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Bob el Cascarrabias era la imagen misma de la felicidad sentado en el borde de un vetusto sofá cubierto de pelos. Los dandie dinmonts estaban encerrados en la cocina y Bob tenía su taza de té y sus galletas. Como muy bien sabía McLean, Bob el Cascarrabias no necesitaba nada más a esa hora del día.

Emily Johnson los había hecho pasar, tras informarlos de que había estado en el desván de su casa buscando en viejos baúles repletos de cosas. En ese momento, estaban los tres en la salita de estar, analizando cientos de fotografías en blanco y negro.

—Quizá lo mejor sería llamar a un tasador profesional —dijo la señora Johnson—. Hay tantos trastos ahí arriba que no hacen otra cosa que apolillarse. Se me había ocurrido organizar una subasta benéfica y destinar la recaudación a los niños enfermos. Tampoco es que yo necesite el dinero y, además, nada de todo eso tiene valor sentimental para mí.

McLean pensó en su propia situación: de repente, le llovían por todas partes reliquias de familia que ni le interesaban especialmente ni sentía grandes deseos de conservar. Tal vez eso fuera lo mejor: subastarlo todo y emplear las ganancias en fundar una organización benéfica.

—Le estaría muy agradecido si nos concediera usted el tiempo necesario para revisar los objetos personales de Albert, antes de deshacerse de ellos, señora Johnson.

Lo último que quería McLean era perder en una subasta alguna prueba útil.

—No se preocupe por eso, inspector. Me va a llevar años organizarlo todo. Ah, por cierto, he encontrado esto.

La señora Johnson se puso en pie y cogió un objeto pequeño que estaba sobre la repisa de la chimenea, dentro de un cuenco de porcelana. Se acercó de nuevo a los agentes y se lo entregó a McLean, que contempló un pequeño joyero de piel repujada, un poco gastado en los bordes. En la parte inferior, escrita en desvaídas letras doradas, figuraba una breve inscripción: Douglas y Footes, joyeros. Al abrirlo, vio que estaba forrado de terciopelo verde fruncido. En el interior de la tapa se podía leer lo siguiente: «Para Albert Farquhar, con motivo de su mayoría de edad: 13 de agosto de 1932». Sujetos en sus respectivos agujeros, en el terciopelo verde, se hallaban cuatro botones decorativos de camisa, coronados por minúsculos rubíes rojos que resplandecían como gotitas de sangre. Otros botones habían perdido la parte superior. También quedaba un espacio reservado al sello, pero estaba vacío.

—Ustedes encontraron los gemelos que completan el conjunto.

—Exacto. Y esto solo confirma lo que yo ya sospechaba. —McLean cerró de golpe la caja y se la devolvió a la señora Johnson—. Supongo que, técnicamente, el gemelo robado le pertenece a usted. Bob, anota que tenemos que devolvérselos a la señora Johnson en cuanto finalice la investigación.

—No haga tal cosa, inspector. No quiero esos horrendos objetos. No soportaba a Bertie en vida y, sinceramente, no me sorprendería en absoluto que hubiese matado a alguien. Al fin y al cabo, se estampó contra aquella parada de autobús.

—¿Lo conocía usted bien?

—No especialmente, gracias a Dios. Tenía la edad de Toby, creo, y apreciaba bastante a John, mi esposo. Pero a mí me ponía los pelos de punta, siempre mirándome con aquellos ojos de párpados caídos. El mero hecho de estar en la misma habitación que él me hacía sentir sucia.

—Y ¿qué me dice de la casa de Sighthill? ¿La visitó usted en alguna ocasión?

—Ay, Dios, el Capricho del Emperador Ming. Así la llamábamos. Estoy convencida de que en otra época debió de ser una mansión espléndida, pero es que tenía un aspecto tan absurdo entre todas aquellas viviendas de protección oficial… Y tan cerca de la cárcel, además. No entiendo por qué el viejo Farquhar no la hizo demoler de una vez por todas. No es que no pudiera permitírselo, precisamente.

—Más bien creo que intentaba mantener algo oculto.

McLean cogió uno de los álbumes fotográficos encuadernados en piel que la señora Johnson había dejado sobre la mesa de café. Al otro lado de la mesa, Bob el Cascarrabias cogió otra galleta mientras seguía hojeando el álbum que ya tenía entre manos.

—Sabía lo que había hecho su hijo y trató de mantenerlo en secreto. Incluso una vez muerto Menzies, la Banca Farquhar siguió conservando la propiedad de la casa. Si habían vendido el resto de los bienes…, ¿por qué conservaron esa mansión? Lógicamente, porque una compañía de la vieja escuela como la Banca Farquhar jamás hubiera incumplido el último deseo de su fundador, pero en cuanto Mid-Eastern Finance se quedó con la banca, lo normal era que acabaran vendiendo la casa.

—¿Encontraron un cadáver en la casa?

La señora Johnson se llevó una mano a la garganta y, de golpe, se quedó completamente inmóvil.

—Lo siento. No se lo había dicho. Sí, encontramos un cadáver. El de una muchacha, escondido en el sótano. Creemos que la asesinaron justo después de la guerra.

—Dios mío. Tantas fiestas espantosas en aquella casa y yo que jamás llegué a saberlo. ¿Cómo murió?

—Digamos que la asesinaron, no hace falta dar más detalles, señora Johnson. Me interesa más descubrir quién pudo haber ayudado a Albert Farquhar y si todavía vive alguno de los implicados.

—Claro. Bueno, tenía amigos, supongo. Quiero decir que Toby y él eran… No pensará usted que Toby estuvo implicado, ¿verdad?

—Ahora mismo no descartamos ninguna opción. Sé que Farquhar era culpable. Su suegro murió hace mucho tiempo, señora Johnson, y no puedo hacer nada contra los muertos. Pero aún queda alguien vivo que está involucrado en toda esa historia y no voy a descansar hasta que lo entregue a la justicia.

—Caray, eche usted un vistazo a esto.

Bob el Cascarrabias interrumpió la conversación con un tono triunfal en la voz. Sin cerrar el álbum de fotos, le dio la vuelta y lo colocó encima de todos los otros, sobre la mesita de café. McLean se inclinó hacia adelante para ver mejor y se encontró con una imagen en blanco y negro de cinco hombres, todos ellos vestidos con americana y pantalones de franela. Eran todos muy jóvenes, veinte o veintipocos años, y lucían el corte de pelo que había estado de moda justo antes de la guerra. Cuatro de ellos aparecían hombro con hombro en la imagen, sosteniendo un trofeo de madera en forma de escudo. El quinto estaba tendido en el suelo a sus pies y, justo detrás de todos ellos, McLean vislumbró una elegante canoa, unos remos y un río. Bajo la fotografía, alguien había añadido un pie de foto: «Cuatro con timonel de la Universidad de Edimburgo. Regata Henley, 1938». Lo que más interesó a McLean, sin embargo, fueron las firmas que aparecían garabateadas en la fotografía misma:

TOBIAS JOHNSON

ALBERT FARQUHAR

BARNABY SMYTHE

BUCHAN STEWART

JONAS CARSTAIRS