—¿Tiene usted un minuto, señor?
McLean se hallaba junto a la puerta del mayor centro de coordinación del edificio. En aquel momento parecía una recreación de la investigación sobre Barnaby Smythe, solo que de la pared ya no colgaba una fotografía del banquero, sino una de Jonas Carstairs. Una vez más Duguid había conseguido intimidar, engatusar o dar órdenes a la mayor parte del personal activo del edificio, que había pasado a formar parte de la investigación. Y, una vez más, su plan para obtener resultados consistía en interrogar una y otra vez a todo el mundo hasta que apareciera alguna pista. El propio Duguid estaba a pocos pasos de la puerta, con las manos apoyadas en las caderas, contemplando todo aquel bullicio como si la actividad en sí misma fuera una señal de que las cosas iban por buen camino. Sin duda, creía honestamente tal cosa. Habría sido un excelente funcionario.
—Pensaba que estabas de permiso obligado hasta el lunes —dijo el comisario, que no parecía precisamente feliz de verlo allí.
—Ha surgido algo. Lo he acordado con la comisaria en jefe.
—Sí, ya me lo imagino.
McLean dejó pasar el tono burlón, pues aquello era demasiado importante.
—Quería preguntarle si ha avanzado usted algo en la investigación sobre Carstairs.
—Has venido a regodearte, ¿no? —dijo el comisario.
Una vena empezó a palpitar en una de las sienes de Duguid y se puso muy rojo.
—En absoluto, señor. Es solo que su nombre ha aparecido en una de mis investigaciones. La del asesinato ritual.
—Ah, sí. El caso sin pistas. Jayne te lo dio a ti porque pensaba que con un caso así no podrías crear muchos problemas. Me imagino que ya se estará arrepintiendo.
—En realidad, hemos identificado sin lugar a dudas a uno de los asesinos.
—Ah, y ¿lo habéis arrestado?
—No, de hecho está muerto. Desde hace casi cincuenta años.
—O sea, que no has conseguido una mierda.
—Eso no es del todo cierto, señor —dijo McLean, reprimiendo el deseo de atizarle un puñetazo a su superior en toda la cara. Sería todo un placer, desde luego, pero luego tendría que aguantar las consecuencias—. En realidad, he descubierto pruebas nuevas que lo relacionan con Jonas Carstairs, con Barnaby Smythe y con su tío, señor.
De acuerdo, aquella pulla final no había sido una idea brillante, pero Duguid se lo había buscado. McLean dio un involuntario paso atrás al ver al comisario erguirse y cerrar los puños.
—Ni te atrevas a mencionar eso aquí —dijo Duguid con un amenazador rugido—. Lo próximo que vas a insinuar es que es sospechoso. Menuda ridiculez.
—En realidad, eso es justo lo que estoy insinuando. Él, Carstairs, Smythe y otros dos hombres más. Y creo que también podría haber un sexto implicado. Alguien que aún sigue con vida y que está haciendo todo lo que puede para que no demos con él.
—¿Incluido asesinar a sus cómplices? —dijo Duguid, al tiempo que soltaba una carcajada que le sirvió para atenuar un poco su rabia—. Sabemos quién mató a Smythe y a Buchan Stewart. Solo es cuestión de tiempo que cojamos al hijo de puta que se ha cargado a tu amigo el abogado.
Por el amor de Dios… ¿Cómo había llegado aquel tipo a ser comisario?
—Entonces ¿están ustedes cerca? ¿Tienen algún sospechoso?
—En realidad, quería hacerte unas cuantas preguntas sobre tu relación con Carstairs.
—¿Eso no lo habíamos hablado ya? Le dije que apenas conocía a Carstairs.
—Y, sin embargo, te has pasado los últimos dieciocho meses haciendo gestiones con su bufete.
McLean contuvo el deseo de suspirar. ¿Cuántas veces tendría que repetir lo mismo antes de que entrara por fin en aquella cabezota calva?
—Era amigo de mi abuela. Simplemente dejé que siguieran llevando sus asuntos cuando mi abuela tuvo el derrame. Me pareció que era lo más sencillo. De hecho, jamás vi a Carstairs personalmente, siempre trataba con un tipo llamado Stephenson.
—Y ¿en esos dieciocho meses no viste a Carstairs ni una vez? ¿No hablaste ni una vez con ese hombre que era un viejo amigo de la familia en quien tu abuela había confiado para que se ocupara de su nada despreciable fortuna? ¿Ese hombre que te apreciaba hasta el punto de dejarte en herencia todos sus bienes personales?
—No. Y de eso último me enteré cuando usted me lo dijo, al día siguiente del asesinato.
McLean sabía que lo más prudente era no seguir hablando, limitarse a responder la pregunta y punto. Sin embargo, no pudo contenerse y entró al trapo.
—No sé si lo recuerda usted, señor, pero ser inspector supone a veces mucho trabajo. Me alegró saber que mi abuela tenía las cosas en orden antes de sufrir el derrame, de manera que yo no tuviera que añadir la tarea de ocuparme de sus asuntos a mi creciente montaña de papeleo. La verdad es que prefiero salir a la calle a perseguir a los malos.
