—¿Esto es lo mejor que podemos conseguir?
Quejándose sin parar, Bob el Cascarrabias paseaba de un lado a otro de aquel cuartucho, que era la única habitación que habían podido habilitar a modo de centro de coordinación. McLean, en el centro, guardaba silencio. Por lo menos tenía una ventana, aunque daba a la parte posterior de otras dependencias del edificio. Frente a la ventana, en una pizarra blanca, aún se podían leer los garabatos de la investigación previa: nombres ya olvidados, en torno a los cuales alguien había trazado un círculo para después tacharlos. Quien hubiera escrito aquellos nombres se había llevado los rotuladores, además del borrador. La pequeña sala contaba con dos mesas pequeñas, una pegada a la ventana y la otra en el centro de la habitación, pero todas las sillas habían desaparecido.
—A mí me gusta.
McLean frotó la suela de un zapato sobre la sucia moqueta y luego se apoyó en el único radiador del cuarto. Aunque el sol achicharraba las calles, el radiador escupía calor. Se agachó para girar el termostato hasta el cero, pero la endeble carcasa de plástico se le quedó en la mano.
—Aunque tendremos que arreglar un poco las instalaciones —dijo.
Alguien llamó a la puerta y los distrajo. McLean abrió y se encontró con un joven que mantenía dos cajas en equilibrio sobre una rodilla, mientras intentaba girar con la otra mano el pomo de la puerta. Llevaba un traje nuevecito y los zapatos tan limpios que parecían espejos. El rostro, recién afeitado, parecía una luna llena rosada, y el pelo rubio cobrizo, cortísimo, se le erizaba en el cuero cabelludo como la barba incipiente de un chaval.
—¿Inspector McLean? ¿Señor?
McLean asintió y se acercó a cogerle la caja de encima, antes de que todo su contenido fuera a parar al suelo.
—Agente de policía MacBride —dijo el joven—. La comisaria en jefe McIntyre me envía para que lo ayude con la investigación, señor.
—¿Con cuál?
—Pues… eso no me lo ha dicho. Solo me comentó que usted necesitaba un par de manos más.
—Bueno, no se quede en la puerta, que se escapa el calor.
McLean dejó caer la caja en la más cercana de las dos mesas mientras MacBride entraba. El joven dejó la otra caja al lado de la primera y echó un vistazo a su alrededor.
—No hay sillas —dijo.
—Vaya, parece que Su Majestad la Reina nos ha enviado a un agente con vista de lince, señor —ironizó Bob el Cascarrabias—. No se le escapa una.
—Al sargento Laird no le haga ni caso. Solo está celoso porque usted es mucho más joven que él.
—Eh… de acuerdo —respondió MacBride en tono vacilante.
—¿Tiene nombre de pila, agente MacBride?
—Pues… Stuart, señor.
—Bien, Stuart, pues bienvenido al equipo. Somos este agente y yo.
El muchacho desvió la mirada de McLean a Bob el Cascarrabias y viceversa, al tiempo que se quedaba ligeramente boquiabierto.
—Bueno, bueno, no te quedes ahí como si te acabaran de dar una patada en el culo. Vete a buscar unas cuantas sillas, chico —dijo Bob el Cascarrabias.
Prácticamente echó al agente a empujones, tras lo cual cerró la puerta mientras el chico aún seguía retrocediendo y soltó una carcajada.
—Trátalo con cariño, Bob. Dudo que nos vayan a ofrecer más ayuda con nuestros casos. Y es bueno, o debería serlo. El primero de su promoción en llegar a investigador.
McLean abrió una de las cajas y sacó una gruesa pila de carpetas, que dejó sobre la mesa: robos no resueltos que se remontaban a los cinco últimos años. Suspiró. Lo que menos le apetecía era leer interminables informes sobre objetos robados que jamás se recuperarían. Consultó su reloj y recordó que aquella mañana no le había dado cuerda, de modo que se lo quitó y empezó a girar la diminuta ruedecilla de latón.
—¿Qué hora es, Bob?
—Las tres y media. ¿Sabe?, hoy en día venden unos relojes muy modernos y sofisticados que funcionan con pilas. No hay que darles cuerda. A lo mejor le convendría comprarse uno.
—Era de mi padre —dijo McLean mientras volvía a abrocharse la correa en torno a la muñeca. Se metió la mano en el bolsillo en busca del móvil y lo encontró, pero estaba sin batería—. Supongo que no te apetecerá darte un paseíto hasta el depósito de cadáveres.
Bob el Cascarrabias negó con la cabeza. McLean ya sabía que al pobre sargento no le gustaban mucho los cadáveres.
—Bueno, no pasa nada. Tú y el joven agente MacBride podéis empezar a revisar esos informes de robos. A ver si encontráis algún patrón que se les haya pasado por alto a las decenas de investigadores que los han revisado antes. Mientras, yo voy a ir a ver a alguien para hablar de un cadáver momificado.
El aire de la tarde era denso y muy caluroso mientras McLean descendía la colina en dirección a Cowgate. Sudaba tanto que la camisa se le pegaba a la espalda, por lo que ansiaba una brisa fresca. Por lo general, el viento hacía que la vida resultase más soportable, pero ya hacía varios días que no se movía ni un soplo en la ciudad. En la parte más estrecha de la calle, flanqueada a ambos lados por altos edificios, se concentraba un calor inhumano. Sintió un gran alivio al abrir la puerta del depósito de cadáveres y notar el frescor del aire acondicionado.
Angus Cadwallader ya estaba preparado, esperando, cuando McLean entró en la sala de autopsias. Observó al inspector atentamente.
—¿Hace calor ahí fuera?
McLean asintió.
—Es un horno. ¿Todo a punto?
