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No había muchos sitios a los que pudiera ir cuando la cosa se ponía fea de verdad. Estaba Phil, claro, pero el remedio que este aplicaba a todos los males venía en forma de botella o jarra de cerveza, y lo cierto es que a McLean no le apetecía emborracharse. Bob el Cascarrabias solía ser muy efectivo a la hora de evitar que McLean se pusiera excesivamente taciturno, pero al parecer el pobre sargento se había encariñado paternalmente con la joven agente, por lo que se había echado a llorar —cosa nada habitual en él— al conocer la noticia de su muerte. McIntyre le había dicho que se tomara libre el resto del día. De hecho, les había dicho a todos, en su habitual tono de maestra de escuela, que no quería verlos por ahí en las siguientes veinticuatro horas. La pobre mujer ya tenía bastantes historias de las que ocuparse, de modo que McLean no quería además cargarle sobre los hombros sus propios sentimientos de culpa. Hasta no hacía mucho, tenía a su abuela, que sabía escuchar muy bien incluso estando en coma en una cama de hospital. Pero ahora ella también se había marchado. Y ese era el motivo de que, apenas una hora después de haber conocido la noticia y aún ligeramente aturdido, McLean se encontrara en el depósito de cadáveres. Menudo círculo social el suyo: muy alegre y variado, desde luego.

—Tenemos un nombre para eso, Tony. Se llama «síndrome del superviviente» —dijo Angus Cadwallader, que todavía llevaba su bata de quirófano después de haber practicado el último examen post mórtem del día.

—Ya lo sé, Angus. Estudié Psicología en la universidad. Me licencié con las mejores notas, acuérdate. Pero es que saberlo no me sirve de gran cosa. Ella me apartó de la trayectoria. Dio su vida por mí. ¿Te parece justo?

—Justicia… A los niños les contamos que existe solo para poder controlarlos.

—Ya. Me temo que eso no me ayuda mucho.

—Bueno, lo he intentado.

Cadwallader se quitó los largos guantes de goma y los depositó en el contenedor esterilizado. McLean contempló el depósito de cadáveres y fue entonces cuando se dio cuenta de que no parecía que se estuviera realizando ninguna clase de investigación por allí.

—La policía científica no ha pasado mucho tiempo aquí, ¿verdad? —dijo—. Por lo general, les gusta pasarse días enteros buscando toda clase de pruebas.

—Ya, pues me alegro de que no lo hayan hecho. Ya tuvimos bastante con perder todo un día laboral. La gente no deja de morirse, ¿sabes? Tengo tanto trabajo atrasado gracias a tu simpático ladrón que voy a tardar semanas en ponerme al día.

—¿Quién es? —preguntó McLean.

Señaló el cadáver cubierto mientras Cadwallader rebuscaba algo en unos cajones cercanos.

—Tu suicida. La mujer de la estación de Waverley. Ni siquiera tiene nombre aún, pobrecilla. La hemos examinado esta mañana. Tracy tiene que terminar de limpiarla y luego habrá que esperar hasta que la identifiquemos. Pero hay algo raro, ¿sabes? ¿Te acuerdas de que tenía sangre en las manos y en el pelo, y que no sabíamos de dónde venía?

McLean asintió aunque, en realidad, habían pasado tantas cosas desde que lo habían avisado del suicidio que se le había olvidado por completo ese detalle.

—Bueno, pues resulta que no era suya.

Emma Baird casi tropezó con McLean cuando este salía del depósito de cadáveres. La joven se estaba peleando con una enorme caja termoaislante cuyo contenido McLean prefería no conocer, y retrocedía en ese momento para cruzar la puerta que el inspector acababa de abrir. En otras circunstancias, la imagen de la joven tambaleándose de espaldas directamente hacia sus brazos le habría parecido divertida.

—Cuidadito…

—Imbécil, ¿qué coño…?

Emma trató de sostener la caja, se volvió y entonces se dio cuenta de quién era.

—Ay, Dios, Tony. O sea, inspector. Señor.

McLean la ayudó a mantener el equilibrio, mientras trataba de contener la carcajada que pugnaba por escapársele. Emma parecía tan enfadada, tan aturullada y tan llena de vida… que McLean supo que, si empezaba a reír, ya no podría parar.

—Lo siento, Emma, es que no te he visto entrar. Y llámame Tony, en serio. Ni en las circunstancias más agradables me va el rollo ese de inspector o señor.