—No me gusta tu tono, McLean.
—Y a mí me trae sin cuidado, señor. He venido para averiguar si había avanzado usted algo en el caso Carstairs, pero, como es obvio que no tiene ni una sola pista, no lo entretengo más.
McLean empezó a dar media vuelta, pues no quería darle a Duguid tiempo para reaccionar, pero luego pensó qué coño, ya puestos, mejor dejar las cosas claras de una vez.
—Una cosa más. Tendría usted que reabrir los casos de Smythe y Stewart, señor. Ya sabe, revisar con cuatro ojos todas las pruebas forenses, verificar las declaraciones de los testigos y esas cosas.
—No te atrevas a decirme cómo coño tengo que dirigir mi investigación.
Duguid se dispuso a agarrar del brazo a McLean, pero este se apartó.
—Se conocían entre ellos, señor. Carstairs, Smythe y su puñetero tío. Fueron juntos a la universidad y también estuvieron juntos en el ejército. Tengo fundadas sospechas de que violaron y asesinaron juntos a una muchacha. Y ahora todos han muerto de forma curiosamente parecida. ¿No cree usted que esos detalles merecen al menos que les eche un vistazo?
McLean no aguardó la respuesta de Duguid, sino que lo dejó allí, subiéndose por las paredes. Lo siguiente que haría el comisario sería pegarle cuatro gritos a alguien para que fuera a encargarse de esas cosas o irse corriendo al despacho de la comisaria en jefe a quejarse. Ninguna de esas dos cosas era lo que preocupaba a McLean mientras recorría el pasillo a toda prisa, en dirección a su propio centro de coordinación. No, lo que le preocupaba era la corazonada de que tenía razón, de que aquellos tres hombres estaban implicados en el asesinato ritual y de que, por algún motivo, sus muertes estaban relacionadas. Un órgano por cada uno de los asesinos rituales; un órgano arrancado de su propio cuerpo a cada uno de ellos e introducido en la boca. Demasiadas coincidencias acumuladas, tantas que la cosa acabaría por estallar tarde o temprano.
—¿Y si aún está vivo?
Varios rostros perplejos recibieron a McLean cuando este entró en su centro de coordinación. Bob el Cascarrabias se había tomado al menos la molestia de dejar un momento el periódico, aunque seguía con los pies en la mesa, lo cual quería decir que a lo mejor se había estado echando un sueñecito. MacBride estaba encorvado sobre su portátil, contemplando lo que parecía una pantalla repleta de imágenes en miniatura. Cuando levantó la cabeza, McLean se sorprendió al ver lo pálido que estaba. Tenía los ojos enrojecidos, como si llevara días sin dormir. El traje que vestía no estaba tan perfectamente planchado como de costumbre y tampoco parecía que se hubiese peinado mucho en los últimos días.
—El sexto hombre. El que no está ahí —dijo McLean, señalando la fotografía clavada a la pared en la que aparecían los cinco jóvenes remeros—. ¿Y si aún está vivo y sabe que hemos descubierto el cadáver, y está tratando de borrar su rastro?
Bob el Cascarrabias siguió observando al inspector con la mirada inexpresiva de quien acaba de despertarse.
—A ver: el cuerpo ha desaparecido, junto a todos los órganos y frascos. Lo único que aún conservamos son los objetos que dejaron en el escenario del crimen. Sabemos que están limpios de huellas dactilares y restos de ADN, por lo que no nos van a servir de mucho. Aunque tuviéramos un nombre, no nos sería fácil acusarlo de nada. El hecho de haber conocido a Bertie Farquhar no es suficiente. Caray, mi abuela conocía al menos a tres de esos hombres y, desde luego, dudo que tuviera algo que ver en todo este asunto. Pero hasta hace un mes, tres de esos cinco hombres aún estaban vivos.
MacBride fue el primero en seguir el hilo.
—Pero sabemos que Jonathan Okolo asesinó a Barnaby Smythe. Y a Buchan Stewart lo mató un amante celoso.
—¿Está seguro de eso, agente? Porque yo no. Creo que esa investigación se cerró rápidamente para evitarle una situación incómoda a un comisario. Lo mismo que el asesinato de Smythe, que dejó de investigarse en cuanto tuvimos a Okolo. Y Duguid no tiene ni una sola pista acerca de quién mató a Jonas Carstairs. Ahora sabemos que todos estuvieron implicados en el asesinato ritual y que alguien les arrancó un órgano. Tres asesinatos, todos ellos demasiado parecidos para que se trate de una coincidencia.
—Eh… Bueno, en realidad creo que todo eso tiene una explicación, señor —dijo MacBride, al tiempo que giraba su portátil para mostrar la pantalla—. He estado intentando encontrar la filtración. Ya sabe, para explicar cómo es posible que un imitador supiera tanto acerca del asesinato de Smythe cuando nosotros no hemos revelado nada a la prensa. Bueno, pues se me ha ocurrido que todas las fotografías que toma la policía científica están en formato digital, lo cual significa que es fácil hacer copias electrónicas. Se pueden guardar miles de fotos en una tarjeta del tamaño de un sello. Pero tampoco podía irme tan pancho a las dependencias de la policía científica a preguntarles algo así, ni tampoco acababa de entender por qué alguien quería copias de esas fotos si no pensaba venderlas a la prensa.