—¿Qué? Ah, sí. —Cadwallader se volvió y llamó a su ayudante—. Tracy, ¿estás lista?
Una mujer bajita, rellenita y vivaz levantó la cabeza tras una encimera abarrotada de cosas, en el extremo más alejado de la sala. Luego echó su silla hacia atrás y se puso en pie. Vestía una bata verde de quirófano y, mientras se acercaba a la mesa de disección, se puso unos guantes de látex. La mesa estaba cubierta por una sábana blanca, abultada en el centro por el cadáver que aguardaba el momento de revelar sus secretos.
—Bien, pues será mejor que empecemos.
Cadwallader se llevó una mano al bolsillo y sacó un pequeño tarro. McLean reconoció de inmediato el producto, una mezcla de crema hidratante y alcanfor que neutralizaba el hedor de la descomposición. El patólogo forense contempló el tarrito, luego a McLean, olisqueó el producto y, finalmente, se lo volvió a guardar en el bolsillo.
—Me parece que hoy no lo vamos a necesitar.
A lo largo de su carrera McLean había presenciado muchas autopsias. No se sentía cómodo, pero tampoco le producían tanto asco como al principio. De todas las víctimas de asesinato, víctimas de terribles accidentes y, sencillamente, personas desafortunadas que había visto sobre aquella mesa, el cuerpo momificado de aquella joven era, quizá, el más extraño de todos. Para empezar, ya les había llegado abierto de arriba abajo, pero, aun así, Cadwallader analizó minuciosamente cada centímetro de aquel menudo cuerpo, al tiempo que murmuraba observaciones al micrófono que colgaba encima del cadáver. Finalmente, cuando concluyó con satisfacción que la piel de la joven no le iba a proporcionar más pistas acerca de las causas de la muerte, pasó a la fase que más detestaba McLean. El silbido agudo de la sierra automática siempre le daba dentera, como cuando alguien arañaba una pizarra con las uñas. Se prolongó eternamente y terminó con el espeluznante sonido de la parte superior del cráneo al partirse como la cáscara de un huevo duro.
—Interesante. Parece que le extrajeron el cerebro. Ven, Tony. Mira.
McLean se armó de valor y se acercó. Ver a la chica con la cabeza abierta solo sirvió para que le pareciera aún más pequeña, más joven. La cavidad craneal presentaba un tono apagado y se apreciaban en ella restos de sangre seca y astillas de hueso que había hecho saltar la sierra, pero por lo demás estaba vacía.
—¿Es posible que se haya descompuesto?
—No, no lo creo. Y menos teniendo en cuenta cómo está el resto del cuerpo. Esperaba encontrarlo un poco encogido, pero veo que se lo extrajeron. Por la nariz, probablemente. Así es como lo hacían los egipcios en la Antigüedad.
—¿Y dónde está?
—Bueno, tenemos esas muestras, pero no me parece que ninguna de ellas sea un cerebro —dijo Cadwallader, señalando un carrito de acero inoxidable en el que descansaban cuatro frascos.
McLean reconoció el corazón que había visto el día anterior, pero no se atrevió a aventurar siquiera cuáles eran los órganos que contenían los otros frascos. Otros dos recipientes descansaban dentro de cubetas de plástico blanco, para evitar que su contenido reseco se filtrara a través de las grietas del cristal. Todos los frascos habían aparecido en hornacinas ocultas, dispuestas simétricamente en torno al cadáver de la joven. En cada hornacina se habían encontrado también otros objetos, lo cual añadía una pieza más al rompecabezas.
—¿Y los frascos rotos? —dijo McLean, mientras contemplaba una especie de lodo grisáceo pegado al interior de uno de los recipientes—. Eso podría ser un cerebro, ¿no?
—Es difícil decirlo teniendo en cuenta el estado en que se encuentran. Pero me atrevería a decir que ese contiene uno de los riñones y el otro un pulmón. Haré algunas pruebas para cerciorarme. Pero, sea lo que sea, lo de ese frasco no tiene la forma adecuada para ser un cerebro. Eso ya tendrías que saberlo, Tony. Y, además, si se lo extrajeron por la nariz, supongo que quedó hecho una pasta, por lo que no tendría mucho sentido meterlo en un frasco.
—Tienes razón. ¿Cuándo crees que murió?
—Buena pregunta. En realidad, la momificación no tendría que haberse producido. Hay mucha humedad en esta ciudad, incluso en un sótano tapiado. Tendría que haberse descompuesto. O, por lo menos, tendrían que habérsela comido las ratas. Sin embargo, está perfectamente conservada, y me juego lo que quieras a que no encuentro ni rastro de las sustancias químicas necesarias para hacer algo así. Tracy hará algunas pruebas y también enviaremos una muestra para que le hagan el test de datación radiocarbónica. Puede que tengamos más suerte con eso. En caso contrario, y a juzgar por el vestido, yo diría que murió hace al menos cincuenta años, puede que sesenta. Depende de ti averiguar una fecha más precisa.
McLean cogió el fino vestido, depositado en el carrito junto a los frascos de muestras, y lo acercó a la luz. En la parte inferior se apreciaban algunas manchas marrones, mientras que el delicado encaje de puños y cuello se había deshilachado hasta quedar convertido en poco más que vaporosos filamentos que quedaban suspendidos en el aire. Era una prenda muy ligera, un vestido de cóctel y no la clase de ropa que se pondría a diario una joven. La desteñida tela de estampado floral parecía de escasa calidad y, al darle la vuelta, McLean vio dos remiendos, pulcramente zurcidos, en el bajo. No tenía etiqueta alguna. Era el vestido de una muchacha pobre que quería estar guapa. Al contemplar de nuevo el cadáver reseco y retorcido de la joven, McLean se dio cuenta de que eso era lo único que sabía de ella.