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Un discordante zumbido se fue abriendo paso en los sueños de McLean y le obligó a regresar al mundo de los vivos. Abrió un ojo y le echó un vistazo a su despertador. Las seis de la mañana, y estaba hecho una mierda. Muy injusto, teniendo en cuenta la agradable velada de la noche anterior. Y tenía muchas ganas de dormir hasta tarde.

Alargó una mano y pulsó el botón para que volviera a sonar la alarma al cabo de unos minutos, pero el zumbido no cesó. Fue entonces cuando se dio cuenta de que procedía de lo alto de la cómoda, en la otra punta de la habitación. Se levantó a toda prisa y cogió su chaqueta justo en el mismo momento en que cesaba el ruido. Debajo de la chaqueta, conectado a su cargador, estaba el móvil: en la pantalla destellaba un mensaje de texto en el que se le solicitaba que contactara con la comisaría. Estaba a punto de llamar cuando empezó a sonar el teléfono fijo, en el salón.

McLean salió de la habitación apresuradamente, en calzoncillos, y descolgó el auricular justo en el mismo momento en que también dejaba de sonar. Todavía no había vuelto a colocar la cinta en el contestador automático. Tal vez lo mejor sería comprarse uno nuevo, algo digital que no conservara las voces de los muertos. Leyó de nuevo el mensaje de texto del móvil que aún tenía en la mano, pulsó una tecla de marcación rápida y pidió que le pasaran. Diez minutos más tarde, ya duchado y vestido, salía a la calle. El desayuno tendría que esperar.

El gélido frío de la mañana soplaba en la estrecha calle, avivado por los altos edificios a ambos lados. Viento perezoso, lo llamaba su abuela, porque prefiere atravesarte antes que hacer el esfuerzo de rodearte. McLean, vestido con un ligero traje de verano, se estremeció. Aún no había desayunado, había dormido muy poco y había tenido un despertar brusco e inesperado, portador de malas noticias que hubiera preferido no conocer. A veces, la vida de un oficinista cualquiera le parecía muy apetecible: terminado el horario laboral, uno se largaba. Se iba a casa convencido de que nadie lo llamaría en plena noche para pedirle que regresara a la oficina a tramitar unos cuantos informes más, o lo que fuera que hacían en sus despachos las personas con trabajos normales.

El agente MacBride lo estaba esperando en la entrada del depósito de cadáveres de la ciudad, deambulando con aire inquieto por la calle como un ingenuo universitario de primer año que se pregunta si tendrá valor para entrar solito en uno de los pubs más conocidos de Cowgate. MacBride parecía tener aún más frío que McLean, si es que eso era posible.

—¿Qué ha ocurrido, agente? —preguntó McLean, mientras le mostraba su placa a un joven agente de uniforme que en ese momento bloqueaba con cinta negra y amarilla la entrada de vehículos.

—Es la muchacha, señor. La de la casa de Sighthill. La… bueno, creo que lo mejor será que hable usted con la doctora Sharp.

Dentro del edificio, el movimiento de gente era desacostumbrado. Un equipo de la policía científica lo estaba espolvoreando todo, bajo la mirada inquieta de la ayudante del patólogo forense, en busca de huellas dactilares y otras pistas.

—¿Qué está pasando, Tracy? —preguntó McLean.

La mujer pareció sentir alivio al ver al inspector, una cara conocida en mitad de aquel caos.

—Alguien ha entrado y se ha llevado uno de nuestros cuerpos. El de la joven mutilada. Y también se han llevado los órganos conservados.

—¿Ha desaparecido algo más?

—Desaparecido, no. Pero han tocado los ordenadores. Están protegidos con contraseñas, pero cuando he llegado el mío estaba encendido. Juraría que anoche lo apagué. No le he dado mayor importancia hasta que nos hemos percatado de que el cuerpo había desaparecido. No han borrado nada, que yo haya visto, pero podrían haber hecho copias de cualquiera de mis archivos.

—¿Y los otros cadáveres del depósito?