—En Brasil pagarían una fortuna por ellas.
—¿Qué?
—La muerte forma parte de la cultura de allí. Tienen periódicos especializados en la publicación de fotos de accidentes fatales. A veces, los fotógrafos llegan antes que la policía y las ambulancias. Esos periódicos se compran a vendedores callejeros. Unas imágenes como estas tendrían mucho éxito allí.
MacBride se estremeció.
—¿Cómo sabe usted todo eso, señor?
—Ventajas de una educación exclusiva. Sé un poco de un montón de cosas. Bueno, y también ayuda el Discovery Channel, claro. Pero bueno, me estaba hablando de Smythe y de las fotografías.
—¿Qué? Ah, sí. Bueno, se me ha ocurrido que si tenían intención de venderlas, seguramente lo harían a través de internet, así que me he dedicado a buscar fotos escabrosas.
—¿En un ordenador de comisaría? Eso es ser valiente.
—No pasa nada, señor. Este ordenador me lo dio Mike. No está controlado, porque si no hubiese tenido que pedirle a Dagwood que me firmara un permiso de exclusión del control de seguridad, y ya sabe usted cómo se pone.
—Las fotografías, agente —dijo McLean, señalando de nuevo la pantalla.
—Sí, señor. Bueno, he encontrado muchísimas. Fotos de escenarios del crimen, de accidentes de coche… Supongo que muchas de esas páginas eran brasileñas, como usted ha dicho antes, aunque no he podido entender en qué idioma estaban escritas. Era como el español, pero diferente.
—Eso es porque en Brasil hablan portugués.
—Portugués. Vale. Bueno, al final encontré un grupo de noticias protegido por fuertes medidas de seguridad…, y allí estaban todas estas fotos. De los escenarios del crimen de Smythe, Buchan Stewart y Jonas Carstairs. Incluso de los dos suicidios. En la página también hay colgadas otras muchas fotos, pero todas las imágenes que yo he reconocido las ha publicado alguien que firma como «MB».
McLean clicó en la página de miniaturas. Fue bajando y contó al menos cien fotos, pero había decenas de páginas similares.
—Quien lo esté haciendo, tiene acceso a todas las fotografías que hemos tomado —dijo—. ¿Cuántos fotógrafos de la policía científica hay?
—Como una docena de agentes especializados en fotografía, pero en realidad todos reciben formación para utilizar las cámaras. Y me imagino que los técnicos y el personal de apoyo también tienen acceso. Aunque en realidad podría haber sido tranquilamente cualquier agente, señor, pues todos tenemos acceso a esas fotos.
—¿Podemos rastrear a ese tal «MB» desde la página?
—Lo dudo, señor. Mike le echará un vistazo al tema mañana, pero son todo servidores anónimos que envían la información mediante cuentas situadas en el extranjero. Bueno, todo esto me supera, pero creo que explicaría por qué alguien conoce tantos detalles del asesinato de Smythe. Y supongo que si a alguien le gusta visitar este tipo de páginas, es solo cuestión de tiempo antes de que empiece a imitar lo que ve.
Joder. Estaba tan seguro… Seguía estándolo, en realidad. Pero aquello era demasiado gordo para ignorarlo.
—Buen trabajo, Stuart. Prepáreme un informe en cuanto pueda y ya me encargaré yo de que la comisaria McIntyre sepa quién se lo ha currado. De todas formas, quiero profundizar un poco en la teoría de que nuestro sexto hombre sigue ahí fuera y está haciendo todo lo posible para asegurarse de que no demos con él.
—¿He oído a alguien pronunciar mi nombre?
McLean giró sobre sus talones y vio a la comisaria en jefe junto al umbral de la puerta. MacBride se puso en pie de un salto, como si alguien le acabara de dar una descarga con una pistola eléctrica. Bob el Cascarrabias se limitó a saludar con un gesto de cabeza y a bajar los pies de la mesa.
—Le pedí al agente MacBride que investigara la filtración en los detalles del escenario del crimen…, y creo que la ha encontrado.
McLean le hizo a McIntyre un resumen de lo que él mismo acababa de saber. La comisaria no dejó de moverse con inquietud durante la breve exposición, como una niña que tiene que ir al baño y no se atreve a pedirlo.
—Excelente trabajo, agente —dijo, una vez terminado el resumen—. La verdad es que necesitábamos desesperadamente una buena noticia.
McLean imaginó lo que venía a continuación, pues McIntyre lo llevaba escrito en el rostro.
—¿Quiere usted que…? —dijo, dirigiéndose a la puerta.
—No, no se preocupe, Tony. Es mi trabajo. Y me ha parecido correcto decírselo personalmente. Bueno, a todos los presentes. —La comisaria se alisó la chaqueta del uniforme, sin saber durante unos segundos cómo abordar el tema—. Es la agente Kydd. Su estado empeoró. Los médicos han hecho todo lo posible, pero las lesiones eran demasiado graves. Ha muerto hace apenas una hora.