No sabe cuánto tiempo lleva de pie en aquel jardín, contemplando la silenciosa casa. Durante mucho rato ha estado oscuro, pero ahora parece que hay más luz. ¿Cuántos días lleva así? La mente dejó de funcionarle correctamente ya hace mucho y ahora lo único que puede hacer es obedecer. No es exactamente que las voces le hablen, es más bien que dirigen sus actos. Es como una marioneta que no puede controlar su cuerpo. El hecho de no poder hacer nada para evitarlo le causa aún más dolor.
La presa está ahí dentro, lo sabe muy bien. Puede olerla, aunque no esté muy seguro de qué es lo que huele. Mantillo, tierra cálida y seca, lejanos humos de tubo de escape y un olor más dulzón: el de la malta de la fábrica de cerveza. Su estómago es un tanque de ácido, que va goteando en sus entrañas en agónicas oleadas, pero aun así sigue en pie, esperando, observando.
Algo se mueve entre los arbustos y se abre paso con un malévolo gruñido. Al bajar la vista ve un perro, un dóberman de orejas recortadas en punta. Le enseña los dientes y gruñe de forma amenazadora. Las voces le separan los labios y le extraen un sonido sibilante del fondo de la garganta. Asustado, el perro aúlla y mete el rabo entre las patas traseras. Se oye una especie de chapoteo bajo el cuerpo del animal y, de repente, el olor penetrante de la orina caliente impregna la atmósfera.
Otro silbido entre dientes y el perro huye, vuelve a adentrarse atropelladamente entre los arbustos de los cuales ha surgido, sin molestarse siquiera en aullar mientras intenta escapar. A él siempre le han dado pánico los perros, pero parece que las voces son más fuertes.
La cabeza le retumba, como si todas las migrañas del mundo se hubieran alojado allí. Nota el cuerpo hinchado y dilatado, como esos niños famélicos de África que salen en la tele. Tiene en carne viva todas las articulaciones, como si le hubieran arrancado el cartílago de todo el cuerpo y se lo hubieran sustituido por papel de lija. Aun así, sigue en pie y observa.
Se oyen más ruidos. Una figura más grande se abre paso en la oscuridad de su escondrijo. Se vuelve muy despacio para recibir al hombre y grita por dentro a causa del dolor que le produce hasta el más mínimo movimiento. Pero las voces lo obligan a callar.
—¿Qué haces aquí? —pregunta el otro hombre.
Su voz, sin embargo, suena a millones de kilómetros. Las voces le gritan que ataque, y debe obedecerlas.
Se lanza hacia adelante, pero se siente débil por culpa del hambre y de otros muchos males terribles. Tiene un cuchillo en la mano. No recuerda de dónde lo ha sacado, ni tampoco logra evocar un momento en que no lo tuviera en la mano. Pero eso no importa. Lo único que importa es atacar. Y el dolor.
Algo se parte y se da cuenta de que es su brazo. El otro hombre es más corpulento, mucho más que él. Tiene la misma complexión que aquellos hombres a los que intentaba no mirar cuando iba al gimnasio. Pero las voces dicen que debe atacarlo y eso es lo que hace. Trata de arrancarle los ojos, de arañarle la piel.
—Te voy a matar, hijo de puta —dice el otro hombre, que ahora está enfadado.
Las voces gritan, eufóricas. Él ataca de nuevo y golpea al hombre, que empieza a sangrar por la nariz. Experimenta un breve instante de triunfo, entre la agonía de su cuerpo extenuado.
Y luego es él quien recibe golpes en el rostro. Una mano enorme como una garra le atenaza la garganta, le va arrancando lentamente la vida. Lo levanta en vilo y lo arroja violentamente. Se estrella contra el suelo con un golpe húmedo y todo se vuelve negro de repente. El dolor es omnipresente y se apresura a reclamar el cuerpo. La boca y la garganta se le llenan de algo caliente y húmedo, burbujeante, que sabe ligeramente a hierro. Ya no puede respirar, ni ver, ni sentir. Lo único que oye es el triunfal cacareo de las voces cuando lo dejan morir.