No le hizo falta añadir que aquellas no eran, precisamente, las circunstancias más agradables.

—Ya, me he enterado de la noticia. Lo siento. Era buena chica.

Buena chica. Como epitafio no era nada del otro mundo, la verdad. Aunque tenía razón, no era más que una chica. Recién salida de la academia, dispuesta a llegar a investigadora. Brillante, entusiasta, simpática y muerta.

—¿Llegas o te vas? —dijo Emma.

Su pregunta llenó el incómodo silencio.

—¿Qué? Ah, me voy.

McLean consultó su reloj. Ya hacía mucho que había pasado la hora de salida, aun en el caso de que la comisaria en jefe no hubiera mandado ya a casita a todo su equipo. McLean señaló la caja con la barbilla.

—¿Y tú? ¿Entregas o recoges?

—¿Esto? Ah, he venido a dejarlo. La doctora Sharp nos la prestó la semana pasada porque nos faltaba una. Se me ha ocurrido pasar a devolverla, de camino a casa.

—Bueno, pues deja que te eche una mano —dijo McLean, disponiéndose a cogerle la caja.

—No, no te preocupes —dijo, desplazando la caja hacia un lado, como si fuera un valioso recuerdo—. Pero no me importaría que me hicieras compañía.

No tardaron mucho en devolver la caja y regresar a la puerta. A McLean ni siquiera le hizo falta decir nada, pues Emma era muy capaz de hablar por los dos.

—Bueno, entonces ¿ya has acabado por hoy? —le preguntó la joven, mientras él le sujetaba la puerta abierta.

—La verdad es que debería volver a comisaría. Tengo una montaña de papeleo sobre mi mesa y un sargento de guardia cada vez más creativo en sus amenazas.

En el momento mismo de pronunciar esas palabras, se sintió invadido por una especie de cansada resignación. Entraría por la puerta de atrás para que no lo viera nadie y se sentaría en su despacho a trabajar en la montaña de papeleo hasta acabar con ella o hasta que ella acabara con él. Y, aunque consiguiera quitársela de encima, sabía muy bien que no tardaría en ser sustituida por otra. En momentos como ese, se preguntaba por qué coño hacía ese trabajo. ¿Y si se iba a trabajar para Gavin Spenser y vivía en una casa enorme con piscina?

—Pongamos que yo también siento la tentación de adelantar un poco de papeleo. Podría encontrar algo especial… —dijo ella.

—Si te estás ofreciendo a…

—¿Qué te parece si vamos primero a tomar una copa? Y luego ya veremos si aún sigues teniendo tantas ganas de papeleo.

Antes de que McLean tuviera tiempo de responder, Emma enfiló Cowgate en dirección hacia Grassmarket. El inspector tuvo que echar a correr para alcanzarla y, cuando llegó junto a ella, le puso una mano en el hombro.

—Emma.

—En serio, inspector. ¿No te han dicho nunca que eres un muermo?

—Pues no, últimamente no. Es solo que me parece que aún no conoces muy bien Edimburgo, ¿verdad? —dijo McLean, señalando hacia el otro lado de la calle, en dirección contraria—. El único pub decente de esta zona está por allí.

Una cerveza se convirtió en dos, luego en un rápido recorrido por los mejores pubs del centro y, por último, en un curry. McLean se distrajo lo bastante como para olvidar casi por completo que Alison Kydd estaba muerta. Casi, pero no del todo. Evitó los lugares habitualmente frecuentados por la policía, pues sabía que estarían a rebosar de agentes brindando por su compañera muerta en acto de servicio. No se veía capaz de soportar su compasión en esos momentos, ni tampoco le apetecía tener que enfrentarse a los pocos que, como era de esperar, lo culparían a él de su muerte en lugar de tomarla con el conductor que se había dado a la fuga. Emma, al parecer, también lo había percibido, porque charlaba sin descanso, pero básicamente acerca de su trabajo y de las delicias de haberse mudado de Aberdeen a Edimburgo. Se despidieron con un sencillo «Ha estado bien, tenemos que repetirlo». Emma le rozó ligeramente el brazo y luego dio media vuelta para alejarse por su oscura calle hacia el lugar de las pesadillas de McLean. El inspector sacudió la cabeza para ahuyentarlas, se metió las manos en los bolsillos y se dispuso a volver andando a casa.

