiera algo entre la señorita Dent y el señor Andrews?
Masters observó a McLean con una expresión en la que daba a entender que el inspector se había vuelto loco.
—¿Qué quiere usted decir?
—Solo me pregunto si mantenían algún tipo de relación más allá del ámbito profesional, señor. Dos suicidios tan seguidos…
—Peter Andrews era gay, inspector. ¿No lo sabía usted?
Mientras McLean acompañaba a Masters hasta la calle y regresaba a la principal sala de autopsias, Cadwallader guardaba el cadáver de la mujer en su fría celda y volvía a su despacho. McLean echó un vistazo al interior y, por primera vez, se dio cuenta de que no había ni rastro de la alegre ayudante del patólogo forense.
—¿Qué le has hecho a Tracy? —preguntó.
—Ni se te ocurra tocar a mi ayudante, Tony.
McLean levantó ambas manos, como si se rindiera.
—No es mi tipo, Angus.
—No, ya he oído por ahí que prefieres a las agentes de la policía científica. En fin, nadie es perfecto —dijo Cadwallader, echándose a reír—. Tracy ha ido a llevar unas muestras al laboratorio. De vez en cuando la dejo salir un poco. Es decir, cuando tú no estás muy ocupado llenándome el depósito de cuerpos.
—Lo siento —dijo McLean, encogiéndose de hombros a modo de disculpa—. Cuéntame algo más de Sally Dent. Tenías que decirme algo sobre su sangre, si no recuerdo mal.
—No era su sangre. Estaba cubierta de sangre de otra persona.
—¿Has averiguado de quién?
Cadwallader negó con la cabeza.
—La hemos analizado, pero es un grupo muy común: O factor rh positivo. He enviado una muestra para que analicen el ADN, pero a menos que sepas de alguien que haya perdido mucha sangre recientemente, puede que tardemos bastante en descubrir a quién pertenece.
Alguien que hubiera perdido mucha sangre recientemente… Una idea espantosa e imparable se abrió paso en su mente.
—¿Podría ser Jonas Carstairs?
—¿Cómo dices? ¿Crees que esa mujer tan menuda de ahí…? —dijo Cadwallader, mientras señalaba las hileras de unidades refrigeradas—. ¿Crees que pudo inmovilizar y abrir en canal a un hombre fuerte y sano como Carstairs?
—Era muy mayor, no creo que fuera tan fuerte.
Mientras hablaba, McLean se dio cuenta de que tampoco había visto el informe sobre la muerte de Carstairs.
—Pues estaba rebosante de salud. Imagino que comía muesli, hacía yoga y todas esas cosas que están tan de moda hoy en día.
El patólogo forense se volvió hacia su ordenador, pulsó unas cuantas teclas mientras buscaba el correspondiente informe y, tras abrirlo, fue bajando por la página.
—Aquí lo tenemos. Análisis de la sangre encontrada en el pelo y las manos de Sally Dent. —Clicó con el ratón para abrir otra ventana—. Muestra de sangre de Jonas Carstairs… Dios mío.
McLean echó un vistazo al informe por encima del hombro de Cadwallader, aunque sin asimilar en realidad lo que decía. El patólogo forense hizo girar lentamente su silla.
—Son iguales.
—¿Los grupos?
—No, la sangre. Poco más o menos. Comprobaré el perfil de ADN para asegurarme, pero los marcadores son idénticos.
—Hazlo de todas formas, por favor.
McLean se apoyó en la encimera, mientras intentaba comprender adónde lo conducían todos aquellos datos contradictorios. Opus Diaboli. La obra del diablo. Desde luego, no a un sitio muy agradable.
—¿Aún tienes a Peter Andrews aquí? —preguntó.
Cadwallader asintió.
—Menudo incordio. Tenían que llevárselo a Londres la semana pasada, pero con lo del robo se fueron a la mierda todos los horarios. Aún estoy esperando a que vengan a buscarlo.
—¿Qué me dices de la sangre que tenía?
—Se rajó la garganta, Tony. Estaba cubierto de sangre.
—Sí, pero… ¿era toda suya?
—Diría que sí. Lo limpiamos. Bueno, lo limpió Tracy, pero no me dijo nada de distintas capas. ¿Adónde quieres llegar con todo esto, Tony?
—No estoy seguro. O creo que no quiero estar seguro. Oye, Angus, ¿podrías hacerme un favor enorme?
—Depende de lo que se trate. Si quieres que te sustituya en otra de esas veladas que organiza el director general, pues va a ser que no.
—No, no es nada de eso. Solo me preguntaba si podrías echarle otro vistazo a Peter Andrews.
—Lo examiné a conciencia —dijo el patólogo forense con expresión ligeramente dolida.
McLean, sin embargo, sabía que solo estaba fingiendo.
—Ya lo sé, Angus, pero estabas examinando a un suicida. Me gustaría que volvieras a examinarlo como si fuera la víctima de un asesinato.