McLean echó un vistazo a través de los paneles de cristal que separaban las oficinas de la sala de autopsias. Emma disparaba su flash a diestro y siniestro. Interrumpió su tarea cuando vio a McLean y lo saludó alegremente con una mano.

—No parece que los hayan tocado. Quien lo haya hecho, sabía muy bien lo que estaba buscando.

—Entonces, lo más probable es que la policía científica no encuentre nada. Al parecer, lo tenían todo muy bien planeado. ¿Está segura de que fue anoche?

—No al cien por cien. Tampoco es que la sacáramos todos los días para comprobar si seguía ahí o no. Pero los órganos estaban guardados en ese almacén seguro de ahí.

Tracy señaló una pesada puerta de madera provista de una ventanita de cristal reforzado, situada a la altura de la cabeza.

—Seguían allí anoche, cuando guardé la ropa de la suicida. Y esta mañana, cuando he ido a buscar un frasco de muestras, ya no estaban. Nada más darme cuenta, he comprobado las unidades refrigeradas y el cadáver de la chica ya no estaba.

—¿A qué hora se fue anoche de aquí?

—Hacia las ocho, creo. Pero aquí siempre hay alguien las veinticuatro horas del día, porque nunca sabemos cuándo nos va a llegar un cuerpo.

—Entiendo entonces que no puede entrar cualquiera que venga de la calle.

McLean ya conocía las medidas de seguridad de aquel lugar. No eran perfectas, pero hasta ese momento habían parecido correctas. Suficientes, al menos, para que no pudiera entrar nadie sin la correspondiente autorización.

—¿Cómo explica que alguien haya podido sacar un cadáver de aquí? Quiero decir que uno no puede cargarse el cadáver al hombro y salir sin más a Cowgate.

—La mayoría de los cadáveres nos los traen en ambulancia o en el coche de alguna funeraria. Tal vez se la hayan llevado así.

—Sí, parece lógico. ¿Cuántos cadáveres entraron anoche?

—Déjeme comprobarlo —dijo, volviéndose hacia el ordenador. Sin embargo, se detuvo—. ¿Puedo usarlo? —preguntó.

McLean interceptó a un agente de la policía científica que en ese momento pasaba por allí y le formuló la misma pregunta.

—Los hemos analizado en busca de huellas, pero dudo que vayamos a encontrar nada. No hay ninguna en el teclado de seguridad, ni en las puertas de las neveras. Intuyo que quien entró aquí llevaba guantes.

—Adelante, pues —le dijo McLean a Tracy con un gesto de asentimiento.

La mujer pulsó unas cuantas teclas.

—Veamos, a la suicida la introdujimos en el sistema a la una y media. A las ocho llegó una posible víctima de ataque al corazón. Sí, recuerdo el momento en que lo trajeron. Después de eso, nada. Supongo que ha sido una noche tranquila.

—¿Puede confirmarlo quien estuviera de guardia anoche?

—Lo pregunto.

Tracy cogió el teléfono sin molestarse siquiera en preguntar a algún agente de la policía científica si podía hacerlo. Habló brevemente, garabateó un número, luego colgó y marcó el número que había anotado. Silencio durante unos instantes. Y luego:

—¿Pete? Hola, soy Trace, del trabajo. Sí, lo siento, ya sé que has hecho el turno de noche. Es que han entrado en el depósito. Esto está lleno de policías ahora mismo. No, no estoy de broma. Supongo que querrán hablar contigo. Mira, ¿has registrado algún cuerpo después de que entrara el señor Lentin anoche? —Una pausa—. ¿Qué? ¿Estás seguro? Vale. Vale. Gracias —dijo finalmente, y colgó.

—A eso de las dos de la madrugada ha llegado una ambulancia. Peter jura que lo registró, pero en el ordenador no aparece.

—¿Se refiere al ordenador que ha encontrado encendido al llegar?