La ciudad no dormía nunca, en realidad, menos aún durante el Festival. A la habitual multitud de vagabundos y trabajadores que terminaban tarde su jornada laboral, se sumaban esa noche estudiantes borrachos, aspirantes a actor, basureros y barrenderos. Las calles estaban tranquilas, en comparación con el bullicio del día, pero aún era temprano, de modo que eran muchos los coches con un único ocupante que aguardaban destinos ignotos. Las furgonetas iban de un lugar a otro, como abejas gordas y hediondas. McLean trató de ahuyentar sus sentimientos de culpa mientras caminaba y quiso hallar respuesta a las muchas preguntas que bullían en su cabeza al ritmo de sus pasos sobre la acera. Había algo que se le escapaba, algo que no cuadraba. No, había muchas cosas que se le escapaban, muchas cosas que no cuadraban. Y la más importante de todas era el espeluznante parecido entre las muertes de tres ancianos, todos viejos amigos, todos relacionados con un crimen tan terrible como violento. Alguien más imaginativo diría que los tres habían sido víctimas de una infame venganza. Opus Diaboli. Que habían jugado con la obra del diablo y que ahora este había regresado para reclamar sus vidas. Pero la realidad era mucho más prosaica: a Barnaby Smythe lo había destripado un inmigrante ilegal que le guardaba rencor; Buchan Stewart se había convertido en la víctima de un amante celoso y Jonas Carstairs… Bueno, era de esperar que Duguid no tardara mucho en encontrar a alguien a quien cargarle ese muerto.

Tac, tac, tac, tac… El golpeteo de los pasos de McLean resonaba de forma regular sobre las losas de la acera, siguiendo un tempo lento que marcaba también el ritmo de sus pensamientos. Sabía que Okolo había matado a Smythe, eso era cierto. Se jugaría el puesto a que Timothy Garner no había matado a Buchan Stewart, lo cual significaba que el asesino seguía suelto. ¿Y si alguien había encontrado la misma página de fotos que el agente MacBride y había empezado a matar así, por las buenas? ¿Buscaría otra presa? Y, si era ese el caso, ¿cómo elegía ese alguien a sus víctimas? ¿Era posible que alguien más estuviera enterado del asesinato ritual y, de alguna forma, hubiera conseguido dar con los asesinos?

¿O se trataba del sexto hombre, que quería borrar sus huellas? Eso explicaría que hubiera matado a sus cómplices en el asesinato de la joven; que hubiera robado el cadáver, que de hecho era la única prueba real; y que hubiera pagado a alguien para que atropellara al policía que investigaba el caso. Esa teoría encajaba mucho mejor que las otras alternativas, pero no podía decirse que la idea le resultara tranquilizadora. McLean se detuvo de golpe y se dio cuenta de que estaba completamente solo en la calle. Sintió un escalofrío y se volvió, convencido de que iba a ver una furgoneta blanca dirigiéndose hacia él a toda velocidad. Sus propios pasos lo habían conducido, tal vez de forma inevitable, hacia Pleasance. Un cartel azul en la acera, que rezaba AVISO POLICIAL, lo acusaba con sus propias preguntas: «En este lugar se ha producido un accidente… Si ha visto… Póngase en contacto con la policía…». McLean se encontraba en el lugar en el que Alison había sido atropellada. En el lugar en que se había sacrificado por él. Joder, ¿por qué desperdiciar así su vida? Apretó los puños y se juró a sí mismo que daría con el responsable. Pero eso no lo hizo sentirse mejor.

No estaba muy lejos de su piso, lo cual le produjo alivio. La dura batalla entre la rabia y los sentimientos de culpa hacía que le resultara difícil retomar el hilo de sus pensamientos. De nuevo, la puerta estaba calzada con una piedra, para que no se cerrara. Los putos estudiantes, que habían vuelto a perder las llaves y no querían gastar dinero en hacer copias nuevas. A aquellas horas, por lo menos, la señora McCutcheon ya estaría durmiendo, de modo que McLean se ahorraría el tener que sonreírle cuando ella expresara su preocupación por las muchas horas que trabajaba el inspector. Empezó a subir la escalera y notó que los ojos se le iban cerrando debido al cansancio. No veía el momento de meterse en la cama.

Pero había alguien esperando en lo alto de la escalera.