McLean tuvo que admitir que el ladrón había sido muy concienzudo. Era un trabajo completamente profesional, de principio a fin. Pero… ¿por qué iba a querer alguien robar un cuerpo que llevaba muerto sesenta años y que ni siquiera se había podido identificar aún?

—Tenía razón, ¿sabe?

—¿Ah, sí? ¿En qué? —preguntó McLean.

Estaba junto al umbral del despacho de la comisaria McIntyre. Todo el mundo sabía que esa puerta estaba siempre abierta, pero McLean se mostraba reacio a entrar. El gesto cansado y el suspiro de resignación de la comisaria en jefe le bastaban para comprender que no debía tentar a la suerte.

—McReadie. No tenía que acudir a comisaría para el interrogatorio hasta otro día, pero su abogado llamó y convenció a Charles para que adelantara la cita. Por eso estaba aquí en el momento en que atropellaron a la agente Kydd. Pero no le va a servir de nada. Ahora mismo va camino de la cárcel de Saughton.

Eso tampoco era un gran consuelo para la pobre Alison.

—He llamado al hospital —dijo McLean.

—Yo también, Tony. No hay cambios, ya lo sé. Es una chica fuerte, pero estuvieron a punto de perderla en la mesa de operaciones. No hace falta que le diga que tiene muy pocas probabilidades de salir adelante.

Ni tampoco qué clase de vida iba a tener si conseguía sobrevivir. McLean observó a McIntyre mientras esta se pasaba una mano por la cara con gesto cansado. Bien, ya iría al grano cuando ella considerara llegado el momento.

—Bueno, ¿qué está haciendo aquí exactamente? Se suponía que estaba de permiso.

McLean le contó lo del cadáver desaparecido.

—Sabemos que Bertie Farquhar fue uno de los asesinos, pero creo que al menos uno de los otros culpables sigue vivo.

—¿Y cree que ha sido él quien ha robado el cuerpo?

—Por lo menos ha organizado el robo. Si Farquhar no se hubiera matado en aquel accidente de coche, tendría unos noventa años. Y supongo que todos los demás implicados tendrían más o menos la misma edad. No creo que ninguno de ellos esté en condiciones de colarse en el depósito de cadáveres de la ciudad.

—Más bien están en condiciones de que los entren en camilla —dijo McIntyre, al tiempo que intentaba sonreír, sin demasiado éxito.

—Sea quien sea, tiene influencias. O dinero. O las dos cosas, en realidad. No se puede decir que hayamos hecho público el descubrimiento del cadáver, pero está claro que alguien sabía que lo habíamos encontrado, y también dónde estaba. Me da la sensación de que están intentando borrar todas las pistas.

—Le dije que no volviera hasta el lunes, como ya sabe. No tendría que estar aquí.

—Lo sé. Pero no puedo dejar esto en manos del sargento Laird, y menos aún teniendo en cuenta que también lleva otros casos. Y me voy a volver loco si me quedo en casa, sabiendo que el asesino anda suelto por ahí tratando de borrar hasta la última prueba que tenemos.

La comisaria en jefe guardó silencio durante un rato, se reclinó en su sillón y observó fijamente a McLean, que le concedió todo el tiempo del mundo.

—¿Qué se propone? —preguntó al fin la comisaria.

—Intento descubrir quiénes eran los amigos de Bertie Farquhar. El agente MacBride ya ha consultado los archivos y también hemos solicitado su expediente militar. También quisiera ir a ver si Emily Johnson ha encontrado algo, pues dijo que iba a buscar en su desván viejos álbumes fotográficos de Farquhar y cosas así.

—Y ¿por qué tengo la sensación de que igualmente habría ido hoy a hacerle una visita a la señora Johnson? —dijo McIntyre, mientras hacía un gesto vago con la mano e ignoraba a McLean, que se hacía el inocente—. Váyase, McLean. Encuentre a su joven muerta y a su anciano asesino. Pero aléjese de McReadie. Si me entero de que se ha acercado a él, tendrá que vérselas con los de Asuntos Internos, ¿queda claro?